El gobierno nos encontró a mí y a la mayoría de supervivientes a través de las cartas de confesión que enviábamos a la colonia cada mes. No sabíamos que estábamos escribiendo y enviando nuestros salarios a ancianos de la Iglesia que ya estaban muertos y en el Cielo. No teníamos manera de saber que los asistentes sociales leían cada mes nuestras declaraciones de cuántas veces habíamos maldecido y cuántos pensamientos impuros habíamos tenido. No había nada ya que le pudiese contar a la asistente social que ella no supiese.
Han pasado diez años, y no verás nunca juntos a dos miembros supervivientes de la Iglesia. Cuando se ven ahora dos supervivientes, no hay entre ellos más que vergüenza y desagrado. Hemos fracasado en nuestro sacramento último. La vergüenza la sentimos por nosotros mismos. El desagrado es por el otro. Los supervivientes que visten aún el atuendo de la Iglesia lo hacen para alardear de su dolor. Sarga y cenizas. No supieron salvarse a sí mismos. Fueron débiles. Las reglas ya no existen, pero no importa. Vamos derechitos y de cabeza hacia el infierno.
Y yo fui débil.
Por eso bajé al centro en el asiento trasero del coche patrulla, y la asistente social, sentada a mi lado, me dijo:
—Fuiste víctima inocente de una secta terrible y opresiva, pero estamos aquí para que puedas volver a ser tú mismo.
Cada minuto que pasaba me alejaba más y más de lo que debería haber hecho.
La asistente social dijo:
—Por lo que sé, tienes un problema con la masturbación. ¿Quieres hablar de ello?
A cada minuto se hacía más difícil hacer lo que prometí en mi bautismo. Disparar, cortar, ahogar, sangrar o saltar.
Fuera del coche, el mundo pasaba tan deprisa que se me cruzaron los ojos.
La asistente social dijo:
—Toda tu vida ha sido una triste pesadilla hasta ahora, pero pronto estarás bien. ¿Me escuchas? Ten paciencia, todo irá bien.
Eso fue hace diez años, y aún estoy esperando.
Lo más fácil era concederle el beneficio de la duda.
Si avanzas diez años, nada ha cambiado mucho. Diez años de terapia y sigo más o menos en las mismas. No me parece que sea algo que debamos celebrar.
Seguimos juntos. La de hoy es nuestra sesión número quinientas y muchas, y hoy estamos en el baño azul de invitados. Es diferente de los baños verde, blanco, amarillo y lavanda de invitados. Todo ese dinero gana esta gente. La asistente social se ha sentado en el borde de la bañera y chapotea con los pies desnudos en un par de centímetros de agua tibia. Ha puesto los zapatos sobre la tapa del retrete, junto con su vaso de Martini, en el que hay granadina, hielo picado, azúcar en polvo y ron blanco. Cada dos preguntas se inclina, con el boli cogido aún en la mano, y toma el vaso por el talle, y sostiene así vaso y bolígrafo como palillos chinos.
Me cuenta que su último novio ya es historia.
Dios la libre de ofrecer su ayuda para limpiar.
Echa un trago. Devuelve el vaso a su sitio mientras yo respondo. Ella escribe en la libreta amarilla que tiene apoyada en las rodillas, me hace otra pregunta, echa otro trago. Su cara parece asfaltada bajo una capa de maquillaje.
Larry, Barry, Jerry, Terry, Gary, los novios que pierde se van amalgamando. Me dice que las listas de los clientes que pierde y los novios que pierde van casi a la par.
Esta semana, me cuenta, se ha alcanzado un mínimo histórico, ciento treinta y dos supervivientes en todo el país, pero las tasas de suicidio se están equilibrando.
De acuerdo con mi agenda, tengo que estar rascando las intersecciones que hay entre los azulejos hexagonales que hay en el suelo. Debe de haber más de un trillón de kilómetros de mugre. Si pusiésemos cada intersección en este baño una detrás de la otra, bastarían para llegar hasta diez veces a la Luna y volver, y toda está pringada con moho negro. Con el amoníaco en el que mojo el cepillo para fregar, si a ese olor le añadimos el humo del cigarrillo, basta para sentirme cansado y que me palpite el corazón.
Y puede que esté un poco flipado. El amoníaco. El humo. Fertility Hollis que no para de llamarme a casa. No me atrevo a coger el teléfono pero estoy seguro de que es ella.
—¿Se te han acercado extraños últimamente? —me pregunta la asistente social.
Me pregunta:
—¿Has recibido llamadas telefónicas que pudieran ser descritas como amenazadoras?
Tal y como me pregunta las cosas la asistente social, con media boca apretada en torno al cigarrillo, parece un perro que, sentado con su Martini rosso, me estuviese gruñendo. Calada, sorbo, pregunta: respirar, beber y preguntar; está dando una lección práctica de las funciones básicas de la boca humana.
Antes ella no fumaba nunca, pero me cuenta que cada vez se le hace imposible la idea de llegar a una edad avanzada.
