Tiranosaurio (3 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Procuró tranquilizarse. Aunque fuera a caballo, el desconocido tardaría un par de horas en llegar a Abiquiú, y como mínimo unas cuantas más en ir a buscar a la policía y volver con ella. Incluso si iban en helicóptero, tendrían que salir de Santa Fe, que estaba a ciento treinta kilómetros al sur. Disponía como mínimo de tres horas para encontrar el cuaderno, esconder el cadáver y… pies para qué os quiero.

Registró el cadáver; buscó en la mochila, dio la vuelta a los bolsillos. De pronto sus dedos se cerraron alrededor de una piedra. La sacó de un bolsillo del muerto y la examinó con la linterna. Solo podía ser una muestra, algo que Corvus había pedido con insistencia.

Ahora a por el cuaderno. Volvió a registrar el cadáver, sin fijarse ni en la sangre ni en las vísceras. Después de cachearlo por el otro lado, le dio una patada de rabia. Miró a su alrededor. El burro del muerto estaba a cien metros, cargado y dormitando.

Deshizo el nudo de diamante y bajó las albardas para soltar las cestas de lona y derramar su contenido por la arena. Cayó de todo: un aparato electrónico casero, martillos, cinceles, mapas del Servicio Geográfico Nacional, un GPS manual, una cafetera, una sartén, bolsas de comida vacías, una manea para el burro, ropa interior sucia, pilas usadas, un pergamino doblado…

Cogió el pergamino. Era un mapa muy esquemático, lleno de dibujos mal hechos de montañas, ríos y rocas, líneas de puntos y anotaciones en letra antigua española. En el centro había una equis de estilo español trazada con dos gruesas líneas de tinta.

Un mapa del tesoro, de los de toda la vida.

Qué raro que Corvus no lo hubiera mencionado…

Se lo guardó doblado en el bolsillo de la camisa y siguió buscando el cuaderno, pero aunque se puso a cuatro patas y no dejó nada sin examinar de lo que había caído al suelo, encontró todo lo necesario para un buen buscador… menos el cuaderno.

Volvió a fijarse en el aparato electrónico. Era un cacharro de fabricación casera, una caja metálica abollada con algunos interruptores y diales y una pantallita LED. Corvus no lo había mencionado, pero parecía importante. Más valía llevárselo.

Y vuelta a registrarlo todo. Al sacudir los sacos de lona, cayeron harina y judías secas. Rebuscó en las cestas por si había algún compartimiento secreto; también arrancó el forro de lana de la mochila, pero nada, el cuaderno no aparecía. Se acercó al cadáver y registró por tercera vez la ropa empapada de sangre, por si palpaba algo rectangular, pero lo único que encontró fue un lápiz sucio en el bolsillo derecho.

Se sentó en el suelo. Tenía la cabeza como un bombo. ¿Y si el cuaderno se lo había llevado el jinete? ¿Y si su aparición era algo más que una coincidencia? Tuvo una idea espeluznante: que el jinete fuera un rival; que hiciera lo mismo que él, seguir a Weathers con la esperanza de aprovecharse de su descubrimiento. Quizá hubiera encontrado el cuaderno.

Bueno, Maddox había encontrado el mapa. Y le pareció que tenía que ser tan importante o más que el cuaderno.

Miró a su alrededor: el cadáver, la sangre, el burro, las cosas desperdigadas por el suelo… Tarde o temprano llegaría la policía. Controló su pulso y su respiración con un gran esfuerzo de voluntad, usando las técnicas de meditación que había aprendido en la cárcel. Inhalando, exhalando, el martilleo de su pecho se redujo poco a poco a unos suaves latidos. Ya estaba más tranquilo. Aún tenía mucho tiempo. Extrajo la muestra de roca del bolsillo y la hizo girar a la luz de la luna. Después sacó el mapa. Con eso, y con el aparato, Corvus estaría más que satisfecho.

De momento tenía un cadáver que enterrar.

4

El teniente Jimmie Willer iba en la parte trasera del helicóptero de la policía, con el ritmo de las aspas percutiendo en sus huesos molidos por el cansancio. Miró el paisaje fantasmal que estaban sobrevolando. El piloto seguía el curso del río Chama, cuyos meandros brillaban como hojas de cimitarra. Dejaron atrás varios pueblos pequeños, racimos de luces en la orilla: San Juan Pueblo, Medanales, Abiquiú… De vez en cuando veían los faros solitarios de un coche que avanzaba despacio por la carretera 84, clavando un haz minúsculo de luz en una vasta oscuridad. Al norte del pantano de Abiquiú ya no había luces. Ahí empezaban las montañas y los cañones del desierto de Chama, y la gran extensión de las mesas, inhabitada hasta la frontera de Colorado.

