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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (34 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—Jamás he tenido tanto miedo —les dije, y les conté cómo habíamos luchado,
Hálito-de-Serpiente
contra el hacha de Ubba, cómo redujo mi escudo a leña, y después describí, ciñéndome a la verdad, cómo resbaló con las tripas desperdigadas de un muerto. Los daneses junto a la hoguera suspiraron decepcionados—. Le corté los tendones del brazo —y con el canto de la mano me di un golpe en el hueco del codo, para mostrarles dónde—, y después acabé con él.

—¿Murió bien? —preguntó un hombre, nervioso.

—Como un héroe —le dije, y le conté cómo había vuelto a poner el hacha en su mano moribunda para que fuera al Valhalla—. Y como un hombre —concluí.

—Era un guerrero —comentó Ragnar. Estaba borracho. No completamente, pero sí cansado. La hoguera se estaba apagando, y el humo ensombrecía aún más el extremo oeste de la iglesia, donde Alfredo estaba sentado. Se contaron más historias, el fuego se extinguió, y las pocas velas se agotaron. Los hombres dormían, y seguí sentado allí hasta que Ragnar se tumbó y empezó a roncar. Esperé aún más, hasta que todos estuvieron dormidos, y sólo entonces regresé con Alfredo.

—Nos vamos ahora —le dije. No discutió. Nadie pareció reparar en nosotros al salir a la noche, cerrando en silencio la puerta tras nosotros.

—¿Con quién hablabas? —me preguntó Alfredo.

—Con el conde Ragnar.

Se detuvo, confundido.

—¿No era uno de los rehenes?

—Wulfhere los dejó con vida —contesté.

—¿Con vida? —preguntó atónito.

—Ahora están con Guthrum. —Le di las malas noticias—. Está aquí, en vuestra casa. Ha accedido a luchar por los daneses.

—¿Aquí? —Alfredo apenas podía creer lo que decía. Wulfhere era su primo, se había casado con la sobrina de Alfredo, era familia—. ¿Está aquí?

—Está del lado de Guthrum —repliqué con dureza.

Se me quedó mirando.

—No —más que decirlo, articuló la palabra sin voz—. ¿Y Etelwoldo?

—Es un prisionero.

—¡Un prisionero! —Exclamó con acritud, y no era de extrañar, pues Etelwoldo no tenía valor para los daneses como prisionero a menos que accediera a ser su pelele en el trono sajón.

—Prisionero —repetí. No era cierto, por supuesto, pero me gustaba Etelwoldo y le debía un favor—. Es un prisionero —proseguí—, y no hay nada que podamos hacer por él, así que larguémonos de aquí. —Tiré de él hacia la ciudad, pero era demasiado tarde, pues la puerta de la iglesia se abrió y Brida salió con
Nihtgenga
.

Le dijo al perro que se mantuviera a su lado mientras caminaba hacia mí. Como yo, tampoco estaba borracha, aunque debía de tener mucho frío porque no llevaba capa por encima del sencillo vestido de lana azul. La noche crepitaba con la escarcha, pero ella no temblaba.

—¿Te marchas? —hablaba en inglés—. ¿No te quedas con nosotros?

—Tengo esposa e hijo —contesté.

Sonrió.

—Cuyos nombres no has mencionado en toda la noche, Uhtred. ¿Así que, qué ha pasado? —No respondí y ella se me quedó mirando, y había algo muy perturbador en su mirada—. Dime, ¿qué mujer tienes ahora?

—Alguien que se parece a ti —admití.

Se rió.

—¿Y quiere que luches por Alfredo?

—Ve el futuro —le dije, evadiendo la pregunta—. Lo sueña.

Brida se me quedó mirando.
Nihtgenga
gimió un poquito y ella lo calmó con una caricia.

—¿Y ve que Alfredo va a sobrevivir?

—Más que sobrevivir —le dije—. Ve que va a ganar. —A mi lado, Alfredo se revolvió, y yo confié en que tuviera suficiente sentido común para mantener la cabeza gacha.

