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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (7 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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—Nada de eso. Al contrario, agradecerle a usted si los ha cuidado bien y ha conseguido que críen.

—¡Ah! Las ratonas —dijo el Muecas algo tranquilizado.

—Las ratoncitas, las ratoncitas —rió Florita olvidando su papel de modestia ruborosa—. Ya lo creo que crían las muy bribonas, ya lo creo. Mis sudores me cuesta y hasta algún mordisco.

Diciendo estas palabras desabotonó algo su vestido por el escote y efectivamente mostró a todos los presentes, en el nacimiento de su pecho, dos o tres huellecitas rojas que pudieran corresponder a las estilizadas dentaduras de las ratonas en celo.

—Todo era por el frío —aclaró el Muecas pozo de sapienza, tomando su talante más solemne y componiendo el rostro—. Seguro que en las Américas las tienen en incubadora. Y no como aquí que estamos en la zona templada.

Amador le miraba socarrón y casi reía, pero haciendo caso omiso del efecto que producían en su viejo camarada de armas estos pingajos deslucidos de una cultura cuyos orígenes permanecían enigmáticos, continuó:

—Es cosa sabida, que el calor da la vida. Como en las seguidillas del rey David. Dos doncellas le calentaban, que si no ya hubiera muerto. Y lo mismo se echa de ver en las charcas y pantanos. Basta que apriete el sol para que el fangal se vuelva vida de bichas y gusarapos. No hay más que ver los viejos apoyados en las tapias en invierno. ¿Qué sería de ellos si no fuera por el calorcillo de las tres de la tarde? Ya no habría viejos. Así les pasaba a ellas. ¿Cómo les iba a llegar el celo si no tenían calor ni para seguir viviendo? Por eso se les hinchaban esos como testículos, con perdón, y cuando se morían que usted se quemaba las pestañas en estudiar el porqué, no era más que de frío.

Atónito escuchaba don Pedro aquella teoría etiológica del cáncer espontáneo a frigore interesado en saber qué consecuencias profilácticas Muecas había deducido, las que habían sido hábiles no sólo para conservar la vida de los ratones, sino para asegurar su reproducción.

—¿Adónde va usted a parar, padre? Y cómo que se engloria en sus explicaciones y no hay quien lo pare. Lo que es mi padre debía haber sido predicador o sacamuelas. Y aún dicen de él que es bruto. Bruto no le es más que en lo tocante a caráter, pero no en el inteleto.

—¡Calla, tonta! —protestó modestamente—. El hecho es que dándoles el calor natural que les falta los ratones crían y ya veo que usted sabía adónde venir a buscarlos. Aquí los tengo, sí señor doctor, a los hijos de los hijos que no quiero llamar nietos, ya que no parece cosa de animales reconocer tanta parentela. Y también a los hijos de los hijos de los hijos.

—O séase los biznietos —rió Amador coreado por Florita, que había dado ya definitivamente al olvido sus rubores desde el punto en que enseñó su escote y en él las marcas que la calificaban como mártir de la ciencia.

—Padre lo ingenió todo. Pero yo y mi hermana las que tuvimos que cargar con la pejiguera de las ratoncitas.

—Calla, hija. Y no hables más que cuando te pregunten. Mira tu madre qué callada está y qué poco molesta. Y, sin embargo, aguantó la misma pejiguera.

Efectivamente, la redondeada consorte del Muecas, que en contradicción con su marido, gozaba de una acentuada lisura e inmovilidad de rostro, escuchaba como si oyera la interpretación de una sinfonía aquella conversación. Era evidente que a pesar de no entender jota de lo que se decía, gozaba con los sonidos que los presentes exhalaban. Para ser menos engorrosa se había sentado en el suelo y sus piernas redondas, blancas y sin tobillo asomaban bajo la halda de sus múltiples coberturas, mientras mantenía aún firmemente en su regazo el pienso de los milagrosos ratones.

—¿Puedo preguntar cómo les dio usted ese calor natural? —dijo don Pedro tras unos minutos de asombrada escucha.

—Puede usted preguntarlo, pero yo no se lo diré por respeto.

—Bueno —terció Amador—. Ya me lo dirá a mí más tarde. Vamos a ver ahora esos biznietos y sepamos si son bastardos o no lo son. Porque si lo fueran, para nada los querremos. Tiene que ser hermano con hermana y a lo más hija con padre.

—Así lo son —afirmó rotundo.

Pero no hubo más. Muecas no quiso enseñar sus instalaciones. Prometió llevar las crías a1 punto y hora indicados, pero no quiso que sé molestaran en penetrar más adelante en su guarida. La curiosidad era demasiado grande para que don Pedro consintiera ahora en marcharse después de haber bebido íntegra su limonada. Necesitaba llegar hasta el fondo de aquella empresa de cría de ratones que —simultáneamente— era empresa de cría humana en condiciones —tanto para los ratones como para los humanos— diferentes de las que idealmente se consideran soportables. Los olores que tras el colgante velo rojizo llegaban a la zona más densamente habitada de la chabola, la misma presencia a sus pies de la mole mansa y muda de la esposa, las mordeduras de la muchacha toledana formaban, junto con la mentalidad científico-razonante del Muecas, un conjunto del que no podía apartarse fácilmente y que quería conocer aunque en el intento hubiera tanto de fría curiosidad como de auténtico interés, tanta necesidad de conseguir ratones para su investigación como concupiscencia por ver la carne del hombre en sus caldos más impuros.

