El hombre tirando a canijo señaló con el índice tierra adentro y el gigante se apartó un poco de los otros para mirar en la dirección que se le indicaba. En cuanto el coloso se dio la vuelta, el tipo de rostro ratonil tiró del revólver y le descerrajó un balazo por la espalda.
El gigantón alzó las manos por encima de la cabeza, se le doblaron las rodillas y, sin el menor ruido, cayó de bruces sobre la arena de la playa, muerto.
La detonación del revólver, la primera que oía Tarzán, le dejó atónito, pero ni siquiera aquel estruendo desacostumbrado pudo alterar la calma de sus nervios de acero poniendo en ellos el más leve asomo de temor.
El comportamiento de aquellos blancos desconocidos le produjo la mayor preocupación. Enarcó las cejas en gesto de profunda reconcentración mental. Pensó que había obrado muy cuerdamente al no ceder a su primer impulso de precipitarse hacia aquellos hombres blancos para darles la bienvenida y acogerlos como hermanos.
Saltaba a la vista que no eran muy distintos de los hombres negros, no más civilizados que los monos, ni menos crueles que Sábor.
Durante unos instantes, los recién llegados permanecieron inmóviles, con la mirada sobre el individuo con cara de roedor y el gigante muerto tendido boca abajo en la playa.
Luego, uno de ellos soltó la carcajada y palmeó en la espalda al hombrecillo del revólver. A continuación, volvieron a charlotear y gesticular, pero sin armar gresca.
Entonces botaron la barca al mar, subieron todos a ella y remaron hacia el gran buque, en cuya cubierta vio Tarzán que se movían otras figuras.
Cuando todos hubieron subido a bordo de la nave, Tarzán se dejó caer al suelo, por detrás de un árbol, y se deslizó hasta la cabaña, poniendo buen cuidado en que ésta se interpusiera siempre entre él y el barco.
Al franquear la puerta descubrió que lo habían registrado todo. Sus libros y sus lápices aparecían esparcidos por el suelo. Las armas, los escudos y los demás objetos que constituían su pequeño acopio de tesoros estaban diseminados por todas partes.
Una oleada de indignación invadió el ánimo de Tarzán al contemplar el desorden organizado por aquellos individuos, la reciente cicatriz de su frente se convirtió de pronto en un resalto rojo, en una barra carmesí que destacaba sobre la atezada piel.
Se dirigió rápidamente al armario y buscó en el fondo del cajón inferior. ¡Ah!, exhaló un suspiro de alivio al encontrar la cajita metálica y, al abrirla, comprobó que sus tesoros más preciados seguían allí incólumes.
El retrato del sonriente joven de facciones enérgicas y el enigmático libro de tapas negras seguían como si nada.
¿Qué ha sido eso?
Su oído rápido y agudo había captado un ruido leve, pero que no le resultaba familiar.
Se llegó a la ventana en dos zancadas, miró hacia la bahía y vio que por un costado del buque bajaban una barca, que iba a situarse junto a otra que ya estaba en el mar. Observó que, al instante, por los lados del gran buque descendían muchos hombres, que se dejaban caer dentro de las barcas. Volvían con todos sus efectivos.
Tarzán permaneció un momento más observando la operación, mientras los marineros bajaban cajas y bultos a las barcas; luego, cuando éstas se apartaron del costado del buque, el hombre mono cogió un trozo de papel y dedicó unos cuantos minutos a trazar con un lápiz varias líneas de caracteres de imprenta casi perfectos, vigorosos y bien escritos.
Clavó el letrero en la puerta, con una pequeña astilla de madera. Después recogió la cajita metálica y todas las flechas y venablos que podía llevar, franqueó precipitadamente la puerta y desapareció en la selva.
Cuando las dos barcas atracaron en la plateada arena de la playa, el grupo de seres humanos que saltó a tierra era de lo más heterogéneo.
Unas veinte almas serían, quince de las cuales eran marineros de aire tosco e innoble.
Los demás miembros de la partida tenían un aspecto muy distinto. Uno era un hombre entrado en años, de cabellos y gafas de gruesa montura. Sus hombros, ligeramente caídos, se cubrían con una levita de corte deficiente, aunque inmaculada, y la chistera de rutilante seda con que se tocaba, añadía una nota más a la incongruencia de su atuendo en una selva africana.
El segundo integrante del grupo que echó pie a tierra era un joven alto, con pantalones de dril blanco; le seguía otro hombre de edad, de frente despejada y modales nerviosos y remilgados.
Tras ellos se bajó de la barca una negra de enormes proporciones, con un vestido de colores chillones. Sus grandes ojos giraban en las órbitas, dando muestras inequívocas del terror que embargaba a la mujer, que miró primero hacia la jungla y luego a la cuadrilla de marineros, que no cesaban de soltar tacos mientras desembarcaban las cajas y los fardos.
El último miembro de la partida era una muchacha de unos diecinueve años, a la que el joven, que se había quedado en la parte de proa de la barca, cogió en peso y la trasladó a tierra sin que se mojara. La chica le dirigió una preciosa sonrisa de agradecimiento, pero no intercambiaron palabra.
