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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (6 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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—Conozco a un tipo apodado «Blackjack» Pete que solía pilotar el
Gran Turco
. Creo que se apellidaba Brian.

—No Brian. Byron —sonrió York—. Lord Byron, el poeta inglés.

—¡Ah, ése! —respondió Marsh—. No soy muy dado a los poemas, pero creo que he oído hablar de él. Era cojo, ¿verdad? Y todo un genio con las mujeres.

—Exactamente, Abner. Un hombre asombroso. Tuve la fortuna de conocerle una vez. Nuestro barco me ha recordado un poema que escribió.

Empezó a recitar:

Avanza en Belleza, como la noche

de climas sin nubes y cielos estrellados;

todo lo mejor de la oscuridad y el fulgor

se reúne en su apariencia y en sus ojos:

Y así armoniza bajo esa tenue luz

lo que el Cielo le niega

bajo el resplandor del día.

—Byron se refería a una mujer, naturalmente, pero sus palabras parecen aplicables también a nuestro barco, ¿verdad? ¡Mírelo, Abner! ¿Qué opina usted?

Abner Marsh no sabía muy bien qué pensar; los marineros no solían ir por ahí recitando poemas, y no sabía qué decirle a alguien que lo hiciera.

—Muy interesante —fue todo lo que se le ocurrió.

—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó York, con los ojos aún fijos en el barco y una sonrisa en los labios—. ¿Le sugiere alguno el poema?

—No vamos a ponerle el nombre de un inglés cojo, si es eso lo que está pensando —respondió Marsh con un gruñido, mientras fruncía el entrecejo.

—No, no pensaba en eso. Tenía en mente algo así como
Lady Oscuridad
, o...

—Yo también tenía un nombre en mente —dijo Marsh—. Después de todo, seguimos siendo la «Compañía de paquebotes del río Fevre», y este barco es todo lo que soñaba hecho realidad —alzó el bastón de nogal y apuntó a la cabina del timonel—. Lo pondremos ahí, en grandes letras azules y doradas:
Sueño del Fevr
e —sonrió—. El
Sueño del Fevre
contra el
Eclipse
; se hablará de esa carrera mucho después de que todos hayamos muerto.

Por un instante, algo extraño y escalofriante cruzó por los ojos de Joshua York. Luego, se fue tan rápidamente como había surgido.


Sueño del Fevre
—musitó—. Fevre, fiebre... ¿No le suena un poco... siniestro? Me sugiere enfermedad, fiebres, muerte y visiones fantasmagóricas. Sueños que... Sueños que no deberían soñarse, Abner.

Marsh frunció el ceño.

—No sé de qué me habla. A mí me gusta.

—¿Querrá la gente viajar en un barco con ese nombre? Se sabe que algunos vapores han transportado el tifus y la fiebre amarilla. ¿Quiere que recuerden esas cosas?

—No. Ya han subido a mi
Dulce Fevre
—repuso Marsh—. Y también en el
Águila de la Guerra
y el
Fantasma
, e incluso en barcos con nombres de pieles rojas. También subirán al nuestro.

El pálido y fantasmal Simón dijo algo entonces, con una voz áspera como una sierra oxidada y en un idioma extraño a Marsh, aunque distinto del que utilizaban Smith y Brown. York le escuchó y su rostro adquirió un aspecto pensativo, como si el nombre continuara siendo un problema.


Sueño del Fevre
—repitió—. Esperaba... un nombre más sano, pero Simon me ha hecho cambiar de opinión. Sea entonces como usted desea, Abner. Ahí tiene su
Sueño del Fevre
.

—Bien —contestó Marsh. York asintió, con gesto ausente.

—Nos veremos mañana para cenar en el Galt House, a las ocho. Haremos planes para nuestro viaje a San Luis y charlaremos sobre la tripulación y el aprovisionamiento, si le parece.

—Perfectamente —asintió Marsh con un gruñido, y York y sus acompañantes partieron hasta su bote, desvaneciéndose entre la niebla. Mucho después de que hubieran desaparecido, Marsh todavía rondaba los astilleros con la vista puesta en el vapor inmóvil y silencioso. «
Sueño del Fevre
», dijo en voz alta, sólo para probar a qué sabían aquellas palabras en su boca.

Sin embargo, extrañamente y por vez primera, el nombre sonó mal en sus oídos, preñado de connotaciones que le producían desasosiego. Se estremeció, atravesado por un instante de frío inexplicable. Después, con un bufido, se fue a dormir.

CAPÍTULO CUATRO
A bordo del vapor
SUEÑO DEL FEVRE
, río Ohio, julio de 1857

El
Sueño del Fevre
partió de New Albany cuando ya había oscurecido, en una noche sofocante de principios de julio. En todos sus años en el río, Abner Marsh no se había sentido tan vivo como aquel día. Se pasó la manana atendiendo a los últimos detalles en Louisville y New Albany; contrató un barbero y almorzó con los hombres del astillero, y echó al correo un montón de cartas. Con el calor de primeras horas de la tarde, se instaló en su camarote, hizo una última comprobación por todo el barco para asegurarse de que todo estuviera a punto y dio la bienvenida a los pasajeros según iban llegando. La cena le ocupó apenas unos minutos; de inmediato, acudió a la cubierta principal para ver si el ingeniero y los maquinistas tenían a punto las calderas y para supervisar al primer oficial, que se ocupaba de revisar la colocación de la última carga. El sol se abatía inmisericorde y el aire se hacía denso e inmóvil, y los estibadores brillaban de sudor mientras subían cajas, balas y toneles por estrechas rampas, bajo las constantes maldiciones del primer oficial.

