Sun Kai permanecía callado, escuchando más que hablando. Laurence no sabía a ciencia cierta si se lo estaba pasando bien: comía con frugalidad y bebía muy poco, aunque Liu Bao, al que no le faltaban tragaderas, le regañaba en broma de vez en cuando y le volvía a llenar la copa hasta el borde. Pero cuando trajeron con toda ceremonia la gran tarta de Navidad y, entre aplausos, la flambearon y las llamas del brandy resplandecieron azules, y después la cortaron y repartieron para que todos disfrutaran de ella, Liu Bao se volvió hacia él y le dijo:
—Esta noche estás siendo muy aburrido. Venga, canta
El duro camino
para nosotros. ¡Es el poema más apropiado para este viaje!
Pese a sus reservas, Sun Kai parecía dispuesto a complacerlos. Se aclaró la garganta y recitó:
El vino puro cuesta, para el tazón dorado, diez mil cobres la jarra,
y una bandeja de jade para golosinas vale un millón de monedas.
Yo dejo a un lado el tazón y la comida, no puedo comer ni beber…
Levanto las garras hacia el cielo, examino los cuatro caminos en vano.
Cruzaría el Río Amarillo, pero el hielo agarrota mis miembros.
Volaría sobre las montañas de Tai-hang, pero la nieve ciega el cielo.
Me sentaría a ver a la carpa dorada, perezoso junto a un arroyo…
Pero de repente sueño en cruzar las olas y navegar siguiendo el sol.
Viajar es duro,
viajar es duro.
El camino da muchas vueltas,
¿cuál de ellas debo tomar?
Algún día cabalgaré un fuerte viento y romperé la pesada capa de nubes,
y desplegaré mis alas para tender un puente sobre el ancho, ancho mar.
Si el poema tenía rima o métrica, en la traducción desaparecieron; pero todos los aviadores aprobaron y aplaudieron el contenido.
—¿Es obra suya, señor? —preguntó Laurence con interés—. Creo que nunca había oído un poema compuesto desde el punto de vista de un dragón.
—No, no —dijo Sun Kai—. Es una de las obras del venerable Lung Li Po, de la dinastía Tang. Yo sólo soy un humilde erudito, y mis versos no son dignos de ser recitados en compañía.
Sin embargo, no tuvo ningún reparo en ofrecerles una amplia selección de poetas clásicos, todos ellos recitados de memoria en lo que a Laurence le pareció una proeza mental.
Todos los invitados se separaron al final en los términos más armoniosos, ya que habían evitado cuidadosamente discusiones sobre soberanía inglesa o china referente a naves o dragones.
—Voy a ser tan osado como para asegurar que ha sido un éxito —comentó después Laurence, tomándose un café en la cubierta de dragones mientras que Temerario se comía su oveja—. En compañía no son tan estirados, después de todo, y puedo decir que estoy realmente satisfecho con Liu Bao. He estado en más de un barco donde habría agradecido cenar en una compañía tan buena.
—Me alegro de que hayas tenido una velada agradable —dijo Temerario mientras trituraba con aire pensativo los huesos de las patas—. ¿Puedes volver a recitarme ese poema?
Laurence tuvo que consultar a sus oficiales para tratar de reconstruir el poema. Aún seguían con ello a la mañana siguiente, cuando Yongxing salió a tomar el aire, y escuchó cómo destrozaban la traducción. Tras presenciar unos cuantos intentos más, el príncipe les frunció el ceño, se volvió hacia Temerario y recitó él mismo el poema.
Yongxing habló en chino, sin traducir. Sin embargo, tras oírlo una sola vez, Temerario consiguió repetirle los versos en el mismo idioma sin la menor dificultad. No era la primera vez que a Laurence le sorprendía el talento del Celestial para las lenguas. Temerario había aprendido a hablar durante su larga maduración en el cascarón, como todos los dragones, pero al contrario que la mayoría, había estado expuesto a tres idiomas diferentes, y era evidente que recordaba incluso el que debía haber sido el más temprano.
—Laurence —dijo Temerario, volviendo la cabeza emocionado, tras intercambiar unas cuantas palabras más en chino con Yongxing—, dice que lo escribió un dragón, no un humano.
Laurence, aún desconcertado por el descubrimiento de que Temerario podía hablar aquel idioma, volvió a parpadear al enterarse de esto.
—La poesía parece una ocupación extraña para un dragón, pero supongo que si a otros dragones chinos les gustan los libros tanto como a ti, no es sorprendente que uno de ellos haya intentado comprobar qué tal se le dan los versos.
—Me pregunto cómo lo escribió —dijo Temerario, pensativo—. Yo podría intentarlo, pero no se me ocurre cómo podría ponerlo por escrito. No creo que sea capaz de sujetar una pluma —levantó su propia pata y examinó con aire dubitativo los cinco dedos de su zarpa.
—Puedes dictarme a mí; me encantaría —dijo Laurence, divertido por la idea—. Supongo que ese dragón debió de arreglárselas así.
