De los tres muchachos abrazados y retorcidos en su abrazo como Laocoonte en su lucha con las serpientes, sólo uno mostraba la cara. Y esa cara era la tuya.
El cuadro no tenía fecha, aunque sí firma: Julianus, Pictor et Frate, fecit.
Todos, como tú, se asombraron primero de verte retratado en un cuadro pintado cuatro, cinco, seis siglos antes… Hablaron de coincidencias, luego todos echaron el asunto a broma, salieron de la iglesia, comieron con los indios vestidos de blanco, bajo el sol inmenso, sobre la tierra enferma del pueblo cora.
«El silencio jamás será absoluto; esto te dices al escucharlo. El abandono, posiblemente, sí; la desnudez sospechada, también; la oscuridad, cierta…»
Esto lo dice ella, mientras la arrastras; lo dice ella: lo dice con tu voz. Caen las escamas negras de los párpados. Las yemas blancas se cubren de venas verdes. Los ojos giran en las órbitas de la anciana como dos lunas cautivas: ha caído el velo blanco.
«Pero el aislamiento del lugar o de las figuras abrazadas para siempre (te dice: señor caballero) parece convocar esta junta sonora (el atambor; las ruedas rechinantes del carruaje; los caballos; el cántico solemne, luminis claritatem; el jadeo de la mujer; el lejano estallido de la costa donde hoy amaneciste, otra vez, en otra tierra tan desconocida como tu nombre) que en el aparente silencio (como si aprovechase la fatiga de sus propias armas) incrusta su insinuación más pertinaz, más afilada, más rumorosa…»
Las hormigas recorren el rostro lívido de la Vieja arrojada bocarriba en el polvo de este huerto.
«No se engañe, señor caballero, es mi voz y son mis palabras las que salen de su garganta y de su boca.»
No puedes decir nada; sus labios de hebras silencian tu boca y mientras te besa repites lo que ella dice sin desearlo, en nombre de lo que ella convoca, arrojada encima de ti. Como ella, eres la inercia que se transforma en conducto de la energía; fuiste encontrado en el camino; tu destino es otro; ella separa sus labios de los tuyos y recorre tus facciones con las manos, como si dibujase un segundo rostro sobre el que te pertenece. Sus dedos son pesados y rugosos. Poseen colores y piedras que se ordenan sobre el que fue tu rostro, tu antigua faz perdida en cada trazo de las manos de la mujer. Las uñas acarician tus dientes y los afilan. Las. palmas secas peinan tu cabello tiñéndolo de rubio y rojo y al pasar sobre tus mejillas, sus manos hacen brotar una barba ligera como un plumaje. Su tacto construye sobre tu antigua piel.
«El silencio que nos rodea (señor caballero, te dice, con la cabeza recostada sobre tus rodillas) es la máscara del silencio: su portavoz.»
Tantea lamentablemente. Le ofreces el guaje lleno de pulque que ella bebe sin contención, con grosería vital. Roza de nuevo tus labios con sus dedos. El pulque se escurre por la barbilla temblorosa de la mujer. Bebiste lo que su boca te ofrecía. Escuchas sus arrullos y vuelves a sentirte niño, en el regazo de tu madre, lejos de la guerra, lejos de la muerte; ella dice que eres hermoso, joven, niño, duerme, duerme, descansa, descansa; ojos tan claros, mejillas tan suaves, labios tan húmedos. Te acaricia las axilas. Levantas los brazos y reposas tu cabeza entre las manos unidas; ella se divierte con el vello húmedo de tu pecho, pezoncitos irritados, de niño travieso.
«He logrado engañarte. Todas las noches, cuando no me miras, le escribo una carta: Amado mío, pienso constantemente en ti desde esta tierra llena de los recuerdos de nuestros mejores años… Todo, aquí, me habla de ti; tu Lago de Como, que tanto amaste, se extiende ante mis ojos en toda su azul serenidad y todo parece igual, como antes; sólo que tú estás allá, tan lejos, tan lejos… Yo sé leer de noche, señor caballero.
