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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (2 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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Sin embargo, sobre todo, había en ellos una fuerza, una terrible fuerza, algo tan vigoroso, implacable y despiadado como el hielo que había destrozado los sueños de Marsh. Marsh percibía, en algún rincón de aquella niebla, el lento avance del hielo, y oía cómo se astillaban sus barcos y sus esperanzas.

Abner Marsh había sido siempre un hombre orgulloso y sostuvo la mirada de York todo el tiempo que pudo, con la mano tan apretada en el bastón que temió que se partiera en dos, pero al final tuvo que desviar los ojos.

El desconocido apartó la sopa, hizo un gesto y dijo:

—Capitán Marsh, le estaba esperando. Siéntese, por favor.

Su voz era agradable, educada y fácil.

—Desde luego —respondió Marsh, en voz demasiado baja.

Tomó la silla situada frente a York y se acomodó. Marsh era un hombre voluminoso, de más de un metro ochenta y casi ciento cincuenta kilos de peso. Tenía el rostro rojo y llevaba una espesa barba negra que le disimulaba una nariz chata y hundida y un rostro lleno de verrugas, pero ni siquiera la barba le ayudaba gran cosa. Decían que era el hombre más feo del río, y él lo sabía. Con su pesado tabardo azul de capitán, con su doble fila de botones metálicos, tenía un aspecto feroz e imponente. Sin embargo, los ojos de York habían borrado de él toda fanfarronería. Marsh pensó que aquel hombre era un fanático. Había visto ojos como aquellos anteriormente, en locos y en predicadores infernales; y en el rostro de un hombre llamado John Brown, allá en la sangrienta Kansas. Marsh no quería saber nada de fanáticos, predicadores, abolicionistas o antialcohólicos.

Sin embargo, cuando habló, York no dio en absoluto la impresión de ser un fanático.

—Me llamo Joshua Anton York, capitán. J. A. York en los negocios, y Joshua para mis amigos. Espero que lleguemos a ser tanto socios como amigos, con el tiempo.

Su tono resultaba cordial y razonable. Marsh le contestó con cierto tono de duda:

—Ya veremos.

Los ojos grises de su interlocutor parecieron ahora reservados y vagamente sorprendidos. Fuera lo que fuese aquello que Marsh había visto en ellos, desapareció inmediatamente. Marsh se sintió confundido.

—Confío en que recibió mi carta.

—Aquí la traigo —respondió Marsh al tiempo que sacaba el sobre del bolsillo del tabardo. Cuando le llegó la carta, la oferta que contenía le pareció un golpe de suerte imposible, la salvación de todo cuanto consideraba perdido. Ahora, no estaba tan seguro—. Quiere usted meterse en el negocio de los vapores del río, ¿verdad? —dijo, inclinándose hacia adelante.

Apareció un camarero.

—¿Cenará usted con el señor York, capitán?

—Hágalo, por favor —le urgió York.

—Entonces, creo que sí —respondió Marsh. York quizá tuviese una mirada superior a la suya, pero nadie en todo el río podía ganarle a comer—. Tomaré un poco de esa sopa, una docena de ostras y un par de pollos asados con guarnición. Que estén bien crujientes, por favor. Y añada algo para mojarlos. ¿Qué bebe usted, York?

—Borgoña.

—Bien, traiga entonces una botella de lo mismo.

York pareció sorprendido y admirado.

—Tiene usted un apetito formidable, capitán.

—Esta es una ciudad formidable —contestó Marsh cuidadosamente—. Y un río formidable, señor York. El hombre debe mantener su fuerza, pues esto no es Nueva York, ni tampoco Londres.

—Me doy perfecta cuenta —dijo York.

—Así lo espero, si va a meterse en el negocio. Se trata de una empresa formidable.

—¿Quiere entonces que pasemos directamente a los negocios? Bien, usted posee una línea de paquebotes, y yo tengo interés en participar como socio. Y, ya que ha acudido usted a la cita deduzco que también encuentra interesante la operación.