Sacudió la cabeza. Menudo sitio para que te asesinen…

Tocó el paquete de Marlboro que tenía en el bolsillo de la camisa. Le molestaba todo: que lo hubieran sacado de la cama a medianoche, haber tenido que usar el único helicóptero de la policía de Santa Fe, no haber encontrado al forense, que su ayudante estuviera en el casino Cities of Gold puliéndose su sueldo de miseria con el móvil apagado… Encima el helicóptero costaba seiscientos dólares por hora, cantidad que tenía que deducir directamente de su propio presupuesto, y solo era el primer viaje. Antes de poder levantar el cadáver y las pruebas, tendrían que hacer otro viaje con el forense y los de la policía científica. Sin hablar de la publicidad… Willer tuvo la esperanza de que fuera uno de tantos asesinatos entre narcotraficantes, y que lo máximo que diera de sí fuera un artículo en el
New Mexican.

Sí, por favor, que fuera un asunto de drogas.

—Ahí está: Joaquin Wash. Vaya hacia el este —le dijo Broadbent al piloto.

Willer miró de reojo al tío que le había estropeado la noche. Era alto y larguirucho, con botas gastadas de vaquero, una de ellas arreglada con celo.

El helicóptero se apartó del río.

—¿Puede volar más bajo?

El helicóptero bajó y redujo la velocidad al mismo tiempo. Willer vio reflejarse la luz de la luna en los bordes de los cañones, grandes tajos en la tierra que no parecían tener fondo. ¡Qué paisaje! ¡Producía estremecimientos!

—El Laberinto queda justo aquí debajo —dijo Broadbent—. El cadáver estaba al otro lado de la entrada, donde se juntan el Laberinto y Joaquin Canyon.

El helicóptero dio media vuelta, volando aún más despacio. Tenían la luna prácticamente encima, iluminando casi todo el fondo del cañón, pero lo único que vio Willer fue arena plateada.

—Aterriza en aquella zona despejada.

—Oído.

El piloto inmovilizó el aparato e inició el descenso. Antes de posarse en el suelo, el helicóptero levantó un remolino de polvo en el lecho reseco del cañón. El aterrizaje fue rápido. Las nubes de polvo no tardaron en despejarse, ni el rítmico silbido de las hélices en enmudecer.

—Yo me quedo en el helicóptero —dijo el piloto—. Ustedes hagan lo que tengan que hacer.

—Gracias, Freddy.

Primero salió Broadbent, seguido por Willer, que se tapó los ojos para protegerlos del polvo y corrió encorvado hasta salir del radio de influencia de las aspas. Se irguió, sacó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo.

Broadbent iba delante. Willer encendió su linterna Maglite para iluminar la zona.

—¡No pise ninguna huella! —le dijo a Broadbent—. No quiero que los forenses me estropeen el caso.

Enfocó la boca del cañón. Solo había un lecho de arena entre dos paredes de arenisca.

—Y dentro, ¿qué hay?

—El Laberinto —dijo Broadbent.

—¿Adonde va?

—Es una red de cañones que confluye en la Mesa de los Viejos. Lo más fácil es perderse, detective.

—Ya. —Willer movió la linterna—. No veo huellas. —Yo tampoco, pero en algún sitio tienen que estar. —Le sigo.

Caminó despacio por donde lo llevaba Broadbent. Con tanta luna no hacía falta linterna. De hecho, si algo hacía era molestar, porque el cañón estaba bañado de pared a pared por la luz de la luna y parecía vacío. A simple vista no se veía nada, ni rocas, ni arbustos, ni huellas, y mucho menos un cadáver.

Broadbent miró a su alrededor, titubeando.

A Willer empezó a darle mala espina.

—El cadáver estaba justo en esta zona. Ahí delante deberían verse claramente las huellas de mi caballo.

Willer no dijo nada. Se agachó, apagó el cigarrillo en la arena y se lo guardó en el bolsillo.

—El burro estaba al fondo —siguió explicando Broadbent—, a unos cien metros.

No había huellas, cadáver ni burro; solo un cañón vacío a la luz de la luna.

—¿Está seguro de que era aquí? —preguntó Willer.

—Segurísimo.

Willer metió los pulgares en el cinturón, mientras miraba a Broadbent. Era un hombre alto, de movimientos gráciles. En el pueblo decían que era rico como Creso, pero de cerca, con esas botas hechas polvo y esa camisa del Ejército de Salvación, podía parecer cualquier cosa menos rico.

El teniente escupió. Allí debía de haber mil cañones, era plena noche… Broadbent se había equivocado de cañón.

—¿Seguro que es aquí?

—Sí, aquí mismo, en la boca de este cañón.

—¿No sería otro?

—Imposible.

Willer veía con sus propios ojos que entre las dos paredes del cañón no había absolutamente nada. Con tanta luna, parecía mediodía.

—Pues ya no está. No hay huellas, cadáver ni sangre. Nada de nada.

—Aquí había un muerto, detective.

—Será mejor que lo dejemos, señor Broadbent.

—¿Ya se da por vencido?

Willer respiró hondo y despacio.

—Solo digo que sería preferible volver por la mañana, cuando pueda reconocerse mejor la zona.

Estaba decidido a no impacientarse.

—Venga —dijo Broadbent—, aquí parece que hayan alisado la arena.

Willer lo miró. ¿Quién se creía que era para darle instrucciones?

