Me costó reconocerla, le dijo el monje Simón a Ludovico una noche, mientras el estudiante le servía un plato de lentejas y abadejo seco, pues su voz era ronca y apagada, y los trapos que la cubrían no alcanzaban a ocultar las feroces heridas de su rostro y de sus manos que aún sangraban, como si una bestia le hubiese clavado garras y colmillos, y no había luz en sus ojos.
Dice que me encontró preguntando por las ciudades desoladas, allí donde las casas han sido abandonadas por sus habitantes, y las bestias del monte, guiadas por sus instintos, llegan y se aposentan en salas y cámaras. Le pregunté si no temía por la vida del niño. Rió y dijo:
—Quien como éste ha nacido, no ha de morirse de una vil plaga.
Me lo dio, Ludovico, me dijo dónde estabas y me pidió que viniera a entregártelo. Dijo que no faltaría a la cita, dentro de veinte años. En las casas de los muertos todo permanece abierto, puertas y cofres. Los criados que no perecieron, huyeron. Celestina tomó un puñado de oro y otro de joyas de un arcón, cacareó y se fue como huyendo, como embozada, haciéndose pequeña, como avariciosa que teme la luz del sol, porque puede derretirle su oro.
Pero antes, me dio estas monedas para ti. Fue su último gesto generoso. Lloró al dar. Rió al quitar.
Mira bien el perfil troquelado de estas monedas, Ludovico.
La quijada saliente.
El labio grueso y colgante.
La mirada muerta.
El, el Señor.
Ludovico se despidió del doctor de la sinagoga del Tránsito y lejos, muy lejos viajó con los tres niños.
Había leído en los textos de Toledo un escrito de Plinio donde se habla de un pueblo sin mujeres, sin amor y sin dinero; un pueblo eterno donde nadie nace. Vivía este pueblo en una aldea cercana a las riberas del Mar Muerto, huyendo de las grandes ciudades a fin de perfeccionar su vida simple, silenciosa y austera. Allí quería Ludovico que crecieran los tres niños abandonados a su cuidado.
Embarcáronse en Valencia en nave cristiana que una noche les abandonó cerca del puerto de Alejandría. Perdiéronse en las callejuelas perrunas de esa ciudad viuda de dioses y de hombres; mucho llamaron la atención este hombre de ropas mendicantes y los tres niños que a duras penas podía sostener, aunque era fuerte, en brazos. Sin embargo, fue bien recibido. Hablaba el árabe, podía pagar alojamiento y comidas y los tres niños eran singularmente silenciosos y bien portados. Se hospedaron en un alto palomar junto a una azotea y desde allí Ludovico miraba cómo se desangraba el río de cien brazos en las aguas del mar sin cuerpo.
Dormía una noche, a causa del calor, sobre las piedras blanqueadas del aljarafe y soñó que se embarcaba en un velero y bogaba hacia el origen del Nilo. Sólo tres estrellas brillaban en el firmamento; el resto del cielo se había vaciado de luz y un gran silencio cubría la tierra de Egipto. A medida que bogaba, se iba acercando a las tres estrellas mudas, hasta tenerlas al alcance de la mano: se reflejaban en las aguas. Metió la mano en el río y pescó una estrella.
Primero, la estrella tembló. Luego habló. Dijo sol, y el sol apareció. Dijo trigo, y las riberas se llenaron de ondulantes espigas. Dijo ciudad, y un blanco caserío emergió de entre las arenas del desierto. Dijo hijos, y tres personas, dos jóvenes y una muchacha, aparecieron nadando junto a la barca de vela, y la condujeron a la margen del río.
—Éste es mi hermano y ésta es mi hermana, dijo uno de los muchachos.
Durante el primer día, el joven que primero habló sembró la tierra, cosechó sus frutos, encauzó las aguas del río para que regaran el desierto, fabricó ladrillos con el lodo negro de la ribera, construyó una casa y así dio sustento y albergue a sus hermanos.
Esa noche, en acto de gratitud, su hermana le tomó por esposo y ambos durmieron juntos en la casa. El otro hermano se recostó a la intemperie, mas breve fue su descanso. Se levantó y caminó junto al río, insomne, injurioso, conteniendo apenas su cólera y su envidia.
Al amanecer del segundo día, el hermano envidioso entró a la casa donde dormía la pareja y mató, dormido, a su hermano. Arrastró el cadáver al río y lo arrojó a las aguas. La esposa y hermana lloró y caminó por las fangosas riberas buscando el cuerpo de su hermano y marido. El hermano asesino le dijo a Ludovico:
—Estás durmiendo en una azotea. Sella tus labios. Si me delatas, a ti también te mataré en el sueño. Nunca despertarás.
Y se fue caminando por el desierto, desnudo e inerme.
Ludovico caminó en busca de la mujer. Al cabo la encontró hincada junto a unos juncos que habían atrapado el cadáver del hermano muerto. La mujer acercó los labios a los del hombre y le reanimó con su aliento, pasándole la vida de la boca a la boca. Luego dijo:
—Los labios son la vida. La boca es la memoria. La palabra lo creó todo.
