Dio media vuelta al instante y abandonó la choza. Cuando cruzó la puerta, Tarzán vio que llevaba en las manos una olla.
El hombre mono se apresuró a salir también y, al reconocer el terreno, en la misma entrada, observó que las mujeres de la aldea salían a paso vivo de los chamizos, todas ellas con pucheros, ollas y marmitas. Llenaron de agua los recipientes y depositaron cierto número de ellos cerca del poste donde la moribunda víctima se inclinaba medio caída hacia adelante, una masa de sufrimiento, inerte y ensangrentada.
En el momento en que juzgó que no había nadie por las proximidades, Tarzán se dirigió a todo correr hacia el punto donde había dejado el fardo con las flechas, el pie del árbol del extremo de la calle de la aldea. Como en la ocasión anterior, volcó el caldero de un puntapié antes de saltar, serpenteante y felino, a las ramas inferiores del gigante del bosque.
Trepó silenciosamente hacia la copa hasta dar con una atalaya desde la que le era factible contemplar, a través de una abertura del follaje, lo que sucedía a sus pies.
Las mujeres preparaban al prisionero para introducirlo, troceado, en sus ollas y pucheros, mientras los hombres descansaban tras la agotadora danza de su orgía demencial. Una relativa calma reinaba en el poblado.
Tarzán levantó por encima de la cabeza lo que había sustraído en la choza y, con certera puntería, hija de la larga práctica desarrollada a lo largo de muchos años de arrojar cocos y otros frutos, lo disparó hacia el grupo de salvajes.
Hábil y acertadamente dirigido, se estrelló en la cabeza de uno de los guerreros, que fue a dar con sus huesos en el suelo. El objeto rodó después entre las mujeres y se detuvo junto al ya medio descuartizado cuerpo que preparaban para el festín.
Durante unos segundos cuantos estaban allí se quedaron mirando consternadísimos y luego, todos a una, salieron corriendo en todas direcciones, hacia sus respectivas chozas.
Lo que desde el suelo se les había quedado mirando a ellos era una sonriente calavera. El hecho de que hubiese caído del cielo constituía un milagro atinadamente orientado a despertar sus terrores supersticiosos.
Tarzán de los Monos los dejó así sumidos en el pavor, merced a aquella nueva manifestación de la presencia de un invisible y diabólico poder ultraterrenal que acechaba en la selva contigua a su aldea.
Poco después, cuando descubrieron el caldero volcado y la desaparición, una vez más, de las flechas, irrumpió en sus mentes la idea de que sin duda, al construir su poblado en aquella parte de la jungla, habían ofendido a algún dios importante y poderoso, cuyo favor no se molestaron en propiciar. A partir de entonces, para reconciliarse con aquel omnipotente espíritu, todos los días se colocaba una ofrenda de alimentos al pie del gran árbol bajo cuyas ramas habían desaparecido las flechas.
Pero la semilla del pánico había arraigado profundamente y, aunque Tarzán de los Monos no lo sabía del todo, lo cierto es que había echado los cimientos de una futura infelicidad que le afectaría a él y a su tribu.
Pernoctó aquella noche en el bosque, no lejos de la aldea, y casi con el alba emprendió la marcha en dirección al paraje donde se encontraba el clan. Avanzaba despacio, porque se entretenía buscando alimento por el camino. Sólo encontró unas pocas bayas y algún que otro gusano y el hambre le acuciaba ya cuando, al levantar la cabeza, después de haber mirado debajo de un tronco, vio a Sábor, la leona, erguida en mitad del sendero, a menos de veinte pasos de él.
Los enormes ojos amarillos estaban clavados en Tarzán con un ominoso y pérfido brillo en las pupilas. El felino se pasó la roja lengua por los labios anhelantes, al tiempo que bajaba el cuerpo para aproximarse con cautelosos movimientos, pegando el vientre al suelo.
Tarzán no intentó la huida. Acogió gustoso la oportunidad que, ciertamente, había estado esperando durante días, ahora que iba armado con algo más que una cuerda hecha de hierbas.
Se descolgó el arco rápidamente del hombro y tomó una flecha bien impregnada de veneno. Sábor inició el salto y la pequeña saeta fue a su encuentro y la alcanzó en el aire. Simultáneamente, Tarzán se apartó a un lado con celérico brinco y en el mismo instante en que el gran félido aterrizaba, otra flecha de punta mortífera se hundió profundamente en el lomo de Sábor.
La fiera lanzó un impresionante rugido, dio media vuelta e inició de nuevo el ataque… para encontrarse con que otra saeta se le clavaba en un ojo. Sin embargo, esta vez se encontraba demasiado cerca para que el hombre mono tuviera tiempo de apartarse y esquivar el cuerpo del felino.
Tarzán de los Monos cayó bajo el impulso y el peso de su enemiga, pero el centelleante cuchillo salió a relucir y encontró carne. Permanecieron así unos segundos, al cabo de los cuales Tarzán comprendió que la masa inerte que tenía encima se encontraba lejos de poder hacer daño de nuevo a hombre o simio alguno.
