Tirano IV. El rey del Bósforo (23 page)

Read Tirano IV. El rey del Bósforo Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
11.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como un torrente, su vida se le vino encima, una única cascada de recuerdo en la que su madre moría y daba a luz en el mismo instante, y lloró las mismas lágrimas por su madre fallecida y su hermano distante.

—Bien —dijo Nihmu. Estaba sentada sobre las rodillas, con un vestido blanco de piel de ciervo adornado con dibujos de crin teñida de rojo y azul, hileras de plaquitas de oro en las costuras y mechones de pelo de ciervo rematados con conos dorados que tintinearon cuando levantó el brazo para dar vino caliente a Melita.

—Bien, ya vuelves a estar con nosotros.

Melita se bebió el vino, sonrió a Nihmu y se desvaneció de nuevo.

La siguiente vez que despertó, Nihmu estaba arrodillada a su lado, arropándola con mantas de lana y pieles curtidas.

—Calla, niña —le dijo.

Melita se incorporó tan bruscamente que la cabeza le dio vueltas y tuvo que tenderse de costado.

—¡Estoy despierta! —dijo.

—Sí —respondió Nihmu. Le hablaba en sakje. Ambas lo hacían. Melita volvió a levantar la cabeza.

—Por poco me muero, ¿verdad?

—Hay quienes piensan que ya has muerto. —Nihmu frunció el ceño—. Encuentro distinta a la gente, pero soy yo quien ha cambiado.

—A mí me pareces la misma de siempre —dijo Melita.

El apetito regresó igual que sus recuerdos y comió hasta hartarse. Pasaron dos días antes de que sus dedos palparan la rigidez de su rostro. Sintió un escalofrío a pesar del vestido de pieles que la envolvía.

—¿Tía Nihmu? —preguntó—. ¿Tengo la cara muy mal?

—¿Tenías previsto convertirte en una matrona griega? —preguntó Nihmu a su vez—. Si era así, sospecho que tendrás algunas dificultades.

Coeno entró en la yurta.

—Iré a sacrificar… lo que sea. Por Hermes y todos los dioses, Melita, lamento haberte perdido. ¡Tuvo que ser brutal!

—¿Brutal? —Melita se estaba acariciando la mejilla—. Así fue exactamente —dijo. Se incorporó—. Tuve la sensación de que me habían puesto a prueba —agregó.

—Tal vez fuese así —apostilló Nihmu—. Está preocupada por la cicatriz.

Coeno le dio un beso.

—Ningún hombre digno de ser llamado así te menospreciará por esta cicatriz —dijo.

Melita frunció el ceño.

—¿Tan fea es? —preguntó. Veía en sus ojos que lo era mucho—. ¿Podéis darme un espejo? —pidió.

—¿Cómo te la hiciste? —le preguntó Nihmu. Se sacó un espejo de la manga, como si hubiese estado aguardando aquel momento.

—¿Llegó sano y salvo mi caballo bueno? ¿El que lleva marcado un grifón? —preguntó Melita.

Coeno asintió.

—Sí —dijo—. Un caballo magnífico.

—Maté a su último dueño. Estaba intentando cargar una flecha en su arco cuando me eché encima de él. —Apartó la vista—. Su flecha me arañó.

—Estaba envenenada —dijo Nihmu.

—Creo que fue lo que me salvó —admitió Melita—. Estuve aturdida, casi como si viviera en la tierra de los espíritus. Podría no haber conseguido regresar a este mundo.

Coeno hizo su acostumbrada mueca ante las ideas que tenían los bárbaros sobre la realidad.

—Faltó poco para que te matara, chica.

Su protesta sonó extraña, y Melita se dio cuenta de que él también estaba hablando en sakje.

Samahe entró por la portezuela de la tienda.

—Qué alegría —dijo. Se acercó y se acomodó entre Nihmu y la cama de pieles. Tomó las dos manos de Melita entre las suyas y a Melita le vino otro recuerdo porque las manos de Samahe eran tan ásperas y tersas como las de su madre, con las palmas encallecidas y los dorsos tan suaves como las de cualquier mujer. Vio el espejo y se encogió de hombros—. Pareces una mujer preparada para ser una reina guerrera —dijo Samahe—. No una niñata griega. Toma el espejo y mírate. Luego guárdalo. Hay mucho que hacer.

Melita cogió el espejo; era griego, con el mango de bronce y marfil y azogue de plata. La imagen era fiel, incluso a la escasa luz de la yurta. La misma nariz un poco respingona, el mismo pelo moreno. Y en el lado izquierdo de la cara, una línea negra como un tatuaje, en zigzag como un relámpago, desde el rabillo del ojo hasta la barbilla.

