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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio

BOOK: Tiempo de silencio
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El protagonista de la novela es Pedro, un joven médico investigador en Madrid a finales de la década de los 40. La paupérrima situación económica y social impiden el avance de las investigaciones sobre el cáncer que realiza en una cepa de ratones. Estos ratones habían sido traídos desde Estados Unidos y no se había podido mantener un ritmo de reproducción superior al de su muerte. Su ayudante en el laboratorio, Amador, había regalado meses antes algunos ejemplares a un pariente suyo, el Muecas. Este ha logrado criar estos ratones en su chabola con ayuda de sus hijas. Pedro y Amador acuden a esa chabola para recomprar algunos de esos ratones y poder continuar con las investigaciones.

Tras esa visita Pedro entra en contacto con los bajos fondos de Madrid y el Muecas acude a él en su condición de médico cuando su hija mayor, Florita, se desangra debido a un aborto que le ha practicado en casa su padre. La chica muere cuando Pedro, que no ejerce la medicina, intenta salvarla. El protagonista se encuentra entonces perseguido por la policía, que acaba por detenerle y solo le libera cuando la esposa del Muecas explica lo ocurrido.

Lo interesante de
Tiempo de silencio
no es su trama, que entronca con otras novelas de corte realista —especialmente con Baroja y su trilogía
La lucha por la vida
—, sino la forma de narrar. Martín-Santos se alejó de un estilo propio de la época, sencillo y árido, para armar un libro de resonancias clásicas, con un lenguaje cultivado y complejo, de prolijas descripciones, excursos culteranistas y diálogos empapados de clasicismo. Huelga decir que es una novela difícil en tanto al lenguaje se refiere, si bien la historia que se cuenta es tan sencilla (en su desarrollo narrativo, no en otros planos) como directa.

Luis Martín-Santos

Tiempo de silencio

ePUB v1.0

Zorindart
01.08.12

Título original:
Tiempo de silencio

Luis Martín-Santos, 1962

Editor original: Zorindart (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

Tiempo de silencio
, novela emblemática publicada tardíamente, en 1962, pudo ser concebida como la primera parte de una trilogía. Eso cabe deducir de lo que se ha publicado de la obra siguiente de su autor:
Tiempo de destrucción
, inacabada a la muerte de éste, acaecida en 1964.

Esta obra inauguró un nuevo ciclo en la novela española de la posguerra. Causó sensación entre los principales novelistas del momento, que tardaron unos años en evolucionar hacia la poética experimentalista, en palabras de Darío Villanueva, que postulaba Luis Martín Santos. Ricardo Gullón explica la relación espacio-tiempo del título diciendo que muestra una «situación opresiva, injusticia sistematizada, miseria extrema, brutalidad en diversos niveles, degradación, destrucción», que es lo que suele esconderse tras el silencio forzado por una situación dictatorial.

Luis Martín Santos sitúa esta novela en 1.949, cuando él frecuentaba los cenáculos literarios del momento, orientándose hacía el marxismo y el antifranquismo y reaccionando contra la pobreza artística e intelectual de la narrativa objetivista del realismo social.

El estilo es heterológico y barroco, y la metáfora, la metonimia y la ironía sirven como instrumento para burlar a la censura. Pero tras este desfile de suciedad: pensiones, burdeles, chabolismo, y de este bucear por las lacras de aquel tiempo, Martín Santos conecta con la tradición española de Quevedo y Valle-Inclán, aunque sin olvidar las innovaciones técnicas, siguiendo a Kafka y a Thomas Mann. El protagonista, Pedro, acaba, como ciertos personajes de Azorín y Baroja, sumiéndose en la abulia en un ambiente en el que el marxismo se tamiza a través de Sartre. Se trata, en el fondo, de una crítica de la sociedad burguesa española y de una meditación sobre la posibilidad en tal ambiente, de un proyecto de vida personal en libertad.

De realismo dialéctico califica Darío Villanueva esta novela, y la verdades que no era posible, o, cuando menos, fácil, o incluso deseable, otra solución en el ambiente de franquismo duro de los últimos años cuarenta, época clave para la vida española, porque en ella comienzan a atisbarse las contradicciones económico-sociales que darían lugar a un desarrollismo mal encauzado, péro el único que era posible entonces.

Hay que tener en cuenta que en aquellos años la censura era todavía tan fuerte como ignorante, de modo que no resultaba posible llegar a un entendimiento con ella: arrogante y arbitraria, erigía en ley el menor capricho del censor mismo o de la gente de quienes éste dependía, gente mesetera y limitada que lo interpretaba todo con dogmáticas gafas de ciego.