El grupo echó a andar en silencio hacia la cabaña. No cabía la menor duda de que, cualesquiera que fuesen sus intenciones, todo lo habían decidido antes de abandonar el buque. Llegaron a la puerta, en primer lugar los marineros cargados con las cajas y los fardos e, inmediatamente después, las cinco personas que, desde luego, pertenecían a una clase social distinta. Los hombres descargaron los bultos y uno de ellos reparó en la nota que Tarzán había clavado en la puerta.
—¡Eh, camaradas! —exclamó—. ¿Qué es eso? Si ese papel estaba ahí hace una hora, me merendaré al cocinero.
Los demás se arremolinaron tras él y estiraron el cuello por encima del hombro de los que estaban delante, pero eran pocos los que sabían leer y, al cabo de un rato de laboriosos esfuerzos, uno de ellos acabó por dirigirse al anciano de la levita y la chistera.
—¡Eh, profe! —llamó—. Véngase y léanos esta endiablada nota.
Ante tal invitación, el aludido se acercó despacio al punto donde se arracimaban los marineros, seguido por los restantes miembros de la partida. El anciano se ajustó las gafas, observó el letrero durante un momento y luego se apartó de allí, mientras murmuraba para su coleto:
—Extraordinario… de lo más extraordinario!
—¡Eh, viejo fósil! —Exigió el individuo que le había pedido ayuda en primer término—. ¿Es que cree que sólo queríamos que leyera esa pajolera nota para usted solo? Vuelva y léala en voz alta, so percebe chocho.
El anciano se detuvo, regresó sobre sus pasos y dijo:
—¡Ah! sí, mi querido señor, le pido mil perdones. Se me fue el santo al cielo, sí… realmente se me fue el santo al cielo. ¡Extraordinario… de lo más extraordinario!
Se colocó de nuevo frente al letrero, lo leyó de cabo a rabo y hubiera vuelto a alejarse de allí, sumido en su asombrado desconcierto, de no haberle agarrado el marinero de mala manera por el cuello, para chillarle al oído:
—¡Léalo en voz alta, vejestorio imbécil de capirote!
—Ah, sí, claro, sí, claro —respondió el profesor en voz baja. Volvió a ajustarse las gafas y leyó en voz alta—:
ESTA ES LA CASA DE TARZÁN, EL QUE HA MATADO FIERAS Y MUCHOS HOMBRES NEGROS. NO SE OS OCURRA ESTROPEAR LAS COSAS QUE SON DE TARZÁN. TARZÁN VIGILA.
TARZÁN DE LOS MONOS.
—¿Quién diablos es ese Tarzán? —preguntó el marino que había hablado el primero.
—Es evidente que habla inglés —observó el joven.
—¿Pero qué significa «Tarzán de los Monos»? —interrogó la muchacha.
—No tengo ni idea, señorita Porter —respondió el joven—. A no ser que hayamos encontrado un simio huido del Parque Zoológico de Londres y que haya vuelto a su hogar de la selva con una educación europea. —Añadió, dirigiéndose al anciano—: ¿Qué opina, profesor Porter?
—¡Pero, papá! —Exclamó la muchacha—. ¡Aún no nos has aclarado nada!
—Bueno, bueno, bueno, pequeña. Bien, bien —repuso el profesor Porter, en tono amable e indulgente—. No te rompas la preciosa cabecita con problemas más o menos insolubles.
El hombre se alejó de nuevo, en otra dirección, con la vista clavada en el suelo y las manos entrelazadas a la espalda por debajo de los ondulantes faldones de la levita.
—Me parece que ese viejo chalado sabe del asunto tanto como nosotros —rezongó el marinero de cara de rata.
—¡Modera tu lenguaje! —Advirtió el joven, con el rostro lívido de cólera a causa del tono insolente del marinero—. Has asesinado a nuestros oficiales y nos has robado. Estamos completamente en tu poder, pero, o tratas al profesor y a la señorita Porter con el debido respeto o te romperé el cuello con mis propias manos… lleves o no lleves armas de fuego.
El joven se colocó frente al marinero de semblante ratonil, tan ominosamente cerca que, aunque el tipejo llevaba dos revólveres y un cuchillo de aspecto criminal, retrocedió amilanado.
—¡Maldito cobarde! —Increpó el mozo—. Nunca te atreves a disparar contra un hombre hasta que te da la espalda. Pero a mí no te atreverás a matarme a traición…
El joven dio la espalda ostentosamente al marinero y se fue alejando despacio, con despectivo aplomo, como si pusiera a prueba al bellaco.
La mano del marinero descendió subrepticiamente hacia la empuñadura de uno de los revólveres; en sus malévolos ojillos centelleó un fulgor vengativo, mientras el joven inglés se retiraba. La mirada de sus compinches se mantenía fija, expectante, sobre él, pero el ruin marinero titubeaba. En el fondo de su ánimo aquel malandrín era incluso más cobarde de lo que había supuesto el joven caballero William Cecil Clayton.