Al otro lado del río, en Louisville, otros vapores realizaban la misma operación de carga o estaban a punto de zarpar; eran el gran
Jacob Strader
de baja presión, de la Cincinnati Mail Line, el veloz
Sureño
de la Cincinnatti Louisville Packet Company, y otra media docena de barcos de menor tamaño. Escudriñó para ver si alguno de ellos bajaba ya el río, sintiéndose fenomenalmente bien pese al calor y a las nubes de mosquitos que ascendían del río cuando el sol se ponía.

La cubierta principal estaba llena de carga de proa a popa, ocupando todo el espacio que dejaban las calderas y motores. Llevaba ciento cincuenta toneladas de hojas de tabaco en balas, treinta toneladas de raíles de hierro, incontables toneles de azúcar, harina y coñac, cajas que contenían muebles de lujo para un ricachón de San Luis, un par de rocas de sal, algunas balas de seda y algodón, treinta barriles de clavos, dieciocho cajas de fusiles, algunos libros y periódicos y otros géneros diversos. Y grasa de cerdo, una docena de grandes toneles de grasa de cerdo de la mejor calidad. Sin embargo, esta grasa no podía considerarse propiamente como parte de la carga; Marsh la había comprado y ordenado que la subieran a bordo.

La cubierta también estaba llena de pasajeros, hombres, mujeres y niños, apretujados como los mosquitos del río y bullendo entre la carga. Habían embarcado cerca de trescientos, al precio de un dólar por el pasaje hasta San Luis. El pasaje sólo cubría el viaje; la comida que consumieran la tenían que llevar ellos mismos, y los más afortunados encontrarían un lugar para dormir en la cubierta. La mayoría eran extranjeros, irlandeses, daneses y enormes alemanes que se gritaban unos a otros en idiomas que Marsh desconocía, bebiendo y maldiciendo y dándoles cachetes a sus hijos. También habían algunos tramperos y agricultores, demasiado pobres para pagar otra cosa que los pasajes de cubierta, los más baratos que Marsh ofrecía.

Los pasajeros de camarote habían desembolsado diez dólares, al menos aquellos que se dirigían hasta San Luis. Casi todos los camarotes iban ocupados, pese al precio; el encargado de recepción le dijo a Marsh que iban a bordo ciento setenta y siete pasajeros de camarote, y a Marsh le pareció un buen número, tan lleno de sietes. La lista incluía a una docena de plantadores, al presidente de una gran compañía peletera de San Luis, a dos banqueros, a un rico británico y sus tres hijas, y a cuatro monjas que iban camino de Iowa. También llevaban a bordo a un predicador, pero eso carecía de importancia ya que no transportaban ninguna yegua gris; era bien sabido entre los marinos que un predicador y una yegua gris en el mismo barco eran una invitación al desastre.

En cuanto a la tripulación, Marsh se sentía satisfecho. Los dos pilotos no eran nada especial, pero sólo los había contratado temporalmente para que llevaran el buque a San Luis, pues ambos eran expertos en el río Ohio y el
Sueño del Fevre
iba a ocuparse en el tráfico de Nueva Orleans. Ya había escrito a San Luis y a Nueva Orleans, y un par de magníficos pilotos de la parte inferior del Mississippi le aguardaban en el «Albergue de los Plantadores». En cambio, el resto de la tripulación era la mejor que podía formar con los hombres del río, según pensaba Marsh. El maquinista era Whitey Blake, un hombrecillo enojadizo cuyos fieros mostachos canos siempre mostraban manchas de grasa de los motores. Whitey ya había estado con Abner Marsh en el
Eli
Reynolds
, y después en el
Elizabeth A.
y en el
Dulce Fevre
, y no había nadie que supiera de motores a vapor más que él. Jonathon Jeffers, el sobrecargo, llevaba unas gafas de montura dorada, polainas de lujo abotonadas, y el cabello castaño peinado hacia atrás con gomina, pero era el terror con las cifras y los regateos, nunca se olvidaba de nada, conseguía verdaderas gangas y era un mediano jugador de ajedrez. Jeffers había estado en las oficinas centrales de la compañía hasta que Marsh le escribió para que se hiciera cargo del
Sueño del Fevre
. No había dudado en acudir pues, pese a su apariencia de dandy, en el fondo de su oscura alma de contable había un hombre del río. También llevaba bastón de estoque con empuñadura de oro. El cocinero era un negro emancipado llamado Toby Lanyard, que había estado con Marsh durante catorce años, desde que éste probara sus platos en Natchez, lo comprara y le concediera la libertad. Y el primer oficial, cuyo nombre era Michael Theodore Dunne, aunque todo el mundo le llamaba simplemente Hairy Mike salvo los esclavos, que le llamaban Mister Dunne Señor. Era uno de los hombres más enormes, tacaños y tercos de todo el río; casi medía los dos metros y tenía ojos verdes, bigote negro y un pelo negro rizado y espeso que le cubría los brazos, el pecho y las piernas. Tenía muy mala lengua y peor genio, y nunca iba a ningún sitio sin su barra de hierro negro de un metro de longitud. Abner Marsh no le había visto nunca pegar a nadie con la barra, salvo un par de veces, pero siempre la llevaba asida, en la mano, y entre los esclavos que cargaban los barcos corría el rumor de que en una ocasión le había abierto la cabeza a un hombre que había dejado caer un tonel de coñac al agua. Era un primer oficial duro y exigente, y nadie dejaba caer nada mientras él supervisaba. Todo el mundo en el río respetaba al diablo de Hairy Mike Dunne.

