Dolores de cabeza, sed perpetua, malos olores; le era imposible retener la comida. Un día, de sólo haberle dado un caldo de ave y azúcar, vomitó cuarenta veces. Y cuando no vomitaba, sobreveníale una diarrea como de cabra, que inundaba de heces verdes el lecho de negras sábanas. Fueron traídos, de mala gana, unos criados que, cubriéndose las narices y las bocas con paños mojados, se metieron debajo del lecho y con cuchillos practicaron un hoyo entre los maderos y el delgado colchón de paja de la cama, por donde pudiera escurrirse la mezcla de mierda, orina, sudor y pus. Salieron corriendo estos lacayos, bañadas sus caras y cuerpos de inmundicia, y fue la propia Madre Milagros, en un acto de sabrosa contrición, quien se hincó para colocar un bacín debajo del hoyo de la cama.
—Sólo me quedan la piel y los huesos, dijo Felipe. Nadie los portará con más honor que yo, puesto que se trata de morir.
Colmábase el bacín once veces diarias, y cuando a toda la podredumbre se unió el color de la sangre, el Señor pidió la extremaunción y confesarse y comulgar por última vez, mas los frailes temieron que vomitase la hostia, le dijeron al Señor que éste sería un horrible sacrilegio y el Señor les preguntó:
—¿No acabaría, de estar sano, defecando también la hostia? ¿Peor cosa es que la arroje por la boca?
Pero a sí mismo se preguntó si ni siquiera podía su cuerpo de pecador recibir el cuerpo del salvador:
—¿Entonces me habita ya el demonio?
Hundióse otra vez en los humores gruesos, pútridos, melancólicos, que subían de todo el cuerpo al cerebro, unas veces más húmedos e indigestos, otras más deseados y vivos. De allí caían algunas veces a la región del corazón, y dábanle unos sobresaltos tristes que le desasosegaban mucho. Pero al cabo decía:
—Sólo tengo sanos los ojos, la lengua y el alma.
La última noche, sin embargo, le despertó un cosquilleo desconocido. Dormían en la alcoba, sobre el piso, la Madre Milagros y tres monjas. Los cabos de vela brillaban bajos, chisporroteando y consumiéndose. Se alargaban, temblando, las sombras del pútrido aposento. Las religiosas dormían con los rostros ocultos detrás de paños olorosos a bergamota. El Señor sintió la cosquilla en la nariz. Buscó, débilmente, un pañuelo para limpiarse los mocos que se le iban, junto con todos los jugos de su cuerpo. Pero luego sintió, con horror, que el moco no le escurría, sino que avanzaba por su propio poder, como un cuerpo: se contraía, se detenía, volvía a avanzar hacia la salida de la aleta nasal de Felipe.
Se llevó la mano cerosa a la nariz y extrajo de ella un blanco gusano; sofocó el grito; se sonó en el pañuelo: una colonia de huevecillos blancos explotó sobre la tela de fina holanda: los hijos del gusano blanco que se retorcía en la palma de la mano del Señor.
Gritó. Se levantaron las religiosas, acudieron los alabarderos que guardaban la entrada a la alcoba, los médicos que dormitaban en la capilla, los frailes que oraban ante el altar. La Madre Milagros se acercó con una candela en la mano y el Señor, con la voz entrecortada, dijóle:
—Dadla acá, que ya es hora.
Ordenó que entre todos le llevasen a la capilla, no importaban ya los dolores, ni la hediondez, ni nada, que le metiesen ya en su ataúd, que puesto que no era digno de recibir el cuerpo de Jesucristo, por lo menos fuese digno de asistir a su propia muerte, tan anhelada, desde hace tanto tiempo, de asistir a su propios funerales, él que había dado reposo en este pudridero a toda la realeza española, él que había construido este palacio de la muerte, creyó que se estaba confesando, hablaba a gritos mientras era trasladado, con inmensa pena, de la alcoba a la capilla, Señor, no soy digno, me confieso, Pedro, me acuso, Ludovico, mea culpa, Celestina, no soy digno, Simón, perdón, Isabel, perdón, perdón, perdón, y fue recostado en el ataúd de plomo que desde días anteriores le esperaba frente al altar y una vez allí se calmó, se sintió forrado por las mismas sedas blancas que forraban el féretro, protegido por la tela de oro negra que lo cubría por fuera, y por la cruz de raso carmesí y la clavazón dorada.
Hundido en su ataúd, pidió que le abrieran los volantes del tríptico flamenco, que un fraile le leyera el Apocalipsis de San Juan, que las monjas cantaran el Réquiem y que otro fraile tomase dictado de sus disposiciones finales.