A través de la enramada de un árbol próximo, dos ojos no se habían perdido de los movimientos de la partida. Tarzán comprobó la sorpresa que produjo su aviso y, si bien no podía entender una palabra del lenguaje oral de aquellas personas desconocidas, los ademanes y las expresiones de sus rostros le explicaron un montón de cosas.
El homicidio perpetrado por el marinero de cara de rata sobre uno de sus compañeros despertó en Tarzán un sentimiento de profunda animadversión y al ver después que disputaba con aquel joven apuesto y bien parecido, la animosidad del hombre mono hacia el vil sujeto volvió a cobrar vida.
Era la primera vez que Tarzán comprobaba los efectos de un arma de fuego, aunque algo había aprendido en los libros sobre el particular y cuando observó que el individuo de rostro ratonil acariciaba la culata del revólver temió ver cómo caía asesinado el joven, igual que lo fuera el marinero corpulento un poco antes, aquel mismo día.
Eso le indujo a colocar una flecha envenenada en el arco y apuntar al sujeto de cara de rata, pero el follaje era tan tupido que en seguida comprendió que las hojas o alguna rama pequeña desviarían la trayectoria de la saeta. Así que cambió de idea y, en vez de la flecha, disparó desde su alta atalaya un sólido venablo.
Clayton apenas había dado una docena de pasos. El marinero de cara de roedor tenía el revólver a medio desenfundar; los demás tripulantes del barco contemplaban la escena con hipnotizada atención.
El profesor Porter había desaparecido dentro de la jungla, seguido del inquieto Samuel T. Philander, secretario y ayudante suyo.
Esmeralda, la negra, se atareaba tratando de localizar el equipaje de su señora, entre el cúmulo de cajas y bultos amontonados junto a la puerta, y la señorita Porter se disponía a ir en pos de Clayton, cuando algo la hizo volver la cabeza para mirar al marinero de cara de rata.
Tres cosas sucedieron entonces casi simultáneamente. El marinero desenfundó el revólver y dirigió la boca del cañón a la espalda de Clayton; la señorita Porter lanzó un grito de advertencia y un largo venablo, con la punta de metal, salió disparado, surcó el aire como un rayo y atravesó de parte a parte el hombro derecho del hombre de aspecto ratonil.
Tronó el revólver, pero la bala se perdió en el aire, sin alcanzar a nadie, y el marinero soltó un chillido de aterrorizado dolor.
Clayton dio media vuelta y regresó corriendo al punto donde se desarrollaba la escena. Los marineros formaban un grupo asustado, dispuestas las armas, mientras escudriñaban la jungla. El herido se retorcía en el suelo, sin dejar de emitir gritos quejumbrosos.
Sin que nadie se percatara de ello, Clayton recogió el revólver caído y se lo introdujo bajo la camisa. Después se unió a los marineros en la contemplación desconcertada de la selva.
—¿Quién puede haber sido? —murmuró Jane Porter, y el joven volvió la cabeza, para ver junto a él a la muchacha, con los ojos desorbitados por el asombro.
—Me atrevería a decir que, en efecto, Tarzán de los Monos nos está vigilando —repuso el joven con voz dubitativa—. De cualquier modo, me gustaría saber con certeza a quién iba dirigida esa jabalina. Si se la lanzó a Snipes, entonces nuestro mono es un amigo de verdad.
»¡Por Júpiter! ¿Dónde están su padre y el señor Philander? En esa jungla hay alguien, quienquiera que sea, que va armado.
El joven Clayton llamó a voz en cuello: —¡Eh, profesor! ¡Señor Philander! —No hubo respuesta.
—¿Qué vamos a hacer, señorita Porter? —Prosiguió el joven, frunciendo el ceño por la inquietud y la indecisión—. No puedo dejarla aquí sola con esos criminales y, desde luego, tampoco va a aventurarse conmigo por la selva. Sin embargo, alguien ha de ir en busca de su padre. Está perfectamente dotado para vagar por ahí dentro sin rumbo fijo, sin preocuparse del peligro ni de lo que le pueda esperar al final de su marcha a la buena de Dios, y lo mismo cabe decir del señor Philander. Es tan poco práctico como el profesor. Perdone mi franqueza, pero es que aquí corremos peligro y, en cuanto encontremos a su padre, hemos de hacerle comprender que no puede exponer la vida de todos, incluida la suya y la de usted, con sus despistes y distracciones continuos.
—Estoy de acuerdo —asintió la muchacha— y no me considero ofendida en absoluto. Mi padre sacrificaría su vida por mí sin un segundo de vacilación, siempre y cuando alguien consiguiera que concentrase su mente durante un segundo completo en tan frívola cuestión. Sólo hay un modo de mantenerlo seguro, sano y salvo: atarlo a un árbol. Tiene tan poco sentido práctico, el pobre.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Clayton de pronto—. Sabe usted manejar el revólver, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Tengo uno. Con él, Esmeralda y usted estarán relativamente a salvo en la cabaña, mientras voy a buscar a su padre y al señor Philander. Venga, llame a Esmeralda y yo saldré corriendo. No pueden haberse alejado mucho.