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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (46 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—Cuando esto termine —me contestó—, irás al norte. Siempre al norte. De vuelta a tu hogar.

—Pues vendrás conmigo.

—Quizá. —Cambió de posición la cota para empezar con otro trozo, rascaba con un pedazo de lana para sacar brillo a los eslabones—. No veo mi propio futuro. Está todo oscuro.

—Serás la dama de Bebbanburg —le dije—, te vestiré con pieles y te coronaré con plata brillante.

Sonrió, pero vi lágrimas en su rostro. Lo interpreté como miedo. De eso teníamos de sobra aquella noche en el campamento, especialmente cuando los hombres miraban el brillo de las hogueras que los daneses habían encendido en las colinas cercanas. Dormimos, pero me despertó mucho antes del alba una llovizna. Nadie siguió durmiendo, todos se levantaron y se armaron para la guerra.

Marchamos bajo una luz gris. La lluvia iba y venía, maliciosa y helada, pero siempre de espaldas. La mayoría íbamos a pie, usábamos los caballos para cargar escudos. Osric y sus hombres iban delante, pues conocían la comarca. Alfredo había dicho que los hombres de Wiltunscir estarían en el lado derecho de la línea de batalla, y con ellos los hombres de Suth Seaxa. Alfredo era el siguiente, comandando su guardia personal, compuesta de los hombres que habían acudido a él en Æthelingaeg, y con él iba Harald y los hombres de Defnascir y Thornsaeta. Burgweard y los hombres de Hamptonscir también lucharían con Alfredo, como mi primo Æthelred de Mercia, mientras que el flanco izquierdo lo ocuparía el poderoso
fyrd
de Sumorsaete, al mando de Wiglaf. Tres mil quinientos hombres. Las mujeres venían con nosotros. Algunas cargaban las armas de los hombres; otras poseían las suyas propias.

Nadie hablaba demasiado. Hacía frío aquella mañana, y la lluvia volvía la hierba resbaladiza. Los hombres estaban hambrientos y cansados. Todos teníamos miedo.

Alfredo me había dicho que reuniera a cincuenta hombres, pero Leofric no se veía con ánimo de prescindir de tantos, así que se los cogí a Burgweard. Elegí a los hombres que habían luchado conmigo en el Heahengel cuando se había convertido en el
Jyrdraca
, y veintiséis de ellos procedían de Hamtun. Steapa estaba con nosotros, pues me había cogido un cariño perverso, y también contaba con el padre Pyrlig, vestido de guerrero, no de cura. Éramos menos de treinta hombres, pero al subir un túmulo verde de las gentes antiguas, Etelwoldo se nos acercó.

—Alfredo ha dicho que puedo luchar contigo —me dijo.

—¿Eso ha dicho?

—Me ha sugerido que no abandone tu compañía.

Sonreí. Si quería un hombre a mi lado, sería Eadric, Cenwulf, Steapa o Pyrlig, hombres en los que podía confiar que mantendrían sus escudos firmes.

—No abandones mis espaldas —le dije a Etelwoldo.

—¿Tus espaldas?

—Y en el muro de escudos, quédate cerca. Listo para ocupar mi lugar.

Lo interpretó como un insulto.

—Quiero estar en primera fila —insistió.

—¿Has luchado alguna vez en un muro de escudos?

—Sabes que no.

—Pues entonces no quieres estar en primera fila —le dije—, y, además, si Alfredo muere, ¿quién será el rey?

—Ah. —Casi sonrió—. ¿Así que me quedo detrás de ti?

—Detrás de mí.

Iseult guiaba mi caballo, Hild la acompañaba.

—Si perdemos —les dije—, os subís las dos a la silla y salís al galope.

—¿Hacia dónde?

—Vosotras corred. Y llevaos el dinero —les dije. Mi plata y mis tesoros, todo lo que poseía, iban en las alforjas de mi caballo—. Te lo llevas y te marchas con Hild.