Domine, ex audio orationein mcam, Et Clamor meus ad te veniat,
Llevóme un espíritu al desierto, y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuerpos,
Mando y Ordeno,
Chorus Angelorum te suscipiat, et cum Lazaro quondam paupere aeternam habes requiem,
La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas,
Que se me corone con la corona goda de oro, ágatas, zafiro y cristal de roca, la primera corona de España, y con ella se me entierre, Ego sum resurrectio et vita,
Y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación con los reyes de la tierra,
¿Dónde está Celestina? ¿Qué fue de ella? ¿Por qué se me olvidó preguntarle a Ludovico?,
Qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet,
Babilonia la grande, la madre de las rameras,
¿Simón? ¿Qué fue de Simón? ¿Por qué no me habló Ludovico del destino de Simón?,
Et omnis, qui vivit et credit in me, non morietur in aeternum,
Las aguas que ves, sobre las cuales está sentada la ramera, son los pueblos, las muchedumbres, las naciones y las lenguas,
Mando y ordeno: Encontrad la tercera botella, eran tres, sólo encontré dos, sólo leí dos, buscad la tercera botella, debo leer el último manuscrito, debo conocer los últimos secretos,
In tuo adventu suscipiant te Martyres,
Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires,
Que se me rasure y depile, y que los dientes me sean extraídos, molidos y quemados, para que no se sirvan de ellos las brujas para sus maleficios,
De profundis clamavi ad te. Domine,
La mujer que has visto es aquella ciudad grande que tiene la soberanía sobre todos los reyes de la tierra,
Que no se enajenen o empeñen las reliquias, sino que se conserven y anden juntas en la sucesión.
Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda.
Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio,
Que todos los papeles abiertos, o cerrados, que se hallaren y que traten de negocios y cosas pasadas, se quemarán,
Dies illa, dies irae, calamitatis et miseriae,
Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves: Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de los reyes,
Requiem aeternam, dona eis, Domine,
Oídme todos: pasarán los siglos, pasarán las guerras, pasarán las hambres, pasarán los muertos, pero esta necrópolis seguirá dedicada al culto eterno de mi alma y el último día del último año del último tiempo habrá alguien orando junto a mi sepulcro.
Et lux perpetua luceat eis,
Háganse dos aniversarios perpetuos, en el día de mi nacimiento uno y el otro en el de mi muerte, vísperas, nocturnos, misa y responsos, cantado todo, quiero y mando que por mi devoción, y en reverencia del Santísimo Sacramento, estén continuamente dos frailes delante de él, de noche y de día, rogando a Dios por mi alma y las de mis difuntos, hasta la consumación de los siglos,
Dies illa, dies irae, calamitatis et miseriae,
Y sobrevino una úlcera maligna sobre los hombres que tenían la marca de la bestia,
Mando y ordeno: a mi muerte, díganse treinta mil misas de un golpe: hágase violencia al cielo,
Requiem aeternam, dona eis, Domine,
Confundiéronse así los cantos lúgubres y el triste fulgor de las velas bajas, la lectura de San Juan y' el humo del incienso, los mandatos del Señor y la luz concentrada en ese impenetrable tríptico flamenco del altar, jardín de las delicias, reino milenario, infierno eterno, donde el Señor miraba todos los rostros de su vida, su padre y su madre, sus hermanos bastardos, su esposa, los compañeros de su juventud, aquella lejana tarde en la playa, el mar abierto ante sus miradas, la verdadera fuente de la juventud, el mar, le dio la espalda, regresó a la meseta parda y árida, en ella construyó un palacio, monasterio y cementerio reales sobre el cuadrángulo de una parrilla semejante a la que conoció el suplicio de San Lorenzo, un concierto de líneas austeras, una simplicidad mortificada, un rechazo de todo ornamento sensual, infiel, pagano, una convergencia del tumulto del universo en un centro único, dedicado a la gloria de Dios y al honor del Poder: miraba desde su ataúd, actor y testigo de sus propias exequias fúnebres, el cuadro flamenco, como al principio miró el cuadro, decíase, traído, se dijo, de Orvieto, interrogándole, preguntándole si en estos actos de la agonía había, el mérito suficiente para abrirle a quien así los sufría las puertas del Paraíso.
Pero antes, necesitaba saber, una vez más, moribundo ya, si la suma de hechos, sueños, pasiones, omisiones, visiones y revisiones de su vida fueron dirigidas por la mano de Dios o por la mano del Diablo: en verdad, ni la Divinidad ni el Demonio se manifestaron nunca, plenamente; ¿era indigno de compasión el hombre que, como él, ahora, se preguntase las eternas preguntas: por qué prefiere Dios la ciega fe de los mortales a la tangible certeza de Su existencia, si sólo la manifestase visiblemente?, ¿jamás entraría al Paraíso quien, como él, ahora, volviese a preguntarle la eterna pregunta a Dios: por qué, si eres el Bien, toleras el Mal, permites que sufran los virtuosos y se enaltezcan los perversos? De allí, se dijo el rey don Felipe, abriendo la. boca para aprisionar el aire fugitivo de la humeante capilla de cirios, inciensos, cánticos y profecías, que tantas veces hubiese dejado a la fatalidad, la indiferencia, la simple etiqueta, actuar libremente, en nombre del Señor, pero sin su intervención; si tal hacía Dios, ¿que podía exigírsele a la pobre criatura?; de allí que hubiese accedido, tantas veces, a las proposiciones de otros: Guzmán, el Inquisidor de Teruel, el Comendador de Calatrava, su propio padre llamado el Hermoso; de allí, también, que tantas veces él hubiese actuado con conciencia tan profunda de la indisoluble unidad del bien y del mal, del ángel y de la bestia: el Cronista, fray Julián, la libertad de Ludovico y Celestina, la de Toribio en su torre. Actué o dejé de actuar, murmuró mientras se alejaban o borraban de su vista las imágenes sensuales del cuadro flamenco, porque Dios y el Diablo se negaron a manifestarse claramente; si la obra fue de Dios, alabada sea; si fue del Demonio, yo no tuve culpa alguna: no hice, dejé de hacer; no condené, perdoné; o cuando condené, fue por lo secundario y no por lo principal. Si pequé, ¿por qué no interviniste, Dios mío, para impedirlo?
