Tirano III. Juegos funerarios (52 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Vamos igualados —dijo—. Para tu información, navarco, si arrojamos el cuero por la borda, lo dejaremos atrás en cuestión de una hora.

Sátiro meneó la cabeza.

—¿Tú lo harías?

Peleo se rascó la barba.

—Seguramente, no. Al menos de momento.

—De acuerdo.

Se oyó un estrépito a popa, y una lanza del tamaño de un trinquete salió disparada hacia ellos. Sátiro no pudo evitar agacharse.

—Mierda —dijo Peleo—. Una de esas máquinas recién inventadas. ¿De dónde cojones sacan una máquina de Ares dos putos chipriotas?

Empezaron a perder arrancada porque los remeros estaban tan confundidos como Sátiro, mientras que las naves negras avanzaban a ritmo constante. La máquina volvió a disparar y en esta ocasión Sátiro tuvo tiempo de ver todo el vuelo de la lanza, que desapareció bajo las olas bastante a estribor de la popa.

—Ahora sí que tiraría el cuero —dijo Peleo—. Si una de esas pértigas alcanza nuestros remeros, estamos perdidos. —Escrutaba el mar—. Es buena época para que encontremos una patrulla rodia —añadió entre dientes—. En estas aguas siempre solía haber un barco. O en la playa del otro lado del cabo. Era mi puesto, tiempo atrás.

—Poseidón sea con nosotros —dijo Sátiro, que se sentía extrañamente ligero—. Podemos conseguirlo.

El promontorio de Acrotirion estaba cerca, tan sólo a una docena de estadios de la amura de estribor, y el joven sabía que en cuanto doblaran la punta encontrarían agua profunda en la bahía y un cambio de viento.

Una de las máquinas disparó con un chasquido de madera que se oyó a través de las aguas y la lanza salió bien apuntada, derecha hacia el
Loto
pero demasiado alta, de modo que sobrevoló la cubierta sin chocar con el mástil y se hundió delante de ellos.

—Traedme a Timoleón —ordenó Peleo. En un momento el capitán de los arqueros estuvo con ellos. Peleo señaló hacia popa—. ¿Puedes acertar a los hombres de la máquina?

Timoleón negó con la cabeza.

—Sólo si Apolo dispara mi arco —dijo, pero sin añadir más quejas, cogió una saeta de su cinturón y tiró de la cuerda hasta que la punta de bronce le tocó los dedos antes de disparar.

Sátiro la perdió de vista por culpa del sol, pero Peleo meneó la cabeza.

—Muy corto.

La máquina ubicada en la proa del barco fenicio disparó, pero el proyectil cayó corto porque lo lanzaron en un mal momento, cuando la proa cabeceaba en las olas. Se aproximaban a la costa muy deprisa, puesto que ambos bandos querían doblar el cabo lo más cerca de tierra que pudieran.

—¡Pon los remos de estribor en el rompiente, chico! —dijo Peleo—. Hay más agua de la que crees. ¡Pasa rozando esas rocas! —Luego se dirigió al arquero—: Vuelve a intentarlo.

Esta vez Timoleón aguardó a que la popa estuviera en lo alto de las olas y tiró tanto de la cuerda que la punta de la flecha casi se cayó de la empulgadura antes del disparo. Una vez más, Sátiro perdió de vista la flecha.

—Mejor —dijo Peleo.

—Dispara éstas —le ofreció Melita, haciendo caso omiso de la mirada de enojo de Peleo—. Son flechas sakje de largo alcance. Por eso están emplumadas. Ten en cuenta el viento; no pesan nada y se desviarán.

Timoleón cogió una, un palmo más larga que cualquiera de las suyas, hecha de caña de ciénaga y con espinas de hierro.

—Esto da miedo —dijo con una sonrisa—. Gracias,
despoina
.

—Veneno —advirtió Melita, sonriendo a su vez.

La mano de Timoleón se detuvo cuando iba a tocar la punta.