[11]

En la parte interior de la chabola del Muecas estaba el campo de cultivo de la raza cancerígena. Cada ratón estaba metido en una jaula de pájaro de alambre oxidado. Estas jaulas habían sido obtenidas en los montones de chatarra y rudamente reparadas por el propio Muecas con ayuda de su hija, la pequeña, que tenía dedos hábiles. Las jaulas estaban colgadas por las paredes de la estancia. En sus comederos blancos de loza, la compañera colocaba el pienso traído en su falda. La pequeña habitación estaba hecha de tableros algo abarquillados por la humedad, pero en lo esencial lisos. Las hendiduras entre los tableros habían sido tapadas con trapos viejos consiguiendo así un compartimiento estanco. Las jaulas estaban colgadas artísticamente al tresbolillo, procurando una distribución armoniosa de los huecos, de las luces y de las sombras como en una pinacoteca cuyo dueño —excesivamente rico— ha comprado más cuadros de los que realmente caben. En el suelo de esta reducida habitación había un gran colchón cuadrado. Por un lado entraban los cuerpos del Muecas y su consorte, por el otro lado los más esbeltos de sus dos hijas núbiles. En el pequeño colchón del aposento anterior en que se había sentado don Pedro, solía dormir un primo que ahora estaba en la mili. Pero seguían durmiendo los cuatro juntos en el colchón grande por varios motivos: porque los cuatro cuerpos juntos elevaban la temperatura de la cámara estanca (así pasaban menos frío, así estaban también mejor los ratones según la teoría del Muecas). Porque ya se habían acostumbrado. Porque al Muecas le agradaba tropezar de noche con la pierna de una de sus hijas. Porque así las tenía más vigiladas y sabía dónde estaban durante toda la noche que es la hora más peligrosa para las muchachas. Porque se necesitaban menos sábanas y mantas para poder vivir, habiendo sido por el momento pignoradas las que utilizaba el mozo en edad militar. Porque el olor de los cuerpos —cuando uno se acostumbra— no llega a ser molesto resultando más bien confortable. Porque el Muecas se sentía, sin saber lo que significaba esta palabra, patriarca bíblico al que todas aquellas mujeres pertenecían. Porque la consorte del Muecas le tenía algo de miedo y no podría soportar sus cóleras sin la problemática ayuda de la presencia muda de sus hijas. Porque la última ratio de la reproducción ratonil consiste en conseguir el celo de las ratoncitas de raza exótica. Porque el Muecas había dispuesto tres bolsitas de plástico donde se metían las ratonas y eran colgadas entre los pechos de las tres hembras de la casa. Porque creía que con este calor humano el celo se conseguía dos veces más fácilmente: por ser calor y por ser calor de hembra. Porque no quería que este proceso de maduración de la mucosa vaginal de las ratonas pudiera interrumpirse si sus rapazas durmieran en la cámara exterior donde faltando un adecuado cierre de los huecos entre los tableros y la promiscuidad nocturna, el calor era más escaso. Cuando el celo de la ratona se había conseguido, el Muecas la extraía cuidadosamente de la bolsita de plástico donde había pasado varias noches y la depositaba en la jaula talámica donde el potente garañón era conducido también siempre apto para la cópula y especialmente proclive a ella al percibir los estímulos aromáticos del estro. Esta jaula copulativa estaba tapizada de arpillera aderezada con guata y miraguano, materiales ellos aptos para la construcción del nido pero que luego el Muecas sustraía a las hembras grávidas fuera de la hora del amor, como si pensara que la visión de tales riquezas para el alhajamiento del futuro hogar pudiera estimular su entusiasmo afrodisíaco. Una vez iniciada la gestación nunca volvieron a gozar de tales guatas y miraguanos que hubieran encarecido de modo excesivo los gastos de cría, sino que tenían que arreglarse con un poco de paja común en sus aéreos palacetes. Las ratonitas o ratonitos, una vez nacidos, sé anunciaban con una música sutilísima de pequeños píos ruiseñoriles, mientras que las madres, a diferencia de la especie humana, eran capaces de parir sin gritar en reverente silencio ante los misterios de la naturaleza que en ellas mismas se realizaban. Conseguido este parto pudibundo y a veces nocturno, la mañana de la familia muequil era alegrada por los juveniles píos y las muchachas se reían desde la misma cama, envueltas en sus camisones blancoscuros, sin manga, gritando: «Padre, ya parió la de arriba», «Padre, ya parió la mía, la que me dio el mordisco», «Padre, ya le dije que estaba mal cubierta, está sólo llena de aire y de indecencia la muy guarrona que comía sin parar y luego no le dejó al Manolo que estaba todo triste», «¡Qué se habrá creído la muy monja, más que monja!». Muecas, si había bebido demasiado la noche antes, no hacía caso de los gritos de sus hijas y metía la cabeza otra vez bajo la manta gruñendo mientras que la redonda consorte laboraba en la parte de afuera o había ya partido hacia el montón de basura contratado.

