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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (17 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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Tarzán habría preferido la carne cruda, pero no quiso ofenderla y por ello le dio las gracias y comió lo que le ofrecía sentado en cuclillas enfrente de la muchacha.

—Es extraño que Aoponato no venga —observó ella, utilizando la forma minuniana de ochocientos al cubo más diecinueve—. Nunca se había retrasado tanto.

Un fornido esclavo, que se había acercado a ella por detrás, se detuvo y miró a Tarzán con gesto ceñudo.

—Quizá sea él —dijo Tarzán a la muchacha, señalando al hombre con la cabeza.

Talaskar se volvió rápidamente, con un destello casi feliz en sus ojos, pero cuando vio quién era el que se erguía detrás de ella se levantó al instante y retrocedió con expresión de disgusto.

—No —dijo ella—, no es él.

—¿Estás cocinando para él? —pregunto el tipo, señalando a Tarzán—. Pero no querías cocinar para mí —acusó, sin esperar respuesta a su pregunta, que era demasiado evidente—. ¿Quién es ése para el que cocinas? ¿Es mejor que yo? También cocinarás para mí.

—Hay muchas que cocinan para ti, Caraftap —replicó Talaskar— y yo no deseo hacerlo. Ve a buscar a otra mujer. Mientras no haya demasiados hombres se nos permite elegir a aquéllos para los que queremos cocinar. Yo no quiero cocinar para ti.

—Si sabes lo que te conviene, cocinarás para mí —rezongó el hombre—. También serás mi compañera. Tengo derecho a ti, porque lo he pedido muchas veces antes de que llegaran los otros. En lugar de dejar que ellos te tengan mañana le contaré al vental la verdad sobre ti y él se te llevará. ¿Has visto alguna vez a Kalfastoban?

La muchacha se estremeció.

—Me ocuparé de que Kalfastoban te consiga —prosiguió Caraftap—. No te permitirán permanecer aquí cuando descubran que te niegas a producir más esclavos.

—Prefiero a Kalfastoban antes que a ti —espetó la muchacha—, pero ni uno ni otro me tendréis.

—No estés tan segura de ello —exclamó el otro, y en un instante dio un paso al frente y la agarró del brazo antes de que ella pudiera evitarlo.

La atrajo hacia sí con gesto violento e intentó besarla, pero no lo logró. Unos dedos de acero se cerraron en su hombro, fue arrancado bruscamente de su presa y arrojado a veinte pasos de distancia, donde se tambaleó y cayó al suelo. Entre él y la muchacha se alzaba el extranjero de ojos grises con la mata de pelo negro.

Casi rugiendo de rabia, Caraftap se puso en pie con dificultad y cargó contra Tarzán. Atacó como lo hace un toro enloquecido: con la cabeza baja y los ojos inyectados en sangre.

—Morirás por esto —gritó.

CAPÍTULO XII

E
L HIJO de la Primera Mujer avanzaba a grandes pasos y porte orgulloso por el bosque. Llevaba una lanza en la mano y un arco y flechas colgados a la espalda. Detrás de él iban otros diez machos de su especie, armados de forma similar, y cada uno caminaba como si fuera el propietario de la tierra que pisaba. Hacia ellos, por el mismo sendero, aunque aún fuera del alcance de su vista, de su oído o de su olfato, se acercaba una mujer de su especie. También ella caminaba con paso intrépido. Entrecerró los ojos y se detuvo, y alzó sus grandes orejas planas para escuchar; husmeó el aire. ¡Hombres! Apretó el paso para alcanzarlos. Eran más de uno, eran varios. Si se tropezaba con ellos de improviso se asustarían, serían presa de la confusión y sin duda podría atrapar a uno de ellos antes de que huyeran. Si no, las piedras emplumadas que llevaba al cinto buscarían uno.