La escasez y el miedo eran los puntales de aquella sociedad en su mayor parte, pues sólo los adictos al régimen, y no todos, podían disfrutar entonces del tipo de respiro que pueden ofrecer los sistemas políticos cerrados, basado en la recomendación y el privilegio.

Todo esto se palpa en la novela, en la que la vida de burdel y de café tiene un papel importante, como reflejo exacto de la realidad. El auge del burdel se debía a la opresión de una moralina pseudocristiana que convertía a la mujer en un ser aparte, casi una especie distinta de la del hombre, y el del café era una necesidad impuesta por la falta de casas cómodas o incluso habitables de entonces. Los intelectuales se reunían en tertulias, que duraban media tarde y a veces empalmaban con la de la noche. Se creó un personaje: el novelista de café que vivía su novela entre chismes y discusiones, pero jamás la escribía. Los había que tenían dos y tres tertulias diarias. Era una vida intelectualmente endogámica y estéril, con la casa de putas como desahogo, y no sólo físico, sino también conversacional, pues eran muchos los que iban a ellas a hacer tertulia con las pupilas.

Añádase a esto la alternativa mortal en que vivía todo el que pensase, por poco que fuese, y no se sintiera identificado con el régimen: callar o exponerse a la represión, que podía tener muchos aspectos: desde la cárcel o el exilio hasta la persecución en el ambiente de trabajo o incluso en la vida cotidiana.

Más la escasez y el aislamiento intelectual. Todo escaseaba o era inasequible, en un ambiente de gran pobreza informativa. Los que volvían de París o Londres paralizaban las tertulias, cuyos miembros se congregaban en torno a ellos en espera de maravillas. España no estaba al día en nada: ni en cine ni en teatro ni en literatura participábamos de las corrientes europeas; excepto en casos aislados, el intelectual español de entonces vivía en una campana de cristal cuyas luminarias oficiales eran gente como Federico García Sanchiz o Rafael García Serrano, buenos escritores ambos, pero irremediablemente limitados por su propia ideología y por el sistema quedes apoyaba a cambio de su apoyo activo.

De todo lo cual se deduce que tenemos en nuestras manos una auténtica burbuja temporal, cuya importancia como testimonio corre pareja con su calidad como obra de arte. Se puede leer a dos niveles, por consiguiente, y aconsejo al lector que no haya leído este libro que intente hacerlo de esa manera: como documento,
Tiempo de Silencio
le rendirá inapreciable noticia sobre una época prehistórica que quizá le parezca surrealista, irreal, y como obra de arte le deleitará sin el menor género de dudas hasta sin extremo que, indudablemente, dependerá de su sensibilidad, pero que en ningún caso podrá ser pequeño.

Jesús Pardo

Tiempo de silencio
[1]

Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: «Claro, cancerosa». Pero, tras la mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es que ha pisado el cable. «¡Enchufa!» Está hablando por teléfono. «¡Amador!» Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. «No hay más.» «Ya no hay más.» ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica —comprende— la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis anormales, coaguladas en su cristalito, inmóviles —ellas que son el sumo movimiento—. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono, sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». Pero con sonrisa de merienda, con sonrisa gruesa. «Qué belfos, Amador.» La cepa MNA tan prometedora. Suena otra vez el teléfono. Lo olvido. «¿Por qué se ríe, Amador? ¿De qué se ríe usted?» Sí, ya sé, ya. Se acabaron los ratones. Nunca, nunca, a pesar del hombre del cuadro y de los ríos que se pierden en la mar. Hay posibilidad de construir unas presas que detengan la carrera de las aguas. ¿Pero, y el espíritu libre? El venero de la inventiva. El terebrante husmeador de la realidad viva con ceñido escalpelo que penetra en lo que se agita y descubre allí algo que nunca vieron ojos no ibéricos. Como si fuera una lidia. Como si de cobaya a toro nada hubiera, como si todavía nosotros a pesar de la desesperación, a pesar de los créditos. Esa cepa cancerosa comprada con divisas otorgadas por el Instituto de la Moneda. Traída desde el Illinois nativo. Y ahora, concluida. Amador sonríe porque alguien le habla por teléfono. ¿Cómo podremos nunca, si además de ser más torpes, con el ángulo facial estrecho del hombre peninsular, con el peso cerebral disminuido por la dieta monótona por las muelas, fabes, agarbanzadas leguminosas y carencia de prótidos? Sólo tocino, sólo tocino y gachas. Para los hombres como Amador, que ríen aunque están tristes, sabiendo que el último ratón de la cepa MNA perdido nos indica que nunca, nunca el investigador ante el rey alto recibirá la copa, el laurel, una antorcha encendida con que correr ante la tribuna de las naciones y proclamar la grandeza no sospechada que el pueblo de aquí obtiene en la lidia con esa mitosis torpe que crece y destruye, igual aquí que en el. Illinois nativo, las carnes frescas de las todavía no menopáusicas damas, cuya sangre periódicamente emitida ya no es vida sino engaño, engaño. «Betrogene.» Muerte vencida. «Detente, coge el recepto-remisor negro, ordena al Ministro del ramo, dile que la investigación, oh, Amador, la investigación bien vale un ratón.» No rías más y, sobre todo, no eches esas gotitas de saliva que hacen sospechar de tu educación y de tu inteligencia. «En guerra comíamos las ratas. Para mí que son más sabrosas que el gato. De gato estoy ya hasta aquí. Los gatos que hemos tomado. Éramos tres. Lucio, Muecas y servidor.» Proteínas para el pueblo desnutrido. Cuyas mitosis —éstas normales— carenciales, en el momento de la emigración de las motoneuronas hacia el córtex, por falta de tales principios renquean y perecen, tal vez disminuyen su número, tal vez se disponen de modo poco ordenado o deficiente, tal vez siguen mancas de las necesarias ramificaciones. Y así quedamos, incapaces para el descubrimiento de las causas de la neoplasia destructora. Amador me mira. Ve mi rostro ridículo. Eso le hace reír. En el binocular, a falta de electrónico, porque no hay créditos, haciendo un recuento de núcleos monstruosos y Amador, ya con su boina parda, todavía con su bata blanca puesta se va a lo de atrás, donde aúllan los tres perros flacos que sólo de vez en cuando orinan tanto y huelen tan fuerte. Amador, deseando acabar con los perros, como ha acabado con la cepa, espera una orden que yo no doy, sino que miro y escucho, queriendo oír lo que pueda decirme que me saque de esto. «Muecas tiene», dice Amador. Error. No todo ratón es cancerígeno. No todo ratón es de la cepa del Illinois nativo, hábilmente seleccionada entre dieciséis mil cepas, en laboratorios traslúcidos de paredes brillantes de vidrio, con aire acondicionado ex profeso para la mejor vida ratonil. Hábilmente seleccionada a través de las familias de ratones autopsiados, hasta descubrir el pequeño tumor inguinal y en él implantada la misteriosa muerte espontánea destructora no sólo de ratones. Las rubias mideluésticas mozas con pro teína abundante durante el período de gestación de sus madres de origen sueco o sajón y en la posterior lactancia y escolaridad. Aunque hermosas, insípidas pero nunca oligofrénicas, con correcta emigración de neuroblastos hasta su asentamiento ordenado en torno al cerebro electrónico de carne y lípidos complejos, que utilizan ahora para hacer recuentos de mitosis en el palacio transparente. Así esa cepa aislada, extinguida ahora aquí por culpa de falta de vitaminas, tras haber gastado en ella los menguados créditos del Instituto. Traídos del Illinois nativo los ratones —machos y hembras— separados los sexos para evitar coitos supernumerarios no controlados. Con provocación de embarazo bien reglada. En cajas acondicionadas, por avión, con abundante gasto de divisas. Y ahora se han acabado, se han ido muriendo a un ritmo más rápido que el de la reproducción —¡más rápido que el de la reproducción!