Cuenta tus costillas, riendo. El dedo de la mujer se hunde en tu ombligo, se humedece con el sudor y la tierra acumulados allí, leves testimonios, hace días que no bajas al río, no hay tiempo, todo se ha vuelto indispensable, comer, dormir, despertar, en el río nos bañamos juntos pero nadie mira a los demás, guerrilleros y soldaderas, nuestros cuerpos también son nuestro uniforme, tenemos que ganar nuestra última batalla o ya no tendremos razones para seguir viviendo, la hierba de la ribera nos oculta, nuestros cuerpos son del color de las hierbas profundas que son el lecho del río tropical. El vientre es una piedra lisa en el fondo del río plácido. Ella te acaricia y murmura. El vello es el musgo de las piedras que descansan en el fondo del río turbulento.
«Aire y luz. Los necesitan los que aún cultivan el engaño de sus sentidos. Las ideas florecen y se marchitan velozmente, los recuerdos se pierden, los sentimientos son inconstantes. El olfato, el tacto, el oído, la vista y el gusto son las únicas pruebas seguras de nuestra existencia y de la refleja realidad del mundo. Tú lo crees así. No lo niegues»
Escorpión, alacrancito morado, racimo de lodo húmedo. Te acaricia, te empuña, te toma el peso.
«Hemos salido de nuestro hogar y debemos pagar el precio del prodigio. El exilio es un homenaje maravilloso a nuestros orígenes.»
Su boca desdentada cae sobre tu vientre.
«Tú crees que el tiempo avanza siempre hacia adelante. Que todo es porvenir. Tú quieres un futuro; no te imaginas sin él. Tú no quieres darnos una oportunidad a los que necesitamos que el tiempo se desvanezca y luego regrese sobre sus pasos hasta encontrar el momento privilegiado del amor y allí, sólo allí, se detenga para siempre.»
Asciende con la lengua por la lisura ardiente de tu pene; lo apresa con sus encías sin dientes; todo es mucosa, humedad abierta; encuentra el haz vivo de tus nervios.
«Es lástima que tú no vivirás tanto como yo; lástima grande que no puedas penetrar mis sueños y verme como yo me veo, eternamente postrada al pie de las tumbas, eternamente cerca de la muerte de los reyes, deambulando enloquecida por las galerías de palacios que aún no se construyen, loca, sí, ebria de dolor ante la pérdida que sólo el matrimonio del rango y la locura saben soportar. Me veo, me sueño, me toco, errante, de siglo en siglo, de castillo en castillo, de cripta en cripta, madre de todos los reyes, mujer de todos, a todos sobreviviendo, finalmente encerrada en un castillo rodeado de lluvia y pastos brumosos, llorando otra muerte acaecida en tierras del sol, la muerte de otro príncipe de nuestra sangre degenerada; me veo seca y encogida, pequeña y temblorosa como un gorrión, susurrando, desdentada, a las orejas indiferentes: ‘No olvidéis al último príncipe, y que Dios nos conceda un recuerdo triste pero no odioso…’.»
Abres tus piernas para su boca.
