Pero un día, estaba Tarzán de los Monos sentado en la cabaña de su padre, dedicado a profundizar en los misterios de un nuevo libro, cuando la inviolabilidad de la selva se rompió para siempre. En el remoto confín oriental del territorio, una extraña caravana franqueó, en fila india, la cima de un monte de escasa altura.
Formaban la vanguardia cincuenta guerreros negros armados con delgados venablos de madera y punta endurecida a fuego lento, grandes arcos y flechas envenenadas. Llevaban a la espalda escudos de forma ovalada, atravesaban su nariz grandes aros y sus cabezas cubiertas de rizado pelo aparecían adornadas con protuberantes haces de alegres plumas.
Tatuaban su frente tres líneas paralelas de color y, en el pecho, otros tantos círculos concéntricos. Habían limado sus dientes amarillentos para que terminasen en aguda punta y sus labios prominentes acentuaban todavía más la bestialidad de su aspecto.
Seguían a los guerreros varios centenares de mujeres y niños; las primeras llevaban sobre la cabeza grandes fardos con enseres, utensilios de cocina y piezas de marfil. Cerraba la marcha una retaguardia de un centenar de guerreros, semejantes en todos los aspectos a los que encabezaban la comitiva.
Saltaba a la vista, a juzgar por la formación de la columna, que temían más un ataque por la espalda que los peligros que pudiesen desatar sobre ellos los ignorados enemigos que acaso estuviesen acechándoles. Y lo cierto es que así era, porque huían del ejército de los hombres blancos, que habían estado acosándolos para que les proporcionaran caucho y marfil, hasta que un día los guerreros se revolvieron contra sus conquistadores y mataron a un oficial y al pequeño destacamento de tropas de color que tenía a sus órdenes.
Durante varios días, los rebeldes se atiborraron de carne, hasta que llegó un cuerpo militar más numeroso y bien pertrechado que desencadenó un asalto nocturno sobre la aldea, para vengar la matanza de sus compañeros.
Aquella noche, los soldados negros del hombre blanco devoraron carne hasta saciarse y lo poco que quedaba de una tribu en otro tiempo poderosa tuvo que lanzarse a la tenebrosidad de la selva virgen y huir rumbo a lo desconocido y la libertad.
Pero lo que significaba libertad y búsqueda de la dicha para aquellos negros salvajes representaba consternación y muerte para muchos de los moradores silvestres del nuevo hogar de los fugitivos.
A lo largo de tres jornadas, la pequeña caravana avanzó despacio por el corazón de la desconocida y hasta entonces no hollada floresta, hasta que, por último, el cuarto día, a primera hora, llegaron a un paraje, a la orilla de un riachuelo, donde la arboleda y la maleza parecía menos densa que cualesquiera de las otras zonas por las que habían pasado.
Allí pusieron manos a la obra de levantar una nueva aldea y al cabo de un mes habían despejado una amplia explanada, en la que construyeron chozas y levantaron empalizadas protectoras. En aquel calvero plantaron llantenes, batatas y maíz. Reanudaron su antigua vida en su nuevo hogar. Allí no había hombres blancos ni soldados ni marfil ni caucho que recoger para unos capataces tan inhumanos y tiránicos como ingratos.
Transcurrieron varias lunas antes de que los negros se atrevieran a alejarse del núcleo constituido por su nueva aldea. Algunos habían caído ya presa de la vieja Sábor y como quiera que la jungla estaba tan infestada de aquellos salvajes félidos sedientos de sangre, sin que faltasen los leopardos y leones machos, los guerreros de ébano se lo pensaban y vacilaban mucho antes de arriesgarse a abandonar la seguridad de sus empalizadas.
Un día, sin embargo, Kulonga, hijo del viejo rey Mbonga, se adentró por la intricada espesura del oeste. Avanzó con cautela, a punto el venablo, firmemente sujeto el escudo con la mano izquierda, escudo que llevaba pegado al lustroso cuerpo de ébano.
El arco colgaba a su espalda y el carcaj, sobre el escudo, iba cargado con una buena provisión de flechas, finas y rectas, engrasadas con aquella sustancia densa y oscura que convertía en mortal el más leve rasguño que produjesen.
La noche sorprendió a Kulonga a respetable distancia de las empalizadas del poblado de su padre, pero el guerrero continuó caminando hacia el oeste. Decidió trepar a la horquilla de un gran árbol, donde armó una tosca plataforma, sobre la que se acurrucó y se dispuso a dormir. A cinco kilómetros, por el oeste, descansaba la tribu de Kerchak.
Por la mañana, apenas amaneció, los monos se pusieron en movimiento y empezaron a recorrer la jungla en busca de alimento. Como tenía por costumbre, Tarzán efectuó su búsqueda en dirección a la cabaña, de forma que, cuando llegase a la playa, lo hiciera con el estómago lleno.
Los simios se desperdigaron en todos los sentidos, individualmente o en parejas y tríos, sin alejarse demasiado, siempre atentos a cualquier señal de alarma.
