Tirano IV. El rey del Bósforo (54 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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—Hmm —gruñó—. A ningún hombre le gusta que lo llamen mentiroso.

Coeno apareció al lado de Melita, haciendo que se sonrojara.

—Si te mentimos, tal vez sea por buenas razones. —Miró al cielo—. Hoy no lloverá.

Ataelo se unió a ellos, observando detenidamente una flecha nueva recién empendolada. Melita olió la cola de pescado con la que había pegado las plumas.

—Buen día para tirar —dijo Ataelo.

El primer choque se produjo casi de inmediato. La avanzada de Upazan bajó por el valle con el sol, ocupando los campos de labranza de ambos lados del camino. Los hombres de Temerix llevaban horas despiertos y, desde los riscos al norte del río, disparaban lluvias de flechas contra los destacamentos de flanqueo para luego retirarse quedando fuera de su alcance. Aquel día los sármatas parecían dispuestos a pasar por alto que hostigaran sus flancos. Avanzaban derechos río abajo, y el terreno estaba plagado de jinetes hasta las colinas púrpura del este.

—¿De dónde saca tantos jinetes? —volvió a preguntar Ataelo.

Y entonces comenzó la lucha.

Fue un combate enconado, en el que un guerrero que aflojara el paso y se pusiera al trote podía darse por muerto. Los arcos de los sakje tenían las cuerdas secas y las tripas flexibles y duras, y sus flechas arremetían a medio estadio del blanco, clavándose en hombres provistos de armadura y dando muerte a los caballos.

Graethe los sorprendió a todos encabezando un ataque de su clan entero. Los sármatas estaban desplegados en orden abierto, pero su avanzada era poco numerosa e iba diez estadios por delante del cuerpo principal de su ejército. Graethe lanzó tres descargas cerradas de flechas desde el promontorio que quedaba a su izquierda y luego cargó contra los sármatas con quinientos guerreros, obligándolos a regresar al camino.

Ataelo observaba esa acción con desaprobación, pero Coeno le dio una palmada en el muslo.

—Tal vez sea un fanfarrón, pero es nuestro fanfarrón. Mira, ha perdido el honor y se está redimiendo. —Coeno miró a Melita—. Si la decisión fuese mía, ahora avanzaría camino arriba y atacaría a la avanzada hasta hacerla regresar al grueso de su ejército.

Ataelo negó con la cabeza.

—Perdemos a cien jinetes.

Coeno acercó su caballo al del caudillo sakje.

—Mira, lo entiendo. Me consta que no son soldados profesionales pero no los estoy menospreciando. Y si cargamos ahora, podemos echar por tierra los planes que Upazan tenga para hoy. No tendremos que volver a luchar hasta mañana. Ganamos un día y no cedemos ni un palmo de terreno. Y luego… ¡Escuchad! Luego nos levantamos de noche y nos marchamos, perdemos contacto, hacemos que se enfrente a un territorio desierto y le tendemos una emboscada.

Melita levantó su fusta.

—Así fue como luchamos los tres primeros días, Coeno. Upazan pasa por alto las bajas y sigue adelante. Nunca titubea. Si aplastamos a su avanzada, atacará.

Ataelo frunció los labios.

—Hazlo —dijo. Saludó a los hombres de su clan con la mano y le correspondieron agitando sus colas de lobo.

—¿Por qué? —preguntó Melita.

—Porque tu hermano está viniendo y estamos aquí para mermar las fuerzas de Upazan —contestó Ataelo.

Cargaron hacia el camino con sus bien armados caballeros al frente. Los sármatas no opusieron resistencia hasta que se vieron obligados a hacerlo, cosa que ocurrió cerca de una granja quemada, donde el camino se estrechaba junto a la ribera. La multitud de sármatas derrotados de forma aplastante apenas tenía espacio para huir, y los sakje los masacraron, matando a cien en un minuto.

Melita disparó tres flechas. Sus caballeros se interpusieron en todo momento entre ella y los espantados enemigos, y eso la alegró.

El contraataque de Upazan tardó en comenzar, y el ataque en sí mismo fue vacilante. El primer escuadrón de caballería llevaba buenas armaduras, algunos incluso en sus monturas, pero no fue inmune a los potentes arcos de los sakje. La acometida fracasó antes de tener ocasión de usar una sola lanza, y los atacantes fueron hostigados de nuevo cuando se batieron en retirada.

Mientras Upazan preparaba su segundo ataque, los sakje se esfumaron, cediendo los diez estadios que acababan de ganar, y dejándolo sin un objetivo para el ataque principal, organizado con sumo esmero. El sol estaba en lo alto del cielo cuando los sármatas iniciaron su avance, grandes escuadrones de hombres bien armados que de inmediato se vieron diezmados por las flechas de los sindi, que no podían errar el tiro disparando contra formaciones tan cerradas.

Pero aquel día solo tiraron un par de veces y luego corrieron a ponerse a cubierto otra vez. Y los escuadrones de Upazan se mostraron poco dispuestos o incapaces de perseguirlos. Avanzaban con cautela, agrupados en el camino, tanteando el terreno.

