Tengo que matarte otra vez (58 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—La señora Caine-Roslin no acababa de morir —dijo Christy—. Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero los compañeros de Mánchester dicen que no hay duda de que hace un cierto tiempo que fue asesinada en su casa. Al menos ocho semanas.

Él la miró fijamente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué ha ocurrido?

—El motivo. —Christy McMarrow parecía hablar más consigo misma que con John—. ¿Qué motivo podría haber tenido la fiscal Caine para cometer todos esos crímenes? ¡No consigo ver ningún hilo conductor! —Se frotó los ojos, los tenía enrojecidos y parecía muy cansada—. No veo ningún hilo conductor —repitió.

—¡Tenéis que encontrarla! —exclamó John con insistencia—. Temo que la vida de Gillian pueda correr peligro. Todo esto lo comprendo tan poco como tú, pero tal vez aún tengamos tiempo de encontrarlas. Si fue Caine quien asesinó a Thomas Ward y si su objetivo en realidad era Gillian, entonces Caine tiene lo que quería. Tiene a Gillian en su poder.

—Emitiremos una orden de búsqueda para encontrar el coche de la señora Caine —dijo Christy—, puesto que tal vez las dos mujeres todavía estén en camino. Y por cierto, John: entiendo que pretendes decirme lo que la policía debe hacer a partir de ahora, pero créeme, ya lo sabemos. No necesitamos tu colaboración. —Ella lo miró fijamente con frialdad.

John sintió cómo crecía la ira en su interior. Hasta entonces, por encima de todo había sentido desesperación y agotamiento. Desesperación porque temía que no tuvieran tiempo de salvar a Gillian; y agotamiento, porque los últimos días lo habían dejado hecho polvo. Pero en esos momentos esas dos sensaciones habían quedado sustituidas por la rabia. Se preguntaba por qué se contenía frente a Christy McMarrow. Lo había sermoneado, lo había tratado con menosprecio, a pesar de haberle contado a Scotland Yard todo lo que necesitaban saber. Gracias a Kate Linville había conseguido unas cuantas averiguaciones policiales necesarias, pero había sido él quien había sacado las conclusiones correctas, había sido él quien había conseguido encontrar a Liza Stanford, había sido él quien había descubierto que Caine conocía a todas las víctimas de esa serie de asesinatos y que era precisamente la persona que el inspector Fielder andaba buscando desesperadamente. Había hecho un buen trabajo y Christy lo sabía.

John había derribado el muro que ella había erigido entre los dos desde que la noche anterior se hubieran visto de nuevo por primera vez después de muchos años.

—¿Por qué, Christy? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué me tratas con tanta hostilidad? ¿Qué te he hecho?

Con esas preguntas dio en el clavo. Ella dejó de actuar como si fuera inaccesible. Se puso de pie, rodeó el escritorio y se acercó mucho a él. Por segunda vez en pocos minutos, John pudo apreciar las arrugas que el exceso de fatiga continuo había dibujado en su rostro.

—¿Que qué me has hecho? —inquirió ella—. Me has decepcionado, John Burton, ¡me has decepcionado mucho! Eras uno de los agentes más eficientes de la policía metropolitana. Eras genial. Tenías madera para hacer una gran carrera. Me encantaba colaborar contigo. Eras lo máximo para mí, te veía como un ideal. Tenía la impresión de que siempre seríamos un equipo, de que siempre tendríamos la tasa más alta de resolución de crímenes de Scotland Yard. Mis planes de futuro a nivel profesional estaban ligados a ti. Y luego vas tú y te metes en ese estúpido follón que podrías haberte ahorrado. ¡Con una estudiante de prácticas! Pusiste en juego toda tu carrera solo porque no fuiste capaz de mantener a raya tus hormonas. Entonces ya no podía creerlo. Pero ¡es que aún me resulta increíble hoy en día!

—No podía adivinar los cables que llegaría a mover esa chica.