—Puñeteros escitas —dijo respetuosamente, acariciando el astil con el pulgar. Tensó el arco al máximo y disparó.

Incluso Sátiro vio el alboroto en la proa del barco pirata.

—¡Buen tiro! —gritó.

Timoleón sonrió encantado.

—Apolo me ha guiado la mano —dijo—. En mi vida había tirado tan lejos. —Asintió a Melita—. Gracias,
despoina
. ¿Quieres tirar?

—Soy incapaz de llegar tan lejos —admitió ella, encogiéndose de hombros.

El menor de los barcos pirata navegaba raudo, pero no volvió a disparar con su máquina. Mientras el promontorio crecía en el horizonte sus arqueros dispararon, y como tenían la brisa a favor, las flechas surcaban el aire con facilidad. Acertaron a un remero del
Loto
, a quien la punta de bronce le hizo un corte en la espalda.

Timoleón respondió, y fue agotando las flechas de caña de Melita sin acertar a ningún enemigo, pues los proyectiles se desviaban a la izquierda o la derecha como si estuvieran hechos de plumas. Melita lo observaba con una expresión que Sátiro conocía muy bien y que daba a entender que ella lo habría hecho mejor.

—Déjame tirar una vez —pidió Melita cuando sólo quedaba una saeta de caña.

—¡Faltaría más! —contestó Timoleón.

La joven se encaramó a la misma punta de la plataforma de popa, se balanceó un momento, alzó el arco, lo tensó y disparó con un único movimiento muy fluido.

Su flecha desapareció entre los remeros del trirreme más cercano, un poco alta para alcanzar a quienes manejaban la máquina de Ares, pero fue recompensada con un alarido.

Melita juntó las manos, la mar de contenta, mientras Timoleón le daba una palmada en la espalda.

La máquina de los fenicios disparó y el proyectil cayó sobre las bancadas de babor con un ruido como el de una tela al rasgarse, rebotó en la maraña de remos y cayó al mar sin romper nada.

Sátiro gobernaba el timón con mano de hierro. No acusaba la menor fatiga ni era de todo consciente del intercambio de proyectiles. Observaba la estela y afinaba el rumbo, dirigiendo engañosamente la proa hacia mar abierto y dejando que las olas empujaran el casco hacia el promontorio.

«Vamos bien», pensó, y mantuvo el rumbo. Mentalmente se hallaba en otro lugar, un lugar donde ser el timonel no dejaba sitio a ningún otro temor.

Melita bajó de la plataforma seguida por Timoleón. Peleo la observó con la boca fruncida, pero cuando la chica estuvo en mitad del barco, dijo:

—Nos ha regalado no menos de una eslora.

Doblaron el promontorio de Acrotirion pasando tan cerca como osaron, con los remos de estribor en el rompiente y los cascos negros a media docena de estadios de su popa. Todos los ojos del
Loto
se asomaban por encima del nivel de cubierta escudriñando la bahía de Kition con la esperanza de ver dos barcos de guerra rodios fondeados.

Los piratas perdieron un estadio porque el buque fenicio no se atrevió a acercarse tanto a la playa. Hizo un bordo mar adentro y Sátiro respiró más tranquilo, casi seguro de poder vencerlos en una carrera a muerte.

Y entonces todo el esmerado trabajo de gobierno se fue por la borda porque, como era de esperar, había un trirreme rodio anclado en la bahía, cuya tripulación todavía se encontraba en la playa, desayunando. Rodas era un puerto franco, ajeno a las guerras de los sucesores de Alejandro, pero protegía el comercio de Tolomeo porque convenía a sus intereses, y el trirreme fondeado disuadió a los piratas al instante. Mientras los tripulantes rodios regresaban presurosos a bordo, los piratas ya viraban hacia mar abierto, con sus máquinas en silencio.

Los remeros del
Loto Dorado
aplaudieron y gritaron con entusiasmo.