A media tarde, Ataelo capitaneó su clan en una incursión. Atravesaron el frente de los sármatas montados en caballos de refresco y con los carcajes llenos, y los sármatas murieron. Ni un solo jinete los persiguió cuando galoparon ante sus narices, a veces a menos de un largo de caballo de los enemigos.

Melita estaba observando la refriega cuando vio que una descarga de flechas sármatas se quedaba corta, alcanzando solo a un jinete sakje que cayó abatido sobre el descuidado trigal. Los sakje no tuvieron manera de rescatar el cadáver, pues una horda de sármatas vengativos se abalanzó sobre el jinete derribado y lo descuartizaron a hachazos.

No obstante, la pérdida de ese único jinete pareció restar brío a la incursión de Ataelo, que a partir de ese momento apenas causó estragos entre los enemigos, si bien era patente que ambos bandos estaban exhaustos. El ejército sármata se detuvo bastante cerca del campamento sakje, en una buena posición con agua abundante, y comenzó a montar su campamento bastante antes de que el sol comenzara a hundirse en el horizonte.

Entonces Temerix hizo bajar de las colinas a los granjeros, que aún tiraron varias descargas cerradas de flechas contra el campamento.

Ataelo regresó mientras los granjeros se vengaban de los invasores. Venía con la cabeza gacha.

Coeno le agarró el brazo.

—¡Los has hecho polvo! ¡Por Ares, no aguantarán un día más!

Ataelo levantó la mirada. Sus ojos no tenían brillo, como si su alma hubiese abandonado su cuerpo.

—Samahe ha muerto —dijo.

23

Sátiro maldijo cada hora que les llevó descargar a los caballos de los Exiliados, pero fue consciente del mal estado en que se hallaban los animales cuando los empujaron al mar para que nadaran hasta tierra firme, y entendió que Diodoro tenía razón.

León no perdió detalle cuanto echaron al agua a su yegua númida, que Diodoro le había llevado hasta allí. Comenzaba a presentar mejor aspecto, aunque Sátiro dudaba mucho que alguna vez volviera a tener la musculatura que lucía un año antes. Estaba junto a Diodoro, vestido con un simple quitón y una diadema de bronce.

—Me marcho con los hippeis —dijo León. Sonrió y abrazó a su sobrino—. Prácticamente has cruzado los canales.

—Se trata de tu flota, tío —respondió Sátiro—. Ocupo tu puente de mando y hablo con tu voz.

León sonrió y negó con la cabeza.

—No, muchacho. Ahora es tu flota. Este es tu momento. Ve y acaba con Eumeles por todos nosotros. En cuanto a mí, quiero tener un caballo entre las piernas cuando me encuentre con Upazan.

Entonces Sátiro recordó que León había jurado algo a propósito de la muerte de Upazan, de modo que abrazó a su tío.

—Que Poseidón, señor de los barcos y de los caballos, te acompañe —dijo.

León echó un vistazo en derredor.

—Cuida de mis barcos —respondió León, y sonrió—. Los dioses están de tu parte, muchacho. ¡Ve y acaba con Eumeles!

—Ese maldito cabrón —gruñó Diodoro—. Y pensar que tenemos que hacer todo este trabajo para hacerle morder la arena, ¿eh? —Abrazó a Sátiro—. Llegaremos dentro de dos días, quizá tres. No empecéis la batalla sin nosotros. Y un consejo, ¿eh? Tienes que estar en la margen sur del Tanais. Si luchas en la margen norte, no podremos cruzar.

Sátiro asintió.

—Como tú digas, tío. Pero debo decirte que si libro el combate naval que deseo, ya no habrá combate en tierra.

Varios oficiales de Sátiro sonrieron, y Diocles se golpeó la palma con el puño.

Diodoro negó con la cabeza.

—No conoces a Upazan, muchacho. Habrá batalla, te lo aseguro.

En cuanto sus barcos terminaron de descargar a los caballos, siguieron adelante. No obstante, sortear los escollos de la desembocadura del río Hipanis les llevó un par de horas, y luego tuvo que salvar el final de los canales y las marismas de la ribera norte. El
Loto
tocó el fondo dos veces, derribando tripulantes y haciendo que el corazón le palpitara de miedo. Detrás de él, en la larga columna, el
Jacinto
chocó con un banco de arena, pero Aekes lo desencalló antes de que las demás naves lo adelantaran.

Cuando el
Loto
sorteó la última barra de arena y la profunda bahía del Hipanis se abrió al mar, Sátiro aún alcanzaba a ver los transportes vacíos surcando briosos la bahía y las masas oscuras de los Exiliados marchando tierra adentro.

Sátiro no pudo aguantar un minuto más sin saber dónde se encontraba. Se despojó del quitón y trepó al palo mayor. Se agarró a la verga para escrutar las aguas del noroeste, y vio la flota de Eumeles a lo lejos, rumbo al este.

—Vamos a la par —gritó a Diodoro tras deslizarse mástil abajo, haciendo caso omiso de los arañazos en los brazos y piernas.

Diocles se asomó a la borda de su barco.

—¡Espero que Eumeles no venga a por nosotros ahora!

