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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (3 page)

BOOK: Superviviente
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La gente me pregunta si estaba asustado, o animado, o qué.

De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, sólo el primogénito, Adam, se casaría algún día y llegaría a viejo en la colonia. Cuando el resto de nosotros llegara a los diecisiete años, yo y mis siete hermanos y mis cinco hermanas, saldríamos en busca de trabajo. Mi padre vive aquí porque es el primogénito de su familia. Mi madre vive aquí porque los ancianos la eligieron para mi padre.

La gente se siente siempre muy desilusionada si les cuento la verdad, a saber, que no vivíamos en tensa opresión. Ninguno odiaba la Iglesia. Vivíamos, y punto. A ninguno nos torturaban mucho los sentimientos.

Ése era todo el quid de nuestra fe. Llámenla banal, si quieren, o profunda. No había nada que pudiese asustarnos. Los que habíamos sido criados en la colonia lo creíamos así. Todo lo que sucedía en el mundo era por decreto divino. Una tarea que completar. El llanto y el gozo eran estorbos a la hora de ser útiles. Toda emoción era decadente. La expectación y el remordimiento eran bobadas superfluas. Un lujo.

Así se definía nuestra fe. No hay nada que saber. Podemos esperar de todo.

En el mundo exterior, me dijo Adam, se ha firmado un pacto con el diablo que empuja los automóviles y lleva los aviones por el aire. El mal fluye por cables eléctricos para hacer haragana a la gente. La gente mete los platos sucios en el armario y el armario los devuelve limpios. Tubos llenos de agua se llevan su basura y su mierda para que sea problema de otro. Adam me cogió la barbilla entre el pulgar y el índice y se inclinó para mirarme a los ojos, y me explicó que en el mundo exterior, la gente se mira en espejos.

En el autobús, justo delante de él, dijo, la gente tenía espejos y andaban todos preocupados por su aspecto. Era una vergüenza.

Recuerdo que aquél fue mi último corte de pelo en mucho tiempo, pero la verdad es que no me acuerdo del porqué. Mi cabeza era como un zarzal, y en él quedaban sólo unos pocos pelos.

En el mundo exterior, me contó Adam, todas las cuentas se hacen dentro de máquinas.

Hay camareras que alimentan a todo el mundo.

La única vez que dejó la colonia, mi hermano y su esposa y el anciano que los acompañaba pasaron la noche en un hotel del centro de Robinsville, en Nebraska. Ninguno llegó a dormir. Al día siguiente, el autobús los llevó a casa para el resto de sus vidas.

Un hotel, me dijo Adam, es una casa grande en la que mucha gente vive y come y duerme, pero en la que nadie se conoce. Me dijo que así podrían describirse también la mayoría de familias del mundo exterior.

Las iglesias del mundo exterior, me contó mi hermano, no eran más que tiendas en las que se vendía a la gente las mentiras que las religiones gigantes inventaban desde muy lejos.

Me contó muchas más cosas que no recuerdo.

Hace dieciséis años de aquel corte de pelo.

Mi padre nos había tenido a Adam y a mí y a sus catorce hijos cuando tenía la edad que tengo yo ahora.

Yo tenía diecisiete años cuando me fui de casa.

El aspecto que tenía mi padre cuando le vi por última vez es el aspecto que tengo yo ahora.

Mirar a Adam era casi igual que mirar en un espejo. Era mi hermano mayor por tres minutos y treinta segundos, pero para la Iglesia del Credo no existían los gemelos. La última noche que vi a Adam Branson recuerdo que pensé que mi hermano mayor era un hombre muy amable y muy sabio.

Así de idiota era yo.

44

Parte de mi trabajo es anticipar el menú de la fiesta de esta noche. Eso significa que tengo que coger un autobús desde la casa en la que trabajo hasta otra casa y preguntarle a una cocinera desconocida qué es lo que les van a dar de comer. A la gente para la que trabajo no les gustan las sorpresas, así que parte de mi trabajo es decirles de antemano si de noche van a tener que comer algo difícil, como langosta o alcachofa. Si hay algo amenazador en el menú, me toca enseñarles a comerlo bien. Así me gano la vida.

El tipo y la tipa para los que limpio no andan nunca por casa. Tienen un trabajo de ésos. Los únicos detalles que conozco de ellos los saco de limpiar su propiedad. Lo poco que puedo imaginar lo saco de ir recogiendo detrás de ellos. De ir día tras día poniendo en orden las cosas. De rebobinar sus cintas de vídeo:

Servicio anal completo y personalizado.

«Los pechos gigantes de Dharma Letal.» «Putanieves y los siete chochitos.»

Para cuando me bajo del autobús, la gente para la que trabajo ya se ha ido a trabajar al centro. Para cuando ellos vuelven a casa, yo estoy de vuelta en el centro, en mi boleto de apartamento-estudio, que antes era una minúscula habitación de hotel hasta que alguien metió a presión un hornillo y una nevera para subir el alquiler. El baño sigue en el pasillo.