Durante un tiempo los hombres habían escaseado. Muchas mujeres de su tribu que habían salido a la jungla a capturar compañeros jamás habían regresado. Ella había visto los cadáveres de varias de ellas, yaciendo entre los árboles. En estas ocasiones se preguntaba qué era lo que las había matado. Pero por fin había hombres, los primeros que ella descubría en dos lunas, y esta vez no regresaría a su cueva con las manos vacías.

En un repentino recodo del sendero los avistó, pero, para su desaliento, vio que aún se hallaban muy lejos. Estarían seguros de poder escapar si la veían, y estaba a punto de esconderse cuando se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. Uno de ellos señalaba hacia ella. Aflojó un proyectil de su cinto, agarró la porra con más firmeza y echó a correr hacia ellos con gran rapidez. La sorprendió, y complació al mismo, tiempo ver que no hacían ningún intento de escapar. ¡Qué aterrorizados debían de estar para quedarse quietos tan dócilmente mientras ella se les acercaba! Pero ¿qué era aquello? ¡Avanzaban para toparse con ella! Entonces vio la expresión de sus rostros. No mostraban miedo; sólo rabia y provocación. ¿Qué eran aquellas extrañas cosas que llevaban en las manos? Uno de los que corrían hacia ella, el que estaba más cerca, se detuvo y le lanzó un largo palo puntiagudo. Estaba afilado y cuando le rozó el hombro le hizo sangre. Otro se paró, puso un palito de través con otro palo más largo, cuyos extremos estaban inclinados hacia atrás con una pieza de tripa, y de pronto soltó el palo más pequeño, que salió disparado por el aire y se clavó en la carne debajo de uno de los brazos de la mujer. Y detrás de éstos los demás la estaban atacando con armas similares. Recordó los cadáveres de las mujeres que había visto en el bosque y la escasez de hombres de las últimas lunas. Aunque era corta de luces, no carecía de la facultad de razonamiento; comparó estos datos con lo que había ocurrido en los últimos segundos y el resultado le hizo salir corriendo en la dirección por la que había venido, tan deprisa como sus peludas piernas le permitían. Ni una sola vez se detuvo en su enloquecida huida hasta que se hundió, exhausta, en la boca de su cueva.

Los hombres no la persiguieron. Aún no habían llegado a esa fase de su emancipación que iba a darles suficiente valor y confianza en sí mismos para superar por completo su miedo hereditario a las mujeres. Ahuyentar a una ya era suficiente. Perseguirla habría sido tentar a la providencia.

Cuando las otras mujeres de la tribu vieron que su compañera llegaba tambaleante a su cueva y percibieron que su estado era consecuencia del terror y de la tensión física provocada por una larga huida, cogieron sus porras y echaron a correr, preparadas para recibir y vencer al perseguidor, que, según supusieron, inmediato se trataba de un león. Pero no apareció ninguno, y entonces algunas de ellas se acercaron a la mujer, que yacía jadeante en el umbral de su cueva.

—¿De qué huías? —le preguntaron en el sencillo lenguaje de signos.

—Hombres —respondió.

El asco apareció claramente en todos los rostros. Una de ellas le dio una patada y otra le escupió.

—Eran muchos —les dijo ella— y estaban dispuestos a matarme con palos voladores. ¡Mirad! —y les mostró la herida de lanza y la flecha que aún tenía clavaba en la carne bajo su brazo—. No han huido de mí, sino que han avanzado para atacarme. Así es como han matado a todas las mujeres que hemos visto en la jungla durante las últimas lunas.

Esto las inquietó. Dejaron de molestar a la mujer postrada. Su cabecilla, la más violenta, paseaba de un lado a otro haciendo unas muecas espantosas. De pronto se paró.

—¡Vamos! —indicó—. Iremos a buscar juntas a esos hombres, los traeremos aquí y los castigaremos.

Blandió su porra por encima de la cabeza y gesticuló de una forma horrible.