Y el muerto resucitó. Pero era un muerto vivo, ya no el que antes fue. Y sus palabras al resucitar fueron éstas:
—Yo soy ayer y conozco mañana. Como yo, mis hijos vivirán su muerte y morirán su vida. Nunca volveremos a ser tres, solos, en el mundo, concebidos por nosotros mismos, sin padre que nos engendre ni madre que nos nombre.
La tierra se pobló.
Al tercer día de su sueño, Ludovico se encontró caminando entre las multitudes de la ciudad de Alejandría. La abigarrada muchedumbre de turbantes y rostros velados y fluyentes mantos y pies descalzos y manos ladronas era indiferente a él, y al mismo tiempo le acosaba con su premura, las voces rispidas, los pregones tristes. En el zoco de una puerta blanca, reconoció al hermano asesino. Estaba sentado con las piernas cruzadas frente a un raquítico taburete y allí escribía, sin cesar, como condenado a escribir, como si del hecho de garabatear los caracteres arábigos sobre tiesas y enrolladas hojas de papiro dependiese su salud; como si, escribiendo, aplazase una condena.
Ludovico se acercó al escribano. No fue reconocido. Las moscas se detenían sobre el rostro del criminal y él las espantaba con una mano, sin pestañear. Ludovico pasó su mano frente a los ojos del escritor. Tampoco esta vez parpadeó. Ludovico leyó por encima del hombro del escriba ciego. «Una noche maté a mi hermano. Atención. Leed y entended. Os contaré por qué sucedió, cómo, cuándo y para qué; lo que entonces previ, lo que hoy recuerdo, lo que mañana temeré. Atención. Deteneos. ¿No os da curiosidad mi historia…?»
Soñó Ludovico que esa noche dormían en la tumba el hermano asesinado y su esposa y hermana. Ella despertó y le dijo:
—Ahora podemos salir. Ahora puedes conocer los destinos de los que viven fuera de la tumba.
—Sí, contestó el asesinado, pero en secreto. Que no nos vean.
Se levantaron de los sudarios como si abandonasen sus propias pieles. La mujer agitó sus ropajes de mil colores, que al moverse los pliegues nacía el día y caía la noche, se encendían las luces y se prolongaban las tinieblas, en fuego estallaban las telas y como agua corrían por su cuerpo, a su contacto morían los vivos y renacían los muertos, mientras la pareja caminaba por las mismas calles de Alejandría, rumbo a las múltiples desembocaduras del gran río.
Los vio al fin.
El hermano asesino muerto en la calleja abandonada, el rostro manchado por la tinta vaciada, la pluma apretada entre las manos, los rollos de papel regados alrededor del cuerpo, blancos, vírgenes, sin un solo carácter escrito en ellos.
La pareja remontaba el río en una barca luminosa, el hombre nombrando las cosas en secreto, agua, arena, trigo, piedra, casa, la mujer preguntando a las aguas:
—¿Por qué sucumbió nuestro hermano a la tentación de escribir su propio crimen?
Fue despertado por unos dedos que rozaron los suyos. Vio recostada junto a él a una mujer de edad incierta, pues los velos cubrían su cuerpo y su rostro, con excepción de una apertura recortada sobre los labios. Esta apertura seguía la forma de los labios. La boca estaba estampada de colores y hablaba:
—Huye de aquí, le dijo a Ludovico, llega cuanto antes a donde te diriges. Allí está tu salud. Aquí peligran tus hijos si se descubre el signo que portan. Serán identificados con una profecía sagrada. Serán separados de ti y, cautivos, esperarán su mayor edad para actuar de nuevo la lucha de los hermanos enemigos…
—¿Qué profecía es ésa?, preguntó Ludovico; mas la mujer se envolvió en los velos multicolores, la ropa semejante a los labios, y desapareció en la oscuridad.
Con la mitad del oro que le quedaba, Ludovico compró una embarcación, provisiones y una aguja de marear, y de Egipto navegó rumbo a las costas de Levante. Los tres niños reían y gateaban sobre la cubierta; el brillante sol mediterráneo se les metía en los ojos y en la piel con salud y buenaventura.
Atracó en el puerto de Jaifa, vendió la barca y a los pocos días, a lomo de burro, llegó a la aldea del desierto, cerca del Mar Muerto. Sin preguntar nada a nadie, siguió las precisas instrucciones de Plinio para llegar hasta ese lugar. Les recibieron unos hombres tan pobres como Ludovico y sus tres niños, y todos vieron un buen signo en esta llegada, pues la comunidad del desierto se dividía en cuatro clases: niños, discípulos, novicios y fieles, y tres infantes tan tiernos podrían ascender en la escala del conocimiento y el mérito, llegando tan libres de pasado a la vida de la secta. A Ludovico le explicaron que no era la incapacidad de poseer lo que allí les reunía, sino la voluntad de poseerlo todo en comunidad. Ludovico entregó a la caja común las monedas de oro que le quedaban.