La única forma que tengo de hablar con mis patrones es por el interfono. No es más que una caja de plástico que hay sobre la repisa de su cocina que me grita para que haga más cosas.

Ezequiel, capítulo diecinueve, versículo siete:

«Rugiendo en su altanería, devastó ciudades» y nosecuántos nosequé. No se puede tener toda la Biblia metida en la cabeza. No quedaría sitio ni para acordarse del nombre de uno.

La casa en la que llevo limpiando seis años es como se la esperaría uno, grande, y está en la parte más pija de la ciudad. Bueno, comparado con donde vivo yo. Todos los apartamentos de mi barrio son clavados a un asiento de retrete calentito. Alguien ha estado en ellos un minuto antes que tú y en el momento en que te vayas vendrá otro a ocuparlo.

En la parte de la ciudad a la que voy a trabajar por las mañanas hay pinturas en las paredes. Pasada la entrada principal, hay habitaciones y más habitaciones en las que nadie entra nunca. Cocinas en las que nadie guisa. Baños que nunca se ensucian. El dinero que dejan tirado para ponerme a prueba, a ver si me lo quedo, nunca es menos de un billete de cincuenta que se ha escurrido por casualidad detrás de la cómoda. La ropa que llevan parece diseñada por un arquitecto.

Junto al interfono hay una gruesa agenda que tienen siempre repleta de cosas que quieren que haga. Quieren que pueda dar cuenta de mis próximos diez años, tarea por tarea. Con ese sistema, toda tu vida se reduce a puntos en una lista. Tareas que cumplir. Tu vida aparece ante tus ojos, plana.

La distancia más corta entre dos puntos es una línea temporal, un horario, un mapa de tu tiempo, el itinerario del resto de tu vida.

Nada como una lista para ver la línea recta que va de la vida a la muerte.

El interfono me chilla:

—Quiero poder mirar la agenda y saber exactamente dónde puedo encontrarte tal día como hoy dentro de cinco años a las cuatro de la tarde. Quiero que seas así de exacto.

Una vez la ves sobre el papel, tu perspectiva vital acaba por desilusionarte. Las pocas cosas que conseguirás hacer. El currículo de tu futuro.

Son las dos de la tarde del sábado, así que según el plan del día estoy a punto de hervirles cinco langostas para que aprendan a comerlas. Tanto dinero ganan.

La única manera que tengo de permitirme ternera es llevármela a casa de tapadillo en el autobús.

El secreto para hervir una langosta es fácil. Primero se llena una olla con agua fría y una pizca de sal. Puede usarse vermú o vodka a partes iguales con el agua. Al agua se le pueden echar unas algas para potenciar el sabor. Esto es lo básico, lo que nos enseñan en economía del hogar.

Casi todo el resto de lo que sé lo aprendí de los líos que esta gente va dejando.

Venga, preguntadme cómo se limpian las manchas de sangre de un abrigo de piel.

No, en serio, venga.

Preguntadme. El secreto es harina de maíz, y frotar la piel a contrapelo. Lo más difícil es tener la boca cerrada.

Para quitar la sangre de las teclas de un piano hay que pulirlas con polvos de talco o leche en polvo.

No es de las especializaciones más solicitadas en el mercado laboral, pero para limpiar manchas de sangre del papel de la pared hay que aplicar grumos de almidón con agua fría. Esto sirve igual de bien para quitar manchas de sangre de colchas y colchones. Lo importante es olvidar la velocidad con la que pasan estas cosas. Los suicidios. Los accidentes. Los crímenes pasionales.

Hay que concentrarse en la mancha hasta que toda tu memoria se borra por completo. La perfección sí nace de la práctica. Si es que se puede decir así.

No hagas caso de lo que sientes cuando el verdadero talento que tienes es el de esconder la verdad. Tienes un don divino para cometer un pecado terrible. Es tu llamada. Tienes un don natural para negar. Una bendición.

Si es que se puede decir así.

Incluso después de dieciséis años de limpiar las casas de la gente, me gusta pensar que el mundo va a mejor, pero la verdad es que sé que no es así. A uno le gustaría un poco de mejora en la gente, pero no va a haberla. Y también gusta pensar que hay algo que uno puede hacer.

Cuando limpio la misma casa cada día, lo único que mejora es mi habilidad para negar que algo va mal.

Dios me libre de conocer jamás en persona a la gente para la que trabajo.

Por favor, no vayáis a creer que no me gustan mis jefes. La asistente social me ha conseguido puestos mucho peores. No los odio. Tampoco los quiero, pero no los odio. He trabajado para mucho peores.

Preguntadme cómo se quitan las manchas de orina de las servilletas y el mantel.

Preguntadme cuál es el método más rápido de ocultar los agujeros de bala en las paredes del salón. Lo mejor es pasta de dientes. Para calibres grandes, se mezcla una pasta a partes iguales de almidón y sal.

