Studio Sex (40 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Studio Sex
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Patricia se abrochó su sujetador de lentejuelas rojo por la espalda, Annika vio cómo enrollaba sus calcetines y los introducía en las copas.

—A Joachim le parecen muy pequeñas —explicó ella y cerró la puerta de su taquilla—. Toma, ponte estos zapatos.

Annika tuvo problemas al ponerse el sujetador, casi nunca lo usaba.

—¿Todas llevan un biquini así? —preguntó.

—No —contestó Patricia y comenzó a maquillarse—. Casi todas van desnudas, excepto cuando bailan. Entonces tienen que llevar un tanga, las actuaciones en público sin ropa están prohibidas en Suecia.

Annika suspiró, se agachó y se abrochó las altísimas sandalias de tacón de aguja.

—¿Qué clase de hombres vienen por aquí?

Patricia se rizó las pestañas.

—De todo tipo —repuso—, y todos tienen dinero. Suelo mirar los recibos, por pasar el rato. Son abogados, vendedores de coches, directores, políticos, policías o viejos que trabajan en lavanderías, constructoras, agencias de publicidad, medios de comunicación...

Annika se quedó de piedra. Dios mío —pensó—, imagina que viniera algún conocido. Se pasó la lengua por los labios.

—¿Vienen muchos famosos?

Patricia le alargó la bolsa de plástico con el maquillaje.

—Toma. Ponte mucho. Sí, vienen algunos famosos. Uno de los clientes habituales es un viejo famoso de televisión. Va siempre vestido con ropa de mujer y se encierra en un cuarto privado con dos chicas. La semana pasada Joachim comprobó que, hasta el momento, el viejo de la televisión se ha gastado 260.000 coronas en cuarenta y nueve visitas.

Annika arqueó las cejas, recordó a «Escalofríos».

—¿Cómo puede permitírselo?

—¿No creerás que lo paga de su bolsillo?

Patricia cogió un llavero de la mesa de maquillaje.

—Joachim llegará más tarde. Date prisa y así te enseño el local y te explico los precios antes de que lleguen las chicas. Tendrás que hablar con él sobre cómo utilizar la ruleta.

Permaneció parada junto a la puerta, Annika se apresuró a ponerse mucha sombra de ojos verde oscuro, colorete y perfilador. Al salir del vestuario pasó por delante de un gran espejo y captó un rápido reflejo de sí misma de cuerpo entero. Parecía una puta de Las Vegas.

—La entrada cuesta seiscientas coronas —explicó Patricia—. El cliente puede pagar directamente un cuarto privado en la entrada, entonces cuesta mil doscientas coronas y la entrada es gratis. Luego en el bar puede elegir a la chica que le guste.

Annika se quedó estupefacta.

—Quieres decir que... esto es un burdel.

Patricia se rió.

—Claro que no. Las chicas pueden tocar al cliente y darle masajes, pero nunca en la polla. Los viejos se pueden satisfacer a sí mismos mientras la chica posa a dos metros de distancia.

—¿Cómo coño puede alguien pagar mil doscientas coronas por masturbarse? —inquirió Annika sinceramente sorprendida.

Patricia se encogió de hombros.

—No me lo preguntes a mí —contestó—. Paso de todos ellos. Yo estoy muy ocupada en el bar. Aquí está el despacho.

Patricia abrió la puerta con una llave del llavero. La habitación era igual de grande que el vestuario, el mobiliario estaba compuesto por los tradicionales muebles de oficina, una fotocopiadora y una caja fuerte.

—La puerta se puede quedar abierta —indicó Patricia—. Tengo que transcribir las cifras del bar del mes de agosto, Joachim sólo tendrá los libros aquí hasta el sábado.

Fueron a la sala destriptease,Annika contuvo el aliento inconscientemente. Las paredes y el techo estaban pintados de negro y el suelo recubierto de una moqueta rojo oscuro. Los muebles eran negros y cromados de los años ochenta y despedían un olor a barato. A lo largo de la pared izquierda se extendía una larga barra de bar, en la pared de la derecha había unas puertas pintadas de negro que conducían a los cuartos privados. Al fondo se encontraba un pequeño escenario con una barra de cromo reluciente que iba del suelo al techo y le daba al estrado un aire a cuartel de bomberos. La habitación no tenía ventanas, el bajo techo estaba sujeto por columnas de hormigón pintadas de negro, lo que reforzaba una sensación de bunker.

—¿Qué es esto en realidad? —preguntó Annika—. ¿Un antiguo garaje?

—Creo que sí —contestó Patricia y se colocó tras la barra—. Lavado y reparaciones. Joachim ha instalado una bañera de presión en el foso.

Colocó varias botellas sobre la barra.

—Mira —indicó—. Champaña sin alcohol, mil seiscientas coronas. Las chicas se quedan con el veinticinco por ciento de las dos primeras botellas, por la tercera se quedan con el cincuenta.

Annika parpadeó con sus rígidas pestañas.

—Increíble —exclamó.

Patricia miró hacia el escenario.

