Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—Vamos, Álex —le interrumpió Jana, mirándolo con severidad—. Los dos sabemos que descendemos de los kuriles. Nuestras visiones siempre significan algo, aunque no sepamos exactamente qué.
En el cuarto de baño, Jana extrajo unas tijeras de manicura de su neceser violeta y las miró unos instantes, pensativa. Luego, regresó a su habitación, donde Álex la esperaba sentado en la moqueta, justo delante de las ondulantes cortinas (habían abierto un poco la ventana y la brisa húmeda de la noche se colaba en la recalentada habitación, refrescándola).
Jana echó una ojeada a la lámpara del tocador, la única que habían dejado encendida. La luz era suave y aterciopelada, perfecta para el ritual que estaba a punto de realizar. Se sentó ágilmente frente a Álex cruzando las piernas y alargó una mano para sujetarle un mechón de sus cabellos rubios. Él la miró sorprendido.
—¿Qué…?
Antes de que pudiera continuar, Jana había cortado el mechón con las pequeñas tijeras. Cerrando el puño a su alrededor, dejó libres el índice y el pulgar para sujetarse un tirabuzón de su propio cabello y repitió la operación.
—Parte de ti y parte de mí —murmuró, con los ojos clavados en Álex.
A continuación, extendió los brazos y abrió las manos, mostrando los dos mechones de pelo que acababa de cortar. El de Álex, rubio y liso, reposaba sobre su palma izquierda. El suyo, largo y oscuro, formaba un amasijo sobre su palma derecha.
Jana cerró nuevamente los puños y, bajando los párpados, comenzó a pronunciar las largas y antiguas fórmulas de la invocación. La cadencia de las palabras la llevó, poco a poco, a concentrarse en el ritual y a olvidarse completamente de Álex. Perdió la noción del tiempo; era como si su propia voz la transportase a través de los siglos hasta una región remota, anterior a su existencia y a la de todos los medu.
De pronto, sintió una quemazón brutal en la zona de su piel en contacto con los dos mechones de cabello. Abrió los ojos y extendió las manos, con las palmas hacia arriba. Los dos mechones habían comenzado a arder, pero lo hacían de un modo muy distinto. El de ella, sobre su mano derecha, formaba una llama blanca y resplandeciente, en forma de huso. Por el contrario, el de Álex proyectaba una sombra tan negra e impenetrable que parecía hecha de tinta.
—Sombra y llama —dijo, recordando a medida que las pronunciaba las palabras sagradas de la invocación agmar—. Sombra y llama…
Los dos fuegos, el claro y el oscuro, se consumieron simultáneamente, dejando en cada una de sus palmas una pequeña pirámide de ceniza. Las cenizas de su cabello eran plateadas; las del mechón de Álex tenían el color del hollín. Jana juntó las manos y las frotó una contra la otra, hasta que los dos montones formaron uno solo.
Volcó la ceniza en su palma izquierda y hundió en ella los dedos índice y corazón de la mano derecha.
—Cierra los ojos —le ordenó a Álex.
El muchacho obedeció. Jana trazó, con los dedos manchados de ceniza, una esquemática figura de ave sobre su rostro. Reconoció el símbolo a medida que lo dibujaba: era un ibis. Su largo cuello atravesaba verticalmente el párpado derecho de Álex.
—Ahora te toca a ti —dijo al terminar—. Tienes que trazar una figura sobre mi rostro.
Álex la miró desorientado. —Pero Jana, yo no sé…
—Tu mano te guiará. La ceniza le dirá lo que tiene que dibujar. Tú solo tienes que seguirla sin oponer resistencia.
Jana cerró los ojos, y se estremeció al notar la caricia de los dedos de Álex descendiendo desde su frente hasta la comisura de sus labios. Su párpado derecho tembló bajo el peso de la ceniza. Álex había dibujado una cruz de Amón sobre la mitad derecha de su rostro: no necesitaba mirarse al espejo para saberlo.
—El Ibis y el Anj —dijo. Su voz le sonó lejana y melodiosa, como si no le perteneciera—. Estamos preparados.
Dejó caer al suelo la ceniza restante y alargó ambas manos para entrelazarlas con las de Álex. Antes de cerrar los ojos, le dirigió una larga mirada. El corazón le latía con violencia. Esperaba que viajasen juntos, que la visión los condujese a ambos al mismo lugar. La invocación que acababa de realizar tenía esa función: unir sus almas para que nada ni nadie pudiera separarlas en su descenso al mundo de las sombras, donde la realidad se ocultaba bajo el disfraz de un sueño.
Sin embargo, algo falló. Antes de que las formas se materializasen a su alrededor, notó que las manos de Álex ya no estaban entre las suyas. En algún momento lo había perdido…
Sintió una caricia de luz tibia en el rostro, y alzó los párpados. Una vez más, estaba en la Caverna.
Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Y también notó algo más: una opresión indefinible en el pecho que amenazaba con asfixiarla. La Caverna había cambiado… Una densa oscuridad se había tragado todos los contornos, y lo único que emergía de aquel océano de sombras, flotando como un barco de luz, era la tumba de Eric, iluminada por la corona de llamas que ceñía sus sienes.