Pidió a gritos una hostia consagrada, mas nadie le escuchó, nadie acudió a dar alimento a su alma: todos cantaban, oraban, se hincaban alrededor del ataúd, como si él ya hubiese muerto.
Sólo podía confesarse a sí mismo.
Se interrogó, así, sobre las ocasiones en que sí actuó, en que sí fue responsable; engañó a las hordas mesiánicas de su juventud, las libró a la matanza en el alcázar, le negó su sexo a Isabel, se lo entregó a Inés, derrotó a los herejes de Flandes, ordenó construir, a toda furia, esta necrópolis: ¿había virtud en estos actos, puesto que de ellos sí fue consciente, sí fue responsable?, ¿y qué era la virtud de un rey? Miró desde el ataúd donde yacía, las bóvedas grises de esta Ciudadela de la Fe: era también la Basílica del Poder, y la virtud de un rey era su honor, y su honor su pasión, y su pasión su virtud y su virtud, así, su honor; honor llamábase el sol de una monarquía, y mientras más se alejaban de él los sujetos de un reino, mayor frío, y mayor dispersión, conocerían: el Señor todo lo quiso concentrar en un lugar: este palacio, monasterio y tumba; en esta persona: la suya; lugar y personalidad finales, heráldicas, definitivas en su voluntad de culminar como lo fue el acto mismo de la revelación en su voluntad de crear: el icono inmutable del Honor del Poder y de la Virtud de la Fe, sin descendientes, sin bastardos, sin usurpadores, sin rebeldes, sin soñadores, sin enamorados…
Escuchó en lo más hondo de sus orejas putrefactas, por donde asomaban ya los gusanos, la carcajada horrible de Guzmán, del usurero sevillano elevado a la calidad de Comendador, de los comuneros que le combatieron en Medina y Ávila, Torrelobatón y Segovia, y encontraron sepulcro en Villalar: la tiranía de un rey invoca el honor; el gobierno de los hombres comunes lo combate y luego lo ignora ; la virtud es la excelencia del individuo, y la determinan sus intereses: lo que el individuo quiere, eso es bueno. Y a esos hombres pequeños, ambiciosos, que desafiaban el concepto central del honor y le oponían estas nuevas palabras, liberal, progreso, democracia, el Señor les dijo, con acento agónico: vivan, pues, disgregados, lejos del sol del honor; aprecien más la riqueza que la vida, aferrándose a la existencia para gozar de la fortuna; ríjanse por leyes generales, como lo exigieron los comuneros rebeldes, obedeciendo lo que debe hacerse y evitando lo prohibido; y el día de vuestra desilusión, señores, volved vuestras miradas a mi sepulcro y entended las reglas de un honor que fue el mío: désele toda importancia a la fortuna, mas ninguna a la vida; evítese cuanto la ley no prohíbe, y cúmplase cuanto la ley no exige: tal es, señores, la virtud del honor. Y los nidos de blancos huevecillos cegaron su mirada: oh Dios mío, oh mi Demonio, ¿cómo se entenderán la libertad y las pasiones, no es mejor freno de éstas el honor de un monarca que la ambición de un mercader?
No supo contestar. No pudo contestar. La pregunta se quedó para siempre suspendida entre los humores de incienso, sebo de candela, pus, mierda y sudor de llaga. Los médicos se acercaron a él. Le pusieron cantáridas en los pies y palomas frescamente matadas en la cabeza. Dijo el doctor Sayra:
—Es para prevenir el vértigo.
Luego llegaron unos pinches de la cocina con calderones hirvientes y el fraile de Baena sacó de ellos entrañas humeantes de toro, gallina, perro, gato, caballo y halcón y las colocó sobre el vientre del Señor.
—Es para recalentarlo y que sude.
El Señor hubiese querido contestarles:
—Es inútil. Sólo tuve una edad. Nací en una letrina; morí en otra.
Y nací viejo.
Pero ya no podía hablar. Se sintió distinto. Sintió que era otro. Murmuró para sí: