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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (11 page)

BOOK: Starters
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El papel mostraba las arrugas de haber sido doblado. Era un dibujo mío. De mi cara. No recordaba haber posado para él, pero sin duda era el estilo de Michael.

Éste tenía que ser el papel que me había entregado antes de que me fuera con Rodney.

Helena debía de haberlo encontrado escondido en mi —nuestro— sujetador.

Observé el dibujo, hipnotizada. Era bonito. Etéreo. Y un poco inquietante. No era tanto un retrato exacto como una interpretación de mi espíritu. Se había tomado la licencia artística de darme unos ojos de distinto color. Pero lo vi como una interpretación de mi espíritu. Lo que me hacía preguntarme: ¿era porque Michael era un artista con mucho talento?, ¿o era porque estábamos conectados?

No estaba segura de la respuesta, pero estaba conmovida. Lo volví a colocar sobre el tocador.

Los oscuros paneles de madera del dormitorio escondían dos armarios. Abrí el primero y revisé la ropa ender: trajes y vestidos oscuros, todos de una talla demasiado grande para mí. Probé con el siguiente armario y encontré ropa para mí.

Justo de mi talla.

Elegí unos tejanos y un top de punto y me los puse. Perfecto. En el tocador había una cadena con un medallón que le iba bien a mi conjunto, así que me la puse. Al abrochármela, me di cuenta de que mi pelo aún estaba húmedo. Supuse que no había estado delante de los chorros de aire tanto como debería. Cuando me palpé la parte posterior de la cabeza, detecté algo extraño: la incisión donde Plenitud había insertado el chip. Era una forma oval. Estaba tierna.

En el tocador también estaba el reloj que había llevado la noche anterior. Sólo podía imaginar lo que debía de haber costado. Probablemente podía alimentar a una familia durante todo un año. Abrí un cajón y lo guardé. No quería ser responsable si lo robaban o se estropeaba.

Cogí el bolso de fiesta de la noche anterior. Demasiado elegante. Encontré un bolso bonito de cuero en el armario —justo lo adecuado— y metí el carnet de conducir y el teléfono móvil en él. Saqué el fajo de billetes y lo desplegué. La verdad es que no era mío. Pero ahora lo necesitaba, para la gasolina y la comida, mientras intentaba descubrir qué estaba pasando.

Decidí que llevaría un registro y que se lo devolvería a la señora Winterhill con mi propio dinero. Tras contar los billetes, deposité el efectivo en el bolso.

Había una cosa más en el bolso de fiesta. La tarjeta de Madison. En ella se leía «Rhiannon Huffington». El holo mostraba a Madison tal y como era, una rolliza mujer de ciento veinticinco años de edad, vestida con un caftán de seda y mostrando una sonrisa dentuda. Estaba lanzando un beso y guiñando un ojo con picardía. Ésta era la enorme mujer que estaba dentro de la pequeña adolescente Madison. Rhiannon quizá podía ser boba, pero sin duda sabía cómo pasárselo bien, eso tenía que admitirlo.

Deslicé su tarjeta en mi bolso.

Guardé la ropa de la noche anterior e hice la cama. Entonces me di cuenta de que la señora Winterhill probablemente nunca se hacía la cama. Tenía a aquella ama de llaves. Así que la deshice. Estaba a punto de irme cuando reparé en que había dejado fuera el ordenador.

Me senté y cerré la caja que lo contenía. Quizá allí había algo que pudiera contarme algo más sobre la señora Winterhill. Abrí el cajón que estaba a un lado del escritorio y sólo vi bolígrafos y blocs de notas. Pero en el cajón de en medio había una cajita de plata del tamaño justo para contener tarjetas de visita.

«Helena Winterhill» era el nombre que aparecía en las tarjetas. La imagen del holograma era la misma que la del escritorio. Cogí un par de tarjetas y me las metí en el billetero.

El teléfono de Helena sonó. Lo miré. Alguien había enviado un zing.

Lo leí: «Sé lo que vas a hacer. NO. No lo hagas».

Me quedé quieta. ¿Quién era? ¿Algún amigo de Helena que había descubierto sus pequeñas excursiones de alquiler? Los enders podían llegar a ser muy críticos.

¿O esto tenía algo que ver con la Voz?

Dejé caer el teléfono en el bolso. Quería salir de allí, y quería hacerlo sin toparme con el ama de llaves. Descorrí el cerrojo del dormitorio y me asomé al pasillo. No había nadie, en ninguna dirección. Cerré la puerta tras de mí tan silenciosamente como pude y bajé la escalera.

Cuando giré en el descansillo vi que el ama de llaves me estaba esperando abajo.

Tenía una regadera en la mano. La dejó en el suelo, cerca de la mesa de las flores.

—Buenos días, señora Winterhill. —Se secó las manos en el delantal. Llevaba unos sencillos pantalones negros y una camisa negra.

—Buenos días.

Intentaba decidir qué estancia conducía a la entrada del garaje. No estaba segura.

—El desayuno está preparado —dijo.

—No tengo hambre. Voy a salir.