—Si al menos una pequeña parte de mi vida fuese bien —le cuenta al cigarrillo que tiene en la mano antes de encenderlo. Justo entonces algo invisible se pone a pitar y pitar hasta que toca algo en su reloj que lo hace callar. Se gira para coger el bolso, que ha puesto en el suelo junto al retrete, y saca un frasco de plástico.
—Imipramina —me dice—. Lo siento, no puedo ofrecerte.
Al principio, el programa de retención intentó mantener control sobre los supervivientes mediante medicación: Xanax, Prozac, Valium, imipramina... El plan fracasó porque demasiados clientes se pusieron a acumular su dosis diaria durante tres semanas, seis, ocho, dependiendo de su peso corporal, para luego tomar todas las pastillas de una sentada con un vaso de whisky. Si bien la medicación no ha servido con los pacientes, ha hecho maravillas con los asistentes sociales.
—¿Te has sentido perseguido por alguien? —me pregunta la asistente social—. ¿Alguien con una pistola o un cuchillo, de noche, o cuando caminas de la parada a casa?
Friego las rayas negras hasta que son primero marrones y luego blancas, y le pregunto por qué me hace estas preguntas.
—Por nada —me dice.
Pues no, no estoy amenazado, le digo.
—Intenté llamarte por teléfono esta semana y nunca había respuesta —me dice—. ¿Qué pasa?
Le digo que no pasa nada.
El verdadero motivo por el que no contesto al teléfono es que no quiero hablar con Fertility Hollis hasta que la pueda ver en persona. Por teléfono suena tan puesta a cien que no quiero arriesgarme. Mírame, compitiendo conmigo mismo. No quiero que se enamore de mí, la voz al teléfono, al mismo tiempo que intenta darme calabazas como persona de carne y hueso. Lo mejor es que nunca más vuelva a hablar con ella por teléfono. Siendo como soy un anormal feo y preocupante de carne y hueso, no seré capaz de cumplir con sus fantasías, así que tengo un plan, un plan terrible, para conseguir que me odie y al mismo tiempo que se enamore de mí. Mi plan es antiseducirla. Desatraerla.
—Cuando no estás en tu apartamento —me pregunta la asistente social—, ¿tiene alguien acceso a la comida que consumes?
Mañana es mi próxima tarde con Fertility Hollis en el mausoleo, si es que viene. Entonces la primera parte de mi plan alzará el vuelo.
La asistente social pregunta:
—¿Has recibido amenazas por correo o cartas anónimas?
Me pregunta:
—¿Me escuchas siquiera?
Le pregunto que a qué viene tanta pregunta. Le digo que pienso beberme la botella de amoníaco si no me dice qué está pasando.
La asistente consulta su reloj. Repiquetea con el boli en su libreta, y me hace esperar mientras le echa una calada al cigarrillo y deja escapar el humo.
Si de verdad quiere ayudarme, le digo mientras le paso el cepillito, será mejor que se ponga a fregar.
Ella deja su bebida y toma el cepillo. Se pone a frotar un centímetro de juntura en el alicatado de una pared. Se para, lo mira, vuelve a frotar. Vuelve a mirar.
—Madre de Dios —dice—. Funciona. Mira cómo queda de limpio.
Con los pies aún chapoteando en dos dedos de agua tibia, la asistente se da la vuelta para llegar mejor a la pared y sigue frotando.
—Dios, ya se me había olvidado lo bien que sienta llegar a conseguir algo.
No se da cuenta de que yo he parado. Me siento sobre mis talones y la observo atacar con saña el moho.
—Escúchame —dice, sin dejar de frotar en todas direcciones para alcanzar mejor las junturas entre cada azulejo.
—Puede que no haya nada de verdad en todo esto —dice—, pero es por tu bien. Puede que las cosas se estén poniendo un poco peligrosas.
En teoría no debería decirme nada, pero al parecer algunos de los suicidios resultan un poco sospechosos. En general no pasa nada con los suicidios. La mayoría han sido los típicos suicidios que pasan cada día, casi todos en el jardín, precisa, pero entremedias hay un par de casos extraños. Se dio el caso de un hombre diestro que se pegó un tiro con la mano izquierda. Hubo luego una mujer que se ahorcó con el cinturón del albornoz, pero tenía el brazo dislocado y ambas muñecas amoratadas.
—No eran los únicos casos —dice la asistente, sin dejar de frotar—. Pero hay una pauta.
Al principio, nadie del programa le prestó mucha atención. Un suicidio es un suicidio, en especial en este grupo demográfico. El suicidio de los clientes se produce por tandas. Son estampidas. Un par de ellos pueden desencadenar hasta veinte más. Como lemmings.
El cuaderno amarillo de su regazo resbala hasta el suelo, y me dice:
—El suicidio es muy contagioso.
La pauta de los recientes suicidios falsos muestra que son propensos a producirse cuando termina una tanda de suicidios naturales.
Yo le pregunto qué quiere decir con suicidios falsos.