Durante diez años, Ludovico y los tres niños vivieron la vida de esta comunidad. Despertaban al alba. Trabajaban los campos regados por los ojos de agua que los fieles conocían. Se bañaban antes de almorzar y tornaban a los rudos trabajos de carpintería, loza y tejería. Cenaban; nunca hablaban durante las comidas. Antes de dormir, podían estudiar, meditar, orar o contemplar. Vestían siempre con pobreza. Prohibían toda ceremonia, pues afirmaban que el bien ha de practicarse humildemente y no celebrarse. Renegaban por igual del fasto de todas las iglesias, las de oriente y las de occidente, la hebrea y la cristiana, de todo rito y de todo sacrificio. Y transmitían las creencias, no en sermones, sino en pláticas corrientes, a la hora del reposo, durante las jornadas de trabajo, con voz quieta y razonable. A nadie, allí, le llamó la atención los signos externos de los tres niños.
—Tu cuerpo es materia perecedera, mas tu alma es inmortal.
—Capturada en el cuerpo como dentro de una prisión, el alma sólo puede aspirar a la libertad si renuncia al mundo, a la riqueza, a los templos de piedra y, en cambio, sirve con piedad a Dios, practicando la justicia hacia los hombres.
—No dañes a nadie, ni voluntariamente ni por órdenes de otro.
—Detesta al hombre injusto y socorre al hombre justo.
Los tres niños aprendieron de memoria estas máximas. Sentados a la mesa del refectorio de acuerdo con su edad en el tiempo de la comunidad, Ludovico y los tres niños terminaron por ocupar un alto rango en ella, pues aquí no se juzgaba la edad por las apariencias exteriores de juventud o vejez, sino por el tiempo pasado en la comunidad, y así, más viejos eran ellos que algunos hombres de cabellos grises llegados tardíamente a la secta. Estos viejos eran considerados niños; Ludovico llegó a ser novicio; los niños, discípulos.
—La igualdad es la fuente de la justicia; ella nos manifiesta la verdadera riqueza.
—Tres rutas hay hacia la perfección: el estudio, la contemplación y el conocimiento de la naturaleza.
—Pero también hay los sueños.
—Los sueños vienen de Dios.
—A veces, son como el atajo hacia la beatitud final que pueden procurarnos los otros tres caminos.
Un día del año en que los tres niños, en meses diferentes, cumplieron once, Ludovico dijo a los fieles que había soñado. Debía regresar con sus tres hijos al mundo para cumplir los dictados de la justicia. Los fieles le regresaron las monedas de oro que entregó al llegar. Ludovico miró las monedas que un día Celestina le envió de Toledo con el monje Simón. El mismo perfil prógnata, realzado; el labio inferior colgante; la mirada muerta. Pero la efigie allí troquelada no era la del antiguo Señor, sino la de su hijo, Felipe.
—¿Ese viejo rey?, le dijo el capitán de la nao donde se embarcaron, una tarde, en Jaifa.
El capitán miró las monedas que Ludovico le había entregado para pagar el pasaje. Mordió una de ellas para cerciorarse de su ley, y añadió: —Murió hace años. Le ha sucedido su hijo don Felipe, que gloria haya.
Diez años de silencio y de trabajo, se dijo Ludovico, diez años de estudio sin libros, pensando, contemplando, en silencio, recordando cuanto antes aprendí, ordenándolo todo de nuevo en mi cabeza. Más tiempo me predijo Felipe para alcanzar la gracia pragmática. Menos tiempo necesitaré para mudarla en acción. Me imaginó solitario, en un cuartucho, doblado sobre carbones y breas, filtros y limos, envejeciendo hasta saber, sabiendo viejo, sabiendo inútil. Pero no estoy solo. Soy yo más mis tres hijos. Mi pequeño y formidable ejército. No basta una vida para integrar un destino.
Miró por última vez hacia las costas de la Palestina. El desierto se hundía en el mar. El desierto empezaba en el mar. Un pueblo en el desierto, sin mujeres, sin amor y sin dinero. Un pueblo eterno, donde nadie nace. Vinieron hombres a la comunidad; otros se fueron. Pero a nadie vio nunca nacer, o morir, allí. Y quizás por esto, se dijo ensimismado, sólo allí pudo pensar clara y totalmente su propio destino y el de los tres muchachos a su destino unidos.
Mas una noche de canícula el capitán se acercó a 61 y, después de mirar un rato al mar inmóvil y opaco, le dijo:
—He oído a uno de los niños orar en la madrugada. Las cosas que dijo son las que hace siglos repetía una secta de rebeldes tanto a la ley de Israel como a la ley de Roma, que a todas las iglesias tenían por guaridas del Maligno.
—Así es. Hemos vivido diez años entre ellos, respondió Ludovico.
—Eso es imposible. Todos los miembros de la secta fueron condenados por el Sanedrín y entregados a los centuriones, quienes los llevaren al desierto y allí les abandonaron, atados de pies y manos, sin pan y sin agua. No pueden haber sobrevivido. Se llamaban los ciudadanos del cielo.
Por un instante, mareado, Ludovico sintió que nunca había llegado hasta allí, pero que, también, nunca había salido de allí.