Las otras bailaron a su alrededor, imitando su expresión y sus acciones, y cuando se encaminó hacia el bosque la siguieron en tropel, formando una compañía salvaje y sedienta de sangre. Todas menos la mujer que aún yacía jadeante donde había caído. Estaba harta de hombres; no quería saber nada de ellos nunca más.

* * *

—¡Morirás por esto! —gritó Caraftap precipitándose sobre Tarzán de los Monos en la larga galería de los esclavos, en la cantera de Elkomeolhago, rey de Veltopismakus.

El hombre-mono se apartó rápidamente y esquivó al otro haciéndole la zancadilla. Caraftap cayó de bruces al suelo. Antes de levantarse, miró alrededor como si buscara un arma y, cuando sus ojos se posaron en el brasero caliente, alargó el brazo para cogerlo. Un murmullo de desaprobación surgió de los esclavos que, como estaban ocupados cerca de allí, habían visto comenzar la pelea.

—¡Nada de armas! —exclamó uno—. No están permitidas entre nosotros. Pelea con las manos o no pelees.

Pero Caraftap estaba demasiado ebrio de odio y celos para oírlos o prestarles atención, y por tanto agarró el brasero, se levantó y se abalanzó hacia Tarzán para arrojárselo a la cara. Esta vez fue otro el que le hizo la zancadilla y dos esclavos saltaron sobre él y le arrebataron el brasero de la mano.

—¡Juega limpio! —le advirtieron, y le ayudaron a ponerse en pie.

Tarzan sonreía y se mostraba indiferente, pues la rabia de los otros le divertía cuando era mayor de lo que las circunstancias justificaban. Esperó a que Caraftap estuviera listo. La sonrisa en su rostro no hizo más que aumentar la furia de su adversario. En su locura por destruir al hombre-mono se abalanzó sobre él y Tarzán lo recibió con la más sorprendente defensa que Caraftap, que durante mucho tiempo había sido un matón entre los esclavos, había visto jamás. Era un puño al final de un brazo recto, que dio a Caraftap en la punta de la barbilla y le hizo caer de espaldas. Los esclavos, que para entonces se habían agolpado en un número considerable para contemplar la pelea, expresaron en voz alta su aprobación con el estridente
Ee-ah-ee-ah
que constituía una forma de aplauso.

Confuso y mareado, Caraftap se puso en pie, tambaleante, una vez más y con la cabeza baja miró alrededor como buscando a su enemigo. La muchacha, Talaskar, se había puesto al lado de Tarzán y permanecía allí mirándolo a la cara.

—Eres muy fuerte —dijo, pero la expresión de sus ojos decía más, o al menos eso le pareció a Caraftap. Parecía hablar de amor, mientras que sólo era la admiración que una mujer normal siempre siente por la fuerza empleada para una causa que merece la pena.

Caraftap emitió un ruido como el chillido de un cerdo enojado y una vez más se precipitó hacia el hombre-mono. Detrás de ellos se abrió la puerta para que entraran algunos esclavos y uno de los guerreros, que por casualidad estaba agachado en aquel momento, vio lo que ocurría dentro. Vio poca cosa, pero fue suficiente: un corpulento esclavo de pelo negro levantaba a otro por encima de la cabeza y lo arrojaba al duro suelo. El guerrero se abrió paso entre los esclavos, cruzó el corredor y corrió hacia el centro de la cámara. Antes de que fueran conscientes de su presencia se encontraba de pie frente a Tarzán y Talaskar. Era Kalfastoban.

—¿Qué significa esto? —preguntó en voz alta, y después dijo—: ¡Ajá! Ya veo, es El Gigante. ¿Quería demostrar a los demás lo fuerte que es? —Miró a Caraftap, que hacía esfuerzos por levantarse del suelo, y su rostro se ensombreció: Caraftap era uno de sus favoritos—. ¡Estas cosas no están permitidas aquí, amigo! —exclamó, agitando su puño ante la cara del hombre-mono y olvidando, en su ira, que el nuevo esclavo ni hablaba ni entendía. Pero entonces lo recordó e hizo señas a Tarzán de que lo siguiera—. Un centenar de latigazos le explicarán que no debe pelear —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular, pero mirando a Talaskar.

