Superviviente (6 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Superviviente
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Mientras firmo el formulario me pregunta:

—¿Conocías a la mujer del final de la calle que trabajaba en la casona gris y negra?

No. Sí. Vale, ya sé de quién me habla.

—Una grandota. Pelo rubio, largo, en una trenza. Toda una Brunilda —me dice la asistente—. Pues la espichó hace dos noches. Se colgó con un alargador.

La asistente se mira las uñas, primero con los dedos cerrados sobre la palma y luego extendidos. Vuelve a coger el bolso y saca una botellita de laca de uñas color rojo brillante.

—Que le aproveche —dice—. Nunca me cayó bien.

Le devuelvo la carpetilla y le pregunto:

—¿Alguien más?

—Un jardinero —me dice. Agita la botellita de laca con tapa larga y blanca junto a su oreja. Con la otra mano revuelve las fichas para encontrar una. Levanta la carpeta para que vea la ficha de registro del cliente número 134, sobre el que se ha estampado en rojo
ALTA
. Y detrás la fecha.

El sello es una reliquia de un programa de pacientes internos en un hospital. En otro programa,
ALTA
significaba que el paciente volvía a casa. Ahora significa que el paciente está muerto. Nadie quería encargar un sello en el que pusiera
MUERTO
. La asistente me lo contó hace unos cuantos años, cuando los suicidios se reanudaron. Polvo somos, en polvo nos convertiremos. Así se reciclan las cosas.

—Por lo visto, el tío se bebió algún herbicida —dice.

Sus manos retuercen la botella. Y la retuercen. La retuercen hasta que los nudillos se ponen blancos. Me dice:

—Esa gente haría cualquier cosa para hacerme quedar como una incompetente.

Golpea la botella contra el canto de la mesa y vuelve a intentar abrirla.

—Toma —me dice, y me la acerca—. Ábremela, ¿quieres?

Le abro la botella sin problemas y se la paso.

—¿Los conocías? —pregunta.

Pues no. No los conocía. Sabía quiénes eran, pero no los recuerdo de antes. No los recuerdo de cuando vivía allí, pero estos últimos años los había visto por el barrio. Llevaban aún la ropa reglamentaria de la Iglesia. El hombre llevaba los tirantes, los pantalones anchos y la camisa de manga larga abrochada hasta el cuello incluso en lo más caluroso del verano. La mujer llevaba el guardapolvo de color sufrido que según recuerdo tenían que llevar las mujeres de la Iglesia. En la cabeza llevaba incluso la cofia. El hombre llevaba siempre un sombrero de ala ancha, de paja en verano, de fieltro negro en invierno.

Sí, vale. Los tenía vistos. Era difícil no verlos.

—Al verlos —me dice la asistente mientras recorre cada uña con el pincelito, rojo sobre rojo—, ¿te sentías mal? ¿Te entristecía alguna vez ver a la gente de tu Iglesia? ¿Llegaste a llorar? El ver a gente vestida como solían vestir cuando tú formabas parte de la Iglesia, ¿te llegó a irritar alguna vez?

Suena el interfono.

—¿Te hace recordar a tus padres?

Suena el interfono.

—¿Hace que te enfades respecto a lo que sucedió con tu familia?

Suena el interfono.

—¿Recuerdas cómo era todo antes de los suicidios?

Suena el interfono. La asistente social dice:

—¿Vas a contestar eso?

Enseguida. Primero tengo que consultar la agenda. Levanto el libraco para que vea la lista de todo lo que se supone que tengo que hacer hoy. La gente para la que trabajo llama para ver si me pillan. Dios me libre de estar dentro y coger el teléfono si se supone que en ese momento estoy fuera limpiando la piscina.

Suena el interfono.

Según mi agenda, se supone que estoy dando un baño de vapor a las cortinas del cuarto azul de invitados. Sea lo que sea lo que signifique.

La asistente social está comiendo nachos a todo tren, y le hago señas para que haga menos ruido.

Suena el interfono y lo cojo.

El interfono me chilla:

—¿Qué sabes del banquete de esta noche?

Relájese, le digo. Está chupado. Salmón sin espinas. Unas zanahorias de tamaño bocado. Endibias doradas.

—¿Eso qué es?

Son hojas chamuscadas, le digo. Se comen con el tenedor pequeño que queda más a la izquierda, con los dientes boca abajo. Ya conoce las endibias doradas. Sé que las conoce. Las tomó el año pasado en una fiesta navideña. Le encantan las endibias doradas. Coma sólo tres bocados, le digo al interfono. Le aseguro que le van a encantar.

El interfono pregunta:

—¿Puedes limpiar las manchas de la repisa de la chimenea?

Según mi agenda, se supone que no me toca hacerlo hasta mañana.

—Oh —dice el interfono—. Se nos olvidó.

Ya. Seguro. Se les olvidó.

Mamones.

Podría pensarse que soy más señor que mis señores, pero en ninguno de los dos casos es el término apropiado.

