Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—En parte. El resto lo he averiguado gracias a mi red de contactos, como ya te expliqué. La historia de ese tipo es muy rara, sobre todo en los últimos meses.
—¿Te refieres a Armand?
David asintió, sosteniendo la mirada de Álex.
—Hasta hace apenas seis meses, ese tipo no era más que un mago de pacotilla que apenas ganaba suficiente dinero para sobrevivir de pensión en pensión. Pero, últimamente, parece que su suerte había cambiado. Amasó una ingente fortuna en apenas unas semanas, una de las mayores de Italia.
—A lo mejor le tocó la lotería. Según él, es capaz de adivinar cuál va a ser el número premiado.
—Déjate de idioteces, Álex. Lo más que hacía ese tipo antes de la «transformación» era sacarse unos cuantos pañuelos de colores de la manga. No, el dinero tuvo que salir de otra parte, aunque no he conseguido averiguar de dónde. Y, casi a la vez, sus espectáculos comenzaron a llamar la atención del público y de la crítica especializada. Hacía cosas que parecían imposibles.
—Resumiendo: se convirtió en un mago de verdad…
—Eso parece. Y adivina qué: con el dinero que amasó, adquirió dos propiedades en el Véneto. Una es el palacio de Venecia adonde Argo envió a Jana.
—Donde vieron ese vídeo en el que el tipo renacía de sus cenizas —murmuró Álex.
Los dos muchachos se miraron en silencio durante unos segundos.
—En todo caso, solo hay una forma de averiguarlo: hablar con él. Y creo que sé dónde encontrarle…
David sacó un par de billetes de tren doblados por la mitad y se los mostró a Álex.
—Nos vamos a Vicenza, a la antigua Villa delle Fontane —anunció, desplegando una sonrisa radiante.
—¿Y cómo sabías que accedería a acompañarte? —preguntó Álex con desconfianza—. ¿Por qué compraste dos billetes?
—En realidad, el segundo era para Jana —confesó David con perfecto descaro—. El plan inicial no te incluía a ti. Pero Jana no está, y tú sabes tanto come ella. Aunque nunca tendrás su magia…
—No —murmuró Álex mirando con el ceño fruncido la cama deshecha—. No; eso es algo que nunca tendré.
En el interior del taxi blanco y azul olía a ambientador de pino sintético.
Mientras se acomodaba en el asiento trasero, detrás del conductor, Álex observó de reojo las dificultades de David para abrocharse el cinturón con la única mano útil que le quedaba.
—Bienvenidos a Vicenza —dijo el taxista en un inglés lamentable, volviéndose a mirar a sus pasajeros con una sonrisa tan autosatisfecha como si la ciudad entera le perteneciese—. ¿Adónde, por favor?
—Villa delle Fontane —contestó David sin titubear.
La sonrisa se deshizo en el rostro rubicundo del conductor como una pastilla de chocolate al sol.
—¿Por qué quieren ir allí? —preguntó en tono suspicaz—. Hay cientos de sitios interesantes que visitar en Vicenza. Seguro que todavía no han visto ninguno…
—Usted limítese a llevarnos —le atajó David de mal humor—. Necesitamos un taxi, no un guía turístico.
Ofendido, el taxista arrancó el coche y enfiló una ancha avenida flanqueada de elegantes edificios clásicos que conducía al extrarradio de la ciudad.
Durante buena parte del trayecto, los dos pasajeros se dedicaron a mirar por las ventanillas sin intercambiar palabra. El conductor los observaba de cuando en cuando a través del espejo retrovisor, espiando la posibilidad de entablar conversación. Debía de andar cerca de los sesenta años, pero era evidente que le preocupaba mucho su aspecto físico, ya que llevaba su abundante pelambrera teñida de un rubio tan artificial que uno no podía dejar de fijarse en ella.
—La Villa delle Fontane está maldita —dijo de pronto.
Se habían detenido en un semáforo, a la salida de un gran hipermercado con el aparcamiento atestado de vehículos. Álex y David intercambiaron una rápida mirada al oír la brusca observación del conductor.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Álex sin aparentar demasiado interés.
El tipo buscó su mirada en el espejo.
—Un tipo murió allí hace poco. Se quemó vivo por andar jugando con magia negra. No me digan que no lo sabían… Por eso quieren ver la villa, ¿a que sí?
David y Álex lo miraron con perfecta inocencia.
—No sabíamos nada. Nos interesa la arquitectura palladiana —explicó David—, y ese palacio es uno de los diseños más originales de Palladio, según dicen…
—¿Palacio? —El taxista se echó a reír. Sus carcajadas eran una especie de gorjeo asmático que hacía temer por su respiración—. Ese lugar no es más que una ruina cochambrosa. De pequeños nos acercábamos a veces a curiosear, aunque nunca entrábamos. Todo el mundo sabe aquí que es un lugar maldito.
—Entonces, ¿no queda nada que ver? —preguntó Álex en tono desilusionado.
