Studio Sex (36 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Studio Sex
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Levantó la vista y miró a través de la ventana de trabajo de Hasse Snapphane. A la izquierda se vislumbraba una casa del tipo más frecuente en Piteå, roja estilo Älby de 1975. Enfrente, al otro lado de la calle, otra casa más grande de un piso y buhardilla de ladrillo blanco, con frontones marrones barnizados en el piso superior, y más a lo lejos un bosquecillo.

Tiene que haber una factura de viaje en alguna parte, pensó. No importa cómo regresara a casa el ministro de Comercio Exterior, tiene que haberle pasado la factura a algún ministerio o a alguna administración.

Se dio cuenta de que ni siquiera sabía de qué ministerio dependía administrativamente el Ministerio de Comercio Exterior.

Entró en la habitación de Anne y la despertó.

—He de volver a Estocolmo —anunció Annika—. Tengo mucho que hacer.

Fue directamente desde la Cityterminalen al edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores en la plaza de Gustav Adolf. El edificio, de un rosa amarillo, estaba rodeado de coches oscuros relucientes, se veían hombres que parecían importantes con miradas atentas y jubilados con cámaras de bolsillo. La muchedumbre le puso nerviosa, se dirigió insegura hacia la entrada. Un gran automóvil con una estilizada corona real como ridicula matrícula, bloqueaba la entrada. Al pasarlo, un guardia de seguridad extremadamente obeso con uniforme verde oliva le bloqueó el camino a Annika.

—¿Adónde vas?

—A entrar —respondió Annika.

—Ahora está lleno de periodistas —informó el guardia.

¡Joder, coño!, pensó Annika.

—Pero voy al registro.

—Entonces tendrás que esperar —replicó el hombre y cruzó las manos autoritariamente sobre sus genitales.

Annika no se movió.

—¿Por qué?

El guardia la miró fijamente.

—Tenemos visita oficial, el presidente de Sudáfrica está aquí.

—¡Ah, coño! —exclamó Annika y se dio cuenta de lo alejada que había estado de las noticias.

—Vuelve después de las 15.00 —apuntó él.

Annika dio media vuelta y se marchó hacia Norrbro. Miró el reloj, quedaba más de una hora. Cesó de llover y se decidió a dar un rápido paseo por Söder. En Turquía se había entrenado regularmente y sentía la necesidad de apoderarse de nuevo de su cuerpo, con el consiguiente bienestar. Ahora caminó con rapidez y energía a través de Gamla stan hacia las escaleras de alrededor de la plaza de Mosebacke. Con el bolso colgado en diagonal sobre el pecho se apresuró a subir y bajar las escaleras hasta que el pulso se le desbocó y el sudor comenzó a resbalarle. Se detuvo en lo alto de Klevgränd y contempló Estocolmo, los pequeños callejones que cortaban las fachadas de Skeppsbron, el casco blanco del af Chapman reluciendo en el agua, la montaña rusa azul claro de Gröna Lund apoyada contra el follaje como una nueva rama enmarañada.

Tengo que encontrar alguna manera de quedarme aquí, pensó.

A las tres menos cinco habían desaparecido todos los coches frente al palacio Arvfurstens.

—Quisiera saber cómo hacen los ministros cuando viajan —le dijo Annika educadamente a la señora de AA. EE. tras el mostrador. Sintió de pronto una gota de sudor correr por su nariz y se la secó rápidamente.

La dama arqueó ligeramente las cejas.

—Bien —dijo algo afectada—. ¿Y quién pregunta?

Annika sonrió.

—No estoy obligada a identificarme. Usted ni siquiera tiene derecho a pedirme que lo haga. Sin embargo, está obligada a responder a mis preguntas.

La dama se quedó de piedra.

—¿Cuál es el procedimiento cuando un ministro se va de viaje? —preguntó Annika suavemente.

La voz de la señora había adquirido un tono gélido.

—La secretaría del ministro reserva el viaje a través de la agencia que en aquel momento trabaje para el Gobierno, siguiendo un procedimiento público de subasta. Nyman & Schultz son los encargados actualmente.

—¿Tienen los ministros su propio presupuesto de viajes?

La dama suspiró en silencio.

—Sí, claro.

—Bueno. Entonces deseo hacer una solicitud para ver documentos públicos. Una factura que el anterior ministro de Comercio Exterior Christer Lundgren redactó el 28 de julio del año en curso.

La dama del AA. EE. apenas pudo ocultar su satisfacción.

—No, no puedo hacerlo —replicó.

—No —repuso Annika—. ¿Por qué no?

—El ministro de Comercio Exterior, desde el punto de vista administrativo, se encuentra bajo el Ministerio de Industria y no del de AA. EE., como venía siendo habitual hasta la designación del primer ministro actual —apuntó ella—. Este trasladó las funciones para la promoción de la exportación de AA. EE. al Ministerio de Industria, en cambio, AA. EE. se ocupa de las cuestiones de asilo e inmigración.

Annika parpadeó.

—¿Entonces el ministro de Comercio Exterior no envía ningún recibo aquí?