—¿No tiene hambre? —Echó la cabeza hacia atrás, como si eso fuera algo que la señora Winterhill nunca diría—. ¿Se encuentra mal? ¿Debería llamar al médico?

—No, no. Estoy bien.

—Entonces debe tomar al menos el café y el zumo. Para tomarse sus vitaminas.

—Dio media vuelta y se encaminó por el pasillo, guiándome hacia la espléndida cocina. Como los baños, no era fiel al estilo del resto de la casa, sino que, por el contrario, estaba repleta con las últimas y más modernas comodidades.

Un olor a canela llenaba la cocina, lo que hizo que me doliera el corazón. Me recordaba a los felices desayunos del fin de semana que disfrutábamos mamá, papá, Tyler y yo cuando éramos una familia. El ama de llaves me había hecho sitio en la gran isla de cocina que ocupaba el centro. Había un enorme cuenco de plata lleno de fruta cortada, incluyendo mi favorita: papaya. Se me hacía la boca agua. Me senté y me puse la servilleta en el regazo. El ama de llaves me dio la espalda mientras se encargaba del horno. Miré a mi derecha y vi un corto corredor que conducía a una puerta. ¿Era ése el camino al garaje? Se acercó con una sartén y depositó una tostada en mi plato. Hacía tanto tiempo que no veía una tostada…

Trajo un tamiz y espolvoreó azúcar sobre ella, como solía hacer mi madre.

Estaba muerta de hambre. No tenía ni idea de cuándo había sido la última vez que la señora Winterhill había comido, pero me sentía como si lo hubiera hecho hacía varios días. El ama de llaves había hablado de vitaminas. Era curioso que mi arrendataria se esforzara tanto en cuidar un cuerpo temporal.

Todo era muy bueno, muy fresco. El zumo era como ambrosía, una mezcla de varios sabores tropicales. Me alegró ver que había una jarra porque tenía mucha sed. Observé el cuenco rebosante de fruta y me pregunté si habría algún modo de que pudiera llevarme alguna para Tyler y Michael.

Cuando hube acabado de comer, el ama de llaves me pasó un pequeño cuenco de vitaminas. Las píldoras eran de distintos colores, de modo que asumí que quería que me las tomara todas.

—Ha de cuidar de ese cuerpo —dijo—, aunque no sea el suyo.

Asentí, con la boca llena de vitaminas, y bebí un poco de zumo. Puse la servilleta sobre el mostrador y me levanté.

—Gracias. Estaba delicioso.

El ama de llaves me miró con aire divertido. Me pregunté si había sido correcto decir eso. Me dirigí hacia la puerta que, esperaba, fuera la salida. Puse la mano en el pomo y tiré de él. Ante mí estaba la despensa.

—¿Qué está buscando? —preguntó el ama de llaves.

Examiné las estanterías y cogí una Supertrufa. Se la mostré mientras le guiñaba un ojo.

Salí y, al otro lado de un pequeño vestíbulo lateral, vi una puerta. Tenía que ser ésa. Iba a empezar a andar hacia allí cuando un sonido me sobresaltó.

Era el timbre de la puerta principal.

El ama de llaves me dejó para atenderlo. Fui al vestíbulo lateral y abrí la puerta.

Sonreí al ver el cohete de color amarillo y los otros coches aguardando como si fueran mis fiables corceles.

Oí que el ama de llaves me llamaba mientras volvía precipitadamente a la cocina.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Hay un… chico que quiere verla —susurró, con la cara pálida.

—¿Un chico?

Se llevó una mano arrugada a la boca y asintió. Sus rasgos estaban contraídos, como si tuviera que darme la peor noticia del mundo. Dejó caer la mano sobre el delantal y lo apretujó.

—Dice que tienen una cita.

Capítulo 7

Corrí al vestíbulo principal con el ama de llaves pisándome los talones.

Era aquel chico de la discoteca, Blake, vestido con unos vaqueros y una chaqueta de cuero. ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Hola, Callie.

—Blake. —Me dirigí a la mesa de mármol para apoyarme. De hecho, a la luz del día sus ojos eran aún más penetrantes.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

—Sí, gracias. —¿Había hecho todo ese camino sólo para ver cómo estaba?

—Como le he dicho a Eugenia —señaló con un gesto al ama de llaves, que estaba de pie detrás de mí—, tenemos una cita este mediodía.

¿Cómo sabía dónde vivía? Balbucí algo incoherente.

—Lo olvidaste —dijo, suspirando.

Miré de nuevo a Eugenia. Al menos ahora sabía su nombre.

—¿Podrías… por favor? —Se dirigió a la cocina y yo me volví hacia Blake.

»¿Cuándo me pediste salir? —Mi mente giraba vertiginosamente. Las imágenes de la noche se mezclaban borrosas—. ¿Y cuándo dije que sí?

—Cuando nos encontramos anoche, sentados a la barra del Club Runa. —Se acercó—. ¿No te acuerdas? No podías conseguir que el camarero te hiciera caso. Yo pedí por ti.

—¿La barra?

—Hablamos, nos echamos unas risas. Dijiste que te gustan los caballos —afirmó.