—Escombros y maleza. Si les gusta eso, allá ustedes…
El coche arrancó de nuevo, y el tipo se pasó rápidamente una mano por el cabello, desde la frente hasta la nuca. Al hacerlo, el rubio amarillento de sus cabellos se transformó en un brillante tono rojizo, tan poco natural como el color inicial.
—Creía que no le gustaba la magia —observó David con acento burlón.
El tipo le sonrió a través del espejo. Por lo visto, se sentía muy orgulloso de su pequeño truco.
—La magia no tiene nada de malo si se utiliza bien —sentenció, con aires de sabelotodo—. A mí me gusta cuidarme, y la magia me ayuda. No tiene nada que ver con las brujerías que practican algunos.
David dejó escapar un bufido impaciente, pero no insistió en el tema.
Durante un buen rato, el coche avanzó por una sinuosa carretera que transitaba entre altos árboles, ascendiendo la colina Bérica. A su izquierda podían ver la ciudad de Vicenza, un racimo de casas doradas coronado por el tejado verde-azul de la catedral, y salpicado de frondosas islas de verdor. «Un lugar hermoso para vivir», se dijo Álex con cierta melancolía.
El taxi ralentizó la marcha al llegar a un tramo de curvas cerradas y sin apenas visibilidad. Las copas de los árboles se bamboleaban sobre el asfalto oscuro de la carretera, mecidas por una suave brisa. Tras la última curva, el bosque se abrió, revelando una blanca construcción de elegantes columnas en la fachada. Rodeando el edificio, se extendía un jardín francés animado por el borboteo regular del agua en los surtidores de las fuentes.
El taxista frenó con tal brusquedad al ver la mansión que la cabeza de David estuvo a punto de chocar con el asiento delantero.
—¿Esta es la ruina cochambrosa que mencionaba usted? —no pudo menos que preguntar Álex, observando la nuca del taxista con ojos burlones.
—No… no lo entiendo —balbuceó el hombre—. Han… No sé cuándo han podido restaurarlo…
La carretera penetraba a través de dos enormes puertas de forja negras y doradas en el recinto de la propiedad, pero el taxista no parecía dispuesto a traspasar la verja.
—Si no les importa, los dejo aquí —dijo en tono de disculpa—. Y no les cobraré el suplemento de la estación…
David le tendió por encima del hombro la cantidad que marcaba el taxímetro. Después de recoger el cambio, le tendió al taxista un par de monedas de propina con su mano enguantada. Antes de retirarla, la posó un instante en el hombro del conductor y le dio un par de ligeras palmaditas a modo de despedida.
—Que tenga buena suerte, amigo —dijo en tono informal.
El hombre se volvió, sorprendido. Álex tuvo que reprimir una carcajada al ver la pequeña mancha arborescente que el guante de David había impreso en la nuca del hombre. Las ramas del tatuaje, negras como la tinta, se extendieron rápidamente por los cabellos del taxista, dándole un aspecto bastante extravagante.
Los dos muchachos salieron rápidamente del coche y observaron cómo daba la vuelta y se perdía carretera abajo. Luego, se miraron y se echaron a reír. El taxista no se había dado cuenta de nada.
—Se le quitará dentro de un par de días —dijo David, girando los talones hacia la verja del palacio—. Así aprenderá a ser menos vanidoso.
—Creía que ya no podías tatuar con tu mano derecha.
—Y no puedo. Lo que acabo de hacer no era un verdadero tatuaje mágico; solo un truquito fácil de esos que tanto os gustan a los humanos últimamente. No te preocupes, no tiene ningún poder.
Ambos jóvenes avanzaron juntos por el sendero de gravilla que conducía a la entrada principal del palacio. Ninguno de los dos podía apartar los ojos de la exquisita armonía de los elementos arquitectónicos (columnas, frisos, arcos y ventanas) que se combinaban en la fachada.
Cuando se encontraban ya a unos veinte pasos de la escalinata de mármol que daba acceso a la villa, la enorme puerta de madera labrada se abrió, y en el umbral apareció el rostro sonriente de Armand.
El ilusionista extendió ambos brazos en señal de bienvenida, y observó en silencio a los recién llegados mientras estos subían apresuradamente las escaleras.
—¿Dónde está la muchacha? —preguntó, clavando sus cálidos ojos azules en Álex—. ¿Se ha echado atrás?
—He venido yo en su lugar. Soy su hermano —se presentó David, alargando con soltura el brazo enguantado para estrechar la mano que le tendía Armand—. No se preocupe, sé tanto del asunto como ella… Incluso un poco más.
Armand asintió con una placentera sonrisa. La respuesta de David no parecía haberle sorprendido ni lo más mínimo. Como de costumbre, iba impecablemente vestido, aunque en esta ocasión había cambiado su esmoquin de mago por un traje gris marengo y una moderna camisa blanca. Daba la impresión de que los estaba esperando.