—No, ninguno —contestó la dama.

—¿Tampoco los gastos de representación u otras facturas?

—No, nada de nada.

Annika se quedó perpleja. El presentador deStudio sexaseguró que habían encontrado el recibo del puticlub en AA. EE., ella estaba completamente segura de ello. Todo el programa tronaba en su cerebro como una canción de moda, sin que pudiera evitarlo.

—¿Dónde está el Ministerio de Industria?

Subió pasando de largo el Medelhavsmuseet, hasta Fredsgatan 8.

—Una factura de viaje y un recibo de representación del 28 de julio de este año —dijo Annika—. ¿Tardará mucho?

La encargada era una mujer amable y eficiente.

—No, esto va muy rápido. Regresa dentro de una hora y lo tendremos listo. Pero no tardes mucho más, luego cerramos...

Se fue a Drottninsgatan y se dio una vuelta. Lloviznaba, las nubes negras detrás del parlamento presagiaban más lluvia por la noche. Se paseó sin interés y observó las ofertas de música, pósters y ropa barata. Todo estaba lejos de su alcance, estaba arruinada. El impulsivo viaje en avión a Luleå se había comido sus últimas quinientas coronas.

Anne Snapphane se había enfadado un poco cuando ella quiso volver a casa de inmediato.

—Olvídate de ese ministro de los cojones —le había dicho—. Deja que se pudra en paz.

Annika se había sentido algo embarazada, pero insistió.

—Tengo que hacerlo —había contestado—. Quiero saber lo que ocurrió.

Caminó por la calle peatonal hasta Klarabergsgatan. Entró en un horrible café americano arriba en la plaza, pidió un vaso de agua con hielo en la caja. Querían cinco coronas por un vaso de agua del grifo, Annika se tragó una respuesta hiriente y rebuscó en el bolsillo de su abrigo. La lluvia arreció, valía la pena gastarse cinco coronas en lugar de empaparse.

Se sentó en la barra y miró a su alrededor. El café estaba lleno de jóvenes vestidos a la moda con tazas decappucinoyespresso.Annika bebió un trago de agua y masticó un trozo de hielo.

Hasta ahora se había negado a pensar, pero ya era inevitable. Tenía un mes de carencia en el paro por haber abandonado voluntariamente su trabajo en elKatrineholms-Kuriren,y no recibiría más pagas delKvällspressen.

En realidad tengo muy pocos gastos, pensó, y los anotó.

El alquiler del piso era de sólo 1.970 coronas al mes, además eran dos compartiéndolo. La comida no tenía por qué ser cara, podía vivir de tallarines. Se ahorraría la tarjeta de transporte, podía comprar un abono de billetes, caminar y colarse en el metro. El teléfono era necesario, ese gasto tenía prioridad. La ropa y la cosmética no serían ningún sacrificio, por lo menos durante un tiempo.

Necesito un trabajo extra, pensó.

—¿Puedo coger esta silla?

Un muchacho con el pelo teñido de dos colores y maquillaje estaba delante de ella.

—Claro —murmuró Annika.

Y aprovechó para ir al baño. Era gratis.

Regresó a Fredsgatan después de cincuenta minutos. La funcionaria desapareció rápidamente al interior para buscar los papeles. Al regresar parecía preocupada.

—No he encontrado ninguna factura de viaje de ese día, pero aquí tienes el recibo.

Annika cogió la copia del recibo de la visita al club de alterne Studio Sex. Era de 55.600 coronas, la cuenta por «entretenimiento y bebidas».

—¡Jesús! —exclamó Annika.

—No será fácil que la acepte el revisor —apuntó la funcionaria sin levantar la mirada.

—¿La ha pedido mucha gente? —inquirió Annika. La mujer dudó.

—No muchos —contestó y levantó la vista—. Pensamos que serían muchos más, pero hasta el momento sólo han sido unos pocos.

—Pero ¿no hay ningún recibo de un viaje?

La mujer respondió negativamente.

—He mirado una semana antes y otra después.

Annika recapacitó, estudió el recibo y la torpe firma.

—¿Podía haber enviado la factura a otro ministerio?

—¿El ministro de Comercio Exterior? Lo dudo. No obstante, acabaría en nuestras manos.

—¿Alguna otra administración? Él viaja con mucha frecuencia y colabora con diferentes organizaciones y empresas.

La funcionaria suspiró.

—Sí, claro —repuso—. Entonces quizá sea la empresa quien pague, no lo sé.

Annika insistió.

—Pero ¿si viajó por encargo del Gobierno y la factura no está aquí, dónde puede estar?

Sonó el teléfono de la mujer, Annika observó que estaba estresada.

—Lo siento, no lo sé. Quédate con la copia, te la regalo.

Annika dio las gracias y salió, la mujer contestó a su teléfono.

El piso estaba en silencio y tranquilo. Se dirigió directamente al cuarto de servicio y miró dentro. Patricia estaba tumbada durmiendo, enroscada como un ovillo. Cerró la puerta con cuidado, encajó con un ligero clic.