—¿Ganar?

—Ve una colina verde de hombres muertos —le dije—, un caballo blanco, y Wessex vivo de nuevo.

—Tu mujer tiene sueños muy extraños —dijo Brida—, pero no has respondido a mi pregunta, Uhtred. Si pensabas que Ragnar estaba muerto, ¿por qué has venido aquí?

No tenía ninguna respuesta preparada, así que no di ninguna.

—¿A quién esperabas encontrar? —preguntó.

—¿A ti? —contesté para adularla.

Sacudió la cabeza, sabía que mentía.

—¿Por qué has venido? —Seguía sin tener respuesta y Brida sonrió con tristeza—. Si yo fuera Alfredo —prosiguió—, enviaría a un hombre que hablara danés a Cippanhamm, y ese hombre regresaría al pantano para contarme qué había visto.

—Si eso es lo que piensas —le dije—, ¿por qué no se lo dices? —Hice un gesto con la cabeza hacia los hombres de capas negras que guardaban la puerta de Guthrum.

—Porque Guthrum es un loco histérico —respondió a lo bestia—. ¿Por qué ayudar a Guthrum? Cuando Guthrum caiga, Ragnar tomará el mando.

—¿Por qué no lo toma ahora?

—Porque es como su padre. Decente. Le dio su palabra a Guthrum y no va a romperla. Y esta noche quería que le prestaras juramento, pero no lo has hecho.

—No quiero que Bebbanburg sea un regalo de los daneses —respondí.

Pensó sobre ello, y lo entendió.

—¿Pero crees —me preguntó con desdén—, que los sajones del oeste van a darte Bebbanburg? Está al otro extremo de Gran Bretaña, Uhtred, y el último rey sajón se está pudriendo en un pantano.

—Esto me dará Bebbanburg —dije, apartándome la capa para mostrarle la empuñadura de mi espada.

—Tú y Ragnar podéis gobernar en el norte —respondió.

—Puede que lo hagamos —contesté—, así que dile a Ragnar que cuando todo esto termine, cuando todo se decida, iré al norte con él. Me enfrentaré a Kjartan. Pero será a su debido tiempo.

—Espero que vivas para mantener tu promesa —dijo, después se inclinó hacia delante y me dio un beso en la mejilla. Y sin mediar una palabra más, se dio la vuelta y regresó a la iglesia.

Alfredo dejó de contener el aliento.

—¿Quién es Kjartan?

—Un enemigo —repuse sin más. Intenté apartarlo de allí, pero él me detuvo.

Miraba a Brida, que se acercaba a la iglesia.

—¿Es ésa la chica que estaba contigo en Wintanceaster?

—Sí. —Hablaba de la época en que llegué por primera vez a Wessex; Brida venía conmigo.

—¿Y ve Iseult realmente el futuro?

—Aún no se ha equivocado.

Se persignó, después me dejó guiarlo por la ciudad, que estaba más tranquila entonces, pero no tenía intención de venir conmigo hasta la puerta oeste; insistió en que regresáramos al convento donde, durante un momento, nos agachamos cerca de una de las dos hogueras medio apagadas del patio, para calentarnos con las ascuas. Los hombres dormían en la iglesia del convento, pero el patio estaba abandonado y tranquilo. Alfredo cogió un pedazo de madera a medio arder y, usándolo como antorcha, se acercó a la fila de pequeñas puertas de las celdas de las monjas. Una de las puertas estaba cerrada con dos pasadores y una cadena corta y gruesa, y Alfredo se detuvo allí.

—Desenvaina tu espada —me ordenó.

Cuando
Hálito-de-Serpiente
estuvo desnuda, abrió los pasadores y empujó la puerta. Entró con cautela y se quitó la capucha. Sostuvo la antorcha en alto, y a la luz de las llamas vi al gigante hecho un ovillo en el suelo.

—Steapa —susurró Alfredo.