Los pies de Jana se deslizaron sin esfuerzo hacia el sepulcro de piedra. Sentía que flotaba en un mar de oscuridad, y su faro era el rostro sereno y noble de Eric. Un vértigo extraño se apoderó de ella al rozar con los nudillos la fría losa sobre la que reposaba el cuerpo del muchacho. La belleza de aquel rostro dormido le resultaba casi insoportable. Una parte de ella ansiaba alargar la mano y tocar aquella frente amplia y despejada, o acariciar los cabellos rubios del joven, que parecían haber crecido desde su última visión.
Pero lo más extraño, lo que la atraía hacia el sepulcro con la fuerza magnética de un hechizo, eran los ojos del último jefe drakul. Se estremeció al observar que los tenía abiertos, aunque sus iris claros permanecían tan inmóviles como los de una estatua. No la veía. Y sin embargo, ella tenía la extraña sensación de que Eric notaba su presencia, de que algo en su interior la estaba llamando, y de que esa llamada era triste, como si brotase de un corazón completamente vacío de esperanza.
No supo exactamente qué era lo que le estaba ocurriendo hasta que notó el puño metálico de la espada Aranox debajo de su cuerpo, incrustándose suavemente en sus costillas. El fuego blanco de la Esencia de Poder la había envuelto, arrastrándola hacia Eric, uniéndola a él. A su alrededor, las sombras parecieron oscilar, como si una ráfaga de viento hubiese penetrado hasta las profundidades del mar, removiéndolas. Pero a Jana no le importaban las sombras. Solo quería sentir el abrazo cálido de aquella luz que protegía a Eric, que parecía formar parte de él. No intentó apartarse cuando notó en sus labios el roce de papel de otros labios tan fríos como el mármol. A pesar de su suavidad de roca desgastada, ella supo instantáneamente que estaban vivos, que respondían al contacto de su piel con un beso ardiente; un beso que, de pronto, se volvió tiránico como una cadena, amenazando con mantenerla prisionera de su luz para siempre…
El suelo cedió bajo sus pies, y gritó mientras su cuerpo se hundía en una caída eterna. Creyó que era el final, que la oscuridad la arrastraba hacia un abismo solitario en el que ya nunca volvería a sentir la cálida seguridad de aquella luz que emanaba de Eric, que formaba parte de su ser.
Las tinieblas habían ganado.
O tal vez no.
Abrió los ojos y se encontró frente a frente con el rostro desencajado de Álex.
Sin saber muy bien por qué, empezó a justificarse. Se sentía culpable por lo que acababa de experimentar durante la visión, aunque sabía que aquello no formaba parte de la realidad, sino de otra dimensión secreta e inalcanzable.
—Has vuelto antes que yo —dijo, obligándose a sostener la mirada torva y colérica del muchacho—. Siento que nos hayamos separado; algo ha debido de fallar…
—¿En serio? —La voz de Álex era fría, cortante como un filo de acero—. ¿Estás segura? Porque yo creo que nada ha fallado.
—Bueno; la idea era que los dos viésemos lo mismo…
—¿Y cómo sabes que no lo hemos visto?
Una terrible sospecha se abrió paso en la mente de Jana.
—No… no puede ser —balbuceó—. Tú no estabas allí. Lo habría notado…
Se interrumpió bruscamente, comprendiendo que ella misma se había delatado. Incluso aunque Álex no la hubiese visto besando a Erik, la turbación que delataban sus palabras tenía, por fuerza, que alarmarle.
Álex la observó con el rostro ladeado. Su mirada era cínica, y su sonrisa crispada resultaba casi amenazadora.
—Dímelo —suplicó ella, incapaz de soportar por más tiempo aquella incertidumbre—. ¿Qué has visto?
Tal y como esperaba, Álex no contestó. Se limitó a contemplarla largamente, con un gesto que se iba haciendo más y más sombrío a medida que transcurrían los segundos.
Jana notó que las mejillas comenzaban a arderle. Aquello equivalía prácticamente a una confesión. Una confesión que debía intentar explicar con palabras.
—Las visiones tienen un significado simbólico —dijo, en un tono que sonaba demasiado a excusa—. Si has visto lo mismo que yo, espero que lo interpretes así.
—¿Así? —Álex no parecía dispuesto a ponerle las cosas fáciles—. ¿Así, cómo?
—Bueno; quizá… una parte de mí desea que Erik regrese para devolverles a los clanes medu el sitio que les corresponde —repuso Jana con cautela—. Quizá esta historia del libro me haya dado esperanzas…
—Embustera —silabeó Álex sin llegar a pronunciar la palabra en voz alta.
Y a continuación, sin hacer caso de la expresión herida de Jana, se puso en pie con agilidad y, dándose media vuelta, salió de la habitación sin mirar atrás.