—Pero deberías haber sabido que estabas jugando con fuego. Eras su jefe. ¡Debería haber sido un tabú para ti! Si no hubieras dejado que tu lascivia hubiera sido más fuerte que tu conocimiento de la naturaleza humana, te habrías dado cuenta de que estabas tratando con una neurótica de primera clase. Si se le veía a primera vista. Era guapa y, al mismo tiempo, una histérica absoluta, pero por supuesto tú solo tuviste ojos para su cara bonita y su pecho exuberante. El resto, ni lo viste. ¡Mira que eres idiota!

Prácticamente escupió esa última palabra.

John sabía que Christy tenía razón en todo lo que decía, pero eso no hizo más que avivar su ira.

—¿Es posible —preguntó él con frialdad— que el verdadero motivo por el que estás enfadada sea que quien disfrutó de mis hormonas descontroladas, como tú dices, fuera ella y no tú?

En los ojos de Christy pudo reconocer lo mucho que había acertado con la pregunta. Por si no había quedado claro, sin embargo, ella respondió con un bofetón en la mejilla.

—¡Cabrón! —exclamó.

4

Llegaron a la cabaña cuando Gillian ya empezaba a dudar seriamente de que existiera de verdad. Calculó que desde la bifurcación en la que lo habían dejado, en coche habrían tardado unos diez minutos en llegar. A pie, les llevó más de una hora, aunque también fue por culpa de la nieve, en la que en ocasiones se hundían prácticamente hasta las caderas, de manera que cada paso les costaba un esfuerzo considerable. Ya casi se habían bebido toda el agua y Tara no quiso darle más a pesar de que Gillian no había conseguido ni mucho menos saciar su sed. El aire seco y el esfuerzo físico la habían deshidratado. En varias ocasiones había creído que no sería capaz de dar ni un paso más.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en esta cabaña? —le preguntó Gillian de repente. Tenía miedo de que en esa choza inmunda no hubiera absolutamente nada o de que Tara se hubiera desorientado en algún momento.

—Cuando tenía diecisiete o dieciocho años —contestó Tara, y tras reflexionar un momento, añadió—: Más bien diecisiete. A los dieciocho me marché de casa de mis padres y no volvieron a verme el pelo durante años.

¡A los diecisiete! Tara tenía casi cuarenta años.

—¿Estás segura de que sigue ahí?

—Seguro que algo le falta. Pero una cabaña no se esfuma así como así.

—¿Y estás segura de que la encontraremos?

—Si seguimos el camino, sí. Nos llevará directamente hasta allí.

—Pero el camino ni siquiera se ve. Puede que nos hayamos desviado hace mucho.

—No te rompas más la cabeza. Sé perfectamente dónde estamos. Y, ahora, para de hablar y ahórrate las fuerzas.

Cuando llegaron al bosque, no les resultó más sencillo avanzar. Bajo el peso de la nieve se habían roto muchas ramas que obstruían el camino, mientras que otras quedaban tan bajas que Gillian y Tara tenían que bajar la cabeza continuamente para evitarlas. Muy pronto, sin embargo, el bosque dio paso a una llanura, aunque Gillian pudo comprobar que seguían sin divisarse asentamientos humanos hasta donde alcanzaba la vista. Lo que sí vio, al otro lado de la llanura y protegida por los árboles, fue una cabaña.

—Ahí está —dijo Tara.

Era una especie de casita de madera, más grande y más estable de lo que había podido apreciar a simple vista. Se encontraba en lo alto de la colina que se alzaba justo después del bosque. Una pendiente pronunciada descendía hasta un valle que parecía extenderse indefinidamente. Gillian conocía el Peak District, lo había visitado una vez muchos años atrás, con sus padres. Sabía que era un paisaje maravilloso, una sucesión interminable de colinas y valles, bosques y lagos, pequeños muros de piedra y arbustos despeinados por el viento. Cauces secos en cuyas orillas crecían pocos árboles, ásperas peñas y, entre unos y otros, prados con hierba alta. Por las cuestas se encontraban continuamente pueblecitos encantadores, aislados del mundo, y las carreteras que los unían eran tan estrechas que era imposible que los coches circularan por ellas en los dos sentidos a la vez. En el cielo se formaban bancos de nubes fascinantes, espectaculares.