—Sí, tengo un considerable interés —asintió Marsh— y una considerable perplejidad. Parece usted un hombre inteligente, y supongo que hizo algunas averiguaciones sobre mi persona antes de escribirme esta carta —dijo, señalándola con un tamborileo de dedos—. En tal caso, debe conocer que el pasado invierno casi me arruiné.

York no dijo nada, pero su expresión impulsó a Marsh a continuar.

—«Compañía de Paquebotes del Río Fevre», eso soy yo —dijo Marsh—. Recibe ese nombre por el lugar donde nací, Fevre arriba cerca de Galena, y no porque haya transportado en ese río, pues nunca lo he hecho. Tenía seis barcos que trabajaban sobre todo en el comercio del alto Mississippi, de San Luis a Saint Paul, con algunos viajes accesorios al Fevre, al Illinois y al Missouri. Me iba bastante bien, y añadía a la flota uno o dos barcos más cada año, con vistas a introducirme en el Ohio, o quizás incluso en Nueva Orleans. Sin embargo, en julio pasado a mi
Mary Clarke
le estalló una caldera y se incendió, cerca de Dubuque; ardió hasta la línea de flotación y hubo más de cien muertos. Y este invierno... Este invierno ha sido terrible. Tenía cuatro de mis barcos amarrados aquí en San Luis. El
Nichotas Perrot
, el
Dunteith
, el
Dulce Fevre
y mi
Elizabeth A
., un barco nuevo, con apenas cuatro meses de servicio, muy marinero, de casi cien metros de largo y dotado de doce grandes calderas que lo hacían tan rápido como el que más en el río. Yo me sentía verdaderamente orgulloso de ese barco. Me costó 200.000 dólares, pero valía cada uno de los centavos.

Llegó la sopa. Marsh la probó y frunció el ceño.

—Demasiado caliente —dijo—. Bien, como decía, San Luis es un buen lugar para pasar el invierno. Aquí no hiela mucho, ni durante demasiado tiempo. Sin embargo, este invierno ha sido distinto. Sí, señor. Hielo en cantidad. Todo el maldito río se congeló —tendió una enorme mano encarnada, con la palma hacia arriba, y cerró lentamente los dedos hasta convertirla en un puño—. Tome un huevo y comprenderá a qué me refiero. El hielo puede romper un vapor con la misma facilidad con que puede romperse un huevo. Y cuando el hielo se rompe es aún peor, pues grandes témpanos se deslizan río abajo, chocando y destruyendo embarcaderos, malecones, barcos y todo lo que encuentran. Cuando terminó el invierno, había perdido mis barcos, los cuatro. El hielo me los arrebató.

—¿Tenía seguro? —preguntó York.

Marsh continuó con la sopa, sorbiendo ruidosamente. Entre cucharada y cucharada, movió la cabeza en gesto de negativa.

—Yo no soy jugador, señor York. Nunca he trabajado con seguros. Creo que son una apuesta, sólo que uno juega contra sí mismo. Todo el dinero que conseguía lo invertía en barcos.

York asintió.

—Creo que todavía posee un vapor...

—Así es —respondió Marsh. Terminó la sopa e hizo un gesto para que le sirvieran el plato siguiente—. El
Eli Reynolds
, un pequeño vapor de aspas en popa de 150 toneladas. Lo utilizaba en el Illinois porque no rinde demasiado, y lo tuve durante el invierno en Peoria, donde se salvó de lo peor de la helada. Eso es ahora todo lo que tengo, señor, lo único que me queda. El problema, señor York, es que el
Eli Reynolds
no vale gran cosa. Sólo me costó 25.000 dólares nuevo, y eso fue el año 50.

—Siete años —dijo York—. No es mucho.