La puerta se cerró tras él con un sonoro portazo. Jana escuchó con el corazón desbocado los bruscos pasos que se alejaban, la puerta principal de la suite que se abría y luego volvía a su lugar con un lento chirrido. La alfombra del pasillo exterior amortiguaba el sonido de los zapatos de Álex en dirección al rellano principal, pero lo que Jana sí oyó con claridad fue el breve timbrazo musical del ascensor al detenerse y abrir sus puertas. Después, ya no quiso seguir escuchando… Álex se había ido, y poco importaba adónde. Se había ido únicamente para alejarse de ella, porque no podía soportar la verdad que acababa de serle revelada durante la visión: que Jana había besado a Erik… Que ansiaba que Erik despertase de su oscuro sueño, tan parecido a la muerte.
Las agujas fluorescentes del antiguo reloj de pulsera de su madre, que Jana siempre metía bajo la almohada antes de acostarse, marcaban las siete menos cuarto de la mañana. Jana suspiró y, con un suave tirón, sacó de debajo de su mejilla un largo mechón de pelo que había quedado atrapado entre su cara y la almohada. Las contraventanas entreabiertas filtraban una luz turbia, que bañaba las paredes en un pálido reflejo verdeazulado. Desde la cama, Jana veía el mueble bar con el pequeño televisor de pantalla plana sobre él, y también una esquina del tocador blanco, decorado con pinturas de delicadas flores sobre tallos dorados.
Sin pensar demasiado en lo que hacía, se incorporó, apartó las sábanas y buscó con los pies el contacto afelpado de sus zapatillas grises. Recorrió a oscuras el pasillo que conducía al baño, por miedo a que Álex hubiese dejado la puerta de su cuarto entreabierta y las luces pudieran molestarle. Pero al pasar comprobó que la puerta de Álex estaba cerrada. Gomo si quisiera dejar bien claro que, por el momento, quería estar solo, y que no sentía el menor deseo de recibir visitas.
Jana lo había oído regresar a eso de las cinco de la madrugada, de modo que aún debía de hallarse profundamente dormido. No tenía ni idea de adónde podía haber ido a esas horas, aunque se le ocurrían varias hipótesis, todas ellas bastante intranquilizadoras. Era posible que hubiese salido en busca de Yadia, para pedirle explicaciones. Y también podía haber regresado al teatro para entrevistar a solas al hombre que se hacía llamar Armand. Aunque lo más probable era que se hubiese limitado a pasear por la ciudad mientras intentaba recuperar la calma. Jana le conocía lo suficiente para saber que le habría costado al menos un par de horas serenarse. Estaba muy nervioso después de la visión, aunque su rostro no lo delatara. Aquella tensión fría que se adivinaba en sus ojos, aquella sombra que parecía haber invadido su semblante… Jana se estremeció al recordarlas.
Se había comportado de un modo muy torpe intentando quitarle importancia a lo que los dos habían visto, como si Álex fuese un niño al que se le engaña con facilidad. Los dos sabían que la escena que habían presenciado a través del ritual de la invocación era de suma importancia para su futuro, aunque Jana aún no tuviese del todo claro su significado.
Después de una rápida ducha de agua tibia (la fontanería del hotel no se encontraba a la altura de un establecimiento de lujo, y el agua nunca alcanzaba las altas temperaturas que a Jana le gustaban) se secó con rapidez y regresó a su habitación envuelta en el albornoz blanco con la insignia bordada en oro del Cimarosa. Al pasar ante la puerta de Álex, se detuvo y escuchó. Creyó captar el rumor acompasado de la respiración de Álex, aunque tal vez no fuese más que una impresión. Pensó en colarse dentro del cuarto y deslizarse en la cama junto a él, sorprendiéndole en mitad del sueño. No le daría tiempo a enfadarse con ella. Antes de que pudiese reaccionar, los labios de Jana le recordarían la fuerza de los lazos invisibles que los unían…
Siguió caminando, maldiciéndose interiormente por su falta de valor. Se sentía demasiado vulnerable como para arriesgarse a una nueva pelea con Álex. No habría podido soportar su rechazo, después de toda la tensión acumulada en los últimos días. Pero tampoco soportaba la idea de esperar a que a Álex se le pasase el enfado provocado por la visión y regresase a ella como si nada hubiera sucedido.
Desazonada, Jana abrió la puerta del armario, eligió unos vaqueros y un jersey negro de cuello alto y empezó a vestirse. Estaba tan distraída, tan abstraída en sus pensamientos, que no se fijó en que se había puesto dos calcetines de distinto color hasta que llegó el momento de anudarse los zapatos. Tal vez para mortificarse a sí misma con aquel detalle de descuido en su aspecto, ni siquiera se los cambió. Arrancó el enorme bolso de ante del perchero, cogió una chaqueta y, sin tratar de amortiguar el ruido de sus zapatos sobre la moqueta, volvió a recorrer el pasillo, esta vez hasta la salida.
Al abrir la puerta de la suite, vaciló un instante. La tarjeta de la habitación se hallaba inserta en la ranura de la pared, junto al interruptor de la luz. Si se la llevaba, Álex no podría encender ninguna luz cuando se levantara, incluyendo las del baño. Con un suspiro, dejó la tarjeta donde estaba y cerró la puerta tras ella, procurando hacer el menor ruido posible.