«Yo se lo había dicho: no te deshonres, sé siempre el emperador, haz que se inclinen ante ti; un monarca es un buen pastor, un presidente es un mercenario; una república es una madrastra, una monarquía es una madre. Tú y yo seremos los padres de este pueblo, le dije mientras subíamos del mar, de Veracruz, a la meseta, a México, y mirábamos las fronteras de nopal, los niños desnudos y barrigones, las mujeres morenas, impasibles, envueltas en rebozos; los hombres rígidos, mudos. Los quisimos tanto, ¿verdad, Maxl? Recuerdas, Maxl, cuando nos escondíamos detrás de las cortinas de Miramar para ver cómo fustigaban y fusilaban los soldados de tu hermano a los rebeldes italianos; cuando permitimos que una mujer embarazada fuese azotada, en Trieste, hasta convertir el castigo en una ablución de sangre. Me contaron que matamos a noventa mil mexicanos. Éramos sus padres. Ellos no tenían nombre. Sólo tú y yo teníamos un nombre en esta tierra anónima. Pero ahora que te imagino, querido Maxl, solitario, sitiado, lejano, muerto, quisiera gritar, en nombre de los que asesinamos sin mover un dedo, en nombre de los que morían fusilados por nosotros mientras nosotros bailábamos en Miramar y Chapultepec, ¡por la piedad que no tuvimos, ténganla ustedes! Castiguen nuestros crímenes con su piedad. Que nuestro suplicio sea vuestra misericordia. Castiguen y atraviesen nuestros cuerpos con la intolerable humillación del perdón. No nos concedan el martirio. No lo merecemos. No lo merecemos. ¿Víctimas de México, tú y yo, Maxl, y todos nuestros ancestros, los reyes de sangre flamenca y austriaca y española que primero conquistaron la tierra indiana y finalmente, aquí mismo, agotaron su linaje real? No, al fin hijos de México, porque sólo el odio da la medida del amor hacia México, y sólo la venganza de México la medida de su amor. Las campanas tocan en el cerro. ¿No las escuchas, Maxl? ¿No ves que están intentando vencer el rugido del sol mexicano, el llanto de los fusiles, los suspiros de las oraciones y el temblor de la tierra seca? ¡Devuélvanme el cuerpo de mi amado!»
El silencio presonaba. El silencio personaba. Leche agria, cortada, de estertores. Permanece en la boca de la Vieja, la saliva y el semen se confunden, ambos aprisionados en la boca de la mujer que ahora deja fluir los líquidos mezclados desde los labios hacia su origen, la piel de tus testículos exhaustos, que respiran con el ritmo de un animal enjaulado: los muestras al cielo.
«No hay trueque posible, hijo mío. Un verdadero don no admite una recompensa equivalente; una ofrenda auténtica supera toda comparación y todo precio. Nos regalaron un imperio: ¿cómo íbamos a pagar con la simple muerte, con la simple locura? Regresé, pobre de mí, a buscar lo que había perdido. Me interné de nuevo en estas selvas malditas. Me dejé guiar por el mapa del nuevo mundo, el mapa de las flechas y los insectos que nos permite abandonar el mundo conocido, aventurarnos por donde nadie nos reclama, llegar al corazón del bosque virgen, a la pirámide misma.»
Jadeas bajo el sol, junto al paredón.
«Fue inútil. Mi lugar ya estaba ocupado. En la escalinata de la pirámide estaba otra mujer. Una india. Lucía collares de jade y turquesa y empuñaba una daga de pedernal. La reconocí ; ella misma, cuando yo desembarqué del Novara, me ofreció este regalo, esta máscara de plumas. Posaba los pies desnudos sobre la piedra porosa de la escalinata, pero en sus tobillos eran visibles las heridas del fierro y la cadena. Supe que estaba esperando a alguien, quizás a otro hombre, para guiarlo de nuevo. Para repetir el eterno viaje de las derrotas y de las victorias, de la selva y el mar a la meseta y el volcán. Tuve piedad de ella. Le devolví el mapa. Ahora yo tengo que reconstruirlo, si quiero escapar de aquí, olvidar, regresar a la penumbra que me espera… al castillo de las brumas.»
Un mensajero entra, jadeante, y cae de bruces, sangrando.
«Ahora descansa. Olvidarás todo lo dicho. Todas mis palabras fueron dichas ayer.»
La Vieja imita la respiración del hombre herido que llega al campamento de la sierra veracruzana y tú te levantas lentamente, te abrochas la bragueta, te pasas la mano por la cabeza y apagas con los pies el fuego de la noche; una pirámide de cenizas.
«Todos tenemos el derecho de llevarnos un secreto a la tumba.»
Después de entregar la prisionera a la tropa, apagas la grabadora de baterías que durante toda la noche ha repetido, hipnóticamente, una sola cinta con el rumor permanente de un tambor funerario. Esa grabadora es lo único que la Vieja Señora traía consigo cuando fue capturada. Esperabas escuchar un mensaje, descifrar una clave, algo que la comprometiese. Sólo una cinta con el rumor de un tambor de duelo. Buscas en vano la tela —no sabes llamarla, como ella, un mapa de la selva— que la mujer inducida al trance fabricó ante tu mirada, en esta misma choza.