Sí, era una magnífica tripulación, la del
Sueño del Fevre
. Desde el primer día, todo el mundo se aplicó a su trabajo y así, cuando las estrellas ya cubrían el cielo sobre New Albany, la carga y los pasajeros estaban a bordo y en su sitio, el vapor tomaba fuerza y los hornos rugían con una terrible luz rojiza y calor suficiente para que casi no se pudiera pisar la cubierta principal; mientras, en la cocina se preparaba una magnífica comida. Abner Marsh lo comprobó todo una vez más y, cuando estuvo satisfecho, subió a la cabina del piloto, que lucía resplandeciente y magnífica sobre el caos y el griterío de las cubiertas inferiores. «Marcha atrás», ordenó al piloto. Este pidió vapor y puso en marcha las dos grandes ruedas. Abner March lo contempló con respeto y el
Sueño del Fevre
se deslizó suavemente en las aguas negras e iluminadas por las estrellas del río Ohio.

Una vez en el río, el piloto dio marcha contraria a las palas y encaró el barco a favor de la corriente. El gran vapor vibró un poco y se dirigió al canal principal con docilidad, con un chunkachunka chunkachunka de las palas al batir las aguas, con una velocidad cada vez en aumento, sumando a la suya propia la de la corriente, y refulgiendo rápido como el sueño de cualquier marinero del río, rápido como el pecado, rápido como el propio
Eclipse
. Sobre sus cabezas, las chimeneas mostraban dos grandes columnas de humo negro, y nubes de pequeñas chispas se alzaban al aire y se desvanecían tras el barco, cayendo al río y muriendo como infinitas polillas rojas y anaranjadas. A los ojos de Marsh, el humo, el vapor y las chispas que dejaban atrás eran una visión mejor y más grandiosa que todos los fuegos artificiales que había visto en Lousville el Cuatro de Julio. El piloto alzó el brazo e hizo sonar la sirena a vapor. El largo y estridente aullido de ésta los dejó sordos por un momento; era una sirena maravillosa, con un tono extremadamente agudo que podía escucharse a kilómetros de distancia.

Hasta que las luces de Louisville y New Albany no desaparecieron tras ellos y el
Sueño del Fevre
avanzó entre las orillas tan negras y vacías como lo habían estado un siglo antes, no advirtió Marsh que Joshua York había acudido a la cabina del piloto y se encontraba a su lado.

Iba elegantemente vestido, con pantalones y frac de un blanco impoluto, chaleco azul marino, camisa blanca llena de puntillas y adornos, y corbata de seda azul. La cadena del reloj que le colgaba del chaleco era de plata y, en una de sus pálidas manos, York llevaba un gran anillo de plata con una reluciente piedra azul. Blanco, azul y plata, tales eran los colores del barco, y York parecía parte del mismo. La cabina del piloto lucía unas vistosas cortinas azul y plata, y el sofá de la parte trasera era azul, igual que el hule encerado de las paredes.

—Vaya, me gusta su vestimenta, Joshua —le dijo Marsh. York le devolvió una sonrisa.

—Gracias —respondió—. Me pareció adecuada. Usted también tiene un aspecto magnífico.

Marsh se había comprado una nueva chaqueta de marino con relucientes botones de cobre y una gorra con el nombre del vapor bordado con hilo de plata.

—Sí —asintió Marsh. Nunca se sentía cómodo con los cumplidos, le resultaba mucho más sencillo maldecir—. ¿Estaba usted levantado cuando zarpamos? —le preguntó. York había estado durmiendo en la cabina del capitán en la cubierta superior durante la mayor parte del día, mientras Marsh sudaba y gritaba y llevaba a cabo la mayoría de las tareas encomendadas al capitán. Marsh había ido acostumbrándose lentamente a que York y sus amigos vivieran de noche y durmieran durante el día. Ya había conocido a otros que hacían lo mismo y en cierta ocasión había tratado del tema con Joshua. Este se había limitado a sonreír y a mencionarle otra vez el poema aquel del «resplandor del día».

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