Nadie que posea una gran belleza llega a valorarla del todo, como tampoco el puro atractivo o el placer, hasta que la pierde. Solo entonces admitió Melita que había sido guapa. La clase de chica a quien los muchachos de Alejandría escribían poemas.

—Me parece que mi futuro como hetaira de altos vuelos acaba de truncarse —dijo, para disimular su espanto. Daba la impresión de haber estado muerta.

—¿A cuántos hombres mataste? —preguntó una voz nueva, y un hombrecillo entró en la yurta. Todos se movieron para hacerle sitio junto al fuego del brasero, donde se sentó con las piernas cruzadas, con su temible rostro inusualmente alegre—. ¡Has vuelto con nosotros! —dijo.

Melita le tomó las manos y le dio un beso en la mejilla.

—¡Ay! Ahora creo que sobreviviré. El mejor guerrero de mi madre.

—Eres como la reencarnación de tu madre —dijo Samahe.

—A seis —contestó Melita a la pregunta de Ataelo—. Al menos a seis. Intenté dejar a uno con vida pero los dioses se lo llevaron de todos modos.

—¡Ayee! —gritó Ataelo—. ¡Seis sármatas! —Se echó para atrás y rio con tantas ganas que tuvo que llevarse las manos a la barriga—. ¡Seis, y cogiste sus caballos y sus armas y los trajiste aquí! Ya hay cantantes cantándolo, señora. —Se inclinó hacia ella—. Tengo que hacerte una pregunta. ¿Has venido para levantar a las tribus?

Melita pensó en su nueva cara.

—Sí —contestó.

—Bien —dijo Ataelo—. Mi nombre no basta. Tú y Nihmu, e incluso Coeno, de los tiempos de Kineax… Juntos levantaremos a las tribus. Tienes que ponerte bien para poder montar. Cabalgaremos lejos.

Samahe asintió.

—Llevamos demasiado tiempo siendo forajidos en nuestra propia pradera.

—Este invierno lo recuperaremos todo —sentenció Ataelo—. Upazan mató a tu padre. Tarde o temprano tiene que morir pese a la profecía. A lo mejor lo matarás tú.

—¿Profecía? —preguntó Melita.

Nihmu miró al suelo.

—Upazan quizá no muera por el arma de un hombre —dijo.

Melita fue a decir algo desdeñoso sobre la superstición, pero se dio cuenta de que no era el momento ni el lugar apropiado. «Ahora estas gentes son mi pueblo», pensó.

—Comenzaremos por Marthax —dijo Melita.

Todos los presentes se volvieron hacia ella. Ataelo meneó la cabeza.

—Oigo la voz de doña Srayanka, pero tenía pensado vencer primero a Parshtaevalt de los Manos Crueles, y luego a los Gatos Esteparios. Urvara está cerca de Olbia. Será tu amiga.

Melita se enderezó. Miró a Nihmu.

—Las águilas han emprendido el vuelo, Ataelo. Cuando Marthax se someta, todas las tribus se unirán y no tendremos una guerra civil. —Usó el término griego que designaba los conflictos internos, pues el sakje carecía de uno que los expresara—. Es la profecía que muchos deberían conocer. Y debería figurar en tu canción.

Ataelo asintió y se rascó el mentón.

—No volveré a tratarte como a una chica en el consejo. ¿Marthax? Es viejo. Todos sus hijos han muerto. —Ataelo se balanceaba adelante y atrás—. Quizá podría hacerse.

Nihmu intervino.

—Cuando yo era profeta, lo canté —dijo—. No obstante, Melita, no dije que Marthax tuviera que ser el primero.

—Melita —dijo Ataelo, meneando la cabeza—. Qué nombre tan amable.

—Lo eligió Srayanka —dijo Samahe, mirando hoscamente a su marido.

—El pueblo ha elegido otro. Tal como Srayanka era «Manos Crueles» en la guerra. —Ataelo se encogió de hombros—. La gente inventa nombres. Yo tengo uno. Tú tienes otro. Ella es una guerrera; ha llegado con sus muertos y su botín, y la han bautizado.

Samahe frunció el ceño.

—¿Cuál es mi nombre de guerra, tío? —preguntó Melita a Ataelo.

—Srakorlax —contestó Ataelo—. El olor de la muerte.

Pasaron dos semanas antes de que estuviera en condiciones de montar, y todavía había momentos en los que le daba vueltas la cabeza. Sin embargo, cada día acudían a su yurta, y en esas dos semanas sintió que cambiaba, como si la mente trabajara para amoldarse al nuevo semblante tallado en su rostro.

Al irse de Alejandría había supuesto que tendría que demostrar su valía ante los sakje, que tendría que ganarse a Ataelo y, con su respaldo, impresionar a los demás sakje.

No fue así en absoluto. Se convirtieron al instante en su pueblo. Como si la hubiesen estado aguardando. Tal vez fuese así. Y tal vez los dioses la habían puesto a prueba para que ella y su cicatriz llegaran a sus campamentos y los liderase.

Al fin y al cabo, la persona a quien necesitaban era su madre, y recordaba muy bien a su madre.

De modo que se sentaban en su yurta y hacían planes.

—¿Qué hacemos con los sármatas? —preguntó Melita.

—Los dejamos en las tierras que han robado —dijo Ataelo—. Por ahora. Primero vamos al oeste. Luego, cuando seamos fuertes, regresamos al este.

—Mi hermano quiere ser rey del Bósforo —dijo Melita—. Tiene intención de hacer la guerra contra Eumeles.

Ataelo asintió.

—Hará la guerra para ganar la parte de su padre, tal como tú harás la guerra para ganar la de tu madre. Así es como debe ser, y seréis grandes aliados. Pero su camino y el tuyo no son el mismo. Marthax ha llevado al pueblo demasiado cerca de las ciudades, y el resultado no es bueno. Te pido que conduzcas al pueblo de regreso a la hierba.

—¿Es lo único que pides? —preguntó Melita.

Los demás guerreros y amigos guardaron silencio.

Ataelo esbozó media sonrisa.

—Durante demasiado tiempo he sido la única voz de mando.

Melita negó con la cabeza.

—No. No tengo nada que censurar, Ataelo. He estado fuera muchos años. ¿Qué más pides? ¿Qué más necesita el pueblo?

—Si regresamos a la hierba, como en tiempos de Satrax, todos estaremos bien —dijo Ataelo.

—Quizá no se pueda volver a meter el vino en el frasco —dijo Samahe a su marido—. A la gente le gusta vivir cerca de los asentamientos. ¿Qué mujer viste de cuero cuando puede conseguir tela? ¿Qué hombre lleva hierro cuando los asentamientos venden buenas armaduras de bronce?

Ataelo torció el gesto.

—Es verdad —dijo a regañadientes.

Nihmu se echó para delante.

—Ahora que puedes hablar, es el momento para que vuelvas a unir los mundos del pueblo, ambos mundos. ¿Vendrás al humo conmigo?

Samahe frunció el ceño.

—Es demasiado pronto.

Nihmu negó con la cabeza.

—No es demasiado pronto. La señora casi se pierde en el mundo de los espíritus mientras venía hacia aquí. Y eso ha ocurrido porque ha estado lejos de los espíritus durante demasiado tiempo.

A Melita siempre le había gustado el humo pero rara vez, si es que alguna, había tenido la clase de revelaciones que propiciaba en los
baqcas
como su padre y Nihmu.

—Yo iré contigo —dijo.

Samahe volvió a fruncir el ceño.

—Nihmu, ¿acaso eres
baqca
? Creía que tus poderes te habían abandonado.

Coeno puso una mano en el hombro de Nihmu, pero ella la apartó.

—¡Claro que soy
baqca
! —respondió con excesivo énfasis.

—Quizá deberías ir a hablar con Tameax —dijo Samahe.

—¿Él lo es? —preguntó Nihmu cono altivez.

—Es mi
baqca
—dijo Ataelo, mirando hacia otro lado—. Es joven pero no carece de poderes. Podría orientarte.

—No necesito que me oriente, y mucho menos siendo un hombre —replicó Nihmu—. Mis profecías se conocen en todas las tiendas de las llanuras.

—Es verdad —dijo Samahe—. Pero eras una doncella virgen cuando pronunciaste aquellas palabras, y tu padre hablaba a través de tus labios. O eso dice la gente.

Melita percibió tensiones que todavía no comprendía, una fractura entre sus amigos más cercanos.

—Sentémonos en el humo —dijo—. Déjanos ver a tu
baqca
. Tenemos que conocer los augurios antes de emprender la marcha. —Endureció su tono de voz—. Pero antes del festival del solsticio de invierno, quiero encontrar a Marthax.

Para inhalar humo, el pueblo sakje erigía pequeñas tiendas de cuero semejantes a las pirámides de Egipto, sellando las costuras con buena brea de pino de los bosques norteños. Luego encendían pequeños braseros, ornamentadas piezas de bronce y latón, a menudo de herreros griegos de las ciudades, donde quemaban carbón vegetal que les suministraban los carboneros sindis de los valles. Cuando el brasero estaba caliente, los sakje arrojaban puñados de semillas, mayormente de cáñamo silvestre, aunque también de otras plantas, pues cada hombre y mujer tenía sus preferencias en cuanto al aroma y la profundidad de los sueños. El humo llenaba la tienda y los concurrentes se sentaban y soñaban, o viajaban por las sendas de los espíritus.

De niña, Melita no daba ninguna importancia al humo porque todos los sakje lo inhalaban, incluso su madre. Pero tras haber vivido en Alejandría y conocido los templos egipcios de Hathor y Bastet, ahora veía el humo con dos pares de ojos. La Melita griega lo veía como una droga semejante a la amapola que curaba y destruía al mismo tiempo, que inducía hermosos sueños y pesadillas, y que para los médicos era tanto una ayuda como un motivo de desesperación. De hecho, haber visto a tres prostitutas compartiendo amapola y convirtiéndola en humo en el mercado nocturno de Alejandría le había abierto los ojos en cuanto a lo que el humo podía contener.

No obstante, en el fondo de su corazón, seguía siendo una chica sakje, y no dudaba que las visiones y los caminos del humo fueran verdaderos, aunque entendiera mejor que los demás el modo en que actuaba el humo. De modo que se acurrucó en el suelo de la tienda de humo de Nihmu, abriendo la portezuela de vez en cuando para respirar aire fresco, aunque mayormente inhalando el humo acre, parecido al de quemar ramas de pino pero en cierto modo más intenso.

Durante un buen rato, el humo solo mitigó su dolor, pero luego…

… se encontraba en el mar de hierba en pleno verano, y un viento rojo jugaba con las espigas maduras de la hierba, que oscilaba y ondeaba; la época del año en que los sakje decían que la pradera estaba viva.

Y vio la tienda de Samahe plantada exactamente en el mismo lugar que ocupaba en el mundo consciente, pero no había otras yurtas ni caballos, solo aquella construcción. Y en medio de la tienda de Samahe se alzaba un árbol, y ese árbol llenaba la tienda y salía por el agujero para el humo, ascendiendo a los cielos.

Y a los pies del árbol había un hombre muerto con los brazos de hueso cruzados sobre las blancas costillas del pecho, apoyado contra el tronco del árbol, de modo que incluso muerto transmitía impaciencia y arrogancia.

Melita no solía amedrentarse ni en el mundo consciente ni en el de los espíritus, de modo que se dirigió hacia el muerto.

—¿Por qué estás esperando, hombre muerto? —le preguntó.

—El cráneo del muerto se rio con un sonido hueco.

—Te esperaba a ti —contestó.

—¿Te conozco? —preguntó Melita. Y agregó, con una pizca de miedo—: ¿Te he matado?

—¿Acaso mis huesos siguen cubiertos de la carne y el cartílago de los vivos, muchacha? Tus muertos aún buscan el árbol, y sus huesos aún buscan desprenderse de la carne de la vida. Tendrían mucho peor aspecto que yo.

Melita no lograba descifrar la expresión de la calavera.

—¿Qué quieres? ¡Este es mi sueño! —insistió Melita.

—Te has alejado tanto del pueblo que eres capaz de discutir con un espíritu guía. ¿Todavía sabes hablar el idioma de tu pueblo? Porque solo te oigo hablar griego.

El cráneo sonrió, pero el cráneo siempre sonreía.

—¡Hablo sakje! —protestó Melita, pero mientras decía estas palabras se dio cuenta de que le salían en griego, y las vio transformarse en caracteres griegos y flotar hacia el esqueleto y el árbol. Una mano huesuda se alzó y las apartó, como si fueran insectos en pleno verano.

—En realidad, no —dijo el esqueleto—. Conoces las palabras pero no su esencia.

—¿Se supone que debo trepar al árbol? —preguntó Melita.

—¿Tú? Lo único que veo es una chica griega capaz de matar hombres.

La risa hueca del esqueleto resonó.

Melita se aproximó al autoproclamado espíritu guía.

—Mi padre era griego y trepó al árbol. Me pregunto si en verdad eres un guía. No todos los espíritus del mundo de los sueños son benefactores.

El esqueleto se desternillaba de risa y el sueño de Melita resonó con sus carcajadas, como una tormenta en las llanuras.

—¡Vete de aquí, usurpadora! —rugió el esqueleto—. He venido a advertirte pero no has superado la prueba.

Melita no se asustó.

—No necesito más pruebas —dijo—. Lárgate, espíritu, antes de que te parta los huesos.

Other books

A Dad for Billie by Susan Mallery
The Last Storyteller by Frank Delaney
The Virtuous Woman by Gilbert Morris
Set in Stone by Linda Newbery
Knockout Games by G. Neri
Washington's Lady by Nancy Moser
At Dante's Service by Chantelle Shaw