—Siete años son un período muy largo para un vapor de río —replicó Marsh con un gesto de la cabeza—. La mayoría no pasa de los cuatro o cinco. El río se los va comiendo. El
Eli Reynolds
fue mejor construido que muchos, pero aun así nota ya el paso del tiempo.

Marsh empezó con las ostras, separándolas de la media concha y engulléndolas enteras, acompañada cada una de un buen trago de vino.

—Por eso me sorprende usted, señor York —continuó cuando hubo terminado con media docena—. Quiere comprar la mitad de mi empresa, que no cuenta más que con un pequeño barco ya viejo. Su carta mencionaba un precio. Un precio demasiado alto... Quizá cuando la «Compañía de Paquebotes del Río Fevre» tenía seis barcos valía esa cantidad. Pero ahora, no —engulló otra ostra—. No conseguirá recuperar su inversión en diez años, al menos sólo con el
Reynolds
. No admite suficiente carga, ni tampoco pasaje.

Marsh se limpió los labios en la servilleta y observó al forastero que tenía enfrente. La comida le había devuelto el ánimo y ahora volvía a sentirse seguro, con dominio de la situación. Los ojos de York eran intensos, desde luego, pero no había en ellos nada que temer.

—Necesita usted mi dinero, capitán —dijo York—. ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿No teme que busque otro socio?

—Yo actúo así —respondió Marsh—. Llevo treinta años en el río, York. Bajé en balsa hasta Nueva Orleans cuando sólo era un crío, y trabajé en las barcazas de fondo plano y en los barcos con quilla antes de que aparecieran los vapores. He sido piloto, marinero y práctico, y todo lo que se puede ser en este negocio; pero hay algo que nunca he sido: un tramposo.

—Un hombre honrado...—dijo York, con el tono preciso de voz para que Marsh no pudiera estar seguro de si se reía o no de él—. Me alegra ver que me ha expuesto sinceramente el estado de su empresa, capitán. Ya lo conocía, por supuesto. Mi oferta sigue en pie.

—¿Por qué? —inquirió Marsh, con aspereza—. Sólo un estúpido arriesgaría así su dinero, y usted no lo parece.

El siguiente plato llegó antes de que York pudiera responder. Los pollos de Marsh estaban maravillosamente crujientes, exactamente como le gustaban. Cortó una pata y se aplicó a ella, hambriento. A York le sirvieron un grueso corte de asado, rojo y poco hecho, que nadaba en sangre y jugo.

Marsh le observó atacarlo diestra y fácilmente. El cuchillo se deslizaba por la carne como si fuera mantequilla, sin detenerse para serrar o tajar, como hacía a menudo Marsh. Sostenía el tenedor como un caballero, cambiándolo de mano cuando dejaba el cuchillo. Fuerza y gracia, York poseía ambas cosas en aquellas manos suyas, largas y pálidas, y Marsh le admiró por ello. Se preguntó cómo había podido pensar siquiera en su semejanza con unas manos femeninas. Eran blancas pero fuertes y duras, como las teclas del gran piano del salón principal del
Eclipse
.

—¿Y bien? —urgió Marsh—. No ha contestado a mi pregunta.

Joshua York hizo una pausa y, por fin, dijo:

—Ha sido usted honrado conmigo, capitán Marsh. No responderé a su sinceridad con mentiras, como era mi intención. Pero tampoco le haré cargar con el peso de la verdad. Hay cosas que no puedo decirle, cosas que no le gustaría saber. Déjeme proponerle a usted los términos, bajo esta condición, y veamos si podemos llegar a un acuerdo. En caso contrario, nos despediremos amistosamente.

Marsh cortó la pechuga de su segundo pollo.

—Adelante —dijo—. No voy a marcharme.

York dejó los cubiertos en el plato y formó una torre con los dedos.