Hild sonrió. Estaba pálida y tenía el pelo rubio pegado al cráneo por la lluvia. No llevaba sombrero, e iba vestida con una enagua blanca atada con un cordel. Me había sorprendido que decidiera acompañar al ejército, pues pensaba que preferiría buscar un convento, pero había insistido en venir.

—Quiero verlos muertos —me dijo sin más—. Y al que llaman Erik voy a matarlo yo misma. —Le dio una palmada al largo y estrecho cuchillo que le colgaba del cinto.

—Erik es el que… —empecé a decir, y luego vacilé.

—El que me prostituyó —respondió ella.

—¿Así que no era el que matamos aquella noche?

Sacudió la cabeza.

—Ese era el timonel del barco de Erik. Pero lo encontraré, y no voy a regresar a un convento hasta que lo vea aullando en su propia sangre.

—Está llena de odio —me dijo el padre Pyrlig mientras seguíamos a las muchachas colina arriba.

—¿No es eso malo en una cristiana?

Pyrlig se rió.

—¡Para un cristiano es malo estar vivo! Decimos de las personas que son santas si son buenas, ¿pero cuántos de nosotros nos convertimos en santos? ¡Medidos por esa regla, todos somos malos! Sólo que algunos intentamos ser buenos.

Miré a Hild.

—Es una lástima que sea monja —comenté.

—Os gustan delgaditas, ¿eh? —dijo Pyrlig divertido—. Ay, ¡a mí me gustan rollizas como terneras bien alimentadas! Dadme una buena britana morena con caderas como dos barriles de cerveza, y seré un cura feliz. Pobre Hild. Tan delgada como un rayo de sol, vaya que sí, pero siento compasión por el danés que se cruce hoy en su camino.

Los exploradores de Osric regresaron con Alfredo. Se habían adelantado y habían visto a los daneses. El enemigo esperaba, anunciaron, al borde del terreno pronunciado, donde las colinas eran más elevadas y donde se encontraba la fortaleza de las gentes antiguas. Sus estandartes, dijeron los exploradores, eran incontables. También habían visto exploradores daneses, así que Guthrum y Svein debían de saber que nos acercábamos.

Avanzamos, cada vez más arriba, subiendo por las colinas calizas, y la lluvia cesó, pero el sol no apareció, pues el cielo entero se agitaba entre el gris y el negro. El viento soplaba del oeste. Dejamos atrás toda una fila de tumbas de los tiempos antiguos, y me pregunté si contendrían guerreros que habían marchado hacia la batalla como nosotros, y si en los miles de años por venir, otros hombres subirían aquellas colinas armados con espadas y escudos. La guerra no tiene fin; escruté el cielo oscuro buscando una señal de Thor u Odín, con la esperanza de ver un cuervo volar, pero no había aves. Sólo nubes.

Y entonces vi a los hombres de Osric inclinarse hacia la derecha. Estaban en un pliegue de las colinas y rodeaban la que había a la derecha; al llegar a la hondonada entre ambas, vi también el terreno llano, y allí, delante de mí, estaba el enemigo.

Adoro a los daneses. No hay mejores hombres con los que luchar, beber, reír o vivir. Con todo, aquel día, como tantos otros de mi vida, eran el enemigo, y me esperaban en un gigantesco muro de escudos dispuesto alrededor de la elevación. Había miles de daneses, daneses de lanza y espada, daneses que habían venido para hacer suya aquella tierra, y nosotros estábamos allí para seguir conservándola.