— y Amador ríe y dice: «Muecas tiene». Muecas vino aquí, a este aire cargado de olor de perro aullador que no orina. Al no orinar, víctima de su violenta carga afectiva, el perro elimina sus esencias por el sudor. Al no sudar más que por la planta de los pies, el perro elimina su aroma también por el aliento, con la lengua fuera así colocada a los fines de la transpiración. Cuando el perro ha sido operado y se le ha colocado un fémur de poliestileno o polivinilo, sufre tanto que demos gracias a que —aquí— las desteñidas vírgenes no cancerosas, no usadas, nunca sexualmente satisfechas, anglosajonas no existen para proyectar el rencor insatisfecho sobre la Sociedad Protectora. De otro modo, no hubiera aquí nunca investigación ya que se carece de lo más elemental. Y las posibilidades de repetir el gesto torpe del señor de la barba ante el rey alto serían ya no totalmente inexistentes, como ahora, sino además brutalmente ridículas, no sólo insospechadas, sino además grotescas. Ya no como gigantes en vez de molinos, sino corno fantasmas en vez de deseos. Porque, ¿a quién importan los perros? ¿A quién molesta el dolor de un perro, cuando ni siquiera a su propia madre le importa lo más mínimo? Bien es verdad, que de esa investigación del polivinilo nada puede resultar puesto que ya sabios, en laboratorios transparentes de todos los países cultos del mundo, han demostrado que el polivinilo no es tolerado por los tejidos vitales del perro. ¿Pero quién sabe lo que puede aguantar un perro de aquí, un perro que no orina, un perro al que Amador alimenta sustancialmente con pan seco mojado en agua? No hay parangón y por eso mismo Muecas puede tener restos de la cepa. Reproducciones que sólo Amador conoce pueden haberse producido y cruces extraños con ratonas o con animales hembras de especie próxima o quizá idéntica. De ahí puede surgir el origen de otro descubrimiento más importante todavía por el que el rey sueco pueda inclinarse sobre nosotros hablando en latín o en inglés macarrónico con acento no de rubia mideluéstica y dar a Amador —al mismo Amador, vestido de pijama a rayas ya que no le da para frac— el codiciadísimo, el único. Muecas allí estará con su nueva cepa conseguida tras alta reflexión, tras cálculos de coeficientes, del crossing-over y determinación de mapas génicos. Tras implantación de cromómeros en glándulas salivales y reimplanto en las importantes por donde la vida es transmitida. Amador sabe que Muecas tiene MNA. El Illinois importado no ha de haberse perdido del todo. Tras el transporte en cuatrimotor o tal vez bimotor a reacción, con seguro especial y paga de prima y examen con certificado del servicio veterinario de fronteras de los EEUU, ha venido luego el transporte a manos del Muecas, en una caja de huevos vacía, hasta su chabola particular, donde sus dos hijas —una de dieciséis años y otra de dieciocho— ninguna de las dos rubia, ninguna de las dos con dieta adecuada durante la gestación en vientre toledano, crían también cepas. De ahí surgirá tal vez la nueva posibilidad de que el cáncer inguinal no sea inguinal, sino axilar. De que no sea de estirpe ectodérmica sino mesodérmica. De que no sea sólo mortal para el ratón y para la rata, sino que casualmente inoculado durante la cría poco cuidadosa a las dos «a Toledo ortae» muchachas no rubias, que entre cuidados médicos poco hábiles y falta de una operación, precoz por error de diagnóstico perezcan, dando origen a una autopsia que el padre alarmado y haciendo muecas de terror ante su posible también contagio, autorice y se descubran en sus axilas e ingles tumefactas, a pesar de su virginidad pregnantes, crecidas gruesas tumoridades, secretoras de toxinas que paralicen los débiles cerebros y dentro de las que —¡oh milagro!— a despecho de la naturaleza aparentemente hereditaria de la cepa illinoica, un virus, un virus recognoscible incluso en los defectuosos microscopios binoculares de que gozamos gracias al paso del viejo señor de la barba y del que hemos obtenido, cultivándolo en repetidos pases en ovario de muchacha tolédica mal nutrida de la que la madre careció de proteínas mientras portaba el vientre, una vacuna aplicable con éxito a la especie humana. «Majestad, señores académicos, señoras y señores: El comienzo de nuestros experimentos, como en el caso del sabio inglés que fijó su atención en los hongos germinicidas, fue casual… » Amador dice que sí, que la cepa robada es la buena, la illinoica y que Muecas se llevó ejemplares de ambos sexos con el exclusivo objeto de conseguir mantener su pureza génica y así volver a vender estos ejemplares al laboratorio cuando se hubieran extinguido aquellos de los que —sin cálculo estadístico— había observado que