Steapa sólo fingía dormir, se incorporó del suelo con la velocidad de un lobo, atacó a Alfredo, y yo embestí con la espada contra su pecho, pero entonces vio el rostro magullado del rey y se quedó helado, sin reparar en la espada.

—¿Señor?

—Vienes con nosotros —le dijo Alfredo.

—¡Señor! —Steapa cayó de rodillas frente a su rey.

—Hace frío ahí fuera —dijo Alfredo. La celda estaba también helada—. Envaina la espada, Uhtred. —Steapa se me quedó mirando y pareció vagamente sorprendido de descubrir que yo era el hombre con el que peleaba cuando llegaron los daneses—. Haréis las paces —dijo Alfredo con severidad, y el gigante asintió—. Y tenemos una persona más que recoger —dijo Alfredo—, así que venid.

—¿Otra persona? —pregunté.

—Has hablado de una monja —dijo Alfredo.

Así que tuve que encontrar la celda de la monja, y aún seguía allí, aplastada contra la pared por un danés que roncaba a gusto. La luz de la antorcha mostró un rostro pequeño y asustado, medio oculto tras la barba del danés. La barba era negra y su pelo dorado, dorado pálido, estaba despierta y, al vernos, emitió un grito ahogado que despertó al danés. El hombre parpadeó a la luz de la antorcha y nos rugió mientras intentaba desprenderse de las gruesas capas de cuero que utilizaba como mantas. Steapa le dio un golpe, y sonó como cuando se sacrifica a un buey con una maza, húmedo y seco al mismo tiempo. La cabeza del hombre cayó hacia atrás, Alfredo apartó las capas y la monja intentó ocultar su desnudez. Alfredo se apresuró a volverla a tapar. El estaba avergonzado y yo impresionado, pues era joven y muy bonita, y me pregunté por qué una mujer así desperdiciaría su dulzura en la religión.

—¿Sabéis quién soy? —le preguntó Alfredo. Ella sacudió la cabeza—. Soy vuestro rey —dijo en voz baja—, y vais a venir con nosotros, hermana.

Hacía mucho que su ropa había desaparecido, así que la envolvimos en las pesadas capas. El danés estaba ya muerto, le había rebanado el cuello con
Aguijón-de-Avispa
, y encontré una bolsa de monedas atada a su cuello, colgada de una tira de cuero.

—Ese dinero irá a la Iglesia —dijo Alfredo.

—Lo he encontrado yo —contesté—, y yo lo he matado.

—Es dinero del pecado —repuso con paciencia—, y tiene que ser redimido. —Sonrió a la monja—. ¿Hay más hermanas aquí? —preguntó.

—Sólo yo —dijo con una vocecilla.

—Y ahora estáis a salvo, hermana. —Se enderezó—. Podemos irnos.

Steapa llevaba a la monja, que se llamaba Hild. Ella se agarró a él, sollozando, quizá por el frío, aunque probablemente la consumía el recuerdo de la tortura que había sufrido.

Habríamos podido capturar Cippanhamm aquella noche con cien hombres. Hacía tanto frío que no había guardias en las almenas. Los centinelas de la puerta estaban en una casa junto al muro, apiñados junto al fuego, y lo único que hicieron cuando levantamos la barra de la puerta fue preguntar a gritos y de mal humor quién iba.

—Hombres de Guthrum —respondí yo también a gritos, y ya no nos molestaron más. Media hora después, estábamos todos en el molino de agua, reunidos con el padre Adelbert, Egwine y los tres soldados.

—Deberíamos dar gracias a Dios por haber sido rescatados —dijo Alfredo al padre Adelbert, que se había quedado conmocionado al ver la sangre y los moratones en el rostro del rey—. Decid una oración, padre —ordenó Alfredo.

Adelbert rezó, pero yo los ignoré. Me limité a agacharme junto al fuego y a pensar que jamás volvería a sentir calor, y acabé durmiéndome.