—No lo castigues —exclamó la muchacha, sin pensar en sí misma—. Ha sido culpa de Caraftap, Zuanthrol ha actuado en defensa propia.

Kalfastoban no podía apartar los ojos del rostro de la muchacha y entonces ella percibió el peligro que corría y se sonrojó, pero permaneció donde estaba, intercediendo por el hombre-mono. Una sonrisa irónica retorció la boca de Kalfastoban cuando le puso una mano en el hombro.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.

Ella se lo dijo, y sintió un escalofrío.

—Veré a tu amo y te compraré —anunció—. No cojas compañero.

Tarzán miraba a Talaskar y parecía que la veía marchitarse, como una flor se marchita cuando está en un ambiente nocivo, y entonces Kalfastoban se volvió hacia él.

—Tú no puedes entenderme, bestia estúpida —dijo—; pero te diré una cosa, a ti y a los que escuchen, que tal vez te aleje del peligro. Esta vez te dejaré en paz, pero si vuelve a suceder, recibirás cien latigazos o más; y si me entero de que has tenido algo que ver con la muchacha, a la que tengo intención de comprar y llevar a la superficie, el castigo para ti será mayor —dicho lo cual se dirigió a grandes pasos hacia la entrada y cruzó el corredor.

Después de que el vental hubiera partido y la puerta de la cámara se hubiera cerrado, una mano se posó en el hombro de Tarzán por detrás y una voz de hombre lo llamó por su nombre:

—¡Tarzán!

Sonó extraño a sus oídos, en aquella cámara enterrada bajo tierra, en una ciudad extraña y entre gente extraña, de la que nadie había oído su nombre. Pero cuando se volvió para mirar al hombre que lo había saludado, una expresión de reconocimiento y una sonrisa de placer le cruzaron el rostro.

—¡Kom…! —medio exclamó, pero el otro se llevó un dedo a los labios.

—Aquí no —dijo—. Aquí soy Aoponato.

—Pero… ¡tu estatura! Eres tan alto como yo. No lo entiendo. ¿Qué ha ocurrido para que la raza de los minunianos haya crecido en semejantes proporciones, gigantescas para vosotros?

Komodoflorensal sonrió.

—El egoísmo humano no te permitiría atribuir este cambio a una causa opuesta a aquella que tú le has adjudicado —dijo.

Tarzán frunció el entrecejo y miró larga y pensativamente a su regio amigo. Una expresión que era mezcla de incredulidad y diversión se asomó a su semblante.

—¿Quieres decir —preguntó lentamente— que me han reducido en tamaño a la estatura de un minuniano?

Komodoflorensal hizo un gesto de asentimiento.

—¿No es más fácil creer esto que creer que una raza entera de gente y todas sus pertenencias, incluso sus moradas y las piedras con las que las construyeron, y todas sus armas y sus diadets, han aumentado su tamaño hasta tener tu estatura?

—¡Pero te digo que es imposible! —exclamó el hombre-mono.

—Yo habría dicho lo mismo unas lunas atrás —replicó el príncipe—. Cuando oí el rumor de que te habían reducido no lo creí, al menos durante mucho tiempo, y era un poco escéptico hasta que entré en esta cámara y te vi con mis propios ojos.

—¿Cómo lo hicieron? —preguntó Tarzán.

—La mejor mente de Veltopismakus, y quizá de todo Minuni, es Zoanthrohago —explicó Komodoflorensal—. Esto lo reconocemos desde hace muchas lunas, porque, durante los ocasionales intervalos en que estamos en paz con Veltopismakus, se produce algún intercambio de ideas, así como de productos, entre las dos ciudades, y así nos enteramos de muchas maravillas que se atribuyen al mayor de los walmaks.

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