Kala anduvo despacio hacia el este, a lo largo de una senda de elefantes, y se atareaba revolviendo ramas y troncos podridos, en busca de suculentos animalitos y hongos comestibles, cuando un leve asomo de ruido no habitual le puso sobre aviso.
Por delante, el camino aparecía despejado en una longitud de cuarenta y cinco metros y, al final de aquel túnel formado por la enramada, avistó la sigilosa figura de un extraño ser de aspecto terrible.
Era Kulonga.
Kala no quiso ver más, dio media vuelta automáticamente y retrocedió apresuradamente por el sendero. No echó a correr; sino que, conforme a la costumbre de su pueblo cuando no era presa del nerviosismo, trataba de eludir más que de escapar.
Kulonga inició la persecución y fue ganando terreno. Allí había carne. Podía acabar con el simio y festejar aquel día con un banquete. Apretó el paso, dispuesto el venablo para el lanzamiento. Al doblar una curva del sendero volvió a ver a la mona, en otro tramo recto. Echó el venablo hacia atrás y vibraron los músculos bajo la bruñida piel. Soltó violentamente el brazo y el arma arrojadiza salió disparada hacia Kala.
Un lanzamiento fallido. El venablo apenas rozó el costado de la simia.
Kala profirió un grito de rabia y dolor, al tiempo que se volvía hacia el causante de su cuita. Instantáneamente, los árboles empezaron a crujir bajo el peso de los congéneres de la mona, que partieron celéricamente hacia el escenario del suceso, en respuesta al grito de Kala. Mientras la mona se lanzaba al ataque, Kulonga se echó el arco a la cara y dispuso una flecha con increíble rapidez. Tensó la cuerda hacia atrás, soltó el proyectil y el envenenado dardo fue a clavarse, certero, en el corazón del gigantesco antropoide.
Con un espantoso alarido, Kala se desplomó de bruces, frente a los atónitos miembros de su tribu. Entre gritos y rugidos, los monos se precipitaron hacia el Kulonga, pero el precavido salvaje huía ya por el camino como un antílope asustado.
Tenía algunas noticias acerca de la saña de aquellos fieros hombres peludos y su único deseo estribaba en poner la mayor cantidad posible de kilómetros entre él y aquella horda. Los monos le siguieron una buena distancia, desplazándose a través de los árboles, pero poco a poco, uno a uno, fueron abandonando la persecución para regresar al escenario de la tragedia.
Ninguno de ellos había visto nunca un hombre, aparte de Tarzán, de modo que se preguntaron vagamente qué extraña forma de criatura podía haber invadido su selva.
En la lejana playa donde se encontraba la cabaña, Tarzán oyó los débiles ecos del conflicto y, al comprender que algo grave estaba ocurriendo a los miembros de la tribu, emprendió rápidamente la marcha rumbo al lugar donde sonaba el alboroto.
Al llegar se encontró a todo el desolado clan reunido alrededor del cadáver de Kala. El desconsuelo y la cólera de Tarzán fueron inconmensurables. Lanzó al aire una y otra vez su espeluznante grito de desafío. Se golpeó el amplio pecho con los puños y luego se dejó caer sobre el cuerpo de su madre y estalló en sollozos que expresaban la infinita pena de su corazón solitario.
Perder a la única criatura del mundo que siempre le manifestó cariño y afecto era la mayor tragedia que jamás había conocido.
¿Qué importaba que Kala fuese una mona feroz y de aspecto espantoso? Para Tarzán siempre fue buena, siempre fue bonita.
Sobre ella proyectó, incluso sin percatarse, todo el respeto y el cariño que cualquier muchacho inglés hubiese profesado a su madre. No había conocido otra, por lo que dio a Kala, aunque en silencio, cuanto amor le hubiese correspondido a la encantadora lady Alice, caso de vivir ésta. Tras el primer estallido de aflicción, Tarzán se dominó y, al interrogar a los miembros de la tribu que habían presenciado la muerte de Kala, se informó de todo lo que pudieron contarle mediante el reducido vocabulario de los simios.
Fue suficiente, sin embargo, para enterarse de lo que necesitaba saber.
Le hablaron de un extraño mono negro, carente de pelo, que llevaba plumas en la cabeza. Aquel extraño mono lanzó muerte con una rama delgada y después huyó a todo correr, con la misma velocidad que Bara, el venado, hacia el sol que se elevaba por levante.
Tarzán no aguardó más, sino que saltó a la enramada y voló de árbol en árbol a través de la selva. Conocía las vueltas y revueltas del sendero de elefantes por el que escapaba el asesino de Kala, de modo que atajó por la jungla para interceptar al guerrero negro, que evidentemente seguía las tortuosas curvas y rodeos del camino.
Llevaba a la cadera el cuchillo de monte de su desconocido progenitor y al hombro el rollo de cuerda. Al cabo de una hora bajó de nuevo al sendero y examinó minuciosamente el suelo.