Ese día, en esa época del año, todo le pareció distinto. La nieve y el cielo se fundían a lo lejos, las nubes estaban agrupadas y formaban una única masa de color gris oscuro y el paisaje había desaparecido bajo una gruesa capa de nieve. Sin embargo, Gillian se preguntaba si debía seguir albergando esperanzas de divisar algún pueblo o alguna granja, o si era mejor que las nubes bajas no se lo permitieran. Tal vez, si el tiempo se despejaba…

—Ahí abajo hay un arroyo —dijo Tara mientras miraba hacia abajo, por la pendiente—. Probablemente helado y cubierto de nieve. Cuando era pequeña pasaba horas enteras jugando por ahí, construyendo diques y esas cosas. Y en verano podía vadearlo con los pies descalzos, o simplemente bañarme en él para refrescarme.

—¿Tú también venías aquí de pequeña? —preguntó Gillian. Tara parecía normal mientras le hablaba con palabras inofensivas acerca de su infancia. Tenía los ojos brillantes y llenos de vida, no apáticos e inexpresivos como el día anterior en Thorpe Bay, cuando Samson Segal lo había arruinado todo con su llamada. Gillian comprendió que muchas cosas dependían del hecho de que Tara no volviera a caer en aquel estado anómalo.

La fiscal miró a su alrededor.

—Sí. Mi padre construyó la cabaña. Completamente solo.

—Debió de ser un hombre muy hábil.

—Podía hacer cualquier cosa para la que fuera necesario un talento manual —confirmó Tara. Había sacado una llave del bolso e intentaba abrir la cerradura. Le costó un poco conseguirlo—. Nadie ha estado aquí desde hace años —murmuró.

—¿Tus padres ya no vienen por aquí?

—Mi padre murió hace mucho. Cuando yo tenía ocho años.

—Oh… lo siento.

Gillian se dio cuenta de repente de que no debería habérselo preguntado. Era curioso que nunca se le hubiera ocurrido hacerlo antes. Tara seguía peleándose con la cerradura, pero Gillian estaba tan exhausta que tenía que luchar contra las ganas de dejarse caer sobre la nieve y quedarse ahí tendida. Aunque Tara estaba distraída, Gillian ni siquiera consideró la posibilidad de arriesgarse a huir. Le parecía absurdo pensar en ello.

Al final la cerradura cedió y la puerta de madera se abrió con un fuerte chirrido.

—Usted primero —dijo Tara en tono irónico mientras le indicaba a Gillian con un gesto que entrara en la choza.

Dentro reinaba un frío glacial, así como el aire rancio y viciado de cualquier lugar que lleva años cerrado. Estaba tan oscuro que costaba ver nada en el interior.

Fue como entrar en una tumba. Esa fue la primera y angustiante impresión que tuvo Gillian. Tara encendió una linterna para poder manipular los postigos de dos ventanas que resultaron ser tan difíciles de abrir como la puerta. Gillian vio dos sofás puestos de través en las esquinas y una mesa de madera en medio, una estufa de hierro fundido, un armario pequeño y una puerta que al parecer permitía acceder a otra habitación.

—Mis padres siempre dormían en los sofás —le explicó Tara—. Yo dormía en el cuarto que hay ahí detrás.