Sales al huerto y pierdes un tiempo precioso hurgando entre los escombros, al pie del paredón, cerca de la maleza. Todo inútil. Si sólo pudieses recordar el trazo exacto de esa tela, seguramente un mapa de caza primitivo, la precisa composición de las zonas de plumaje en relación con la circunferencia de las arañas, el color de las plumas, las direcciones señaladas por las flechas. Has perdido el tiempo. Dejas caer los brazos. Sales y preguntas por el mensajero que esta mañana llegó, jadeando, herido, a nuestro campamento.
El mensajero está recostado sobre un petate, a la sombra. Bebe con dificultad del guaje que le ofreces. Dice que anoche pasó por El Tajín y aprovechó para hacer un recuento de las armas escondidas dentro de la pirámide, como le encargaste que lo hiciera. Una tormenta eléctrica lo sorprendió allí y decidió pasar la noche protegido por los aleros del templo totonaca. De por sí es difícil hacer la distinción entre la vegetación lujosa y el lujo labrado de la fachada. Las sombras de la selva y las sombras de la piedra integran allí una arquitectura inseparable. Los engaños son comunes. Pero él te jura que al reclinarse contra uno de los huecos de la fachada, buscando un alero bajo el cual guarecerse, tanteó con las manos y tocó un rostro.
Retiró la mano, pero venció el miedo y recorrió el muro con la linterna que siempre trae sujeta al cinturón. Primero sólo iluminó las grecas suntuarias del templo. Pero finalmente descubrió, inserto en esas cavidades del frontón que seguramente fueron las aéreas sepulturas de la estirpe, lo que buscaba. Y ahora te dice que había allí un cuerpo extraño, un perfil lavado por el tiempo y la corrupción; un cuerpo viejo, centenario, metido dentro de un cesto relleno de algodones y bañado con perlas; un rostro devorado, sin facciones, y dos negros ojos abiertos, de vidrio.
Quiso investigar más de cerca; levantó una capa empapada por la tempestad y devorada por la polilla; pero lo distrajeron dos hechos simultáneos: detrás de él, iluminada por los relámpagos, apareció una joven india, descalza, triste, lujosamente ataviada, con los labios tatuados, la mirada serena y los tobillos heridos por los grilletes, sentada, como en espera de algo, al pie de la pirámide: tenia entre las manos una tela de plumas y flechas, y a sus pies, un círculo de mariposas muertas; al mismo tiempo, escuchó un ruido sorprendente: un tambor parecía avanzar por la selva, anunciando una ejecución pasada o futura; creyó que soñaba: entre la maleza se abría paso una procesión fúnebre, compuesta por gente de otra época, blancas cofias monjiles, pardos monjes encapuchados, cirios encendidos, mendigos, damas vestidas con brocados, caballeros de negras ropillas y altas golas blancas, cautivos con la estrella de David al pecho, cautivos de aspecto arábigo, alabarderos, pajes, labriegos con varas al hombro, antorchas y cirios. Nuestro mensajero se sintió confundido, apagó la lámpara y empezó a correr. Por encima del tamborileo, varios fusiles tronaron al unísono. El mensajero sintió los aguijonazos en el hombro y en el brazo. No sabe cómo pudo llegar hasta el campamento.
Más tarde, das algunas órdenes, comes el rancho del mediodía y revisas los puentes colgantes que esa noche nos permitirán cruzar las barrancas, atacar el flanco de una posición enemiga y luego desaparecer en la selva. Sólo atacamos de noche. De día nos preparamos para el combate y nos confundimos con la selva y con la población. Todos nos vestimos como los campesinos de la comarca: somos camaleones. Comemos, dormimos, amamos, nos bañamos en el río. Si quieren exterminarnos, deberán exterminar los bosques, las aguas, las barrancas, las ruinas mismas, el aire y la tierra enteros.