Tirano III. Juegos funerarios (82 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—¡Ares! —gritó Seleuco—. ¡La caballería del flanco derecho ya está en el campamento enemigo! —Pareció que viera a la infantería por primera vez—. ¡Buen combate, soldados! Nadie podrá decir que ésta haya sido una batalla de caballería.

Tolomeo estrechó la mano de Sátiro.

—¿Dónde está tu preceptor, chico? ¿Vuestro polemarca?

Sátiro tuvo la sensación de que el corazón se le paraba, pues no había dedicado un solo pensamiento a Filocles desde lo que parecían horas.

—Ha caído, señor —dijo—. Yo estoy al mando.

Tolomeo le apretó la mano con más fuerza.

—Eres un buen hombre —dijo. Y abrazó a Sátiro—. Sabía que eras un joven de talento. —Entonces levantó la vista hacia Seleuco—. Reagrupa a todos los que todavía estén en condiciones de montar. Vamos a perseguirlos.

Seleuco se rio.

—No, señor. Vamos a saquear el campamento. Los hombres ya lo han decidido. Pero ofreceré una recompensa por los elefantes.

—Nosotros tenemos media docena —dijo Sátiro. Hizo una reverencia a Tolomeo y, cuando el gran hombre se marchó, sintió necesidad de tenderse en la arena. Sintió que se desmoronaba, pero en cambio dio media vuelta y se dirigió hacia donde estaba Abraham.

—Lleva a la tropa al campamento. No permitas que participen en el saqueo. Me voy a buscar a Filocles. —Sátiro miró a sus hombres, que más parecían un ejército vencido que un ejército victorioso. Los Compañeros de Infantería no presentaban mejor aspecto—. Enterrad a los muertos. Y buscad a nuestros heridos. Manda llamar a los escuderos.

Abraham asintió y Sátiro se marchó solo.

Mientras cabalgaban para salir del cordón, la escena era de tal violencia desenfrenada que el mercado nocturno de Alejandría parecía seguro y ordenado y el saqueo de los Exiliados un modelo de decoro. Los hombres bebían todo lo que encontraban y se comportaban como animales sin ningún motivo aparente, y Melita permanecía pegada a los suyos, cabalgando detrás de Coeno mientras éste se mantenía en el centro de las grandes avenidas del campamento de tiendas. En dos ocasiones, Hama y Carlo mataron a otros hombres de su propio ejército.

—Es horrible —dijo Melita.

—Este es el río en el que nadamos —respondió Coeno. Escupió—. Casi todos los hombres son peores que los animales.

Como para demostrar su argumento, un resplandor naranja los iluminó. A sus espaldas, la ciudad estaba envuelta en llamas. Ardía, y Melita oía los gritos de los habitantes atrapados. El ejército de Tolomeo se burlaba de los gritos y masacraba a los que huían. Los macedonios del ejército de Tolomeo mataban a los macedonios del ejército de Demetrio.

Salieron del campamento, dejando atrás las manadas de caballos y adentrándose en la cola de la desbandada enemiga. Coeno se detuvo.

—¡Esto es una locura, chica!

Melita lo adelantó. Sabía que podía encontrar a Estratocles. Amastris ya no era su verdadero objetivo, aunque las imágenes de la mujer violada en el campamento se agolpaban en su mente cuando pensaba en su amiga. Cabalgó más deprisa, adelantando a asustados seguidores del campamento y a soldados heridos. Junto a ella galopaba una docena de los mejores hombres de su padre, y nadie se volvió contra ellos.

Filocles yacía envuelto en su clámide, con la cabeza apoyada en el regazo de Terón. El quitón del corintio le cubría las ingles, y había quedado teñido de un rojo espartano. El atleta lloraba.

Sátiro corrió el último trecho sollozando y se echó al suelo.

—¡Filocles! —dijo.

Los ojos del preceptor buscaron los suyos, y el joven le agarró la mano.