—Por ciertas razones, quiero ser dueño de un vapor. Quiero recorrer en toda su longitud este gran río, con comodidad e intimidad, no como pasajero sino como capitán. Tengo un sueño, un propósito. Busco amigos y aliados, y tengo enemigos, muchos enemigos. Los detalles no son de su interés. Si me intenta sonsacar, le contestaré con mentiras. No me presione —sus ojos se endurecieron un instante y volvieron a dulcificarse, mientras sonreía—. Lo único que le interesa saber es que quiero poseer y mandar un vapor, capitán. Como bien ha dicho, no soy un hombre del río. No sé nada de vapores ni del Mississippi, aparte de lo que he leído en unos cuantos libros y de lo que he aprendido durante las semanas que he pasado en San Luis. Evidentemente, necesito un socio, alguien que pueda llevar las operaciones cotidianas de mi barco, y que me deje en libertad para llevar a cabo mis proyectos.

»Ese socio debe tener también otras cualidades. Debe ser discreto, pues no quiero que mi conducta, que reconozco es un tanto peculiar, se convierta en objeto de chismorreo de taberna. Y debe ser de confianza, pues dejaré a su cargo todo el mantenimiento. Debe tener valor: no quiero a un débil, ni a un supersticioso; ni siquiera a un hombre demasiado religioso. ¿Es usted religioso, capitán?

—No —respondió éste—. Nunca me han interesado los vendedores de Biblias, ni yo a ellos.

—Pragmático —sonrió York—. Quiero un hombre pragmático. Quiero a alguien que se concentre en su parte del negocio y que no haga demasiadas preguntas. Valoro mi intimidad y, si a veces mis actos parecen extraños, arbitrarios o caprichosos, no quiero que se discutan. ¿Ha comprendido bien todos los requisitos?

Marsh se mesó la barba, pensativo.

—¿Y en caso de que así sea?

—Seremos socios —dijo York—. Deje a sus abogados y empleados la administración de la compañía. Usted viajará conmigo por el río. Yo seré el capitán y usted puede llamarse piloto, ayudante, co-capitán; lo que usted prefiera. El manejo real del barco se lo dejaré a usted. Mis órdenes serán infrecuentes pero, cuando decida darlas, deberá usted obedecerlas sin protestas. Tengo amigos que viajarán con nosotros, en camarotes, sin pagar nada. Quizás les otorgue posiciones dentro del barco, con las tareas que se me ocurra encomendarles. No cuestionará usted esas decisiones. Quizás a lo largo del río haga nuevos amigos y los lleve a bordo. Usted los acogerá. Si consigue cumplir todos estos términos, capitán Marsh, nos haremos ricos juntos y viajaremos por su río con toda tranquilidad y lujo.

Abner Marsh se echó a reír.

—Bueno, quizá usted lo crea, pero mi río no es así, y si piensa que vamos a viajar lujosamente en mi viejo
Eli Reynolds
, va a asustarse cuando suba a bordo. Ese barco es un viejo fardo con unos cuantos camarotes sin comodidades, y la mayor parte del tiempo está lleno de forasteros que toman un pasaje de cubierta para trasladarse de un lugar a otro. Yo llevo dos años sin pisarlo, pues el capitán Yoerger lo lleva por mí, pero la última vez que estuve en él olía bastante mal. Si quería usted lujo, hubiera debido optar entre el
Eclipse
y el
John Simonds
.

Joshua York tomó un sorbo de vino y sonrió.

—No tenía en mente el
Eli Reynolds
, capitán Marsh.

—Pues es el único barco que tengo.

—Venga —dijo York, dejando la copa de vino sobre la mesa—. Vayamos a mi habitación. Allí podremos charlar con más comodidad.

Marsh esbozó una tímida protesta, pues el Albergue de los Plantadores ofrecía una excelente carta de postres y no quería prescindir de ella. Sin embargo, York insistió.

La habitación era grande y bien decorada, la mejor que podía ofrecer el hotel, y habitualmente estaba reservada a los plantadores ricos de Nueva Orleans.

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