la tasa de mortalidad era más alta que la tasa de nacimientos. «¿Pero no comprendes que es un ladrón, que no vamos a poder comprar a un ladrón lo que a nosotros mismos ha robado y que no es posible que la institución robada acceda a adquirir de nuevo a precio oneroso lo robado o lo que desciende de lo robado (por cierto, ¿qué garantía?) estando como estamos en un estado de derecho donde existen cosas tales como policía, jueces y capacidad denunciante del ciudadano libre?» «No hay pruebas», dice Amador. «No hay pruebas de que sean robados.» Sí que las hay. La determinación microscópica de la aparición espontánea de los tumores inguinales. Sólo esta cepa entre todas las que contiene la península posee tan milagrosa y mortífera propiedad. Sólo ella sirve a los fines de la investigación. Sólo en ella se produce espontáneamente el fenómeno que sume a las familias humanas en la desolación y al individuo afecto en el dolor físico y en la autofagia progresiva de su propia sustancia viva hasta la muerte. De cómo la Genética —así utilizada— ha podido llegar a un resultado totalmente opuesto al que los primitivos pioneros de esta ciencia podrían desear (creación de una humanidad perfecta, extirpación de todo mal hereditario) haciendo aparecer una raza en que lo execrable es constante, la execrable presencia que preocupa al hombre tras la extinción de los microorganismos de tamaño medio, Amador no tiene idea. Pero hay en él un cierto estupor ante los recursos maravillosos por medio de los que la ciencia llega a ser constituida y por los que, como subproducto apenas atendido pero importante, los investigadores pueden contraer matrimonio y habitar en pisos construidos por el Estado y hasta él —Amador— vivir con la parva adición de propinas de los susodichos investigadores al sueldo mezquino. «En el fondo es un bien. Si no habría que parar. Las cuidan las hijas. Si no ya estarían muertas y no pariendo como paren que me creo que paren sin parar. Tiene hasta así la chabola de ellas.» Pero ¿por qué no se les mueren? ¿Qué poder tienen las mal alimentadas muchachas toledanas para que los ratones pervivan y críen? ¿Qué es lo que les hace morir aquí, en el laboratorio? Aunque no transparente ni con aire acondicionado, debe poseer condiciones de habitabilidad más semejantes a las de su homólogo del Illinois que la chabola del Muecas. Tal vez los gritos ininterrumpidos —gritos casi humanos porque la cirugía es tan humana— de los perros del fémur polivinílico, irritando el sistema nervioso de las MNA han acarreado su muerte prematura (prematura hasta para ratón canceroso) o al menos su desinterés por la procreación, olvidando así lo que de preciosa colaboración para la total erradicación del cáncer hay en su siempre-llevar, siempre-propagar cáncer. O tal vez más bien, en las hijas del Muecas hay una tal dulzura ayuntadora, una tal amamantadora perspicacia, una tan genesíaca propiedad que sus efluvios emanados bastan para garantizar el reencendido del ardor genésico y la siempre continua línea de descendientes tarados. Miro por el binocular con odio. La luz azul vuelve a iluminar la preparación y las mitosis inmóviles, coaguladas por el formol, tienen toda la apariencia de la voracidad. «No te vayas, Amador, todavía no he acabado yo.» «Bueno.» «Tú tienes la obligación de estar conmigo o con cualquier otro investigador hasta que nos vayamos, hasta que concluya la investigación.» «Bueno.» «No te vayas a creer la monserga esa de la jornada legal.» «No, señor.» «¿Trabajo yo acaso una jornada legal?» «No, señor.» «Yo sigo buscando las mitosis.» «Vaya.» «Hasta que no puedo más.» «Oye», digo. «Diga», dice. «A ver si le dices al Muecas que traiga sus ratones y que yo veré si son los de la cepa y que tal vez se los compre o que tal vez le denuncie por robo.» «Son las fetén.» «Pues que venga, y pronto.» «No vendrá.» «¿Por qué?» «Por lo de la denuncia del robo; ya antes le
echó el Subdirector. No es la primera vez. Antes fueron gatos. Cuando les metían los alambritos en la cabeza y se olvidaban y él iba y los vendía otra vez, hasta que al ir a meterles los alambritos se encontraron con los viejos todos oxidados. Claro que lo de las mitosis es peor, porque se te mueren hagas lo que hagas. Pero los gatos aguantan como fieras, aunque se ponen nerviosos. Le mordieron al Muecas y a la hija casi le saltan un ojo. Pero aguantan.» «Bueno, dile que venga.» «No vendrá. El Mediodoble cree que se fue a las Américas. Si lo vuelve a ver, lo hunde. No viene nunca desde que dijo que había emigrado.» «¿Y cómo se llevó entonces mis ratones?» «No, si la pareja se la di yo. Pues claro. ¿Y si no, cómo iba a saber que eran los fetén?» «Vaya.» «Además, entonces había muchos. Morían como ratas todos los días. Es cuando los perros del polivinazo estuvieron tan lucidos.» «Te daría propina don Óscar.» «Pues claro.» «Oye», digo. «Diga», dice. «Iremos mañana a su chabola.» «Qué contento se pondrá.»

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