—De modo que eres David, el hermano de la princesa Jana —dijo, haciéndose a un lado para dejar pasar a sus invitados al sombrío vestíbulo—. Me halaga recibir visitas tan importantes, no voy a negarlo…
Sus ojos escrutaron juguetones la reacción de Álex a aquellas palabras, y luego volvieron, más serios y pensativos, a fijarse en David.
—Seguidme, os lo ruego —dijo, guiándolos hacia el ala derecha del palacio—. Estaréis cansados del viaje. ¿Habéis venido en tren desde Venecia? Un viaje incómodo. Personalmente, prefiero la limusina. Supongo que tendréis hambre. Yo ya he comido, pero queda algo de pasta en la nevera…
—No, gracias —le interrumpió David—; hemos comido un par de sándwiches en el tren.
Armand hizo un gesto de repugnancia.
—Habéis hecho mal —dijo—. La comida de los trenes no es de fiar. Son frecuentes las intoxicaciones. En fin, si no queréis comer nada, venid conmigo. Esta casa está llena de cosas interesantes; aunque no todo el mundo sabe apreciarlas.
Los chicos hicieron caso omiso del comentario y lo siguieron en silencio hasta la soleada estancia que Armand parecía haber elegido para recibirlos.
—Esta es la sala del Zodiaco, una de las más bonitas de la villa —explicó el ilusionista, deteniéndose en mitad del embaldosado azul y blanco que cubría el suelo y mirando encantado a su alrededor—. Fijaos en los medallones del artesonado. Representan los doce signos zodiacales. Simbología tosca, lo admito, pero los frescos no carecen de valor.
Álex observó con interés las pinturas de los signos del zodiaco, enmarcadas en complejos estucos blancos. Luego, sus ojos descendieron hacia las paredes, donde la pintura se fundía con la arquitectura creando curiosos efectos de trampantojo. Armand parecía muy complacido con la curiosidad artística de sus dos visitantes. La expresión luminosa de David indicaba bien a las claras que no era insensible a la calidad pictórica de los motivos que decoraban la sala del Zodiaco.
Solo después de unos minutos, Álex cayó en la cuenta de que aquellos detalles los habían hecho apartarse del objetivo principal de su visita.
—Usted sabe por qué estamos aquí —dijo, concentrando toda su atención en Armand—. No hemos venido a admirar los tesoros artísticos de la villa, por valiosos que sean. Estamos buscando…
—El libro de Dayedi, sí —le interrumpió Armand con gravedad—. Sé que lleváis algún tiempo sobre su pista. Aunque quizá vosotros lo conozcáis por otro nombre…
—¿Qué tal «el Libro de la Creación»? —preguntó despreocupadamente David.
Una sombra de miedo atravesó fugazmente la mirada del mago.
—Preferiría no utilizar ese nombre, si no os importa —dijo, bajando la voz…—. En realidad, el libro de Dayedi es solo una copia del que tú acabas de mencionar. Una copia increíblemente poderosa, eso sí.
—¿Fue gracias al libro como consiguió todo esto? —preguntó Álex, señalando con un gesto ambiguo el artesonado de la sala—. ¿O fue al revés? Compró el palacio, sabiendo que en su interior encontraría el libro. Nos han dicho que hasta hace poco se encontraba en ruinas, pero, aun así, debió de salirle bastante caro…
—En primer lugar, no me llames de usted —exigió Armand en tono quejumbroso—. Haces que me sienta como un anciano, y todavía soy un hombre joven. Y en segundo lugar… ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí; de la villa y de cómo conseguí adquirirla. Veo que os han llegado ciertos rumores… Pero no deberíais hacerles caso.
—Armand Montvalier no tenía dónde caerse muerto —replicó Álex desafiante—. Eso no es un rumor, es la realidad. No juegues con nosotros, seas quien seas. No nos gusta que nos hagan perder el tiempo.
Armand se alisó con la mano los bucles rubios de su pelo, mientras en sus ojos aparecía un brillo de picardía.
—No os gusta que os tomen el pelo, ¿eh? Lo entiendo, a mí me pasa lo mismo. —Su sonrisa se desdibujó lentamente hasta desaparecer—. Está bien, admito que era pobre hasta que un golpe de suerte me trajo a este lugar. Yo estaba a punto de rendirme. Esa misma noche, al hacer un número con bastones de fuego en el anfiteatro de Vicenza, cometí una torpeza y me chamusqué el pelo, las cejas y el dorso de una mano. Lo peor no fueron las quemaduras, sino el oprobio de quedar en ridículo delante de más de cuatrocientos espectadores. Se rieron de mí. Me insultaron. Me llamaron «mago de feria»… Hay que sentir lo que yo siento por la noble profesión de la magia para entender mi desesperación de aquel día.
Armand caminó hacia la alta ventana rematada por un arco de piedra y permaneció un rato de espaldas a sus dos invitados, contemplando los setos simétricamente recortados del jardín francés.
—Pensé en quitarme de en medio, en desaparecer —continuó con voz ronca—. Al fin y al cabo, nadie me habría echado de menos. Nunca he tenido mucha suerte con las mujeres… Supongo que se me puede considerar un tipo solitario.