Y robo la rosa.
Lo que le cuento a los que me ven por aquí es otra historia.
La versión oficial de por qué estoy aquí es que este mausoleo proporciona unos ejemplares inmejorables de flores artificiales que se remontan a mediados del siglo
XIX
. Cada una de las seis alas principales, el ala Serenidad, el ala Resignación, las alas Eternidad, Tranquilidad, Armonía y Nueva Esperanza, constan de entre cinco y dieciocho niveles. Los panales de hormigón de cada pared tienen tres metros de profundidad, y así pueden albergar a lo largo cualquier ataúd, por largo que sea. El aire no circula por los kilómetros y kilómetros de galería. No suele haber visitantes de visita. La visita habitual es breve. La temperatura y la humedad media se mantienen bajas y constantes todo el año.
Los ejemplares más antiguos son los herederos de la cultura del lenguaje de las flores Victoriano. Según el clásico de 1840
Le langage des fleurs
, de Madame de la Tour, las lilas simbolizaban la muerte. Las lilas blancas del género Syringa representaban el primer amor.
Un geranio representaba gentileza.
El botón de oro, puerilidad.
Al estar hechas la mayoría de flores artificiales para decorar sombreros, en un mausoleo se encuentran los mejores ejemplares que puedan existir todavía.
Eso es lo que le cuento a la gente. Mi versión oficial de la verdad.
De día, si la gente me ve con bolígrafo y cuaderno, suelo estar encaramado a una escalera para birlar un ramito de pensamientos falsos depositado en una cripta. Lo que les susurro con una mano junto a la boca es que es para la universidad.
Llevo a cabo un estudio.
A veces me quedo hasta entrada la noche. Para entonces ya todos se han ido.
Entonces me dedico a deambular solo, pasada la medianoche, y sueño con que alguna noche torceré una esquina y habrá una cripta abierta en la pared, y al lado un cadáver disecado, marchita la piel de la cara y el traje rígido y moteado por causa de los fluidos que su cuerpo ha ido supurando. Me cruzaré con semejante despojo en algún pasillo umbrío sin más sonido que el zumbar del tubo fluorescente, que arrojará su luz estroboscópica hasta el último instante y me dejará luego a oscuras por siempre con el monstruo muerto.
Los ojos del cadáver se habrán hundido en sus oscuras órbitas, y me gustaría que avanzase a ciegas y tambaleante, aferrado a las frías paredes de mármol con muñones podridos que dejan a la vista los huesos de cada mano. La boca cansada y colgante, la nariz no más que dos hoyos oscuros, la camisa abierta y colgada de las vértebras del cuello.
Me dedico a buscar los nombres que he visto en las necrológicas. Aquí están los nombres de quienes siguieron mi consejo, grabados para la eternidad.
Venga. Suicídate.
Hijo amado. Hija querida. Devoto amigo. Aprieta el gatillo. Alma insigne.
Estoy aquí. Es hora de pagar. Atrévete. Ven a por mí.
Quiero que me persigan los zombis caníbales.
Quiero pasar junto a la losa de mármol que cubre una cripta y oír que algo araña y forcejea en el interior. De noche pego la oreja al mármol y espero. Por eso es por lo que de verdad estoy aquí.
El ejemplar número 786, escribo en mi cuaderno, tiene un tallo principal de alambre del 30 recubierto de algodón verde. Los tallos de las hojas parecen ser de calibre 20.
No es que esté pirado ni nada, sólo quiero pruebas de que la muerte no es el fin. Incluso si un zombi enloquecido me sorprendiese en un pasillo, incluso si me desmembrase..., pues al menos no sería el fin del fin. Eso sería un mínimo consuelo.
Me demostraría que hay algo de vida después de la muerte, y moriría feliz. Por eso espero. Por eso vigilo. Escucho. Pego la oreja a todas las criptas. Voy escribiendo: cripta 7896, no se registra actividad.
Cripta 7897, no se registra actividad.
Cripta 7898, no se registra actividad.
Escribo: el ejemplar número 45 es una rosa blanca de baquelita.
La baquelita es el plástico sintético más antiguo y fue inventado en 1907, cuando a un químico se le ocurrió mezclar a temperatura elevada fenol y formaldehído. En el lenguaje Victoriano de las flores, la rosa blanca representa el silencio.
El día en que conozco a la chica es el mejor para documentar las nuevas flores. Es al día siguiente del día de los caídos por la Patria, cuando ya la gente se ha ido hasta el año siguiente. Es cuando ya todos se han ido cuando veo a esta chica y deseo que esté muerta.
El día después del día de los caídos, el celador pasa con un cubo rodante de basura y recoge las flores frescas. Los floristas llaman «clase funeral» a las flores frescas de calidad ínfima.
El celador y yo ya nos hemos cruzado, pero nunca hablamos. Siempre con su guardapolvo azul. Un día me pilló con la oreja pegada a una cripta. Incluso entonces, iluminado por el círculo de su linterna, no hizo más que mirar para otro lado. Yo tenía un zapato en la mano y llamaba a la cripta y decía: «Hola —en código morse—, ¿me puedes oír?».
El problema de las flores de clase funeral es que sólo tienen buena pinta un día. Al día siguiente empiezan a pudrirse. Y con las flores colgadas del jarroncito de bronce que hay junto a cada nicho, oscuras y marchitas ya, supurando el líquido de su podredumbre y recubiertas de la pelusa del moho, se hace muy fácil imaginar lo que sucede al ser querido que está ahí dentro.
Al día siguiente del día de los caídos, el celador tira a la basura todas las flores marchitas.
Lo que queda es toda una cosecha de peonias falsas de un violeta oscuro, sumergidas en tinte hasta que su seda parece negra. Este año hay palmeras de orquídeas de plástico con aroma artificial. Las enormes enredaderas de campanillas blanquiazules son dignas de ser robadas.
Entre los ejemplares más antiguos pueden verse flores hechas con gasa, organdí, terciopelo, crespón de veludillo y de seda y lazo de satén. En mis brazos se amontonan dragoncillos, guisantes de olor y salvia. Malvarrosas, arreboleras y nomeolvides. Falsas y hermosas, pero rígidas y acartonadas, las flores de este año están salpicadas con gotitas claras de rocío de poliestireno.
Este año, la chica llega un día tarde con un ramo nada especial de tulipanes y anémonas de poliéster, las clásicas flores victorianas de dolor y muerte, de enfermedad y desolación, y yo estoy subido a una escalera al otro extremo de la galería oeste, en el sexto nivel de Resignación, tomando notas en mi cuaderno de campo, y la observo.
Frente a mí tengo el espécimen 237, un crisantemo de rayón de posguerra; de posguerra porque durante la Segunda Guerra Mundial no había ni seda ni rayón ni alambre suficientes para hacer flores. Las flores en tiempos de guerra son de papel de China o papel de arroz, e incluso a la temperatura constante de diez grados de la cripta, esas flores se han convertido en polvo.
Tengo frente a mí la cripta número 678: Trevor Hollis, de veinticuatro años, al que sobreviven su padre y madre y su hermana. Muy amado y amantísimo hijo. Tu familia no te olvida. Mi última víctima. Le encontré.
La cripta 678 está en una fila muy elevada en la pared de la galería. La única manera de echar un vistazo de cerca es con la escalera de mano o con la máquina de transporte de ataúdes, e incluso desde lo alto de la escalera, dos peldaños por encima de lo que es conveniente, puedo ver que hay algo diferente en esa chica. Algo europeo. Algo desnutrido. Le falta la dosis diaria de nutrientes y luz solar que establece el canon de belleza norteamericano. Sus brazos y piernas salen de su vestido blancuzcos y céreos. Puede uno imaginarla tras una alambrada. Y en mí crece un deseo desesperado de que esté muerta. Así me siento cuando veo en casa películas antiguas de vampiros y zombis que salen de sus tumbas para buscar carne humana. Es el mismo deseo desesperado que me entra cuando veo a esos famélicos muertos vivientes y me pongo a pensar porfavorporfavorporfavor.
El deseo que arde en mí es que me agarre una chica muerta. Poder pegar la oreja a su pecho y no oír nada. Incluso que se me zampe un zombi me parece mejor que pensar que sólo soy piel, sangre, carne y huesos. Me da igual un demonio que un ángel o que un espíritu maligno; quiero que algo se manifieste. Quiero que alguien me coja de la manita, tanto si es un trasgo como un fantasma o una bestezuela patilarga.
Desde aquí arriba, en la sexta hilera de criptas, se ve su vestido planchado hasta relucir. Sus delgados brazos y piernas se me aparecen recubiertos con un nuevo tipo de piel de baja calidad. Incluso desde aquí arriba, su cara parece hecha en serie.
Cantar de los cantares, capítulo siete, versículo segundo:
«¡Qué bellos son tus pies en los calzados, hija de príncipe! Los cercos de tus muslos son como joyas...».
Por mucho que el sol brille fuera, aquí dentro está todo frío al tacto. La luz entra por una vidriera. Huele a lluvia calada en los muros de hormigón. Todo tiene tacto de mármol pulido. Se oye por ahí el gotear de la lluvia vieja al resbalar por la contrachapa, el gotear de la lluvia por entre las claraboyas rotas, el gotear de la lluvia en las criptas por vender.
En el suelo se arremolinan formas diversas de polvo y pelusas y pelo. Hay quien las llama cagarros de fantasma.
La chica alza la vista y tiene que verme, y se acerca, silenciosa en sus zapatos negros de fieltro, por el pasillo de mármol.
Es fácil perderse por aquí. Cada pasillo va a dar a otro pasillo en ángulos extraños. Hace falta un mapa para encontrar un nicho concreto. Las galerías dan a otras galerías con una perspectiva tal que el sofá o la estatua del fondo se convierten en algo inimaginable. Los tonos recurrentes en pastel del mármol son para que una vez estés perdido no te entre el pánico.
La chica se acerca a la escalera y estoy atrapado aquí arriba, a medias entre ella y los angelotes pintados en el techo. El muro de mármol pulido hace que me refleje de cuerpo entero sobre los epitafios.
Esta piedra se alza en honor de.
Aquí se alza.
Alzada en amoroso homenaje. Ahora soy todo eso.
Los dedos se me agarrotan sobre el bolígrafo. El ejemplar número 98 es una camelia rosa de seda china. El rotundo color rosa indica que se hirvió primero la seda en agua jabonosa para quitarle toda la sericina. El tallo principal es de alambre recubierto de polipropileno verde, típico de la época. En teoría, la camelia representa la excelencia sin igual.
La máscara redonda que tiene la chica por cara me mira desde el pie de la escalera. No sabría decir si está viva o es un fantasma. Hay demasiado vestido como para ver si el pecho se hincha y deshincha. Hace demasiado calor para que se le vea el aliento.
Cantar de los cantares, capítulo siete, versículo tercero:
«Tu ombligo es un ánfora en que no falta el vino; tu vientre, acervo de trigo, cercado de azucenas».
En la Biblia se mezcla un montón el sexo con la comida.
Subido aquí arriba, junto al espécimen número 136, conchas marinas pintadas de rosa para parecer capullos de rosa, y al número 78, un narciso de baquelita, deseo que me abrace entre sus brazos fríos y muertos y me diga que la vida no tiene un final absoluto. Que mi vida no es un puñado de materia orgánica de clase funeral que se ha de pudrir mañana y cuyo nombre ha de sobrevivir en una necrológica.
La sensación que te entra en esos kilómetros de paredes de mármol en las que hay gente encerrada es que estás en un edificio abarrotado con millares de personas, pero al mismo tiempo estás solo. Podría pasar un año entre que yo le hiciese una pregunta y ella me respondiese.
Mi aliento empaña las fechas que determinan la corta vida de Trevor Hollis. En su epitafio se lee:
Fue un perdedor para el mundo Fue el mundo para mí.
Trevor Hollis, ven a por mí. No tienes narices de venir a vengarte.
Echa la cabeza atrás y me sonríe al verme aquí encaramado. Su pelo rojo llamea contra toda la piedra gris, y me dice:
—Has traído flores.
Muevo los brazos y sobre ella llueven algunas flores, alhelíes, margaritas, dalias.
Ella coge una hortensia y me dice:
—Nadie había venido desde el funeral.
Cantar de los cantares, capítulo siete, versículo cuarto:
«Tus dos tetas, dos cabritos mellizos».
Su boca, con esos labios rojos, rojos, demasiado finos, parece abierta en su cara con un cuchillo. Me dice:
—Hola, me llamo Fertility.
Me alcanza la flor y la sostiene en el aire, como si yo no estuviera completamente fuera de su alcance, y me pregunta:
—¿Y de qué conocías tú a mi hermano Trevor?
Se llamaba Fertility Hollis. Ése es su nombre, en serio, y eso es lo que quiero compartir al día siguiente con mi asistente social.
Es parte de las condiciones de vigilancia: tengo que encontrarme con mi asistente una hora a la semana. A cambio, voy recibiendo cupones de vivienda. El programa me tiene en la lista de vivienda subvencionada. Recibo del gobierno queso gratis, leche en polvo, miel y mantequilla. Me buscan trabajo. Ésos son algunos de los chollos que se tienen en el Programa Federal de Retención de Supervivientes. Un apartamentucho cutre y excedentes de queso. Un empleo cutre y toda la carne que pueda pispar y llevarme escondida en el autobús. Recibes lo justo para llegar a fin de mes.
No te dan nada bueno de verdad, no tienes aparcamiento de minusválido, pero una vez por semana, durante una hora, tienes una asistente social. La mía viene cada martes hasta la casa en la que trabajo en un coche anodino propiedad del gobierno, con su compasión profesional y las carpetillas con los historiales y una hoja de registro en la que apunta los kilómetros que recorre en cada visita. Esta semana tiene veinticuatro clientes. La semana pasada eran veintiséis.
Cada martes viene a escuchar.
Cada semana le pregunto cuántos supervivientes quedan en todo el país.
Está en la cocina, forrándose a daiquiris y cortezas de maíz. Se ha quitado los zapatos y ha dejado en la mesa de la cocina el bolso de lona en el que lleva los historiales mientras saca su carpetilla y rebusca entre los informes semanales para poner el mío el primero. Con un dedo recorre una columna de números y me dice:
—Ciento cincuenta y siete supervivientes. En todo el país.
Se pone a escribir la fecha y comprueba en su reloj la hora que va a escribir en el formulario de registro. Le da la vuelta a la carpetilla para que lo lea y me lo pasa para que firme al pie. Para demostrar que ha estado aquí. Que hablamos. Que compartimos. Que me dio un boli. Que abrimos nuestros corazones. Escúchame, sáname, sálvame, créeme. No es culpa suya si una vez que se haya ido me corto la garganta.