Alegres transcurrían los días en aquella casa. Sólo pequeños nubarrones sin importancia obstruían parcialmente un cielo por lo general rosado. Gentleman-farmer Muecasthone visitaba sus criaderos por la mañana donde sus yeguas de vientre de raza selecta, refinada por sapientísimos cruces endogámicos, daban el codiciado fruto purasangre. Emitía órdenes con gruñidos breves que personal especializado comprendía sin esfuerzo y cumplimentaba en el ipso facto. Vaso de fuerte bebida en mano, chasqueaba la lengua al sentir calorcillo de aguardiente en paladar. Sonoros golpes de fusta conseguía en altas botas de cuero. Conversaba después con los notables en lindes de la amplia finca. Pastor, que iba hacia su cura de almas, informaba del ambiente espiritual de su poblado. «Me paece a mí que va a haber lío con lo del desaucio.» Petriquillo aplicador de emplastos, despreciador de comadres insustanciales que pretendían ciencia le aclaraba: «Mientras esas chicas se empecaten en beber las aguas de la Blasa por mor de abortar se pondrán cloróticas o fímicas, pero todo será tripa y mal color. Lo que no sea cirugía es tiempo perdido y acabarán en la desinsetación». Especulador chabolero enriquecido con ventas de comestibles en dosis mínimas, decía que los tiempos eran malos y que las compras de azúcar de diez en diez céntimos sólo llevan al vicio de querer tomar café con leche a toda hora, mientras que ya hay incluso quien hace ascos al boniato y sólo quiere patata y más patata, venga vicio y como si fuéramos un país rico. Con la sacarina podían arreglarse perfectamente y el boniato, además de alimentar, ahorra azúcar, pero ya no saben ni lo que quieren. Arquitecto-aparejador-contratista de chabolas, en feliz ignorancia de planes de ordenación y normas municipales, construía como pocos pueden ya, al libre albedrío de su instinto artístico y de acuerdo con la naturaleza de sus materiales. «En aquella pieza yo les haría la suya talmente, con chimenea y todo, por los tres mil reales. Pero dale que no pué ser porque cuando llueve hace charco. ¿Qué tendrá que ver el charco si yo les pondría un canalón de teja para que corra el agua? Pero nada, que no quieren charco en su casa. Para tres días que llueve aquí que no llueve nunca. ¿De qué les sirve ahorrar que es lo que yo digo, si siguen viviendo como sabandijas? ¡Puah! ¡Miseria!» Muecas sentía preocupaciones concejiles. «Aquí podríamos dejar, así vacía una placita, para que jugaran los críos. Poniendo una de esas piedras, todo liso y hasta un geranio.» «No, lo que es esas piedras no, que yo ya las tengo reservadas por si se deciden y por decirlo de una vez, son mías. Nadie me las va a disputar a mí.»

Muecas, además del terreno edificado, tenía otros terrenos edificables y un como parque o jardín que rodeaba todo aquello. Un derecho consuetudinario en el que la res nullius había vuelto a surgir por intususcepción en las propiedades de un prepotente de la otra ciudad que todavía discutía el valor del pie con la inmobiliaria que un día llegaría con bulldozer y camiones, confería una existencia provisional a estas especulaciones de segundo grado, ventas, alquileres, desahucios y permutas, del mismo modo que las propiedades tribales y los usufructos de los campos de caza de los aborígenes resultan incongruentes con la nueva realidad económica cuando al fin llega la auténtica civilización. Pero aquí, en una especie de paradójica marcha inversa, el viejo derecho se encaramaba en los resquicios (no abandonados sino simplemente inatendidos) del vulgar. Como en un ensayo de lo que será la existencia el día en que después de la verdadera guerra atómica, los restos de la humanidad resistentes por algún fortuito don a las radiaciones, hayan de instalarse entre las ruinas de la gran ciudad impregnada y comenzar a vivir aprovechando en lo posible los materiales ya inútiles. Así, los habitantes de aquel poblado veían a lo lejos alzarse construcciones de un mundo distinto del que ellos eran excrecencias y parásitos al mismo tiempo. Una dualidad esencial les impedía integrarse como colaboradores o siervos en la gran empresa. Sólo podían vivir de lo que la ciudad arroja: basuras, detritus, limosnas, conferencias de san Vicente de Paúl, cascotes de derribo, latas de conserva vacías, salarios mínimos de peonaje no calificado, ahorros de criadas-hijas fidelísimas. Hacia aquella otra realidad debían encaminarse no obstante todos los días (como sus homólogos aborígenes hacia los campos de caza) y colocándose en los lugares estratégicos cobrar mínimos botines en las escaleras del Metro, en las mercancías desechadas del mercado, en la sopa boba del Auxilio, en la especulación en piedras de mechero.

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