El patrón rodio subió a bordo con su trierarca y su timonel, y Peleo lo abrazó. Era un hombre apuesto de piel curtida y el cabello tan rubio que era casi blanco. El trierarca era la imagen opuesta de su capitán: pálido de tez y moreno de pelo, mientras que el timonel era tan negro como un nubio. Un exótico trío de la armada más famosa del mundo.

—Peleo, he reconocido el
Loto
en cuanto habéis doblado la punta. Y Juba dice que navega muy deprisa, ¿eh? He observado a tus remeros —señaló a los hombres cansados de las bancadas—, ¡y todos hemos gritado alarma a la vez!

—¡Y aun así llegábamos tarde, por Poseidón! —intervino el hombre de tez pálida. Era el más joven de los tres, y tenía el rostro colorado por el sol y lucía un quitón púrpura digno de un rey.

—Este es mi navarco. Se llama Sátiro. —Peleo hizo un gesto y el muchacho se adelantó sonriente—. Sobrino de León.

—Cualquier pupilo de León es un amigo de Rodas —dijo el nubio. Le tendió la mano, y Sátiro se la estrechó—. Me llamo Juba. El chico que no soporta el contacto de Helios es Orestes, y nuestro intrépido jefe se llama Actis. ¿No eres un poco joven para ser navarco?

—Iba al timón cuando hemos doblado la punta —añadió Peleo, frunciendo los labios.

Juba miró a Sátiro con más detenimiento.

—No está mal, viejo. ¿Es serio o sólo otro aristócrata?

—Todavía no lo sé —respondió el timonel con un encogimiento de hombros.

Compartieron la cena y el desayuno con los rodios, y luego zarparon, navegando a remo a lo largo de la costa sur de Chipre hasta que el viento fue favorable para poner rumbo a Rodas. Hicieron escala en Xanthos, donde recibieron malas noticias: Antígono
el Tuerto
tenía su flota en Mileto y el puerto de Rodas se hallaba cerrado. La armada rodia era audaz, pero también pequeña.

Peleo se sentó enfrente de Sátiro a un mesa de una taberna de los muelles de Xanthos, tan cerca del
Loto
que la jarcia proyectaba una maraña de sombras con el sol poniente. Una esclava se puso de puntillas para encender las lámparas de aceite del fondo de la taberna y Peleo la observó con escaso interés.

—Hay viento portante para ir a Rodas —comentó—. Si no cambia, propongo que zarpemos al alba y lo intentemos. El Loto será más rápido que cualquier nave que tengan en el mar.

Mientras hablaba, tocó la madera de la mesa e hizo un signo para conjurar la mala suerte.

Melita bajó por la pasarela del barco con un recatado quitón de mujer. La esclava de la taberna negó con la cabeza.

—¡Mujeres no! —advirtió.

Melita enarcó una ceja y fue a sentarse con su hermano. La esclava la siguió.

—¡Por favor, mi señora! Mujeres no. Es la ley de la ciudad. En los burdeles y las tabernas sólo se permiten esclavas. La guardia nos arrestará a las dos.

Melita suspiró. Cruzó una mirada con Sátiro, se levantó, volvió a subir por la pasarela hasta la popa del
Loto
y desapareció bajo cubierta. Al cabo de un momento salió como una especie de arquero andrógino con un gorro de Pilos, y la esclava accedió a que se sentara con los hombres a cambio de unos pocos óbolos de cobre.

—Detesto Asia —protestó Melita.

—En Atenas sería peor,
despoina
—señaló Peleo, alzando una ceja.

—¿Cuál es el veredicto? —preguntó la muchacha.

—Peleo piensa que deberíamos intentar llegar a Rodas —respondió Sátiro.

—Ya decía yo que no eras un cobarde —dijo Melita, tomando un poco de vino de su hermano.

Soltó el comentario sin ánimo de ofender, pero Sátiro se encendió y apartó la mirada. Peleo suspiró.