Le pispo el Martini, que sabe raro, a enjuague de dientes.
—Asesinatos —me dice la asistente social—. Puede que haya alguien que esté matando a los supervivientes procurando que parezcan suicidios.
Cuando una tanda de suicidios reales llega a su fin, los asesinatos parecen reactivarlos de nuevo. Tras dos o tres asesinatos con pinta de suicidio, el suicidio vuelve a estar fresco en la memoria, y resulta atractivo para otra docena de supervivientes, que entonces adoptan la tendencia y la espichan.
—Es fácil imaginar a un asesino, una persona sola o quizá un escuadrón de creyentes dedicados a asegurarse de que todos llegáis juntos al Cielo —me explica la asistente—. Suena a estupidez y a paranoia, pero tiene sentido.
La Redención.
¿Y por qué me hace tantas preguntas?
—Porque cada vez menos supervivientes se suicidan hoy en día —me dice—. El patrón habitual de suicidios remite. Quienquiera que lo esté haciendo va a volver a matar para despabilar el ritmo de suicidios. El patrón de asesinatos se extiende por todo el país —me dice. Frota con el cepillo. Lo sumerge en el bote de amoníaco. Vuelve a frotar, con el cigarrillo humeando en la otra mano.
Me dice:
—Excepto por el momento que ocurren, no existe un verdadero patrón. Son hombres. Mujeres. Jóvenes. Viejos. Te conviene tener cuidado, porque podrías ser el siguiente.
A la única persona nueva que he conocido en varios meses es a Fertility Hollis.
Le pregunto a la asistente social, que después de todo es mujer, cómo quieren las mujeres que sea su hombre. Qué es lo que busca ella en una pareja.
Ella va dejando un rastro de junturas blancas y limpias tras de sí.
—Otra cosa que has de tener presente —dice la asistente— es que todo puede tener una explicación natural. Pudiera ser que no haya nadie dispuesto a matarte. Puede que no tengas ningún motivo en absoluto para vivir aterrorizado.
Parte de mi trabajo es jardinería, de modo que todo lo rocío con el doble de la cantidad de veneno recomendada, tanto plantas como malas hierbas. Luego enderezo los macizos de salvia y malvarrosa artificial. Esta temporada estoy buscando la estética de una falsa casita de campo. El año pasado hice parterres franceses artificiales. El anterior fue un jardín japonés todo de plantas de plástico. Lo único que tengo que hacer es arrancar todas las flores, separarlas y volver a clavarlas en el suelo en una nueva combinación. El mantenimiento está tirado. Las flores mustias recuperan el brillo con pintura roja o amarilla en aerosol.
Un chorrito de laca para el pelo evita que las flores de seda se deshilachen.
La milenrama falsa y los berros de plástico requieren que se les desempolve con agua. Las rosas de plástico enganchadas a la carcasa muerta del rosal necesitan un punto de olor.
Hay unos pájaros azules sobre el césped que caminan como si hubiesen perdido una lentilla.
Para las rosas, saco el veneno del fumigador y lo relleno con doce litros de agua y media botella de Eternity By Calvin Klein. Los crisantemos los rocío con vainilla rebajada desde la cocina. Con las reinas margaritas artificiales utilizo White Shoulders. Con el resto de plantas utilizo botes de aerosol o ambientadores florales. El tomillo limón se lleva una rociada de Vim Fragancia Limón.
Parte de mi estrategia para conquistar a Fertility Hollis pasa por estar feo a propósito, y lo de ensuciarme es sólo el principio. Para parecer algo descuidado. Aun así, es difícil ensuciarte en el jardín si nunca llegas a tocar el suelo, pero mis ropas huelen a herbicida y el sol me ha quemado un poco la nariz. Con el tallo de alambre de un lirio rasco un puñado de tierra y me lo froto contra el pelo. La mugre me la meto a presión bajo las uñas.
Dios me libre de intentar ponerme guapo para Fertility. La peor estrategia que podría seguir es intentar mejorarme. Sería un gran error endomingarme, hacerlo lo mejor que sé, peinarme, quizás incluso cogerle ropa buena al tipo para el que trabajo, alguna camisa de algodón color pastel, cepillarme los dientes, ponerme eso que llaman desodorante e ir al mausoleo Columbia para mi segunda cita igual de feo, pero dando pruebas de que de verdad he intentado tener buen aspecto.
Pues aquí me tienes. Mejor que esto no lo hay. O lo tomas o lo dejas.
Como si no me importase lo que piensa.
Tener buena pinta no entra en el plan. Mi plan es aparecer como un diamante en bruto. Estoy buscando la línea natural. Real. Lo que intento es parecer materia prima, sin desbastar. No desesperado y mísero, sino muy prometedor. No famélico. Vale que quiero que parezca que valgo la pena. Lavado sí, pero sin planchar. Limpio, no pulido. Confiado, pero humilde.
Lo que quiero es parecer honesto. La verdad no reluce ni deslumhra.