Había estado en el Club Runa, pero no me había sentado a la barra. Debía de haber hablado con Helena antes de que yo reclamara mi cuerpo. Por eso sabía mi nombre. Su mirada era tan intensa que pensé que me iba a derretir. Pasé los dedos por la fría mesa de mármol. El abrumador perfume de las flores no me estaba ayudando.

—Podría decirse que anoche no era yo misma —dije.

Bajó la cabeza para encontrar mi mirada.

—¿Quieres que lo volvamos a intentar?

Estaba a punto de rechazarlo, porque, en teoría, estaba trabajando. Pero el banco de cuerpos aún no me había contactado. Sabían cómo encontrarme a través del chip. Y podían llamar a casa de Helena si querían llegar hasta mí. Hasta ahora no había hecho nada malo. Me limitaba a esperarlos.

Y el recuerdo de aquella voz en mi cabeza me convenció de que no debía ir a su encuentro.

—No —dije.

Me miró con una expresión interrogativa en la cara.

—¿No significa no? —preguntó—. ¿Como lárgate y ni se te ocurra volver a molestarme?

—No —sonreí, era divertido burlarse de él—. No como no necesito nada más.

Sólo dame un minuto, ¿de acuerdo?

Corrí escaleras arriba, al dormitorio de Helena. Me dije a mí misma que la verdadera razón que podía justificar esa cita era porque necesitaba un gran favor de su parte. Ésta era mi oportunidad de hacerme amiga de un adolescente de verdad, no de un ender que sólo se hacía pasar por tal. Un adolescente con un coche, y libertad y capacidad de ir a cualquier parte. Podría hacerme aquel favor y Tyler y Michael se beneficiarían. Esperaría el momento adecuado y se lo pediría.

Saqué el dibujo del tocador, lo doblé, y me lo metí en el bolso.

Blake y yo salimos juntos. Su coche, un bólido rojo, deportivo, esperaba en la calzada. Tenía un acabado metalizado, con líneas suaves y sin accesorios inútiles.

Me abrió la puerta y, acto seguido, me senté al lado del conductor. Los cinturones de seguridad zumbaron al ceñirse a nosotros y sujetarnos a los asientos.

Vi que la puerta estaba abierta. ¿Tal vez no se había cerrado la última noche?

Mientras Blake se alejaba, vi al ama de llaves, Eugenia, de pie junto a una ventana del segundo piso. La desaprobación se cernía sobre su rostro como una capa adicional de maquillaje. Y por si acaso no había captado el mensaje, sacudió la cabeza de lado a lado.

Atravesamos la puerta y salimos a la calle, y de repente se me hizo un nudo en el estómago. ¿Qué estaba haciendo?

—¿Estás bien? ¿Estás cómoda? —preguntó Blake.

Asentí.

Era una farsante. Él era rico y yo no, pero aquí estaba, fingiendo, vestida con ropa cara de marca y comportándome como si viviera en una mansión, con una criada, incluso. Sabía que debía contarle la verdad sobre mí, pero ¿cómo sonaría?

«Blake, ¿sabes qué?, soy una huérfana de la calle que duerme en el suelo de edificios abandonados y que sólo sobrevive gracias a la comida que rapiña en los cubos de basura de los restaurantes. No tengo casa, no tengo ropa, no tengo parientes. Nada. Y lo que es peor, he vendido mi cuerpo a ese lugar llamado Destinos de Plenitud. Hace un par de semanas no tenía este aspecto. Me hicieron un tratamiento láser, me lavaron, me depilaron y me pulieron. Y técnicamente, este cuerpo pertenece a una ender llamada Helena Winterhill porque pagó por él. Podrías estar teniendo una cita con ella ahora mismo, una mujer de más de cien años, y ni siquiera saberlo. ¿Qué te parece?» Lo miré. Era felizmente inconsciente, conducía despreocupadamente. Me pilló observándolo y sonrió, después se concentró en la carretera.

Me apoyé en mi asiento e inspiré el aroma del cuero nuevo.

¿Se había planteado Cenicienta en algún momento confesarle la verdad al príncipe, aquella noche en que estaba disfrutando tanto en el baile, disfrazada?

¿Pensó en algún momento en decirle: «Oh, por cierto, Príncipe, la carroza no es mía, la verdad es que soy una insignificante criada que va sucia y descalza y que está aquí de prestado?». No. Disfrutó de su momento.

Y luego se fue tranquilamente, pasada la medianoche.

Mientras circulábamos, hice un cálculo mentalmente. Tenía trece años cuando estalló la guerra y había estado viviendo en la calle desde que tenía quince. Ésa era una excusa bastante buena como para justificar que ésta fuera mi primera cita. Lo que sabía de las citas era por los holos que había visto con mi padre, a quien también le encantaban. Recordaba haber ido al Xperiencia local para experimentar una inmersión total de visión, sonido y clima. Echaba de menos cómo los asientos retumbaban y se movían y hacían que te sintieras como si realmente estuvieras en la cabina de una nave espacial o deslizándote, volando con hadas. Me gustaba tanto, que solía soñar con convertirlo en mi modo de vida y trabajar en la creación de Xperiencias cuando creciera.

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