—Jossie era sensacional vendiendo —relató—. Era la más guapa de todas las chicas de aquí. Bebía champaña con los clientes durante toda la noche, pero nunca entraba en los cuartos privados. No obstante, los viejos pagaban, era tan guapa...

Los ojos de Patricia brillaron de emoción, se apresuró a recoger las botellas de champaña.

—Josefin debía de ser muy rica —apuntó Annika.

—Apenas —repuso Patricia—. Joachim se quedaba con el dinero, como pago por su operación de pechos. Esa era la razón de que siguiera aquí. Además sólo trabajaba los fines de semana, los otros días se ocupaba de la escuela.

—¿Joachim también se queda con el dinero de las otras chicas?

—No, claro que no. Todas las chicas están aquí por el dinero. Ganan mucho, más de diez mil por noche, sin impuestos.

Los ojos de Annika parpadearon.

—¿Qué dice Hacienda de eso?

Patricia suspiró.

—No tengo ni idea, Joachim y Sanna se encargan de las finanzas.

—Pero si tú registras el dinero del bar en el libro de contabilidad, entonces tendréis que pagar impuestos.

Patricia se irritó.

—Como comprenderás hay libros distintos. ¿Vamos a la ruleta?

Annika dudó.

—¿Entonces yo? ¿Qué voy a ganar?

Patricia arrugó la frente y se dirigió hacia la entrada.

—No sé lo que habrá pensado Joachim —repuso.

Annika le dio la espalda al oscuro y horrible local. Se balanceó sobre sus zapatos, el tacón se hundió en la moqueta sintética y levantó un polvillo rojo oscuro.

La mesa de la ruleta estaba gastada, el tapete verde tenía marcas de quemaduras y ceniza. La zona de juego, tan real con sus números y sus cuadrados, hizo que desapareciera su inseguridad.

—Hay que cepillar el tapete —indicó Annika e inspeccionó la mesa de juego.

Mientras Patricia buscaba los instrumentos, Annika dejó que su mano se deslizara por el borde de la mesa. Esto podía hacerlo, no era peligroso. Ella no estaba en la propia sala de sexo, aquella entrada no se diferencia mucho del vestíbulo del Stadshotel de Katrineholm.

Patricia le enseñó dónde estaban los utensilios, Annika cepilló la mesa y recogió las fichas.

—¿Por qué son de distintos colores? —preguntó Patricia.

—Para diferenciar a los jugadores —explicó Annika y apiló las fichas alrededor de la ruleta, veinte en cada pila—. ¿Dónde está la bola?

—Hay dos, una grande y otra pequeña —dijo Patricia y sacó una caja de cartón—. No sé cuál es la correcta.

Annika sonrió y sopesó las bolas en sus manos. El movimiento le resultó familiar, le dio fuerzas.

—Giran con distinta velocidad. Yo prefiero la grande.

Hizo girar la ruleta en el sentido contrario a las agujas del reloj, tomó la bola grande entre el corazón y el pulgar, la soltó contra el canal de la ruleta, lanzándola en sentido contrario. Patricia se quedó boquiabierta.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.

—Se debe al giro de la muñeca —explicó Annika—. La bola tiene que dar por lo menos siete vueltas, si no el lanzamiento es inválido. Yo suelo hacer una media de once.

La bola redujo velocidad y se desplomó en el número 19. Annika se inclinó sobre la ruleta.

—Cuando lance de nuevo la bola tengo que hacerlo desde el número en el que la he cogido.

—¿Por qué? —inquirió Patricia.

—Para impedir las trampas.

—¿Cuáles son los premios?

Annika le explicó por encima lo que pleno, caballo, transversal, cuadro y otras apuestas significaban y el valor de las combinaciones vecino y seisena. Todas las apuestas tenían diferentes premios.

Patricia se llevó las manos a la cabeza.

—¿Cómo se puede calcular el premio?

—Se hace bastante rápido —reconoció Annika—. Al principio es más fácil si se te da bien sumar mentalmente, pero pronto se aprenden las diferentes combinaciones.

Le mostró cómo contaba la ganancia, veinte fichas en cada pila, las partía por la mitad, dejaba que los dedos se deslizaran por el borde de forma que el resto de las fichas siguieran. Patricia observaba fascinada el rápido movimiento de dedos de Annika.

—¡Joder, qué chulada! —exclamó—. Quizá la ruleta sea algo para mí.

Annika se rió y lanzó la bola.

En ese mismo instante llegaron las otras chicas.

Sanna, la relaciones públicas, estaba completamente desnuda junto a su atril cuando los clientes comenzaron a llegar. Sonreía y bromeaba, flirteaba e incitaba, les decía a los hombres lo calientes que se pondrían. Annika reconoció su voz como la del contestador automático. Una vez que Sanna les hubo cobrado, los clientes dirigieron sus miradas hacia Annika y la alcanzaron como flechas, le produjeron la sensación de que el sujetador se encogía y el pecho se le veía más. Bajó la vista, miró fijamente las quemaduras del tapete, y se obligó a no cubrirse con las manos. Nadie estaba interesado en jugar a la ruleta.

—Tienes que coquetear —le dijo Sanna fríamente después de que un grupo de ejecutivos italianos entrara en la sala destriptease—. Tienes que ser un poco más sexy, coño.