—¡Los has vencido! —murmuró Filocles.

—¡Eso le trae sin cuidado! —replicó Terón con voz pastosa y ronca.

—He intentado ser ético —dijo Filocles en voz baja—, pero he muerto matando a otros hombres.

—¡Eres un héroe! —aseguró Sátiro con los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Eres demasiado duro contigo mismo!

—Te amo —dijo Filocles en voz tan baja que Sátiro tuvo que agachar la cabeza para oírle—. Dile a Melita que la amé.

—Sí —dijo Sátiro, súbitamente avergonzado—. Los dos te amamos. Siempre ha sido así.

Filocles emitió un sonido gutural.

—Así sea —susurró. Inspiró profundamente—. Analiza tu vida. Ama a tu hermana. Sé fiel.

Miró un momento a Terón y se desplomó, intentó mover las caderas y dio un grito muy corto.

La sangre manaba tan deprisa al suelo que los pies de Sátiro se hundían en ella.

—¡Kineas! —dijo Filocles. Sus ojos se volvieron hacia el cielo.

Y allí, cuando comenzaba a oscurecer, Melita vio el perfil del sátiro a la luz de la ciudad incendiada: Estratocles. Llevaba una clámide, montaba una yegua espléndida y la nariz cortada lo delataba. Incluso en la penumbra, Melita vio que llevaba a Amastris montada delante de él.

Agarró a Coeno.

—¡Estratocles! —gritó—. ¡Ahí lo tenemos!

Coeno hizo girar a su caballo. Tardó un rato en ver lo que ella veía, y de pronto estuvo galopando hacia el ateniense.

Estratocles oyó el batir de cascos y dio media vuelta a su caballo. Iba acompañado de sus guardias, que hicieron lo mismo.

—¡Estratocles! —llamó Coeno.

Melita puso una flecha en su arco.

El ateniense sonrió. Bajó su espada.

—¡Dioses, la suerte me acompaña! ¡Escuchad! ¡Me rindo! —Sonrió más abiertamente—. ¡Soy un hombre de honor, en medio de esta desbandada!

Coeno aminoró hasta ir al paso y sus hombres rodearon a los compañeros del ateniense.

—Tira la espada —dijo Coeno.

Estratocles negó con la cabeza.

—Lleguemos a un acuerdo —dijo, cruzando una mirada con uno de sus compañeros—. Tengo algo muy valioso aquí. Y sé cosas, cosas muy importantes para vuestro Tolomeo. ¿Entiendes?

—¡Entiendo que mataste a mi madre! —gritó Melita.

Estratocles volvió la cabeza.

—Y una mierda, querida. Eso lo hizo uno de los guardias de Eumeles, después de que ella me cortara la nariz. —Meneó la cabeza, enojado—. No tengo nada personal contra ti, chica. Sólo es política. —Estratocles susurró algo a su cautiva y ella se retorció—. Dadme un salvoconducto y os entregaré a la chica —dijo.

Melita encontró que no costaba tanto, incluso después de una larga jornada, mantener el arco tenso, pero los movimientos de Amastris le impedían disparar.

—Mírame, Estratocles —ordenó.

El ateniense no obedeció. Hincó los talones en los ijares de su caballo y la yegua retrocedió.

—Dudo mucho que dispares a través de la hija del tirano con tal de matarme —declaró. Dirigiéndose a Coeno, agregó—: Estoy más que dispuesto a rendirme, pero no a ser asesinado.

—No es preciso rendirse —intervino Lucio en voz baja desde detrás de ellos—. Siento llegar tarde, jefe.

—Tengo tu vida en mis manos, Estratocles —dijo Melita.

Lucio tenía su espada apoyada contra el cuello de Hama.

—Señora, mira alrededor. Tengo a diez hombres sobre vuestros seis. —Meneó la cabeza—. Y no podrás mantener ese arco tenso toda la noche.

Coeno rio forzadamente.

