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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (13 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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La niña llegó enseguida por el sendero. Se hallaba frente al león, pero el rey de las bestias no se lanzó sobre ella. Hay algo en el olor y en la imagen de la cosa-hombre que despierta extraños terrores en Numa. Cuando acecha a Horta, el jabalí, o a Bara, el ciervo, no hay nada en la presencia de ninguno de los dos que despierte una sensación similar en el salvaje carnívoro; en estos casos no conoce la vacilación cuando llega el instante de saltar sobre su presa. Sólo es la cosa-hombre, indefensa y de pies plúmbeos, lo que le hace detenerse, indeciso, en el momento crucial.

Uhha pasó de largo, ajena al hecho de que un gran león, hambriento y de caza, se hallaba a dos pasos de ella. Cuando hubo pasado, Numa siguió furtivamente su rastro, acechando a su tierna presa a la espera de que llegara el momento en que las brumas de la indecisión se disiparan. Y así cruzaron la noche en la jungla, el gran león, avanzando con patas cautelosas y silenciosas y, justo delante de él, la niña negra, ajena a la muerte que la acechaba a la luz moteada de la luna.

CAPÍTULO IX

C
UANDO Tarzán de los Monos recuperó el conocimiento, se encontró tumbado en el suelo de tierra de una gran cámara. Cuando abrió los ojos, antes de que la consciencia regresara a él por completo, observó que la habitación estaba bien iluminada, aunque no con profusión, y que había otros seres además de él. Más tarde, cuando empezó a reunir y dominar sus facultades de pensamiento, vio que iluminaban la habitación dos inmensas velas que debían de medir casi un metro de diámetro y, aunque era evidente que se habían derretido en parte, al menos debían de medir metro y medio de alto. Cada una tenía una mecha tan gruesa como la muñeca de un hombre y, aunque la manera en que ardían era similar a las velas con las que estaba familiarizado, no producían humo ni habían ennegrecido las vigas y tablas del techo situadas directamente encima de ellas.

Las luces, que eran lo más notable de la habitación, habían llamado la atención del hombre-mono en primer lugar, pero después sus ojos se posaron en los otros ocupantes de la sala. Había cincuenta o cien hombres de su altura, pero iban vestidos y armados como los hombrecillos de Trohanadalmakus y Veltopismakus. Tarzán frunció el entrecejo y los miró largo rato. ¿Quiénes eran? ¿Dónde se encontraba?

Cuando la consciencia se fue difundiendo por todo su cuerpo, se dio cuenta de que sentía dolor y tenía los brazos pesados y entumecidos. Intentó moverlos, pero descubrió que no podía hacerlo: los tenía atados a la espalda. Movió los pies, que no estaban atados. Al final, tras un esfuerzo considerable, pues estaba muy débil, se incorporó para sentarse y miró alrededor. La habitación, llena de guerreros con el aspecto exacto de los pequeños veltopismakusianos, pero del tamaño de un hombre normal, parecía muy grande. Había varios bancos y mesas y la mayoría de los hombres estaban sentados en los bancos o tumbados en el duro suelo. Unos cuantos hombres se movían entre ellos y daban la impresión de estar trabajando en ellos. Entonces Tarzán vio que casi todos los que se encontraban en la cámara sufrían heridas, muchas de ellas graves. Los hombres que se movían entre ellos atendían a los heridos e iban vestidos con una túnica blanca como los esclavos de la casta alta de Trohanadalmakus. Además de los heridos y los enfermeros, había media docena de guerreros armados que estaban ilesos. Uno de ellos fue el primero en ver a Tarzán cuando éste se hubo sentado.

—¡Eh! —exclamó—. El gigante ha recuperado el conocimiento. —Y cruzó la habitación para acercarse al hombre-mono. De pie ante él, con los pies separados, miró a Tarzán con una amplia sonrisa—. De poco te ha servido tu gran tamaño —se burló—, y ahora nosotros somos tan grandes como tú. También somos gigantes, ¿eh? —Se volvió a sus compañeros lanzando una risotada a la que todos se unieron.

Al ver que era prisionero y estaba rodeado de enemigos, el hombre-mono se sumió en esa característica de toda la vida de la bestia salvaje: el silencio hosco. No respondió, se limitó a quedarse sentado mirándolos con la mirada salvaje del bruto sometido.

—Es mudo, como las grandes mujeres bestia de las cuevas —dijo el guerrero a sus compañeros.

—Quizás es uno de ellos —sugirió otro.

—Sí —secundó un tercero—, quizás es uno de los zertalacolols.

—Pero sus hombres son todos unos cobardes —declaró el que había hablado primero—, y éste ha peleado como un guerrero nato.

—Sí, con las manos, hasta que ha sido derribado.

—Deberías haberlo visto arrojar diadets y guerreros como si fueran piedrecitas.

—No ha dado un solo paso, ni ha corrido; y siempre sonreía.

—No se parece a los hombres de los zertalacolols; pregúntale si lo es.

El primero que se había dirigido a él le formuló la pregunta, pero el hombre-mono se limitó a seguir mirándolos con furia.