Annika se sintió avergonzada.

—No soy muy buena haciendo esto —respondió con una voz demasiado clara.

—Entonces tendrás que aprender. No sirve de nada tenerte ahí parada si no haces dinero.

Los ojos de Annika brillaron.

—La mesa está aquí de cualquier manera —replicó—. ¿Te molesta que yo esté? ¿Quieres que pague por respirar?

La carcajada de un hombre desde la escalera de caracol las hizo callar.

—Me parece que tenemos dos gatas salvajes en la misma jaula —dijo el hombre que bajaba lentamente por la escalera.

Annika supo inmediatamente que era Joachim, pelo rubio y largo, ropa cara y provocativa, una gruesa cadena de oro colgando del cuello. Era la clase de tipo por el que Josefin se operaría los pechos.

Se acercó y saludó.

—Annika —dijo ella—. Me alegro de estar aquí.

Sanna frunció el ceño.

Joachim la estudió detenidamente, asintió aprobador al llegar a sus pechos.

—Tú estarías bien en el escenario —apuntó él—. Si quieres puedes tener un número esta misma noche.

Nadie me pregunta el apellido, pensó Annika y se esforzó por sonreír con naturalidad.

—Gracias —dijo ella—, pero primero probaré con la ruleta.

—¿Sabes? —señaló él—, Sanna tiene razón. Tienes que ganar mucho dinero, si no no valdrá la pena.

La sonrisa de Annika se borró.

—Lo intentaré —repuso y bajó la vista.

—Quizá, primero deberías estar en el bar con las otras chicas unas cuantas noches, aprender cómo funciona esto.

Joachim estaba muy cerca de ella, Annika sentía su presencia electrizante. Era atractivo, tenía que reconocerlo. Cerró los ojos un instante antes de levantar la vista y encontrar su mirada.

—Sí —contestó ella—, es una buena idea. Pero me gustaría ver si consigo que algún cliente juegue al salir.

Justo en aquel mismo instante salieron dos vendedores de seguros medio borrachos de la sala destriptease.Tenían la frente perlada de sudor y la ropa ligeramente desordenada. Annika fue hacia ellos, les puso el pecho en el rostro y les pasó los brazos por sus hombros.

—Hola, chicos —dijo—. Ya habéis tenido suerte en el amor, pero una noche sólo es una noche de verdad si se tiene también suerte en el juego, ¿verdad?

Esbozó la mejor de sus sonrisas, las rodillas le temblaban. Joachim tenía un muslo pegado a su trasero, deseaba gritar bien alto.

—No, joder —dijo uno de ellos.

Annika dio un paso hacia delante y se separó del muslo de Joachim, abrazó al otro hombre.

—¿Y tú qué? Tú pareces un chico con suerte, un auténtico caballero. Ven y juega una partida conmigo.

El hombre sonrió.

—¿Y qué gano yo? ¿Te gano a ti?

Annika consiguió reír.

—¿Quién sabe? —replicó ella—. Quizá ganes tanto dinero que puedas comprar a la chica que quieras.

—Okey—repuso el hombre y sacó la cartera, su amigo le siguió de mala gana.

Puso un billete de cien sobre la mesa.

Annika sonrió abatida. El viejo acababa de pagar varios miles por beber Pommac y ver chicas desnudas, y ahora ella tenía que sudar por un billete de cien.

—Con esto ni siquiera se consigue poner la bola en juego —dijo ella suavemente—. Mira, guapo, aquí jugamos fuerte. Grandes apuestas, grandes ganancias. Mil coronas, veinte fichas.

El hombre dudó, Annika pasó la mano sobre el tapete.

—Si aciertas un cuadro consigues cinco mil coronas —informó—, una seisena seis mil ochocientas. Casi siete mil coronas. Puedes recuperar todo el dinero que te has gastado esta noche.

Los ojos de los dos hombres se iluminaron al mismo tiempo. Era cierto.

Cada uno compró fichas por mil coronas con su tarjeta de crédito, colocaron una seisena sobre los números 11 y 16: una apuesta conjunta de mil doscientas coronas. Annika tiró la bola rápidamente y con fuerza, giró unas trece vueltas antes de comenzar a caer.

—No va más —anunció ella con la raqueta.

La bola cayó en el número 3. Con un estudiado movimiento de mano limpió la mesa y apiló las fichas.

—Hagan juego —dijo y miró de soslayo la expresión de desilusión de los hombres. Esta vez fueron más cuidadosos, sólo apostaron esquina y cambiaron de números, del 9 al 16. Nueva bola, no va más, el número 16. Uno de los viejos ganó diez fichas.

—Aquí tienes —dijo Annika y empujó la pequeña pila—. Quinientas coronas. Ya te lo había dicho, eres un chico con suerte.

El hombre se iluminó como un sol, y Annika comprendió que el grifo estaba abierto. Cada uno de los hombres se gastó tres mil coronas más antes de que, finalmente, abonaran su última cuenta con Sanna y abandonaran el local. Annika alcanzó a ver cómo esta escribía «comida y bebida» en la cuenta.

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