Logró zafarse, no sin dificultad, del enorme peso que tenía encima y cuando se puso en pie y bajó la mirada sobre la pieza que había cobrado gracias a su habilidad, un arrebato de alborozo inundó todo su ser.
Hinchó el pecho, colocó un pie sobre el cadáver de su formidable enemiga, echó la cabeza atrás y lanzó al aire el rugiente desafío del mono macho victorioso.
El salvaje grito de triunfo repercutió por los amplios espacios de la selva. Las aves se inmovilizaron y los depredadores y las bestias de mayor tamaño se alejaron precavida y sigilosamente, porque en toda la jungla pocos eran los que estaban dispuestos a buscar camorra con los grandes antropoides.
Y en Londres otro lord Greystoke conversaba con sus semejantes en la Cámara de los Lores, pero ninguno temblaba ante el sonido de su voz suave y tranquila.
La carne de Sábor resultó ser de lo más insípido, incluso para el poco exigente paladar de Tarzán de los Monos, pero el hambre fue el condimento más eficaz para la dureza y el sabor rancio de la vianda. Luego, saciado el apetito y lleno el estómago, el hombre mono se dispuso de nuevo a dormir. Antes, sin embargo, debía quitar la piel a la leona, porque precisamente ese era el objetivo principal que inspiraba su deseo de acabar con la vida de Sábor.
Desolló a la leona. Con gran destreza, porque ya había practicado la operación con animales menores. Cuando hubo concluido la tarea, llevó su trofeo a la horquilla de un árbol alto y allí, acurrucado en el codo que formaban unas ramas, se quedó profundamente dormido. Un sueño sin pesadillas.
Lo poco que había dormido últimamente, el agotador ejercicio físico y el hecho de haber llenado a gusto el estómago propiciaron el descanso reparador. Tarzán de los Monos durmió veinticuatro horas: no se despertó hasta el mediodía de la jornada siguiente. Se encaminó directamente al lugar donde dejara el cadáver de Sábor y se llevó un enorme disgusto al comprobar que otros hambrientos moradores de la selva habían devorado a la leona, dejando sólo los huesos limpios.
Al cabo de media hora de camino, sin prisas, a través de la selva avistó un cervatillo, y antes de que el joven animal se percatase de que andaba cerca de allí un enemigo, la minúscula saeta se le había alojado en el cuello.
El ponzoñoso virus actuaba con tal rapidez que apenas había dado doce zancadas, tras recibir el impacto, cuando el ciervo cayó redondo en el suelo, muerto. Tarzán volvió a regalarse con otro banquete, pero esa vez no durmió.
Lo que sí hizo, en cambio, fue apresurarse en alcanzar el punto donde había dejado a su tribu. Al llegar, le faltó tiempo para mostrar orgullosamente la piel de Sábor, la leona.
—¡Mirad! —exclamó—. ¡Mirad, monos de Kerchak! ¡Ved la hazaña que ha realizado Tarzán, el formidable matador! ¿Quién, entre todos vosotros, ha matado a un miembro del pueblo de Numa? Tarzán es el más poderoso de todos vosotros, porque Tarzán no es un mono. Tarzán es… —Se interrumpió al llegar a ese punto, ya que en el lenguaje de los antropoides no existía la palabra que designase al hombre, y Tarzán no podía pronunciarla, sólo sabía escribirla… en inglés.
La tribu se congregó a su alrededor para contemplar la prueba de su imponente proeza y para escuchar sus palabras.
Sólo Kerchak permaneció donde estaba, dedicado a incubar su odio y su rabia.
De súbito, algo estalló en el perverso y limitado cerebro del simio. Al tiempo que lanzaba un terrorífico bramido, la ciclópea bestia dio un salto que le situó en medio de los reunidos.
A copia de mordiscos y zarpazos de sus enormes manos, mató y dejó lisiados a una docena de congéneres, provocando la huida de los demás, que escaparon hacia las ramas superiores de los árboles.
Con las fauces despidiendo espumarajos y manifestando mediante alaridos lo demencial de su furia, Kerchak miró a su alrededor, buscando al ser que más odiaba. Lo vio sentado en una cercana rama baja.
—Ven aquí, Tarzán, gran luchador —provocó Kerchak—. ¡Baja a probar los colmillos de otro luchador mejor que tú! ¿Acaso los luchadores poderosos huyen a refugiarse en los árboles a la menor señal de peligro?
Y Kerchak emitió a continuación el agudo grito de desafío propio de su especie.
Tarzán descendió tranquilamente al suelo. Contenido el aliento, los miembros del clan observaban la escena desde la seguridad de las altas enramadas donde se habían cobijado, mientras Kerchak, sin dejar de rugir, se lanzaban al ataque de la relativamente enclenque figura.
Pese a sus cortas extremidades inferiores, Kerchak medía algo más de dos metros de estatura. Los fuertes músculos hinchaban y redondeaban sus hombros enormes. La reducida nuca no era más que un tendón de hierro que sobresalía en la base del cráneo, de suerte que la cabeza daba la impresión de ser una bola que asomaba en lo alto de una gigantesca montaña de carne.