—No me entiende —concluyó el guerrero—, pero no creo que sea un zertalacolol. Sin embargo, no sé lo que es.

Se acercó a Tarzán y le examinó las heridas.

—Pronto estarán curadas. Dentro de siete días, o antes, estará listo para las canteras.

Le rociaron las heridas con un polvo de color marrón y le trajeron comida, agua, y leche de antílope, y cuando vieron que los brazos se le estaban hinchando mucho y se ponían blancos, trajeron una cadena de hierro, le ataron un extremo a la cintura con un tosco candado, la sujetaron a una anilla que había en la pared de piedra de la cámara y le cortaron las ataduras de las muñecas.

Como creían que no entendía su lenguaje, hablaban libremente delante de él, pero como su lengua era casi idéntica a la que empleaban los trohanadalmakusianos, Tarzán entendía todo lo que decían, y así se enteró de que la batalla ante la ciudad de Adendrohahkis no había ido tan bien para los veltopismakusianos como Elkomoelhago, su rey, deseaba. Habían perdido a muchos de los suyos, que habían muerto o caído prisioneros, y a cambio no habían matado a tantos enemigos ni tomado muchos prisioneros, aunque, según se enteró, Elkomoelhago consideraba que el hombre-mono valía todo lo que había costado la breve guerra.

Lo que no entendía Tarzán era cómo habían logrado adquirir su estatura, y ninguno de los comentarios que oyó arrojó ninguna luz a este misterio de los misterios. Pero lo más desconcertante sucedió unos días más tarde, cuando vio pasar por el corredor en el que estaba situada la habitación que le servía de cárcel una fila de guerreros tan corpulentos como él, montando cada uno un antílope enorme, aunque por su perfil y características era un antílope real, que es el más pequeño que se conoce. Tarzán se pasó los dedos por su mata de pelo negro y abandonó todo intento de resolver los enigmas que lo rodeaban.

Sus heridas se curaron pronto, igual que las de los veltopismakusianos que convalecían con él, y al séptimo día media docena de guerreros fueron por él y le quitaron la cadena de la cintura para que los acompañara. Sus capturadores hacía tiempo que habían dejado de dirigirse a él, pues creían que desconocía su lenguaje, lo que para ellos significaba que carecía de habla, como un alalus, ya que no concebían otro lenguaje que no fuera el suyo; pero por su conversación mientras lo hacían salir de la cámara y lo conducían a través de un corredor circular, descubrió que lo llevaban ante el rey, Elkomoelhago, quien había expresado deseos de ver a este notable cautivo una vez recuperado de sus heridas.

El largo corredor por el que iban estaba parcialmente iluminado por pequeñas velas colocadas en huecos y por la luz que venía de las cámaras iluminadas cuyas puertas se abrían al corredor. Esclavos y guerreros avanzaban en dos líneas continuas y opuestas por este corredor y cada uno de los que lo cruzaban. Había esclavos de casta alta vestidos con túnica blanca con el emblema de sus propietarios y la insignia de su propia ocupación; había esclavos con túnica verde de la segunda generación con la insignia negra de su amo en el pecho y en la espalda, y esclavos de túnica verde de la primera generación con un emblema negro en el pecho que indicaba su ciudad natal y el emblema de su amo en la espalda. Había guerreros de todo rango y posición, jóvenes y pobres con feos atavíos de piel y ricos con arneses tachonados de joyas. Pasando en ambas direcciones y a menudo a gran velocidad, había otros guerreros montados en sus poderosos antílopes que constituían la mayor maravilla que Tarzán había visto desde su encarcelamiento en la ciudad de Veltopismakus.

Con intervalos, en el corredor, Tarzán veía escaleras que iban hasta un piso superior, pero nunca vio descender ninguna a un nivel inferior, y por ello supuso que se encontraban en la planta más baja de la estructura. Por lo que observaba estaba convencido de que la construcción era similar a la de la cúpula que había visto en la ciudad de Adendrohakis; pero cuando permitió que su mente se entretuviera en las tremendas proporciones de semejante cúpula, capaz de albergar a hombres de su tamaño, dudó. Si la cúpula de Adendrohahkis se hubiera copiado en estas dimensiones mayores, aunque en la misma proporción, habría tenido un diámetro de doscientos sesenta y ocho metros y una altura de ciento treinta cuatro. Parecía ridículo pensar que existiera alguna raza capaz de realizar semejante hazaña arquitectónica únicamente con los medios primitivos de que podía disponer esa gente, y sin embargo allí estaban los corredores con el techo en bóveda, las paredes de piedras bien colocadas y las grandes cámaras con gruesas vigas en el techo y robustas columnas, todo exactamente igual a lo que había visto en la cúpula de Trohanadalmakus, pero a una escala muchísimo mayor.