Llamadme la voz de la experiencia.

Me figuro que cinco langostas serán las que les harán falta para aprender los detalles de cómo abrir las espaldas. El caparazón, supongo que se dice. Dentro está el cerebro o el corazón que se supone que estás buscando. El truco es poner las langostas en el agua y entonces calentarla. El secreto es ir despacio. Hay que dejar que pasen al menos treinta minutos para que el agua llegue a los cien grados. De ese modo se supone que las langostas mueren sin sufrir.

Mi agenda dice que he de estar ocupado puliendo los metales como mejor se puede hacer, con un limón rebozado de sal.

Las langostas que tenemos para practicar son Clase Extra porque pesan como kilo y medio cada una. Las langostas de menos de medio kilo se llaman pollitos. Si les falta una pinza se llaman mancas, claro. Las que saco de la nevera envueltas en algas húmedas tendrán que hervir media hora. Esto son más cosas que se aprenden en economía del hogar.

De las dos pinzas delanteras, la más grande, que parece ribeteada de muelas, se llama trituradora. La pequeña, la de los incisivos, se llama cortadora. Las patitas laterales se llaman apéndices marchadores. Bajo la cola hay cinco pares de aletas pequeñitas llamadas pleópodos. Más economía del hogar. Si la fila delantera de pleópodos es suave y plumosa, es una langosta hembra. Si la fila delantera es dura y áspera, es una langosta macho.

Si es una langosta hembra, hay que buscar un hoyuelo óseo en forma de corazón entre los dos pares posteriores de apéndices marchadores. Ahí llevará la hembra esperma vivo si ha copulado en los dos últimos años.

El interfono suena mientras meto las langostas, tres machos y dos hembras sin esperma, en la olla al fuego.

El interfono suena mientras subo el fuego otra muesca.

El interfono suena mientras me lavo las manos.

El interfono suena mientras me sirvo una taza de café y le añado nata y azúcar.

El interfono suena mientras cojo un puñado de algas de la bolsa de las langostas y lo esparzo sobre las langostas en la olla. Una langosta alza una pinza para pedir un aplazamiento de la pena. Tanto las trituradoras como las cortadoras están atadas con gomas.

El interfono suena mientras me vuelvo a lavar las manos. El interfono suena, y yo contesto.

—Casa de los Gaston —digo.

—¡Residencia de los Gaston! —me grita el interfono—. ¡Dilo, residencia de los Gaston! ¡Dilo como te dijimos que lo dijeses!

En economía del hogar te enseñan que sólo es correcto llamar «residencia» a una casa en textos escritos o grabados. Lo hemos repetido un millón de veces.

Bebo un poco de café y jugueteo con el fuego de las langostas. El interfono sigue chillando:

—¿Hay alguien ahí? ¿Hola? ¿Se ha cortado?

Esta pareja para la que trabajo fueron los únicos invitados a una fiesta que no sabían que hay que retirar el pañito del aguamanil. Desde entonces son adictos a aprender etiqueta, siguen diciendo que no tiene sentido y que no sirve para nada, pero les aterra no conocer cada pequeño ritual.

El interfono chilla aún:

—¡Contéstame, maldita sea! ¡Cuéntame lo de la fiesta de esta noche! ¿A qué comida nos enfrentamos? ¡Llevamos todo el día de los nervios!

En el armarito de encima de los fogones busco los cubiertos para las langostas, los cascanueces y los pinchos y los baberos.

Gracias a mis lecciones, esta gente se sabe las tres maneras aceptadas de colocar los cubiertos de postre. Gracias a mí saben beber té helado como corresponde, con la cucharilla dentro del vaso. Tiene su intríngulis, pero lo que se hace es coger la cucharilla por el mango entre el índice y el corazón y sujetarla contra el borde del vaso opuesto a la boca. Cuidado con sacarse un ojo. No hay mucha gente que lo sepa. La gente saca la cucharilla y se queda buscando un sitio donde dejarla sin cargarse el mantel. O peor aún, la ponen en cualquier sitio y dejan una marca húmeda de té.

Cuando el interfono enmudece, entonces, y sólo entonces, hablo yo.

Le hablo al interfono:

—¿Me escucha?

Le digo al interfono:

Imagínese el plato de la cena.

Esta noche, le digo, el
soufflé
de espinacas estará colocado sobre el plato a la una. El cacharro con las verduras, a las cuatro horas. Al otro lado del plato, sobre las nueve horas, estará un nosequé de carne con rodajitas de almendra. Para comerlo, los comensales tendrán que usar un cuchillo. Y en la carne habrá huesos.

Éste es el mejor puesto que he tenido, sin niños, sin gatos, sin suelos encerados, así que no quiero cagarla. Si no me importase, empezaría a contarles a mis patrones la primera parida que se me ocurriese. Por ejemplo, que el sorbete hay que lamerlo del cuenco, como los perros.

O que las costillas de cordero se cogen con los dientes y se sacuden de lado a lado con vigor.

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