—¡Annika!

Entreabrió la puerta.

—¡Annika!

La voz de Patricia sonaba asustada y triste. Annika entró sorprendida en la habitación.

—¿Qué pasa? —preguntó, y esbozó una sonrisa.

Patricia se levantó rápidamente, se tiró al cuello de Annika y comenzó a llorar.

—Pero, Dios mío, ¿qué pasa? —inquirió Annika aterrorizada—. ¿Ha ocurrido algo?

El pelo de Patricia se enredaba en sus pestañas, intentó apartarlo con cuidado para poder ver.

—No viniste a casa —dijo Patricia—. No dormiste en casa, y tu novio estuvo aquí preguntando por ti. Creí... que había ocurrido algo.

Annika rió y acarició el cabello a la mujer.

—Loca —dijo ella—. ¿Qué podría pasarme?

Patricia soltó a Annika, se secó las lágrimas y los mocos en la camiseta.

—No sé —murmuró.

—Yo no soy Josefin —apuntó Annika sonriendo—. No tienes que preocuparte por mí.

Vio el desconcierto de la otra joven y se vio obligada a reír.

—¡Coño, Patricia, venga! Eres peor que mi madre. ¿Quieres un café?

Patricia asintió, Annika se fue a la cocina.

—¿Unas rebanadas?

—Sí, gracias —dijo Patricia.

Annika recogió unos platos de la noche anterior mientras Patricia se ponía un chándal. El ambiente alrededor de la mesa era algo apagado.

—Lo siento —se disculpó Patricia y se untó una rebanada con mermelada.

—¡Bah! —contestó Annika—. No pasa nada. Sólo estás algo confundida, no es tan extraño.

Comieron en silencio.

—¿Te vas a mudar? —preguntó Patricia cuidadosamente después de un rato.

—Ahora no. ¿Por qué?

Patricia se encogió de hombros.

—Solo quería saberlo...

Annika sirvió más café.

—¿Se ha escrito mucho sobre Josefin mientras estuve de viaje? —preguntó y sopló la bebida.

—Casi nada. La policía dice que todos los indicios señalan en una dirección, pero no dicen que vayan a detener a nadie. Por lo menos de momento.

—¿Y todo el mundo piensa que se refieren al ministro? —inquirió Annika.

—Más o menos —contestó Patricia.

—¿Han escrito mucho sobre él?

—Menos aún. Parece como si al dimitir se hubiera muerto.

Annika suspiró.

—No se hace leña del árbol caído.

—¿Qué? —preguntó Patricia.

—Así razonan, no se escudriña más cuando alguien acepta las consecuencias de sus errores y dimite. ¿De qué han escrito mientras yo he estado fuera?

—EnRapportdicen que los votantes van a fallar —relató Patricia—. Muchos ni piensan en votar, hay mucho desprecio hacia los políticos. Los socialistas quizá no consigan ganar.

Annika asintió, era lógico. Un ministro sospechoso de asesinato en una campaña electoral tiene que ser una auténtica pesadilla.

Patricia se secó los dedos en un trozo de papel de cocina y comenzó a recoger la mesa.

—¿Has vuelto a hablar con la policía últimamente? —preguntó Annika.

Patricia se quedó de piedra.

—No.

—¿Saben que vives aquí?

La mujer se levantó y se dirigió al fregadero.

—No lo creo —respondió.

Annika se levantó.

—Quizá deberías decírselo. A lo mejor necesitan preguntarte algo más.

—No me digas lo que tengo que hacer —replicó Patricia secamente.

Le dio la espalda, llenó de agua una cacerola para calentarla y lavar los platos.

Annika se sentó un rato en la mesa, observó la rígida espalda de la otra mujer.

Enfádate, pensó, y se fue a su habitación.

La lluvia repicaba con fuerza contra el alféizar de la ventana. Y si nunca escampa, pensó Annika y se dejó caer sobre la cama. Se tumbó encima de la colcha sin encender ninguna lámpara. La habitación estaba a oscuras y sin sombras. Miró fijamente el papel de la pared, gris ayuntamiento, ligeramente amarillento.

Tenía que haber alguna relación, pensó. Tuvo que ocurrir algo justo antes del 27 de julio que hizo que el ministro de Comercio Exterior volara desde la terminal dos de Arlanda, tan confundido y estresado que ni siquiera se dio cuenta de que sus familiares le llamaban. Los socialistas debían de estar aterrorizados.

Pero pudo ser algo privado, razonó Annika de pronto. Quizá no le enviaba ni el Gobierno ni el partido, quizá tuviera una amante en algún lugar.

¿Podía ser tan sencillo?

Luego se acordó de su abuela.

Harpsund, pensó. Si Christer Lundgren hubiera metido la pata en un asunto privado el primer ministro nunca le hubiera permitido ocultarse en su residencia de verano. Tenía que haber sido algo político.

Se estiró boca arriba, se pasó las manos por detrás de la nuca, inspiró hondo y cerró los ojos. Patricia trajinaba en la cocina, la oyó golpear la vajilla.

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