En el barro blando de la orilla de un arroyo descubrió huellas de un pie como sólo él en toda la selva hubiese podido imprimir, aunque eran mucho más grandes que las suyas. Su corazón aceleró los latidos. ¿Sería posible que estuviera siguiendo la pista de un «HOMBRE»… de alguien de su propia especie?
Había dos series de huellas, una en dirección opuesta a la otra. Lo que indicaba que el ser al que perseguía pasaba por la senda en su camino de regreso. Observaba una de las pisadas más recientes cuando de uno de sus bordes superiores se desprendió una pequeña partícula de barro… Ah, la huella era muy fresca, su presa acababa de pasar por allí.
Tarzán subió de nuevo a los árboles y, con silenciosa celeridad, se desplazó a través de las ramas más altas, por encima del camino.
Habría recorrido cosa de kilómetro y medio cuando divisó la figura de un guerrero negro erguido en medio de un pequeño espacio abierto. Empuñaba el fino arco, preparado con una de aquellas mortíferas flechas. Frente a él, en el lado opuesto del claro, se encontraba Horta, el jabalí, agachada la cabeza y listos para el ataque los colmillos cubiertos de espuma.
Tarzán observó maravillado aquella extraña criatura situada a sus pies… Tan semejante a él en la forma, pero tan diferente en rostro y color de la piel. En las ilustraciones de los libros retrataban al
negro
, pero ¡qué distintos eran los mortecinos dibujos impresos en comparación con aquel reluciente ser de ébano, pleno de palpitante vida!
Mientras el hombre estaba plantado allí, tenso el arco, Tarzán reconoció en él no tanto al
negro
como al
Arquero
de su libro ilustrado:
A, de Arquero.
¡Qué maravilla! A punto estuvo Tarzán de delatar su presencia por culpa de la euforia que le produjo el descubrimiento.
Pero debajo de donde se encontraba empezaron a suceder cosas. El nervudo brazo negro había echado atrás la flecha; Horta, el jabalí, atacaba ya; entonces, el negro disparó la saeta envenenada y Tarzán la vio surcar el aire con la celeridad del pensamiento y hundirse entre las cerdas del cuello del jabalí.
Apenas la flecha había abandonado el arco de Kulonga, cuando el negro tenía otra dispuesta, pero Horta, el jabalí, se precipitó sobre él a tal velocidad que Kulonga no tuvo tiempo de dispararla. Mediante un brinco increíble, el negro esquivó la embestida del jabalí, que le pasó por debajo. Luego, el negro giró en redondo y con una rapidez impresionante clavó la segunda flecha en la espalda de Horta.
Acto seguido, Kulonga saltó a un árbol cercano.
Horta dio media vuelta para atacar a su enemigo una vez más; avanzó una docena de pasos y entonces dio como un traspié y cayó de costado. Sus músculos se pusieron rígidos, se relajaron convulsamente y, por último, el jabalí se quedó inmóvil.
Kulonga bajó del árbol.
Con el cuchillo que colgaba a su costado cortó varios trozos de carne del jabalí, encendió una fogata en mitad del sendero, asó la carne y comió todo lo que quiso. El resto lo dejó donde había caído.
Tarzán era un interesado espectador. En su selvático pecho ardía ferozmente el deseo de matar, pero su ansia de aprender era todavía mayor. Seguiría a aquella salvaje criatura durante un tiempo y averiguaría de donde procedía. Le mataría en su momento, más adelante, una vez el negro se hubiera desprendido del arco y de las mortíferas flechas.
Cuando Kulonga hubo concluido su refrigerio y desapareció al otro lado de un recodo del camino, Tarzán descendió silenciosamente al suelo. Cortó con su cuchillo varias tiras de carne del cuerpo de Horta, pero no las pasó por la hoguera.
Conocía el fuego, aunque sólo lo había visto en las ocasiones en que Ara, el rayo, destruyó un árbol gigantesco. A Tarzán le asombró enormemente que un ser de la jungla fuese capaz de producir aquellos dientes rojos y amarillos que devoraban la madera y la transformaban en fino polvo. Y quedaba fuera de su capacidad de comprensión los motivos que pudiese tener el guerrero negro para estropear aquellos deliciosos bocados aplicándolos a aquel calor abrasador. Puede que Ara fuese amigo del Arquero y que éste compartiera con él la comida.
De cualquier manera, Tarzán no iba a estropear de una forma tan tonta aquella estupenda carne, así que engulló una buena cantidad de ella, cruda, y luego enterró junto al sendero lo que quedaba del jabalí, donde pudiera recuperarlo cuando volviese.
A continuación, lord Greystoke se limpió los grasientos dedos frotándoselos en los muslos desnudos y volvió a ponerse sobre la pista de Kulonga, hijo de Mbonga, el rey; mientras en el lejano Londres, otro lord Greystoke, hermano menor del verdadero padre de lord Greystoke, devolvía al chef de su club unas chuletas que le parecían poco hechas y, tras concluir su almuerzo, introducía las puntas de los dedos en un cuenco de plata con agua perfumada y luego se las secó con una servilleta de damasco blanco como la nieve.