* * *

Nevó durante todo el día siguiente. Nieve densa. Encendimos una hoguera, sin importarnos que los daneses vieran el humo, pues ningún danés iba a salir a sufrir las inclemencias de aquel día horrendo para investigar un único hilillo de humo gris contra un cielo gris.

Alfredo rumiaba. Habló poco aquel día, aunque en una ocasión frunció el ceño y me preguntó si estaba totalmente seguro de lo de Wulfhere.

—No lo hemos visto con Guthrum —añadió con tono quejumbroso, confiando desesperadamente en que el
ealdorman
no lo hubiese traicionado.

—Los rehenes están vivos —contesté.

—Dios santo —se lamentó, convencido por aquel argumento, y apoyó la cabeza contra la pared. Observó la nieve a través de una de las pequeñas ventanas—. ¡Es de la familia! —dijo al cabo de un rato, y volvió a quedarse en silencio.

Le di de comer a los caballos el último heno que habíamos traído con nosotros, después afilé mis armas, ya que tampoco tenía nada mejor que hacer. Hild, la monja torturada, lloraba sin parar. Alfredo intentó consolarla, pero se sentía incómodo y no encontraba palabras y, curiosamente, fue Steapa el que la calmó. Le habló en voz baja, su voz era un murmullo profundo, y cuando
Hálito-de-Serpiente
y
Aguijón-de-Avispa
estuvieron tan afiladas como era posible, mientras la nieve caía interminablemente en un mundo silencioso, rumié como Alfredo.

Pensé en que Ragnar quería que le prestara juramento. Pensé en él pidiéndome lealtad.

El mundo empezó en el caos y terminará en el caos. Los dioses crearon el mundo, y lo concluirán con una lucha entre ellos, pero entre el caos del nacimiento del mundo y el caos de su muerte hay un orden, y ese orden se establece por los juramentos, y nos atan como las hebillas de un arnés.

Estaba atado a Alfredo por un juramento, y antes de prestárselo había querido ligarme a Ragnar, pero ahora sentía como una afrenta que me lo hubiese siquiera pedido. Era el orgullo, que crecía en mí y me cambiaba. Era Uhtred de Bebbanburg, quien había dado muerte a Ubba, y aunque le prestaría mi juramento a un rey, me mostraba reacio a jurar lealtad a un igual. Quien jura queda al servicio del hombre que presta el juramento. Ragnar había dicho que era su amigo, que sería generoso, que me trataría como a un hermano, pero al asumir que le prestaría juramento, demostraba que seguía creyendo que yo no era su igual. Yo era un señor de Northumbria, pero él era danés, y para un danés todos los sajones son hombres inferiores, y por ello había exigido un juramento. Si se lo prestaba, sería generoso, pero también esperaría gratitud, y sólo podría mantener Bebbanburg porque él me lo consentía. Jamás lo había pensado antes así, pero de repente, en aquel frío día, comprendí que entre los daneses era tan importante como mis amigos, y sin amigos no era más que otro guerrero sin tierra ni señor. Pero entre los sajones era otro sajón, y entre los sajones no necesitaba la generosidad de otro hombre.

—Pareces pensativo, Uhtred —dijo Alfredo, interrumpiendo mis ensoñaciones.

—Estaba pensando, señor —contesté—, que necesitamos comida caliente. —Alimenté el fuego, salí fuera al arroyo, rompí la capa de hielo y llené un cacharro de agua. Steapa me había seguido fuera, no para hablar, sino para mear, y yo me quedé detrás de él.

—En el
witangemot
—le dije—, mentiste sobre Cynuit.

Se ató el pedazo de cuerda que le servía de cinturón y se dio la vuelta para mirarme.

—Si los daneses no hubieran llegado —dijo con su voz profundamente grave—, te habría matado.

No discutí, pues lo más probable era que tuviera razón.

—En Cynuit —le dije en cambio—, cuando murió Ubba, ¿dónde estabas?

—Allí.

—No te vi —le dije—. Yo estaba en medio de la batalla, pero no te vi.

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