—Yo aquí no veo pruebas de ningún delito, y el helicóptero le cuesta seiscientos dólares por hora a mi departamento. Mañana volveremos con mapas y un GPS… y encontraremos el cañón indicado.

—Me parece que no me ha oído, detective. Yo no me voy hasta que hayamos resuelto el problema. —Usted verá. Ya sabe volver solo. Willer se giró hacia el helicóptero y subió.

—Nos vamos.

El piloto se quitó los auriculares.

—¿Y él?

—Ya sabe salir.

—Le está haciendo señas.

Willer murmuró una palabrota y miró la silueta oscura de Broadbent, que estaba a unos doscientos metros, llamándolo con los brazos.

—Parece que ha encontrado algo —dijo el piloto.

—Pero ¡habrase visto…!

Willer bajó del helicóptero y se acercó. Broadbent había apartado la arena en un punto, dejando a la vista una capa negra, húmeda y pegajosa.

Willer descolgó la linterna y la encendió, tragando saliva.

—Madre mía… —dijo, retrocediendo un paso—. Madre mía…

5

Weed Maddox se compró una camisa azul de seda, unos calzoncillos bóxer de seda y unos pantalones grises en el Seligman's de la calle Treinta y cuatro. También se compró una camiseta blanca, calcetines de seda y zapatos italianos, y después de pasar por el probador lo pagó todo con su American Express (la primera legítima, con su nombre al dorso: Jimson A. Maddox, de alta desde 2005). Salió a la calle. La ropa nueva suavizaba el nerviosismo de tener que ver a Corvus. Qué raro era eso de sentirse como un hombre nuevo solo por comprarse una muda. Flexionó los músculos de la espalda para poner a prueba la elasticidad de la tela. Mejor, mucho mejor.

Cogió un taxi, le dio la dirección al taxista y se dejó llevar al centro.

Diez minutos después lo hicieron pasar al despacho revestido de madera del doctor Iain Corvus. Puro lujo. En una esquina había una chimenea de mármol rosa que solo servía para adornar. El ventanal daba a Central Park. El joven británico estaba al lado de la mesa, ordenando papeles como un poseso.

Maddox se quedó en la puerta con las manos juntas, esperando alguna señal de que su presencia no pasaba inadvertida. Corvus estaba tan exaltado como de costumbre, con sus inexistentes labios tensos como un torniquete, la barbilla saliente como la proa de un barco y el pelo negro peinado hacia atrás (Maddox supuso que era la última moda en Londres). Llevaba un traje gris marengo bien cortado y una camisa Turnbull and Asser abrochada hasta el cuello, con una corbata muy roja de seda que resaltaba el blanco impoluto de la camisa.

Maddox pensó que le iría bien practicar un poco de meditación.

Corvus paró de ordenar y miró por encima de las gafas.

—¡Hombre, si es Jimson Maddox, que ha vuelto del frente!

Su acento inglés le pareció aún más esnob que otras veces. Tenía más o menos la misma edad que Maddox, unos treinta y cinco años, pero por lo demás parecían de planetas diferentes. Pensar que los había unido un tatuaje…

Corvus tendió la mano. Maddox recibió un apretón ni demasiado largo ni demasiado corto; un apretón enérgico, ni fofo ni agresivo. Contuvo la emoción.

Aquel era el hombre que lo había sacado de Pelican Bay.

Corvus lo cogió por el codo y lo acompañó al fondo del despacho, a un grupo de sillas que hacía de salita delante de la chimenea. Después de sacar la cabeza por la puerta y decirle algo a la secretaria, cerró con llave y se sentó enfrente de Maddox, cruzando y separando las piernas hasta que pareció satisfecho con la postura. Se inclinó con los ojos brillantes, cortando el aire con la cara tan limpiamente como con un cuchillo.

—¿Un puro?

—No, lo he dejado.

—Eso es ser listo. ¿Te molesta?

—¡No, qué va!

Sacó un puro de un humidificador, cortó la punta y lo encendió. Después de esperar a que el extremo se pusiera bien rojo, bajó el puro y miró a Maddox a través de un velo de humo en movimiento.

—Me alegro de verte, Jim.

A Maddox le gustaba que Corvus siempre le prestase la máxima atención y lo tratara de igual a igual (como se merecía, por ser un tío legal). Corvus había removido cielo y tierra para sacarlo de la cárcel, y podía devolverlo a ella mediante una simple llamada telefónica. De esos dos hechos nacían sentimientos encontrados que Maddox aún no había resuelto.

—Tú dirás —dijo Corvus, apoyado en el respaldo, expulsando el humo.

Siempre conseguía que Maddox se pusiera nervioso. Este sacó el mapa del bolsillo y se lo dio. —Lo encontré en su mochila.

Corvus lo cogió y lo abrió, muy serio. Maddox esperaba que lo felicitara, pero la reacción de Corvus consistió en ponerse rojo y estampar bruscamente el mapa sobre la mesa. Maddox se inclinó para cogerlo.

La respuesta fue muy dura.

—No te molestes, no vale nada. ¿Y el cuaderno?

Maddox no contestó directamente.

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