Mientras sus ojos y mente se entretenían en estos enigmas, su escolta lo llevó del corredor circular a uno que discurría en ángulo recto a él, donde se detuvieron a la entrada de una cámara llena de hileras de estanterías atestadas de toda clase de artículos manufacturados. Había velas grandes y velas pequeñas, velas de todo tamaño y forma concebible; había cascos, cinturones, sandalias, túnicas, cuencos, jarras, jarrones y otros mil y un artículos de la vida cotidiana de los minunianos con los que Tarzán se había familiarizado durante su estancia entre los trohanadalmakusianos.

Cuando se detuvieron ante la entrada de esta habitación, un esclavo con túnica blanca se acercó a ellos en respuesta a las llamadas de uno de los guerreros de la escolta.

—Una túnica verde para este tipo de Trohanadalmakus —ordenó.

—¿Qué insignia ha de llevar en la espalda? —preguntó el esclavo.

—Pertenece a Zoanthrohago —respondió el guerrero.

El esclavo se apresuró a ir a una de las estanterías y seleccionar una túnica verde. De otra cogió dos grandes bloques de madera en cuyas caras había grabado un emblema distinto. Cubrió los emblemas con alguna clase de pintura o tinta, metió una tabla lisa dentro de la túnica, colocó uno de los cubos boca abajo sobre la tela, le dio varios golpes con un mazo de madera y luego repitió la operación con el otro cubo en la cara opuesta de la túnica. Cuando entregó la prenda a Tarzán con las instrucciones para ponérsela, el hombre-mono vio que llevaba un emblema en negro en el pecho y otro en la espalda, pero no pudo interpretarlos; su educación no había progresado tanto.

El esclavo le entregó unas sandalias y, cuando se las hubo atado a los pies, los guerreros le hicieron señas de que siguiera por el corredor, que, a medida que avanzaban, cambiaba rápidamente de apariencia. Las toscas paredes de piedras aparecían enyesadas y decoradas con cuadros de colores que representaban, en su mayoría, escenas de batalla y de caza, en general enmarcadas en paneles por cenefas de complicados dibujos. Predominaban los colores vivos. Ardían velas de muchos tonos en huecos frecuentes. Abundaban los guerreros ataviados de forma espléndida. Casi no no se veían esclavos de túnica verde, mientras que las túnicas blancas de los esclavos de casta superior eran de un material más rico y los esclavos mismos, a menudo, lucían joyas y cuero fino.

El esplendor de la escena y la brillantez de la iluminación aumentaron hasta que el corredor terminó de repente ante dos puertas enormes de oro labrado, frente a ellas estaban apostados unos guerreros engalanados que les dieron el alto e interrogaron al jefe de la escolta para saber lo que les llevaba allí.

—Traemos al esclavo de Zoanthrohago por orden del rey —respondió el jefe—, el gigante que fue hecho prisionero en Trohanadalmakus.

El guerrero que los había detenido se volvió a uno de sus compañeros y dijo:

—¡Ve a dar este mensaje al rey!

Cuando el mensajero hubo partido, los guerreros se pusieron a examinar a Tarzán y a hacer muchas preguntas respecto a su persona, a las que su guardia no pudo responder más que con especulaciones. El mensajero regresó con el recado de que el grupo tenía que presentarse de inmediato ante el rey. Las pesadas puertas se abrieron y Tarzán se encontró en el umbral de una cámara de dimensiones colosales, cuyas paredes convergían hacia el extremo opuesto, donde había un trono sobre un estrado. Unas grandes columnas de madera soportaban el techo, que entre sus vigas estaba enyesado. Las vigas, así como las columnas, estaban labradas, mientras que las partes enyesadas del techo exhibían espléndidos arabescos en vivos colores. Las paredes estaban recubiertas de madera hasta media altura, y encima había paneles pintados que, según supuso Tarzán, describían sucesos históricos de la historia de Veltopismakus y sus reyes.

La habitación estaba vacía salvo por dos guerreros apostados ante las puertas que flanqueaban el estrado del trono. Cuando el grupo avanzó por el ancho pasillo central hacia el trono, uno de aquéllos señaló al cabecilla la puerta que él estaba protegiendo, que se abrió ante ellos. Tras ella apareció una pequeña antecámara en la que había media docena de guerreros bellamente ataviados sentados en unos pequeños bancos labrados. Un séptimo, sentado en una silla de respaldo alto, tamborileaba con los dedos en sus robustos brazos mientras escuchaba la conversación de los demás, en la que a veces intervenía pronunciando algunas palabras que siempre eran escuchadas con la mayor atención. Si fruncía el entrecejo cuando hablaba, los otros lo hacían aún más profundamente; si sonreía, ellos estallaban en carcajadas. En ningún momento dejaban de mirarlo a la cara, atentos a cualquier fugaz indicio de su humor cambiante.

Tras la puerta, los guerreros que conducían a Tarzán se detuvieron y permanecieron en silencio hasta que el hombre que estaba en la silla de respaldo alto se dignó fijarse en ellos; entonces el cabecilla puso una rodilla en el suelo, levantó los brazos, con las palmas hacia delante, por encima de su cabeza, se inclinó hacia atrás todo lo que pudo y en un tono apagado y monótono entonó su saludo.

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