No pensó más en ello hasta dos días después, cuando volvió a la cubierta, sombrío y preocupado, después de pasar un largo rato sentado en el dispensario. Granby había recaído en su pertinaz fiebre, y yacía pálido y semiinconsciente con sus ojos azules muy abiertos y perdidos sin ver en los recovecos más apartados del lecho, y los labios entreabiertos y agrietados. Sólo bebía un poco de agua, y cuando hablaba sus palabras eran confusas y caóticas. Pollitt no quiso opinar, y únicamente meneó la cabeza un poco.
Ferris le estaba esperando ansioso al pie de las escaleras de la cubierta de dragones. Al ver su expresión, Laurence aceleró el paso, aunque todavía cojeaba.
—Señor —dijo Ferris—, no sabía qué hacer. Él ha estado hablando con Temerario toda la mañana, y no podemos saber lo que está diciendo.
Laurence se apresuró a subir los escalones y encontró a Yongxing sentado en un sillón en cubierta, conversando con Temerario en chino. El príncipe hablaba despacio y en voz bastante alta, articulando bien las palabras y corrigiendo la dicción de Temerario. También se había traído varias hojas de papel y había pintado en gran tamaño varios de sus curiosos caracteres. El dragón parecía fascinado; tenía toda la atención puesta en ello, y agitaba la punta de la cola a un lado y otro, como hacía siempre cuando estaba especialmente nervioso.
—Laurence, mira, esto es
dragón
en su escritura —al verle, Temerario le llamó para que se acercara. Laurence, obediente, se quedó mirando los signos con gesto inexpresivo. Para él, incluso cuando Temerario le señaló la parte del símbolo que representaba las alas del dragón y después el cuerpo, seguían pareciendo como los dibujos que a veces quedan marcados en la arena después de la marea.
—¿Tienen una sola letra para toda la palabra? —preguntó Laurence, incrédulo—. ¿Cómo lo pronuncian?
—Se dice
lung
—respondió Temerario—, como en mi nombre chino, Lung Tien Xiang, y
tien
es para los Celestiales —añadió orgulloso, señalando otro símbolo.
Yongxing les estaba mirando a ambos sin ninguna expresión demasiado marcada hacia el exterior, pero Laurence creyó ver un asomo de triunfo en sus ojos.
—Me alegro mucho de que hayas tenido un entretenimiento tan placentero —le dijo a Temerario y, volviéndose hacia Yongxing, le saludó con una reverencia calculada y se dirigió a él sin ser invitado a ello—. Es usted muy amable, señor, por tomarse tales molestias.
Yongxing le contestó con frialdad.
—Lo considero un deber. El estudio de los clásicos es el camino hacia el entendimiento.
Sus maneras eran todo menos amistosas, pero si había decidido ignorar el límite y hablar con Temerario, Laurence lo consideraba el equivalente de una invitación formal y se sentía justificado para iniciar la conversación. Quizá Yongxing no estuviera de acuerdo en su interior, pero el atrevimiento de Laurence no le disuadió de ulteriores visitas: ahora todas las mañanas empezaban con él en cubierta, dándole a Temerario lecciones diarias sobre el idioma y ofreciéndole más muestras de la literatura china para despertar su apetito.
Al principio Laurence sólo sentía irritación ante aquellos intentos tan transparentes de seducir al dragón. Pero Temerario parecía mucho más alegre de lo que lo había estado desde que partieran Maximus y Lily; de modo que, aunque le desagradara la fuente de dicha alegría, Laurence no podía desaprobar que Temerario gozase de la oportunidad de ocupar su mente en algo tan nuevo, máxime cuando su herida aún le obligaba a seguir confinado en cubierta. En cuanto a la idea de que aquellas lisonjas orientales pudieran hacer tambalearse la lealtad del dragón, Yongxing podía alimentar esa creencia si así lo deseaba: Laurence no albergaba dudas.
Pero no pudo evitar cierta desazón conforme los días pasaban y Temerario no se cansaba del asunto. Ahora descuidaba a menudo sus propios libros a cambio de recitar piezas literarias chinas que además le gustaba aprender de memoria, ya que no podía escribirlas ni leerlas. Laurence era consciente de que él mismo no era ningún erudito y de que su idea de una ocupación placentera era pasar la tarde conversando, o quizás escribiendo cartas o leyendo un periódico cuando tenía a mano alguno que no estaba demasiado atrasado. Aunque por influencia de Temerario había llegado paulatinamente a disfrutar de los libros mucho más de lo que habría imaginado, era mucho más duro compartir la emoción del dragón por obras compuestas en un lenguaje que para él no tenía ni pies ni cabeza.
No quería brindarle a Yongxing la satisfacción de verle consternado, pero lo vivía como una victoria del príncipe a su costa, sobre todo en aquellas ocasiones en que Temerario dominaba un nuevo poema y se hinchaba de forma visible ante las alabanzas escasas y difíciles de conseguir de Yongxing. A Laurence también le preocupaba el hecho de que Yongxing parecía casi sorprendido por los avances de Temerario, y a menudo especialmente complacido. Como es natural, Laurence pensaba que su dragón era excepcional entre los demás dragones, pero no deseaba que Yongxing compartiera aquella opinión: no hacía ninguna falta dar al príncipe motivos adicionales para intentar arrebatarle a Temerario.