—No la conoces. Estratocles, quítame a tu perro de encima y yo te quitaré el mío.

—Hecho —asintió el ateniense—. Amastris se va con vosotros. Lucio, ¿has cogido al otro?

—Por supuesto.

Estratocles se rio. En torno a ellos se libraban combates, y el bramido de un camello llenó la noche.

—Pues que cada cual siga su camino —dijo Estratocles. —¡Baja el arma! —ordenó Coeno, fulminando a Melita con la mirada.

—¡Mató a mi madre! —replicó ella—. Quiero verlo muerto. No habéis entendido nada si pensáis que mi vida vale más que mi juramento de venganza. ¡No me importa morir!

Coeno le tocó el brazo y la joven bajó el arco. Vio que Estratocles hacía una seña a su soldado, y el corpulento italiano apartó la espada del cuello de Hama.

El ateniense hizo saltar a la princesa en la arena.

—¿Ves? Cumplo mi parte del trato —dijo. Hizo una reverencia desde la silla—. ¿Princesa? Espero que volvamos a vernos.

Amastris se recompuso.

—He aprendido muchas cosas contigo, señor —respondió.

—Ni siquiera voy a cobrarte por ello. —Estratocles se rio. Dio media vuelta a su caballo, más ágil ahora que sólo llevaba un jinete, y se marchó al galope. Sus hombres le siguieron.

Melita negó con la cabeza.

—Tienes mucho de que responder —dijo a Coeno.

—Al final, me darás las gracias —respondió éste.

Uno de los hombres de Lucio escupió cuando aflojaron el paso. Nadie los perseguía.

—Tanto botín y nada que mostrar —se quejó.

Estratocles estaba cansado, pero el encuentro en la arena lo había enardecido y volvió a reírse.

—¿Nada? —preguntó—. Tenemos al hijo de Alejandro.

Señaló la acurrucada figura de Heracles, envuelto en un fardo en brazos de Lucio.

Los hombres silbaron por lo bajo.

Estratocles fue en cabeza costa arriba, cabalgando cual conquistador.

29

—Me caía bastante bien —dijo Amastris.

Melita no contestó. Junto con Coeno y Hama, ella y su escolta trotaban a través del campo de batalla al anochecer. Ya habían acudido bestias, buitres y cosas peores, que se estaban dando un festín de cadáveres. Melita vio elefantes arriados por hombres asustados y hordas de prisioneros macedonios; miles de piqueros del destrozado cuerpo central del ejército enemigo.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Amastris.

Melita no dijo nada, limitándose a espolear a su caballo. Tenía la sensación de que Moira la estaba presionando. La sensación iba en aumento cuanto más rápido cabalgaba, hasta que vio un círculo de hombres de pie bajo la última luz del día. Eran los únicos hombres del campo de batalla que no estaban saqueando, excepto por algunos esclavos, que ya estaban enterrando a los muertos.

Abrieron paso a su caballo, y allí estaba su hermano.

Vivo. Melita respiró profundamente.

Filocles.

—Ha muerto —dijo Sátiro. Parecía viejo, incluso a la luz rojiza de la ciudad en llamas—. Se ha despedido de ti.

Melita se echó en brazos de su hermano.

—Jeno ha preguntado por ti, pero no estabas aquí —dijo Sátiro.

—Había que rescatar a Amastris. No… no he podido matar a Estratocles.

Fue como contarle a Safo cómo había pasado el día. Sátiro torció el gesto.

Detrás de ella, Coeno soltó un terrible lamento.

—¡No! —dijo Melita, pero no necesitó mirar el cuerpo envuelto en una clámide al lado de Filocles para saber de quién se trataba. La muerte de Jenofonte marcaría para siempre el rostro de su hermano: la muerte de su juventud. Lo vio con la misma inevitabilidad con la que supo que llevaba al hijo del muchacho muerto en el vientre.

—Nunca hemos… —dijo Sátiro, y miró hacia otro lado—. No lo digo por mí —agregó con amargura.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Amastris—. ¿Sátiro? ¿Eres tú?

El joven se apartó de su hermana y estrechó a su amada entre sus brazos.

—¡Amastris!

Ella le dio un beso y miró en derredor.

—Lo siento —dijo la joven en voz baja—. Pero Tolomeo ha vencido, amor mío. Tú has vencido.

—Esta noche no —respondió Sátiro.

Levantó la vista al oír ruido de cascos, y vio que los Exiliados se acercaban con una reata de mulas cargadas de botín y los esclavos capturados. Y de pronto Diodoro estuvo allí, y León, y otros hombres que habían amado a Filocles y a Jenofonte.

Epílogo

El ejército egipcio enterró a sus heroicos muertos antes de regresar a Egipto. Tolomeo reunió a sus saqueadores y a su ejército y arremetió hacia el norte, dispersando a los soldados de Demetrio pero sin lograr atraparlo, y regresó a Gaza rico en botín de guerra y dejando Palestina asolada a sus espaldas.

Sátiro y Melita, como la mayoría de los supervivientes de la batalla, pasaron un día entero incapaces de moverse, y luego se afanaron en sus deberes, enterrando a los muertos. Acarreando comida.

Después de una batalla, nunca había suficientes esclavos. Y el peligro de que se reanudara el conflicto fue, al principio, muy real. Demetrio había salvado a casi toda su caballería. Sus patrullas comenzaron a merodear por la costa al norte de Gaza.

Transcurrieron semanas. Tolomeo se llevó a su caballería para efectuar una incursión en Palestina, y las ciudades le abrieron sus puertas. Diodoro cabalgaba a su lado, y el botín fue legendario. Pero, finalmente, Tolomeo decidió regresar a la patria, y la falange de Egipto abrió la marcha con sus catorce mil veteranos.

Cuando entraron en Alejandría, cantaron el peán, y la muchedumbre los ovacionó como nunca había ovacionado a otra compañía, y Namastis abrazó a Diocles, Amintas, Sátiro y Abraham como si todos fueran hermanos.

Y los padres y las madres lloraron a los muertos.

Pero la guerra y el mundo siguieron adelante.

Los juegos fúnebres de Alejandro habían costado unos cuantos miles de vidas. Pero aún no había escasez de contendientes.

Una semana después de su regreso a Alejandría, León envió a Sátiro al mercado de esclavos con veinte talentos de oro puro y con Diocles y Abraham como lugartenientes.

—Compra los mejores prisioneros macedonios —dijo León.

—¿Para qué? —preguntó Melita. Desde la batalla, cualquier cosa la ponía de mal humor, el disgusto de Safo, las excesivas atenciones de Coeno.

—Serán el núcleo de nuestra infantería —explicó León—. El próximo verano. Cuando nos embarquemos rumbo al Euxino.

Eso hizo sonreír a Melita, que saludó con la mano a Sátiro cuando éste se fue al mercado de esclavos en compañía de sus amigos y un puñado de guardias pagados, habida cuenta del dinero que llevaba consigo.

Los falangitas cautivos presentaban un aspecto horrible, desnutridos, desahuciados. No parecían soldados. La mayoría ni siquiera levantó los ojos cuando Sátiro caminó entre ellos, y además apestaban.

—¿Esto es lo que queremos? —preguntó Sátiro a Diocles, que seguía con el hombro derecho lastimado y se lo frotaba cada dos por tres.

—He aquí una hermosa visión para unos ojos irritados —dijo una voz conocida.

Sátiro volvió la cabeza, y allí estaban Draco y su compañero Felipe.

Sátiro agarró el brazo del factor.

—Me llevo a esos dos.

—Éste es nuestro chico —dijo Draco. Esbozó una sonrisa—. Zeus Sóter, chaval. Ya creía que podíamos darnos por muertos, te lo aseguro.

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