—Lo más probable es que Yongxing renunciara a intentarlo a bordo de la nave y que haya estado esperando para que usted se confíe —dijo Granby, más pesimista—. Sí, esta casa de campo es muy bonita, pero está llena de puñeteros guardias.
—Razón de más para no temer —repuso Laurence—. Podrían haberlo hecho ya más de cien veces si quisieran matarme.
—Si los propios guardias del emperador le mataran, difícilmente Temerario se quedaría aquí, y ya está bastante suspicaz —dijo Granby—. Lo más probable es que hiciera todo lo posible por matar a muchos de ellos, y en ese caso espero que fuera capaz de encontrar el barco de nuevo y volver a casa. Aunque los dragones se lo toman muy a mal cuando pierden a su capitán, y lo fácil es que si pasa eso huya a los bosques.
—Esto es un círculo vicioso. Podemos seguir discutiendo así para siempre —Laurence levantó las manos con impaciencia y las dejó caer de nuevo—. Por ahora, al menos, el único plan que he visto llevar a cabo ha sido el de dar una impresión favorable a Temerario.
No dijo que este objetivo se había logrado del todo y con muy poco esfuerzo. No sabía cómo dibujar el contraste con la forma de tratar a los dragones en Occidente sin que sonara en el mejor de los casos como una queja y en el peor como deslealtad. Volvía a ser consciente de que no se había educado como aviador y era reacio a decir cualquier cosa que pudiera herir los sentimientos de Granby.
—Está usted muy callado —soltó éste de pronto, y Laurence dio un respingo de culpabilidad: llevaba un buen rato pensativo y en silencio—. No me sorprende que le haya gustado la ciudad, siempre está ansioso de ver cosas nuevas, pero ¿es eso tan malo?
—No es sólo la ciudad —reconoció Laurence—. Es el respeto que les tienen a los dragones, y no sólo a él, todos ellos tienen un grado muy alto de libertad, como algo natural. Creo que hoy he visto por lo menos a cien dragones deambulando por las calles sin que nadie les prestara atención.
—Pues Dios nos libre de que a nosotros se nos ocurriera sobrevolar Regent’s Park. Oiríamos gritos y alarmas de ¡asesinato!, ¡incendio!, ¡inundación!, todo a la vez, y el Almirantazgo nos enviaría diez memorandos —reconoció Granby, con un chispazo de indignación—. Tampoco podríamos establecernos en Londres aunque quisiéramos: las calles son demasiado estrechas para cualquier dragón mayor que un Winchester. Por lo que hemos visto desde el aire, este lugar está diseñado con mucho más sentido común. No me extraña que tengan diez veces más bestias que nosotros, por lo menos.
Laurence se sintió muy aliviado al ver que Granby no se había ofendido con él y que estaba tan dispuesto a discutir el asunto.
—John, ¿sabe que aquí no asignan cuidadores hasta que los dragones tienen quince meses? Hasta ese momento los crían otros dragones.
—Bueno, me parece un desperdicio que unos dragones tengan que hacer de niñera —comentó Granby—, pero supongo que se lo pueden permitir. Laurence, me dan ganas de llorar cuando pienso lo que podríamos hacer tan sólo con una docena de esos grandes dragones escarlata que aquí tienen engordando por todas partes.
—Sí, pero lo que quería decir es que no parecen tener dragones salvajes —dijo Laurence—. ¿Nosotros no perdemos a uno de cada diez?
—Oh, no tantos, al menos en tiempos modernos —respondió Granby—. Antes perdíamos Largarios a montones, hasta que la reina Isabel tuvo la brillante idea de enviar a su doncella con uno y descubrimos que con las chicas eran como corderitos, y después resultó que a los Xenicas les pasaba lo mismo. Y era muy frecuente que los Winchester salieran pitando como el rayo antes de que les pudieras poner encima ni una hebilla del arnés, pero hoy día incubamos sus huevos en un lugar cubierto y dejamos que revoloteen un poco antes de ponerles delante la comida. No son más de uno de cada treinta, como mucho, si no se cuentan los huevos que perdemos en los campos de cría. Los dragones salvajes que hay allí nos los esconden a veces.
Su conversación fue interrumpida por un criado. Laurence trató de despacharle, pero recurriendo a reverencias compungidas y a tirarle de la manga, dejó claro que quería llevarlos al comedor principal. Sun Kai había venido de improviso a tomar el té con ellos.
Laurence no estaba de humor para hacer vida social, y Hammond, que se unió para oficiar de traductor, seguía envarado y de malas pulgas. Ambos eran en aquel momento una compañía más bien incómoda y silenciosa. Sun Kai les preguntó con cortesía por sus alojamientos y después quiso saber si estaban disfrutando del país, a lo que Laurence contestó con mucha brevedad. No podía evitar ciertas sospechas de que se tratara de un intento por sondear el estado de ánimo de Temerario; y aún más cuando Sun Kai les explicó por fin el motivo de su visita.