Sátiro era consciente de que todas sus naves estaban desplegadas en una larga hilera que se prolongaba diez estadios hasta los canales y los bajíos, mientras que Eumeles parecía tener a todas sus fuerzas agrupadas en el horizonte. Tuvo tentaciones de hacer un comentario desdeñoso, pero hubiese sido pecar de orgullo desmedido.

—¡Los dioses te oigan! —contestó piadosamente, a voz en cuello.

Atracaron tras doblar el primer cabo al norte del pilar de piedra que señalaba la bahía del Hipanis. Sátiro apostó centinelas en todos los promontorios y organizó una escuadra de guardia con sus recién adquiridos piratas, antiguos tripulantes de Manes, porque ahora temía el efecto sorpresa más que cualquier otra cosa.

Bebió vino con sus capitanes y luego pidió a Diocles que fuera a comprobar cómo se portaban los resentidos ex piratas que remaban de punta a cabo frente a la playa.

—No quiero que esto se vaya a pique por un estúpido motín —dijo, y todos los oficiales presentes asintieron.

Draco le agarró el brazo.

—Envíanos a nosotros —dijo.

Amintas asintió.

—Envíanos. Diocles nos puede llevar. Esos muchachos son nuestros infantes de marina. Ponme a mí en un barco y a Draco en otro, y te garantizo que no habrá sorpresas.

Sacó un puñal de debajo de la axila y acarició el filo con el pulgar.

Cuando ambos macedonios se hubieron marchado, Sátiro bebió el vino con más satisfacción.

—Mañana —dijo Pantero.

—Eso creo —respondió Sátiro—. Dudo que Eumeles sepa lo cerca que estamos. O que hayamos descargado los transportes. Se rezagará.

Terón y Demóstrate estaban jugando a la taba. Demóstrate se levantó y se desperezó.

—Tienes todo mi dinero, pedazo de ladrón corintio, y ahora necesito una batalla para recuperar mi fortuna. ¿Rey de los piratas? ¡Soy el rey de los indigentes! —Echó un vistazo al cielo—. Mañana hará buen tiempo. Soleado. Vientos ligeros.

—¿Y? —preguntó Terón.

—Diana en cuanto salga el lucero del alba —dijo Sátiro, atento a la expresión de Pantero para ver si encajaba bien sus órdenes—. Zarpamos con las primeras luces y formamos en columnas delante de la playa.

Pantero asintió.

Terón se tumbó bocarriba en la arena.

—¿Y si Eumeles se niega a jugar? —preguntó—. O sea, veámoslo con sus ojos. Está huyendo para reunirse con su otra escuadra, ¿verdad? Así pues, ¿por qué no seguir huyendo?

Pantero miró a Sátiro. Sátiro negó con la cabeza.

—Ahora que no transportamos tropas, nuestros barcos son más rápidos —dijo—. ¿Recordáis la última vez? El más rápido de los nuestros destrozó al más lento de los suyos, y se nos venía la noche encima. Mañana tendremos un día entero, si estamos tan cerca como pensamos.

Sátiro asintió.

—Y además —prosiguió—, tendrá que dejar de remar cuando llegue a Tanais. Y si llegamos pegados a él, su otra escuadra no tendrá tiempo de embarcar a sus tripulaciones y hacerse a la mar.

—A no ser que nos estén esperando —dijo Demóstrate a media voz.

Sátiro nunca había comandado una fuerza tan grande. Cuando León se unió a ellos, fue como si le quitaran un gran peso de los hombros, pero al marcharse con los viejos hippeis, volvió a cargar con aquel yugo.

Sin embargo, Sátiro había pasado toda su vida entre marinos y soldados profesionales, y sabía lo que se le exigía aunque le doliera la barriga solo de pensar en lo que les depararía el nuevo día y en todo lo que dependía de él. Llamó a Abraham, a quien todos amaban, y a Diocles, y se alejaron de la hoguera donde los capitanes seguían bebiendo vino, y los tres fueron de una fogata a otra a lo largo de la playa. Sátiro tomó un poco de vino e hizo una libación en cada una de ellas; en algunas fue recibido como un semidiós y en otras, por lo general de tripulantes piratas, era temido como la lepra. Él se fijaba en sus reacciones y procuraba no demostrar sus propios sentimientos.

A medio camino entre dos hogueras de remeros piratas, Sátiro torció el gesto, escupió a la arena y se detuvo.

—Algunos me odian —dijo.

—¿Acaso esperas que te amen? —Abraham asintió—. Los obligas a combatir, y no todos quieren hacerlo, ni todos son valientes, y solo unos cuantos son buenos guerreros. ¿Esperas ser aclamado como un héroe por tus remeros? Basta con que estés dispuesto a pagarlos.

Sátiro miró a su amigo.

—¿Cuándo te convertiste en semejante sofista? —preguntó.

Diocles se mesó la barba.

—Nunca te amarán, señor. Más vale que te hagas a la idea. Los macedonios seguramente maldecían al sanguinario Alejandro, y era un semidiós. —Señaló a Abraham con el pulgar—. Tiene toda la razón.

Abraham se encogió de hombros.

—Aprendí muchas cosas en Bizancio —contestó.

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