—Señorita, huir de los piratas no es un acto de cobardía y, francamente, tu manera de perseguir un poco de gloria sólo servirá para que mueran hombres —dijo Peleo tras un suspiro—. Te comportas como una niña, una niña particularmente estúpida. Esto es el mar. Aquí tenemos otras reglas. Obedecemos a Poseidón, no a Atenea ni a Ares. El mar puede matarte cuando quiera. ¿Crees que una batalla es algo maravilloso? ¿Algo que pone a prueba tu coraje? Espera a pasar una tormenta en el mar,
despoina
. Yo he vivido cientos; sí, y otras tantas batallas.

—Tú has gastado buena parte de tus reservas de coraje —asintió Melita con una media sonrisa—. Yo no.

—Te arriesgas a enojarme —le advirtió el timonel, con el semblante pálido.

—Es un riesgo que puedo correr —replicó ella.

—Cállate, Melita —intervino Sátiro con un suspiro—. No seas idiota. Que yo recuerde, era yo el jovenzuelo; yo debería ser el exaltado y tú la voz de la razón. —La hizo sonreír, y se volvió hacia Peleo—. No le hagas caso. Mi hermana siempre tiene que ser más valiente que Aquiles. Es el problema de tener que representar a toda la mitad femenina de la raza.

Jenofonte apareció en la proa y saltó a tierra con un quitón limpio y una clámide ligera.

—¿Y bien? —preguntó.

—Todas —dijo Sátiro—. Al alba. ¿Alguna objeción?

—Estás muy susceptible, esta noche —comentó Jenofonte, meneando la cabeza—. ¿Puedo sentarme al lado de tu hermana?

—¿Te refieres a este arquero? Faltaría más. Dale un buen empujón de mi parte al sentarte.

Jenofonte obedeció, Melita soltó un grito y Sátiro se rio. Pero Peleo no se había aplacado.

—No me gusta que unos mocosos se burlen de mí —dijo, mirando de hito en hito a Melita—. León dijo que embarcaras con nosotros; es una equivocación. No eres disciplinada ni obediente y nos defraudarás. Si veo que un hombre muere por tu culpa, te tiro por la borda. ¿Entendido, niña? —Le dio la espalda, volviéndose hacia Sátiro—. Dormiré a bordo y ordenaré a los hombres que regresen al barco antes del amanecer. ¿Algo más?

—No, Peleo —dijo Sátiro. Se levantó con el rodio y salió con él de la taberna—. No tiene mala intención. Sólo quiere ganarse tu respeto.

—Si fuese un chico, la habría azotado hasta hacerla sangrar; cachorro ignorante. —Peleo se encogió de hombros—. Es buena tiradora, pero eso no la hace especial. Las mujeres no pintan nada en el mar. Mañana controlaré mi mal genio. Pero quiero que regrese a casa desde Rodas. Y no en mi barco.

Se marchó pisando fuerte.

Sátiro suspiró. Volvió a entrar en la taberna a través de la cortina de cuentas, justo a tiempo para ver que Jenofonte apartaba bruscamente su cabeza de la de Melita y daba un respingo como si le hubiese picado un bicho.

Ambos tenían un aire culpable. La tez de su hermana estaba roja como el sol poniente. Se sentó delante de ellos, meditando el comentario que iba a hacer, pero no estaba seguro. ¿Se habían besado? ¿Era asunto suyo?

Sátiro estaba acostumbrado a que su hermana fuese la más sensata de los dos, la serena y valiente. Algo había cambiado: de pronto el prudente era él.

—¿Y bien? —preguntó Melita en tono agresivo, inclinándose hacia delante con los ojos encendidos.

—Me voy a acostar aunque tenga que compartir mi manto con un montón de insectos —dijo Sátiro, obligándose a sonreír—. Al menos no estaré tendido junto a un fuego humeante en una playa abierta. Peleo tiene intención de zarpar cuando asomen los primeros dedos de la aurora.

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