—Lung Tien Qian le envía una invitación —dijo—. Espera que usted y Temerario tomen el té con ella en el Palacio de los Diez Mil Lotos, mañana por la mañana antes de que se abran las flores.
—Gracias por traernos su mensaje, señor —contestó Laurence, cortés pero inexpresivo—. Temerario está impaciente por conocerla mejor.
Era complicado rechazar aquella invitación, aunque a Laurence no le hacía ninguna gracia ver cómo a Temerario le tendían nuevos señuelos.
Sun Kai asintió con gesto ecuánime.
—Ella también está impaciente por saber más de la situación de su vástago. Su opinión tiene mucho peso ante el Hijo del Cielo —dio un sorbo a su té y añadió—: Tal vez quiera usted hablarle de su país y del respeto que Lung Tien Xiang se ha ganado allí.
Hammond tradujo esto y después añadió, lo bastante rápido para que Sun Kai creyera que formaba parte de la traducción de sus propias palabras:
—Señor, confío en que vea que ésta es la pista más clara que puede dar dentro de lo tolerable. Debe usted hacer todo lo que pueda por granjearse su favor.
—En primer lugar, no entiendo por qué Sun Kai querría darme ningún consejo —dijo Laurence cuando el embajador los dejó solos de nuevo—. Siempre ha sido bastante educado, pero nadie diría de él que haya sido amistoso.
—Bueno, tampoco es un gran consejo —dijo Granby—. Sólo le ha sugerido que le diga a esa dragona que Temerario es feliz. Sí, es algo que suena educado, pero seguro que se le habría ocurrido a usted solo.
—Cierto, pero sin él no habríamos sabido valorar en tan alto grado lo importante que es darle una buena impresión ni habríamos pensado que esa reunión tuviese alguna relevancia particular —dijo Hammond—. No. Para ser un diplomático, ha dicho mucho. Sospecho que todo lo que podía decir sin comprometerse abiertamente con nosotros. Esto es muy alentador —añadió con un optimismo, en opinión de Laurence, excesivo y probablemente nacido de su frustración. Había escrito hasta cinco veces a los ministros del emperador solicitando una reunión en la que pudiera presentar sus credenciales. Le habían devuelto todas las notas sin abrir, y cuando requirió salir de la isla para ver a los escasos occidentales que había en la ciudad, la respuesta había sido una rotunda negativa.
—No puede ser muy maternal si estuvo de acuerdo en que lo enviaran tan lejos —le dijo Laurence a Granby a la mañana siguiente, poco después del amanecer.
Estaba aprovechando la primera luz para inspeccionar su mejor casaca y sus pantalones, que por la noche había sacado fuera para airearlos. Su pañuelo necesitaba un planchado, y tenía la impresión de haber visto unos hilos sueltos en su mejor camisa.
—Normalmente no suelen serlo, ya sabe —comentó Granby—. O al menos, no lo son después de la eclosión, aunque cuando ponen los huevos al principio se comportan con ellos como gallinas cluecas. No es que no les importen, pero al fin y al cabo una cría de dragón puede arrancarle la cabeza a una cabra cinco minutos después de romper el cascarón, así que no necesita cuidados maternos. Eh, deme eso. Soy incapaz de planchar sin quemar la ropa, pero sí sé hacer un zurcido —dijo, quitándole la camisa y la aguja para arreglarle el puño.
—Aun así, estoy seguro de que a ella no le gustaría ver que le cuidan mal —repuso Laurence—. El caso es que me sorprende que su opinión tenga tanto peso ante el emperador. Yo creí que si habían enviado lejos un huevo de Celestial era porque pertenecía a un linaje inferior. Gracias, Dyer, déjela ahí —dijo cuando el joven mensajero entró con la plancha caliente que traía de la estufa.
Tras adecentarse lo mejor posible, Laurence se reunió con Temerario en el patio. El dragón con franjas había vuelto para escoltarlos. El trayecto fue muy corto, pero curioso. Volaban tan bajo que podían distinguir los pequeños macizos de hiedras y enredaderas que habían conseguido aposentarse en las losas amarillas de los tejados de los edificios palaciegos, y también el color de las joyas que adornaban los sombreros de los mandarines mientras éstos recorrían los enormes patios y pasajes que se extendían bajo ellos, ya atareados pese a lo temprano de la hora.
El palacio concreto que buscaban se hallaba detrás de las murallas de la inmensa Ciudad Prohibida, y era fácil identificarlo desde arriba: había dos gigantescos pabellones para dragones a cada lado de un largo estanque, prácticamente cubierto de nenúfares que aún tenían las flores encerradas en los capullos. Unos puentes amplios y sólidos cruzaban sobre el agua trazando un arco elevado por motivos decorativos, y al sur había un patio con suelo de mármol blanco que ahora empezaba a rozar la primera luz del día.