—Que Dios nos dé fuerzas —dijo el padre Pyrlig cuando vio al enemigo, que había empezado a gritar al vernos. Hicieron chocar lanzas y espadas contra la madera de tilo de los escudos, y la cima de la colina atronó. El antiguo fuerte estaba en el flanco derecho del enemigo, y los hombres se apiñaban en los muros de hierba verde. Muchos de aquellos hombres lucían escudos negros, y encima de ellos había un estandarte del mismo color, así que allí era donde estaba Guthrum, mientras que su flanco izquierdo, que quedaba a nuestra derecha, estaba desplegado en el terreno abierto, y allí vi el estandarte triangular, sostenido por un hasta en forma de cruz, que lucía el caballo blanco. Así que Svein comandaba la izquierda, mientras que a la derecha danesa, nuestra izquierda, el terreno escarpado descendía hasta las llanuras de los ríos. Era un montículo empinado, una colina para caer rodando. No teníamos esperanzas de superar su flanco por aquel lado, pues nadie podría luchar en una ladera como aquélla. Teníamos que atacar de frente, directamente hacia el muro de escudos, contra las murallas de tierra y las lanzas, espadas y hachas de nuestro muy numeroso enemigo.

Busqué el estandarte del ala de águila de Ragnar, y me pareció verlo en el fuerte, pero era difícil estar seguro, pues todas las tripulaciones de daneses erguían el suyo; las pequeñas banderas estaban apiñadas juntas y la lluvia había empezado de nuevo, desdibujando los símbolos, pero bastante a mi derecha, fuera del fuerte y cerca del gran estandarte del caballo blanco, había una insignia sajona. Era una bandera verde con un águila y una cruz, lo que significaba que Wulfhere estaba allí con la parte del
fyrd
de Wiltunscir que le seguía. Había otros estandartes sajones en la horda enemiga. No demasiados, quizás una veintena, y supuse que los daneses habrían traído hombres de Mercia para luchar contra ellos. Todos los estandartes sajones estaban en terreno abierto; ninguno dentro del fuerte.

Estaban aún bastante lejos, mucho más lejos de la distancia que podía cubrir el disparo de un arco, y ninguno oía lo que gritaban los daneses. Los hombres de Osric estaban formando nuestra ala derecha, mientras Wiglaf ordenaba al
fyrd
de Sumorsaete que se dirigiera hacia la izquierda. Formábamos una fila para enfrentarnos a la suya, pero inevitablemente la nuestra sería más corta. No eran exactamente dos daneses por cada sajón, pero se acercaba.

—Que Dios nos ayude —dijo Pyrlig tocándose el crucifijo.

Alfredo convocó a sus comandantes y los reunió bajo el empapado estandarte del dragón. Los atronadores daneses seguían montando escándalo con sus armas y escudos, mientras el rey pedía consejo a los jefes de su ejército.

Arnulf de Suth Seaxa, un hombre peludo con barba corta y cara de perro perpetua, aconsejó atacar.

—Ataquemos y punto —dijo señalando el fuerte—. Perderemos algunos hombres en las murallas, pero vamos a perder hombres igualmente.

—Perderemos demasiados —advirtió mi primo Æthelred. Sólo comandaba una pequeña cuadrilla, pero su estatus como hijo de un
ealdorman
mercio le garantizaba la inclusión en el consejo de guerra de Alfredo.

—Nos irá mejor defendiendo —gruñó Osric— Dadle un pedazo de tierra que defender a un hombre y aguantará, así que dejemos que los cabrones vengan a por nosotros. —Harald mostró su acuerdo asintiendo.

Alfredo le dedicó una cortés mirada a Wiglaf de Sumorsaete, que parecía sorprendido de ser consultado.

—Nosotros cumpliremos con nuestro deber, señor —dijo—, cumpliremos con nuestro deber sea cual sea vuestra decisión. —Leofric y yo nos hallábamos presentes, pero el rey no nos consultó, y nos quedamos callados.

Alfredo observó al enemigo, después se volvió hacia nosotros.

—En mi experiencia —dijo—, el enemigo espera algo de nosotros. —Hablaba con tono pedante, el mismo que utilizaba cuando discutía de teología con sus curas—. Esperan que actuemos de un modo determinado, y por tanto estarán preparados para ello, pero ¿cuál?