—¿Algo más que debamos saber?

Es el día de la madre.

—Mierda. Coño. ¡Joder! —dice el interfono—. ¿Les has enviado algo? ¿Estamos a salvo?

Por supuesto. A cada una le he enviado un bonito ramo de flores, los de la floristería ya les pasarán la factura.

—¿Qué ponía en la tarjeta?

Le digo que «A mi queridísima madre, a la que adoro y recuerdo a cada momento. Una madre nunca ha tenido un hijo/una hija que le quisiera más. Con todo mi amor», y luego la firma correspondiente.

Y una posdata: «Una flor seca es tan encantadora como una fresca».

—Suena bien. Esperemos que les dure otro año —dice el interfono—. Acuérdate de regar todas las plantas del porche delantero.

Lo pone en la agenda.

Y cuelgan. Nunca me tienen que recordar las cosas. Es sólo que han de tener la última palabra.

Por mí...

La asistente social agita sus uñas recién pintadas frente a su boca y sopla para que se sequen. Entre soplido y soplido me pregunta:

—¿Tu familia?

Se sopla las uñas.

Pregunta:

—¿Tu madre?

Se sopla las uñas.

Pregunta:

—¿Recuerdas a tu madre?

Se sopla las uñas.

Pregunta:

—¿Crees que sintió algo?

Se sopla las uñas.

—Cuando se suicidó, digo.

Mateo, capítulo veinticuatro, versículo decimotercero:

«Mas el que perseverare hasta el final, ése será salvo».

Según mi agenda, tendría que estar limpiando el filtro del aire acondicionado. Tendría que estar quitando el polvo de la salita verde. Los pomos de bronce están por bruñir. Hay que reciclar los periódicos viejos.

Ya casi se acaba la hora, y de lo que nunca hemos llegado a hablar es de Fertility Hollis. De cómo nos conocimos en el mausoleo. Estuvimos paseando una hora por allí, y me estuvo contando cosas de distintos movimientos artísticos del siglo
XX
y de cómo habían escenificado la crucifixión de Jesús.

En el ala más antigua del mausoleo, la llamada Resignación, Jesús es enjuto y romántico, y tiene ojos enormes y húmedos de mujer y largas pestañas. En el ala edificada durante los años treinta, Jesús es un realista social con musculatura de superhéroe. En los cuarenta, en el ala Serenidad, Jesús se convierte en un ensamblado abstracto de planos y cubos. El Jesús de los años cincuenta es de madera pulida, un esqueleto modernista danés. El Jesús de los sesenta está hecho con ramitas encoladas.

No hay un ala de los setenta, y en el ala de los ochenta no hay Jesuses, sino sólo el mismo mármol verde y los bronces anodinos que pueden encontrarse en unos grandes almacenes.

Fertility hablaba de arte y fuimos paseando por la Resignación, la Serenidad, la Paz, la Alegría, la Salvación, el Rapto y la Fascinación.

Me dijo que se llamaba Fertility Hollis.

Yo le dije que me llamase Tender Branson. Es lo más parecido que tengo a un nombre de verdad.

A partir de ahora vendrá a visitar la tumba de su hermano cada semana. Me prometió que estaría allí el próximo miércoles.

La asistente social me pregunta:

—Han pasado diez años. ¿Por qué no quieres abrirte y compartir tus sentimientos respecto a tu familia muerta?

Lo siento, le digo, pero de verdad que tengo que volver al trabajo. Le digo que se ha acabado su hora.

41

Antes de que sea demasiado tarde, antes de acercarme demasiado al punto en que el avión se estrella, tengo que explicar lo de mi nombre. Tender Branson. No es un nombre de verdad. Es más bien un rango. Es como si en otra cultura alguien bautizase a un niño Teniente Smith o Arzobispo Jones. O Gobernador Brown. O Doctor Moore. Sheriff Peterson.

Los únicos nombres en la cultura del Credo eran los apellidos. El apellido lo aportaba el marido. El apellido era la forma de delimitar la propiedad. El apellido era etiqueta.

Mi apellido es Branson.

Mi rango es Tender
[1]
Branson. Es el más bajo en el escalafón.

La asistente social me preguntó una vez si el apellido no era un sello de aprobación o una maldición cuando el mundo exterior contrataba a los hijos e hijas de la Iglesia.

Desde lo de los suicidios, la gente del mundo exterior tiene la misma imagen morbosa de la cultura del Credo que la que tenía mi hermano Adam de ellos.

En el mundo exterior, me contó mi hermano, la gente era tan salvaje como los animales, y fornicaban en medio de la calle con desconocidos.

Últimamente la gente del mundo exterior me pregunta si había algún apellido concreto que alcanzase mayor precio. ¿Había algún apellido que ofreciese mano de obra a precios más bajos que el resto?