El dragón de franjas amarillas aterrizó aquí y les hizo una reverencia con la que les pidió que lo siguieran. Mientras Temerario caminaba a su lado con paso silencioso, Laurence pudo ver que otros dragones se desperezaban a la luz de la mañana bajo los aleros de los dos grandes pabellones. Un Celestial ya anciano estaba saliendo con paso rígido del rincón sureste más alejado; tenía los tirabuzones de las fauces largos y caídos como bigotes. Su enorme gorguera estaba descolorida, y la piel era tan translúcida que el negro se veía teñido de rojo por la carne y la sangre que había debajo. Un dragón de franjas amarillas le marcaba el ritmo con cuidado, empujándolo de vez en cuando con el hocico hacia el patio bañado por el sol. Los ojos del Celestial eran de un azul lechoso y sus pupilas apenas se veían bajo las cataratas.
También salieron unos cuantos dragones más. Había más Imperiales que Celestiales. Los primeros carecían de gorguera y tirabuzones y mostraban colores más variados: algunos eran negros como Temerario, pero otros eran de un azul oscuro, casi índigo. Todos eran muy oscuros, sin embargo, salvo Lien, que salió al mismo tiempo de un pabellón privado y separado de los demás, apartado entre los árboles, y acudió al estanque a beber. Con su piel blanca, parecía una aparición casi extraterrena entre los demás. Laurence pensó que era difícil culpar a nadie por sentir un temor supersticioso ante ella, y de hecho los demás dragones la esquivaban conscientemente. A cambio, ella los ignoró por completo, dio un gran bostezo mostrando su boca roja, meneó la cabeza con vigor para sacudirse las gotas de agua y después caminó hacia los jardines con solitaria dignidad.
La propia Qian los estaba esperando en uno de los pabellones centrales, flanqueada por dos dragones Imperiales de aspecto particularmente elegante; los tres estaban adornados con refinadas joyas. Qian inclinó la cabeza con cortesía y golpeó con una uña una campana que tenía al lado para avisar a los criados. Los dragones que asistían a la ceremonia se movieron para hacer un sitio a Laurence y Temerario a la derecha de Qian, y los sirvientes humanos le trajeron al capitán un asiento cómodo. En vez de iniciar la conversación de inmediato, la dragona señaló con un gesto hacia el lago. Sobre el agua, la línea de luz se desplazaba presta hacia el norte conforme el sol trepaba en el cielo y los nenúfares se estaban abriendo siguiendo este ritmo casi como en un ballet. Había literalmente miles de ellos, y el contraste entre el rosa vivo de la flor y el verde oscuro de las hojas era todo un espectáculo.
Cuando las últimas flores terminaron de desplegarse, los dragones golpearon las losas del suelo con las garras, un repiqueteo que era una especie de aplauso. Después trajeron una mesita para Laurence, y para los dragones grandes, cuencos de porcelana pintados de blanco y de azul, y les sirvieron a todos un té negro e intenso. Para sorpresa de Laurence, los dragones bebían con deleite, y llegaban al extremo de lamer las hojas del fondo de los cuencos. Al propio Laurence el sabor del té le pareció peculiar y muy fuerte: tenía casi aroma a carne ahumada, aunque en cualquier caso vació su taza educadamente. Temerario se bebió su infusión muy rápido y con entusiasmo, y después se sentó con una curiosa expresión de duda, como si estuviera intentado decidir si le había gustado o no.
—Habéis hecho un largo viaje —empezó Qian, dirigiéndose a Laurence. Un discreto sirviente se había puesto al lado de la dragona para traducir—. Espero que estés disfrutando de tu visita, pero me imagino que echarás de menos tu hogar.
—Un oficial que sirve al rey debe estar acostumbrado a ir donde se le ordene, señora —contestó Laurence, preguntándose si aquello era una sugerencia—. En total no he pasado más de seis meses en el hogar de mi familia desde que embarqué por primera vez, y en aquel entonces era un crío de doce años.
—Muy joven para ir tan lejos —dijo Qian—. Tu madre debió de sentir una gran inquietud.
—Ella tenía amistad con el capitán Mountjoy, a cuyas órdenes servía, y además conocíamos bien a su familia —le explicó Laurence, y aprovechó la oportunidad para añadir—: Lamento que usted no tuviera esa misma ventaja cuando se separó de Temerario. Estaría encantado de satisfacerla en todo lo que pueda, aunque sea a posteriori.
Ella se volvió hacia los dragones que la acompañaban.
—Mei y Shu pueden llevarse a Xiang para que contemple las flores más de cerca —dijo, usando el nombre chino de Temerario. Ambos Imperiales inclinaron sus cabezas y se incorporaron, esperando al Celestial. Éste miró algo preocupado a Laurence y dijo:
—Desde aquí se ven bastante bonitas…
A Laurence también le ponía nervioso la perspectiva de una entrevista en solitario, pues no tenía demasiada idea de cómo complacer a Qian, pero se obligó a sonreír para Temerario y dijo:
—Yo esperaré aquí con tu madre. Seguro que te gustan mucho.
—No molestéis al Abuelo ni a Lien —les recordó Qian a los Imperiales, que asintieron y se llevaron a Temerario.
Los criados rellenaron la taza de Laurence y el cuenco de Qian de una tetera nueva. La dragona lamió la infusión con menos prisas que antes, y poco después dijo: