Tirano IV. El rey del Bósforo (40 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Sátiro estaba sentado a solas sobre una piel de león, un regalo que le hiciera Gabines al zarpar, de parte de Tolomeo, o eso dijo al menos. Sostenía un gran cuenco negro de sopa e iba envuelto en sus dos mantos de más abrigo, pero aun así el viento le daba frío.

Neiron trepó por las rocas hasta él.

—Soy demasiado viejo para ponerme a buscar a un duendecillo como tú —dijo.

—Ese barco era de primera clase —dijo Sátiro. Tomó un poco de sopa caliente. Abajo, en la playa, los supervivientes del
Delfín Alado
, pues así resultó llamarse el barco enemigo, se apiñaban en torno a una hoguera—. Si todos los barcos de Eumeles son así de buenos, nos espera un buen combate.

—El capitán era de Samos. Se ha largado. El resto son buenos marineros. Todos piratas. —Neiron se encogió de hombros—. Tienes que comer y, si se me permite decirlo, tienes que confraternizar con la tripulación.

Sátiro asintió. Se puso en pie y bebió más sopa.

—Mañana me la juego. Estoy asustado.

Neiron guardó silencio.

—Stesagoras y Fileo son buenos hombres —dijo Sátiro—. Y tú también, Neiron.

Le tendió la mano. Neiron pareció sorprenderse pero se la estrechó.

—Caramba. Gracias, Navarco.

—Llámame Sátiro.

Neiron sonrió.

—Vaya, creía que nunca vería llegar este día. —Se rio. Más serio, agregó—: Necesitamos más infantes de marina, un oficial y un puñado de arqueros. Esos sakje nos han causado muchas bajas.

—También nos dieron una paliza en Olbia. —Sátiro meneó la cabeza y se terminó la sopa—. Mi propio pueblo —dijo con amargura—. Apolodoro se merece un entierro como es debido.

—Sí. —Neiron miró hacia otro lado. Nunca había sido muy amigo de capitán de infantes—. ¿En Heraclea?

—Tendrá que ser —dijo Sátiro, asintiendo—. Gracias. Ahora estoy mejor.

—Hablar suele tener ese efecto, señor; Sátiro —dijo el timonel.

El capitán del puerto de Heraclea subió a bordo y abrió ojos como platos.

—¿Sátiro de Tanais? —preguntó.

Sátiro se acordaba de él. Solo habían transcurrido cuatro años. Lo recordaba de los vertiginosos días de intrigas y asesinatos en la corte de Heraclea, los meses que siguieron al asesinato de su madre.

—¿Bias? —dijo, y le tendió la mano.

—¡Señor! —respondió Bias. En Heraclea habían tenido tiranos y aristócratas durante tanto tiempo que los griegos a veces hincaban la rodilla en el suelo como los bárbaros ante un hombre de linaje importante.

—¿Néstor sigue siendo la mano derecha del tirano? —preguntó Sátiro.

—¿Acaso no es mi cuñado? —preguntó Bias, y se echó a reír—. Has sido bastante osado viniendo aquí, señor. El tirano no es amigo tuyo actualmente. En el ágora circula el rumor de que tú, hmm, has pasado demasiado tiempo con su sobrina. Y el tirano de Pantecapea te quiere ver muerto. Estamos en paz con ellos.

Sátiro asintió.

—Tengo que ver a Néstor —dijo—. Y luego arreglaré eso. Y Bias, amo a Amastris. Nunca jugaría con sus sentimientos.

Se sintió un poco extraño mientras sus labios pronunciaban aquella mentira. Aunque había sido cosa de ella, o eso se dijo a sí mismo. Y en ningún momento se había tratado de un flirteo.

Bias ni siquiera se molestó en echar un vistazo al conocimiento de embarque.

—Si quieres ver a Néstor —dijo—, ven a tierra en mi bote.

Sátiro consideró la posibilidad de que fueran a apresarlo para matarlo y así satisfacer las obligaciones del arte de gobernar, pero se encogió de hombros.

—Neiron, toma el mando —dijo—. Si no regreso al anochecer, saca el barco del puerto. Luego ya sabes qué tienes que hacer.

Neiron asintió.

Mientras se dirigían a tierra, Bias se inclinó hacia delante.

—¿Qué tiene que hacer tu timonel si no regresas, señor? —preguntó.

Sátiro observaba a los remeros. Dedicó una breve sonrisa a Bias.

—Ir en busca de mi flota —contestó—. Y reducir la ciudad a cenizas.

Bias, frustrado, se apoyó en el respaldo.

—Solo para que nos entendamos, Bias. Amo a Amastris, no a Heraclea. —Sátiro se encogió de hombros—. No traigo mala intención, pero si me apresan, habrá consecuencias.

—¿Dónde está tu flota? —preguntó Bias, como si no tuviera mayor importancia.

Sátiro hizo un gesto vago con la mano.

—Bastante cerca —contestó.

Atracaron en el embarcadero de la aduana y dejaron a Sátiro solo. Oyó que alguien discutía en susurros cerca de él y comenzó a lamentar el atrevimiento de su llegada. Deseó estar rodeado por sus infantes de marina.

Al cabo de una hora, un hombre extraño, a todas luces un esclavo aterrorizado, se presentó para acompañarlo a una casa muy confortable, aunque escasamente amueblada, cercana a los muelles. Sátiro estaba tan asustado que tardó varios minutos en darse cuenta de que era la casa de Kinón. Kinón había sido el factor de León en Heraclea y había muerto una noche de sangre y terror, cuando los asesinos a sueldo de Eumeles fueron a matar a los gemelos. Sátiro tuvo que hacer un esfuerzo para resistir la tentación de buscar manchas de sangre en los sillares.

Aguardó una hora, según el antiguo reloj de agua del jardín. Los rosales estaban muertos. Sátiro aceptó el vino que le ofreció el esclavo aterrorizado y aflojó la correa de la vaina de la espada, cada vez más convencido de que había cometido un error. Habría sido mejor presentarse con la flota y dejarse de negociaciones.

Pero se había prometido a sí mismo, y a su tía, intentar otros métodos. Y Amastris… ¿Cómo iba a utilizar la fuerza contra su ciudad?

La espera se prolongaba. El esclavo anciano le llevó más vino; un vino excelente, pese a la dejadez que reinaba en la casa.

—¿Esta casa sigue siendo del amo León? —preguntó Sátiro.

—Sí, señor —contestó el anciano.

Sátiro se planteó que aquello podía ser una cortesía, no una trampa.

Sátiro tuvo tiempo de meditar sobre varias cosas. El sol se puso y salieron las estrellas, frías y brillantes, prometiendo tiempo más frío pero bueno para navegar.

—¿Quiere cenar el señor? —preguntó el anciano esclavo.

—¿Qué tienes? —respondió Sátiro.

—He traído langosta —dijo una voz desde el jardín—. Recuerdo que en Alejandría te gustaban.

Sátiro se irguió y se recompuso el cuello del quitón.

—No me atrevía a esperar que vinieras —dijo.

Era más guapa de lo que recordaba. Sátiro se levantó y Amastris se arrimó a él y lo besó; en el cuello, en el mentón, y luego él inclinó la cabeza buscando sus labios y se olvidó de todos sus planes.

—¡Para! —dijo Amastris, cuando las lámparas comenzaron a parpadear. El esclavo no había regresado para rellenarlas de aceite.

Sátiro no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, y tenía una mano en la cadera desnuda de Amastris, que llevaba el quitón jónico levantado hasta mostrar la barriga. Amastris le sonrió en la penumbra y sus ojos centellearon.

—¡Para! —dijo otra vez.

Sátiro paró, aunque no sin antes darle un último beso en la base del cuello. Ella se volvió y le mordió el pulgar, se levantó de su regazo y se alisó bruscamente el quitón para cubrirse las rodillas. Sátiro temió que se hubiese enojado, pero estaba sonriendo.

—Aquí soy la heredera del tirano. Y si hago el amor contigo, me gustaría hacerlo en un amplio diván con un frasco de buen vino a mano, y no en esta casa que parece un sarcófago. —Meneó la cabeza—. Noto la presencia de sus fantasmas. ¿Tú no? Murieron con dolor y miedo.

Sátiro inhaló profundamente y soltó el aire despacio para despejarse.

—Yo estaba aquí, Amastris. Lo recuerdo demasiado bien para temer a los fantasmas.

Ella le tocó los labios con los dedos.

—A veces me asustas, Sátiro. Tu vida ha estado llena de… muerte. ¿Qué cicatrices llevas contigo?

—Me parece que las has visto todas —bromeó Sátiro.

—Eso no tiene gracia, aquí. Por más que me gustes, querido. Alguien ha hablado. Néstor está de mi parte y de la tuya. Me ha traído él. Pero me ha hecho jurar que… Bueno, que no haría nada que lo convirtiera en mentiroso. —Le sonrió y luego meneó la cabeza—. Qué frío —dijo—. Tengo una carta para ti; de un mercader de perfumes de Babilonia. —Sonrió—. El persa que la trajo tal vez sea el hombre más guapo que haya visto en mi vida.

Sátiro se incorporó. El corazón se le detuvo un instante antes de seguir latiendo.

—¿De Babilonia? —preguntó.

—Sí —contestó Amastris, acomodándose de nuevo a su lado—. ¿Tan importante es? ¿Me has comprado un regalo fabuloso?

Sátiro le acarició el brazo, subiendo hasta el hombro y bajando hasta su pecho desnudo.

—Es posible —contestó.

Amastris lo apartó.

—Hablo en serio, pero… —Se levantó y se retiró un poco—. Bias parece pensar que tienes una flota.

Sátiro asintió.

—Así es —dijo.

Amastris dio una palmada.

—Entonces, ¿vas a intentarlo otra vez?

Sátiro asintió de nuevo.

—¡Pues no pierdas más tiempo y hazlo! ¡Mi tío tendrá que recibirte cuando seas el tirano de Olbia! —Se cubrió los hombros con un manto oscuro—. Ay, suspiro por ti. ¡Ponte en marcha! —Sonrió de oreja a oreja, y volvió a parecer la chica que Sátiro recordaba de su primera visita a aquella ciudad—. Qué caballeroso, detenerse para ver a una joven cuando vas camino de ser rey.

—Me temo que he venido por algo más que un beso —dijo Sátiro. Tenía la mente despejada—. ¿Néstor está fuera?

—¿Qué pinta Néstor en todo esto? —preguntó Amastris. Su tono no fue exactamente el que habría preferido Sátiro, pero siempre había sido una chica difícil cuando no era el centro de atención.

—Necesito una audiencia con tu tío —explicó Sátiro.

—¿Tú? Es tan probable que hable contigo como que te encierre como a un criminal. —Se irguió cuan alta era—. Habla conmigo.

Sátiro negó con la cabeza. La habitación estaba oscura, y su gesto seguramente pasó desapercibido.

—Oh, querida, no pretendo faltarte al respeto, pero necesito un fondeadero para mi flota. Tu tío tiene el mejor fondeadero de esta costa. Los vientos soplan desde aquí hacia Pantecapea.

—¿No has venido por mí? —preguntó Amastris, y retrocedió un poco más.

Sátiro habló despacio.

—No. Y tú tampoco has bajado aquí para irte conmigo.

La vio adoptar el aire de una mujer ofendida.

—Podría haberlo hecho —dijo Amastris.

Sátiro dio un paso al frente.

Ella dio media vuelta.

—¡Néstor! —llamó Sátiro.

Amastris se volvió.

—¿Qué te propones? —preguntó—. ¡Néstor no quiere nada contigo!

—Necesito tener un amigo aquí —dijo Sátiro—. Creo que Néstor es ese amigo.

Sátiro siempre lamentaba la claridad de su visión, pues con demasiada frecuencia veía cosas que supuestamente no debía ver.

—Tú no quieres ser mi amiga ante tu tío —dijo Sátiro—. Se te nota en la voz.

—¡Mientes! —respondió Amastris.

Sátiro intentó cogerle la mano; falló, lo logró.

—¡Escucha! —dijo—. Te amo.

—No es verdad —gimió Amastris.

—Sí que lo es. Pero en estas circunstancias quieres que sea tu amante secreto, y yo debo ser un aliado público. Así es como funciona el mundo, amor mío. Necesito el puerto de tu tío. Sin él, no tendré éxito.

Sátiro tomó aire pero ella lo interrumpió, pese a que ya se oía ruido de tachuelas en las losas del suelo.

—¿Necesitas mi puerto más que a mí? —preguntó Amastris.

Néstor entró en la sala en penumbra con una antorcha en la mano.

Tan corpulento como el difunto Filocles, Néstor surgió de la oscuridad tal como lo había visto la primera vez, cubierto de bronce de la cabeza a los pies, con ornamentadas grebas, escarpes y una magnífica coraza que reproducían unos pies desnudos, un torso musculoso, y guardabrazos a juego.

—Veo que Eutropio sigue trabajando —comentó Sátiro.

Néstor le estrechó la mano.

—Sabía que regresarías, chico. Me alegra de encontraros a los dos vestidos. —Sonrió—. ¡No esperaba que me hicieras llamar, chico!

Sátiro sonrió a su vez. Cogió la antorcha y la utilizó para encender lámparas.

—Debes de ser el último hombre del mundo que sigue llamándome «chico» —dijo—. Tengo que ver al señor Dionisio.

—Las propuestas de matrimonio no serán bien recibidas en estos momentos —dijo Néstor—. Opina que quizá te hayas tomado demasiadas… libertades. En la corte. —Néstor se encogió de hombros—. Y aquí eres conocido como «ese aventurero».

Sátiro asintió.

—Necesito el fondeadero. Durante diez días. Y el campo de Ares de la ciudad. También durante diez días.

—¡Zeus Sóter, chico! —Néstor meneó a cabeza—. ¿Para qué?

—Necesito la alianza de Dionisio —dijo—. O como mínimo su aceptación.

—Está loco —terció Amastris—. ¡Y yo que pensaba que había venido por mí!

Néstor negó con la cabeza.

—Estás loco.

—Déjame ver a Dionisio —pidió Sátiro.

—¿Aceptas las consecuencias si prescinde de ti? —preguntó Néstor.

—Lo haré si es preciso —contestó Sátiro.

Dionisio quizá no se había levantado en cuatro años. Tendido en su enorme cama, su inmenso cuerpo tensaba las tiras de cuero del colchón de tal modo que cada movimiento venía acompañado de atormentados crujidos.

Esta vez, nadie pidió la espada a Sátiro; un llamativo descuido. Esta vez, no le ofrecieron una silla ni un diván, de modo que permaneció de pie delante del tirano.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, muchacho? —preguntó Dionisio—. No recuerdo haberte invitado a regresar.

Sátiro adoptó la sonrisa de amable confianza que había practicado durante los últimos cinco años.

—He regresado para darte las gracias por tus lecciones sobre política —dijo.

Dionisio se rio.

—Recuerdo que te ofrecí cierta instrucción, ahora que lo pienso. —Sus risitas hacían crujir y resollar la cama en la que yacía, como si se tratara de un coro de cómicos. Luego se calló—. De Alejandría nos ha llegado el rumor de que pervertiste a mi sobrina —agregó.

—No —dijo Sátiro. Filocles le había enseñado que una negativa directa era más efectiva que una retahíla de excusas—. No, aunque deseo casarme con ella.

Dionisio asintió.

—No. ¿Algo más? —Levantó la cabeza—. Tengo entendido que te has convertido en todo un señor de la guerra —prosiguió—. Venciste a la escuadra de Eumeles en la otra costa; tú solo, según nos dicen. Amastris se puso a aplaudir cuando se enteró. Por supuesto sus palmas fueron menos entusiastas cuando supo que masacraste a los prisioneros. Tú solo.

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