La rugiente boca contraía los labios hacia arriba para dejar al descubierto unos espeluznantes colmillos y en los criminales ojillos inyectados en sangre brillaba el reflejo de la locura asesina que animaba a Kerchak.
Tarzán le aguardaba. Era también un animal de músculos poderosos, pero su metro ochenta de estatura y la envergadura de sus brazos, con todo lo robustos que eran, parecían lastimosamente insuficientes para afrontar con éxito la prueba que les esperaba.
El arco y las flechas se encontraban a cierta distancia, donde los había dejado mientras enseñaba la piel de Sábor a sus compañeros simios, de modo que tuvo que plantar cara a Kerchak sólo con el cuchillo de monte y su inteligencia superior para compensar la feroz potencia física de su antagonista.
Cuando el rugiente simio se abalanzó sobre él, lord Greystoke desenvainó el cuchillo y, tras lanzar al aire un grito de desafío tan escalofriante como el de su enemigo, se precipitó hacia adelante, listo para hacerle frente. Tarzán era demasiado listo para permitir que aquellos largos brazos peludos se cerraran en torno a su cuerpo y en el preciso instante en que ambos contendientes iban a tomar violento contacto, lord Greystoke agarró una de las gruesas muñecas del mono y, a la vez que daba un ágil salto hacia un lado, hundió el cuchillo hasta la empuñadura en la parte lateral del torso de Kerchak, debajo del corazón.
Pero antes de que pudiera retirar la hoja, el rápido movimiento que ejecutó el simio para envolver entre sus poderosos brazos a Tarzán, alejó la mano de éste de la empuñadura del cuchillo.
Kerchak dirigió un golpe tremendo con la mano abierta a la cabeza del hombre-mono, golpe que, de haber llegado a su destino, hubiera aplastado la sien de Tarzán.
Pero el hombre-mono era rápido de movimientos, esquivó el manotazo agachando la cabeza y, con el puño, descargó un derechazo demoledor que se estrelló en la boca del estómago de Kerchak.
Se tambaleó el simio que, con la mortal herida del costado parecía a punto de venirse abajo; pero hizo acopio de fuerzas con un tremendo esfuerzo y se recuperó momentáneamente, al menos el tiempo suficiente para zafarse de la mano de Tarzán que le sujetaba la muñeca y cerrar los fornidos brazos alrededor del cuerpo de su duro adversario.
Apretó contra sí al hombre-mono, mientras las ávidas mandíbulas buscaban la garganta de Tarzán, pero los acerados dedos del joven lord llegaron al propio cuello de Kerchak antes de que los inhumanos dientes pudieran acercarse a la tersa y bronceada piel.
Siguieron forcejeando así, uno tratando de arrancar la vida de su adversario clavándole los terribles colmillos, y el otro esforzándose en estrangular al simio apretándole la garganta, a la vez que mantenía apartadas de sí las rugientes fauces de la bestia.
La fuerza superior del mono fue imponiéndose poco a poco y los colmillos del esforzado simio apenas se encontraban ya a dos centímetros y medio del cuello de Tarzán cuando, con repentino estremecimiento, el cuerpo colosal de Kerchak se tensó, rígido, durante un segundo, para luego desplomarse inerte contra el suelo.
Kerchak había muerto.
Tarzán de los Monos retiró el cuchillo que le había permitido superar en combate a seres de músculos más potentes que los suyos, apoyó el pie en el cuello del derrotado enemigo y, una vez más, el grito ululante, salvaje y triunfal del vencedor surcó los aires de la selva virgen.
Así conquistó el joven lord Greystoke el trono y el título de rey de los monos.
LA RAZÓN DEL HOMBRE
E
N LA TRIBU había alguien que se permitía poner en tela de juicio la autoridad de Tarzán. Se trataba de Terzok, hijo de Tublat, al que, no obstante, el afilado cuchillo y las mortíferas flechas del nuevo señor del clan aconsejaban prudentemente limitar la manifestación de sus objeciones a pequeños actos de desacato y a mostrarse irritante de vez en cuando. Sin embargo, Tarzán sabía muy bien que el mono sólo esperaba que surgiese una oportunidad para arrebatarle el reinado mediante algún repentino golpe traicionero, así que el joven lord Greystoke se mantenía siempre ojo avizor, en guardia contra cualquier sorpresa.
Durante meses, la vida del reducido clan continuó desarrollándose como siempre, salvo por la circunstancia de que la mayor capacidad intelectual de Tarzán y sus habilidades cazadoras proporcionaban a la tribu un abastecimiento de vituallas más abundante. Por consiguiente, la mayoría de los integrantes de la misma se sentían contentos del cambio de jefe.
Por las noches, Tarzán los llevaba a los campos de cultivo de los negros, donde, aleccionados por las normas de sensatez que les inculcaba su señor, los monos sólo consumían lo necesario, sin destruir nunca lo que no podían comer, cosa que acostumbraban a hacer Manu, el mico, y la mayor parte de los simios.