Esa misma gente pregunta luego si había padres en el Credo que fecundaran a sus hijas para incrementar el flujo de capital. Me preguntan si los niños de la Iglesia a los que no se les permitía el matrimonio eran castrados, o sea, que si yo lo estoy. Me preguntan si los hijos de la Iglesia se masturbaban, o lo hacían con animales o se sodomizaban mutuamente, o sea, que si yo lo hago.

Que si lo era. Que si lo hacía.

La gente me pregunta a la cara si soy virgen.

No lo sé. Se me olvida. O bien no es asunto de ninguno de vosotros.

A todo esto, mi hermano Adam es mi hermano mayor por tres minutos y treinta segundos, pero según la doctrina de la Iglesia del Credo igual podrían haber sido años.

Porque la Iglesia del Credo no entendía de segundones.

En cada familia el primogénito se llamaba Adam, y Adam Branson sería quien heredase nuestra tierra en la colonia.

Todos los hijos a partir de Adam se llaman Tender. En la familia Branson, eso me convierte en uno de al menos ocho Tender Branson que mis padres enviaron al mundo a ser misioneros del trabajo.

Todas las hijas, de la primera a la última, se llamaban Biddy
[2]
.

No me extrañaría nada que los dos nombres provinieran de alguna jerga, que fueran abreviaciones de nombres tradicionales más largos; pero no sé cuáles serían.

Sí sé que cuando los ancianos de la Iglesia elegían a una Biddy Branson como esposa para un Adam de otra familia, su nombre de pila, mejor sería decir su rango, cambiaba al de Autora.

Cuando se casó con Adam Maxton, Biddy Branson pasó a ser Autora Maxton.

Los padres de Adam Maxton se llamaban también Adam y Autora Maxton hasta que su hijo recién casado y la esposa de éste tenían su primer hijo. A partir de entonces, ambos miembros de la pareja recibían el nombre de Anciano Maxton.

En la mayoría de parejas, para cuando su primogénito tenía su primer hijo, la esposa estaba muerta ya de tener un hijo detrás de otro.

Casi todos los ancianos de la Iglesia eran hombres. Un hombre podía llegar a anciano de la Iglesia con treinta y cinco años si era rápido.

No era difícil.

Aquello no era nada en comparación con el mundo exterior y el escalafón de padres y abuelos y bisabuelos, tías y tíos, nietos y sobrinos, cada uno con un nombre propio.

En la cultura del Credo, tu nombre te ponía en tu sitio frente al mundo. Tender o Biddy. Adam o Autora. O Anciano. Con tu nombre sabías exactamente cómo iba a ser tu vida.

La gente me pregunta si no me revienta el hecho de haber perdido el derecho a la propiedad y a criar una familia sólo porque mi hermano nació tres minutos y medio antes que yo. Y he aprendido a decirles que sí. Eso es lo que la gente del mundo exterior quiere oír. Pero no es cierto. Nunca me ha reventado.

Sería lo mismo que enfadarse al pensar que si hubieses nacido con dedos más largos serías un gran violinista.

Es lo mismo que desear que tus padres hubiesen sido más altos, más delgados, más fuertes, felices. Hay detalles del pasado sobre los que no hay control posible.

Lo cierto es que Adam fue el primero en nacer. Y puede que Adam me envidiase porque yo conseguiría salir y ver el mundo exterior. Mientras yo hacía las maletas para irme, Adam se casaba con una tal Biddy Gleason a la que apenas conocía.

El consejo de ancianos de la Iglesia llevaba un detallado registro de qué Biddy se había casado con qué familia, de forma que nunca hubiera matrimonios entre lo que el mundo exterior llamaba «primos». Con cada generación, a medida que los Adam iban cumpliendo diecisiete años, los ancianos se reunían para asignarles una esposa lo más alejada posible de su linaje. Para cada generación había una temporada de matrimonio. Había casi cuarenta familias en la colonia de la Iglesia del Credo, y con cada generación casi cada familia celebraba bodas y fiestas en casa. Para los Tender y Biddy, la temporada de matrimonios era algo para ser visto desde la barrera.

Si eras una Biddy, era algo con lo que soñabas. Si eras un Tender, no soñabas.

40

Esta noche las llamadas llegan como cada noche. Fuera hay luna llena. La gente está dispuesta a morir por las malas notas del colegio. Por las riñas familiares. Por los problemas del novio. Por lo cutre que es su trabajo. Todo mientras intento preparar un par de costillas de cordero robadas.

La gente hace llamadas interurbanas y la operadora me pregunta si acepto una llamada de socorro a cobro revertido de no sé qué fulano.

Esta noche ensayo una forma nueva de comer salmón
en croüte
, un gesto de muñeca nuevo de lo más sexy, un floreo de nada con el que la gente para la que trabajo pueda impresionar al resto de los invitados en la próxima cena. Un truco de sobremesa. Viene a ser el equivalente en etiqueta a los bailes de salón. Ahora estoy perfeccionando una técnica muy vistosa para meterse las cebolletas con crema en la boca. Casi tengo dominada la técnica de rebañar toda la crema de salvia cuando de nuevo suena el teléfono.

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