Wiglaf se encogió de hombros, mientras que Arnulf y Osric parecían divertidos. Esperaban algo más fiero por parte de Alfredo. La batalla, para la mayoría de nosotros, era una furia desenfrenada, nada inteligente, una orgía de muerte, pero Alfredo la veía como una competición de sabiduría, o quizá como un juego de
tafl
que requería de la astucia para ganar. Así, estoy seguro, era como veía nuestros dos ejércitos, como piezas de
tafl
en un tablero adamascado.

—¿Y bien?

—¡Esperan que ataquemos! —exclamó Osric algo inseguro. —Esperan que ataquemos a Wulfhere —repuse. Alfredo me recompensó con una sonrisa.

—¿Por qué a Wulfhere?

—Porque es un traidor, un cabrón y un pedazo de mierda de cabra engendrado por una puta —contesté.

—Porque no creemos —me corrigió Alfredo—, que los hombres de Wulfhere luchen con la misma pasión que los daneses. Y tenemos razón. No lo van a hacer. A sus hombres les costará matar a sus iguales sajones.

—Pero Svein está con él —proseguí.

—¿Y eso qué nos indica?

Los otros se lo quedaron mirando. Conocía la respuesta, pero no podía evitar dárselas de maestrillo, así que esperó a que contestáramos.

—Nos indica —volví a intervenir— que quieren que les ataquemos por la izquierda, pero no desean romper esa ala. Por eso está Svein allí. Nos contendrá y, mientras tanto, los del fuerte lanzaran un asalto contra el flanco de nuestro ataque. Eso rompería nuestra derecha: después llegarán todos en tromba para fulminarnos.

Alfredo no respondió, pero parecía preocupado, lo que sugería que estaba de acuerdo conmigo. Los demás se dieron la vuelta para escrutar a los daneses, como si alguna respuesta mágica pudiera aparecer por sí sola, pero no llegó.

—Así que, como sugiere el señor Arnulf —intervino Harald—, atacaremos el fuerte.

—Las murallas son pronunciadas —advirtió Wiglaf. El
ealdorman
de Sumorsaete era un hombre de disposición dicharachera, que reía a menudo y mostraba una generosidad natural, pero ahora, con sus hombres dispuestos enfrente de las fortificaciones verdes del bastión, estaba hundido.

—A Guthrum le encantaría que asaltáramos el fuerte —observó el rey.

Esto provocó cierta confusión, pues parecía, según Alfredo, que los daneses deseaban que les atacáramos por la derecha tanto como por la izquierda. Los daneses, mientras tanto, se burlaban de nosotros por no atacarles. Uno o dos corrieron hacia nuestra fila y empezaron a insultarnos a gritos, y el muro de escudos al completo seguía aporreando sus armas con un ritmo constante y amenazador. La lluvia volvía más oscuros los colores de los escudos. Negro, rojo, azul, marrón y amarillo sucio.

—Bueno, ¿entonces qué hacemos? —preguntó Æthelred quejumbroso.

Se hizo el silencio, y yo reparé en que Alfredo, aunque entendía el problema, no tenía respuesta para él. Guthrum quería que atacáramos, y probablemente no le importaba que atacáramos por la izquierda o por las zanjas pronunciadas y resbaladizas que había frente a las murallas del fuerte. Guthrum, además, debía saber que no osábamos retirarnos porque sus hombres nos perseguirían y destruirían como una horda de lobos masacrando un rebaño asustado.

—Atacaremos por la izquierda —dije.

Alfredo asintió como si hubiera llegado a la misma conclusión.

—¿Y? —me invitó a seguir.

—Atacaremos con todos los hombres que tenemos —dije. Había probablemente unos dos mil hombres fuera del fuerte, y al menos la mitad de aquellos eran sajones. Pensaba que debíamos asaltarlos en una avance violento, y superarlos en número. Entonces la debilidad de la posición danesa se haría evidente, pues se encontraban en el borde justo del despeñadero y, en cuanto los obligáramos a retroceder, no tendrían más remedio que bajar la larga y pronunciada pendiente. Podríamos acabar con aquellos dos mil, y formar de nuevo para la más dura tarea de atacar a los tres mil de dentro del fuerte.

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