A modo de consuelo, el dragón cambiaba constantemente al inglés para que Laurence le entendiera, y Yongxing tenía por fuerza que conversar de forma educada con él si no quería arriesgarse a perder las ventajas que había conquistado. Pero aunque esto supusiera una minúscula satisfacción, Laurence no podía afirmar que disfrutara demasiado de esas conversaciones. Cualquier afinidad espiritual entre ellos habría sido inadecuada ante una animadversión tan violenta en la práctica, y ninguno de los dos podría haber sentido inclinación hacia el otro en ningún caso.
Una mañana Yongxing salió a cubierta temprano. Temerario aún estaba dormido, y mientras sus sirvientes le traían su asiento, lo cubrían con una funda y le preparaban los rollos que pensaba leerle al dragón ese día, el príncipe se acercó a la borda para asomarse al océano. Estaban en medio de una preciosa zona de aguas azules, sin tierra a la vista y con un viento fresco que soplaba del mar, y el propio Laurence estaba de pie en la proa para disfrutar del paisaje. Las aguas oscuras se extendían infinitas hasta el horizonte, con pequeñas olas esporádicas que rompían unas con otras levantando blanca espuma, y la nave estaba sola bajo la curvada bóveda del cielo.
—Sólo en el desierto puede uno encontrar un paisaje tan desolado y monótono —dijo Yongxing de repente. Laurence, que estaba a punto de hacer un comentario cortés sobre la belleza de la escena, se quedó anonadado, y aún más cuando Yongxing añadió—: Ustedes los ingleses siempre están navegando a lugares nuevos. ¿Tan descontentos están de su propio país?
En vez de esperar respuesta, meneó la cabeza y se alejó, confirmando a Laurence en su creencia de que le habría sido casi imposible encontrar a otro hombre con el que tuviera menos armonía en ningún aspecto.
Normalmente, la dieta de Temerario a bordo habría consistido sobre todo en pescado capturado por él mismo. Laurence y Granby lo habían planeado así al calcular la cantidad de provisiones, ovejas y vacas que debían embarcar para que hubiese variedad en el menú por si el mal tiempo confinaba a Temerario en la nave, pero el dragón, que tenía prohibido volar por culpa de la herida, no podía cazar, de modo que estaba consumiendo las provisiones a un ritmo mucho más rápido del que habían previsto en un principio.
—Tendremos que navegar cerca de la costa del Sáhara en cualquier caso, o corremos el riesgo de que los alisios nos empujen directos hacia Río —dijo Riley—. Así que seguro que podemos hacer escala en Costa del Cabo para abastecernos de provisiones.
Este comentario estaba destinado a consolar a Laurence, que se limitó a asentir y se alejó.
El padre de Riley tenía plantaciones en las Indias Occidentales y cientos de esclavos que las trabajaban. En cambio, el de Laurence era un firme partidario de Wilberforce y Clarkson, había pronunciado discursos muy incisivos en la Cámara de los Lores contra el tráfico de seres humanos, y en una ocasión incluso había mencionado al padre de Riley por su nombre entre una lista de caballeros que poseían esclavos y que, tal como había señalado, «deshonran el nombre de cristianos y empañan el carácter y la reputación de su país».
En su momento dicho incidente había provocado frialdad entre ambos: Riley estaba muy unido a su padre, un hombre mucho más cordial que Lord Allendale, y como era natural se había tomado a mal aquel insulto en público. Aunque Laurence no sentía un cariño especialmente intenso hacia su propio padre y le enojaba verse en una posición tan incómoda, tampoco estaba por la labor de ofrecer ningún tipo de disculpas. Había crecido rodeado por los libros y panfletos publicados por el comité de Clarkson, y a los nueve años le habían llevado de crucero en un antiguo barco negrero que estaba a punto de ser desguazado. Las pesadillas le habían durado varios meses después y habían grabado una profunda impresión en su joven mente. Nunca habían hecho las paces sobre aquel asunto, que habían resuelto con una tregua. Ninguno de los dos había vuelto a mencionar el tema y ambos evitaban deliberadamente criticar al padre del otro. Ahora Laurence no podía hablarle con franqueza a Riley de lo reacio que era a atracar en un puerto esclavista, aunque en su interior le desagradaba mucho aquel panorama.
En lugar de eso, le preguntó en privado a Keynes si Temerario se estaba recuperando bien y si se le podría permitir que volviera a hacer vuelos cortos para pescar.
—Mejor no —dijo el cirujano, a regañadientes. Laurence le miró con severidad, y por fin consiguió que Keynes reconociera que estaba algo preocupado: la herida no sanaba como debería—. Los músculos aún están calientes al tacto, y tengo la sensación de que debajo de la piel hay parte de la carne que tiene desgarros. Es demasiado pronto para inquietarse de verdad, pero aun así no quiero correr riesgos. Nada de volar por lo menos en otras dos semanas.