Cuando consiguió abrir el primer postigo la luz iluminó claramente la estancia y reveló lo deteriorada que estaba. En las paredes crecía el musgo y el moho, los sofás parecían a punto de disolverse con las tripas de espuma al aire y el suelo estaba cubierto parcialmente de algo resbaladizo que a Gillian le pareció que era líquen. A lo largo de los años, la humedad se había ido introduciendo por todas las rendijas y, puesto que nadie había vuelto a encender la estufa, la estancia no había podido secarse de nuevo.

A Gillian le pareció imposible vivir en ese lugar, pero a la vez tuvo el presentimiento de que Tara no le haría demasiado caso a ese respecto.

Cuando cedió el segundo postigo, el entorno se volvió todavía más desolador.

—¿Crees que podríamos intentar encender la estufa? —preguntó Gillian.

Tara se encogió de hombros.

—Si hay leña apilada detrás de la cabaña, tal vez. Aunque lo más probable es que esté mojada. Siéntate —ordenó después de asentir en dirección a los sofás.

Gillian titubeó un poco.

—¡Que te sientes! —repitió Tara con brusquedad.

Gillian se sentó. El sofá cedió bajo su peso, quedó hundida hasta casi tocar el suelo. Supuso que debía de haber toda clase de bichos en ese relleno de espuma. Gusanos, tal vez. Si no han muerto congelados, pensó. Al menos rezó para que ese fuera el caso.

Tara salió de la cabaña pero volvió a entrar enseguida con las manos vacías.

—No hay leña, no podremos encender el fuego.

Gillian se desanimó al ver que no sería posible. Después de tanto andar, llevaba un rato parada y ya la había invadido un frío horrible a pesar del grueso abrigo que llevaba puesto. Realmente Tara había encontrado un lugar completamente aislado, nadie conseguiría descubrirlas allí. Había querido ganar tiempo para pensar, pero la única conclusión posible de esa reflexión sería que tenía que encontrar la manera de deshacerse de la que había sido su amiga. Luego volvería sola a Londres con la esperanza de que nadie descubriera lo que había hecho. Podía contarle a todo el mundo que Gillian se había marchado a un hotel y que no había vuelto a saber nada de ella. Podía degollarla, podía dispararle, pero también podía limitarse a abandonarla en aquella choza y volver a cerrar las puertas y ventanas. No tardaría mucho tiempo en morir de hambre y de frío. Probablemente pasarían varios años hasta que alguien pasara de nuevo por ese bosque, por lo que nadie oiría sus gritos. Incluso era probable que nadie llegara a encontrarla una vez muerta. En eso consistía precisamente el plan de Tara, en no matarla ni en Londres ni en Thorpe Bay: sin cadáver, no hay asesinato. Incluso si acababan sospechando de ella, no podrían probar nada.

Tenía que pensar en cómo huir, esa era su única oportunidad. En alguna parte debía de encontrarse la población más cercana, aunque el aspecto del paisaje le hubiera hecho pensar que estaban solas en el mundo. Tal vez conseguiría hacerse con la llave del coche y encontrar de algún modo el camino de vuelta. La llave estaba junto a la de la cabaña, sobre aquella estufa inservible. A Tara se le había caído del bolso cuando había sacado las botellas con lo poco que les quedaba de agua y la había dejado, al parecer sin darse mucha cuenta de lo que hacía, encima de la estufa. Puesto que se había plantado justo delante, con la espalda apoyada en la puerta de hierro, Gillian no podía ni siquiera aproximarse a la llave.

Tara estaba agarrándose el cuerpo con los brazos cruzados. También estaba helada y parecía como si el agotamiento le hubiera sobrevenido de repente.

—Nunca llegamos a venir en invierno —dijo en un tono que pareció casi una disculpa—. La mayoría de las veces no veníamos hasta Pascua. Luego seguíamos viniendo durante todo el verano y, como muy tarde, a mediados de octubre dejábamos de venir. En esa época del año las noches ya eran bastante frías, a menudo llovía y ya no se podía estar fuera. El paisaje es magnífico. ¡Naturaleza virgen hasta donde alcanza la vista!

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