Tiranosaurio (41 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Masago se había puesto tenso, cosa rara en él. Intentó tranquilizarse.

Hitt se levantó, mostrándose a los invisibles objetivos. Los otros dos se quedaron donde estaban, cubriéndolo.

—Muy bien. Las manos por encima de la cabeza. A nadie le pasará nada.

Hizo señas a los otros dos soldados, que abandonaron sus puestos.

Todo había terminado. Los tres objetivos estaban en medio de la boca de la cueva con las manos levantadas. —Cubridme.

Hitt se acercó y los cacheó para asegurarse de que no fueran armados. Después dijo por el intercomunicador:

—Tenemos la cueva controlada, señor. Ya puede subir.

Masago puso la mano en el primer asidero y empezó a trepar. Pocos minutos después llegó a la boca de la cueva y vio a las tres personas con más aspecto de desgraciadas que había visto en mucho tiempo: el monje, Broadbent y su mujer.

—¿Desarmados?

Hitt asintió con la cabeza.

—Vuelvan a cachearlos, quiero ver todo lo que llevan encima. Todo. Pónganlo delante de mí, en la arena.

Hitt le hizo señas a uno de sus hombres, que empezó a registrar al triste grupo. El resultado —una linterna, unos billeteros, unas llaves y un carnet de conducir— quedó perfectamente alineado en la arena. La mochila del monje contenía una cantimplora vacía, cerillas, un par de latas vacías y otros utensilios de acampada.

Lo último en aparecer estaba escondido debajo del hábito del monje.

—¿Qué cono es esto? —preguntó el soldado, enseñándolo. —Tráigamelo —dijo Masago sin cambiar de expresión. El soldado se lo dio. Masago miró el diente serrado, lo giró y lo sopesó.

—Usted. —Señaló a Ford—. Usted debe de ser Ford.

El monje asintió casi imperceptiblemente.

—Acérquese.

Ford dio un pasito.

Masago le enseñó el diente.

—Lo han encontrado. Saben dónde está.

—Exactamente —dijo el monje.

—Pues ahora mismo me lo van a decir.

—Aquí el único que tiene la información que busca soy yo, y no pienso decirle nada de nada hasta que haya contestado a mis preguntas.Masago levantó la Beretta para apuntar a Ford. —Hable.

—Váyase a la mierda.

Masago disparó. La bala silbó justo al lado de la oreja de Ford, pero el monje no pestañeó.

Masago bajó el arma. Había visto que no se dejaría intimidar.

—Si me mata, nunca encontrarán el dinosaurio. Nunca.

Masago sonrió fríamente.

—De acuerdo… puede hacerme una pregunta.

—¿Por qué buscan el dinosaurio?

—Contiene partículas muy infecciosas que podrían transformarse en un arma química para usos terroristas.

El monje puso cara de digerir la información. Masago no pensaba decirle nada más, nada que contradijese las órdenes recibidas por los miembros del comando.

—¿Nombre de su destacamento?

—Eso son dos preguntas.

—Pues entonces puede irse al cuerno —dijo el monje.

Masago avanzó rápidamente y hundió su puño en el plexo solar del monje, que se derrumbó en la arena como un saco de cemento. Mientras Masago se acercaba, Ford tosió y se puso de rodillas, clavando las manos convulsivamente en la arena para no caerse.

—El dinosaurio, señor Ford. ¿Dónde está? —Agua… Por favor…

Masago se descolgó la cantimplora y la sacudió provocativamente.

—Cuando me haya dicho dónde está el dinosaurio.

Desenroscó el tapón y se agachó hacia el monje tembloroso, que casi no se sostenía con las manos y las rodillas.

El monje saltó como una serpiente y sacó una mano de la arena, mostrando inesperadamente una pistola. Antes de que Masago pudiera reaccionar, el brazo izquierdo de Ford le había hecho una pinza en el cuello y lo echó hacia atrás. Masago sintió la presión del cañón de la pistola en la oreja, pero no podía coger la Beretta porque tenía los brazos inmovilizados.

—Bueno —dijo Ford a los soldados, usando a Masago como escudo—, ahora este hombre va a contarnos a todos lo que pasa. Si no, es hombre muerto.

SEXTA PARTE

La cola del diablo

Todo acabó una tarde de junio como cualquier otra. El calor cubría el bosque como una manta, las hojas pendían flácidas y al oeste se acumulaban nubes de tormenta. La hembra iba de caza por el bosque.

No se fijó en que el sur del cielo se había iluminado de golpe. La luz brotó en silencio al otro lado de las copas de los árboles, subiendo por la bóveda azul celeste.

El bosque guardó un silencio vigilante.

Seis minutos después, el suelo sufrió una fuerte sacudida. La hembra se agachó para no perder el equilibrio. El temblor no duró ni treinta segundos. Siguió cazando.

A los ocho minutos el suelo volvió a temblar. Esta vez fueron como olas. Vio entonces el resplandor amarillo que seguía ascendiendo por el sur del horizonte, un resplandor inusual que hacía que las araucarias tuvieran dos sombras. El bosque se iluminó. Sintió en sus flancos un calor radiante que venía del sur. Hizo una pausa en su caza. Estaba vigilante, pero todavía no inquieta.

Al cumplirse doce minutos, oyó un silbido, como si se acercara un fuerte viento. El silbido se convirtió en rugido. De repente se doblaron los árboles y todo el bosque se llenó de un ruido seco de troncos rompiéndose, explotando. Algo la empujaba, algo que no era ni viento, ni ruido, ni presión, sino una mezcla de las tres cosas. La empujaba con tal fuerza que acabó arrojándola al suelo, donde sufrió el azote de un sinfín de plantas, ramas y troncos llevados por el viento.

Tras unos instantes de dolor y aturdimiento, su instinto se despertó de golpe y le ordenó levantarse y luchar. Rodó sobre sí misma y se quedó agazapada, resistiendo enfurecida la tormenta, mordiendo y rugiendo al huracán vegetal que la atacaba.

Poco a poco amainó la tempestad, dejando a su paso un bosque destrozado. Un nuevo ruido brotó en el silencio, un zumbido misterioso que parecía un canto. Un rayo resplandeciente surcó el cielo varias veces, y otro, y otro, explotando en el paisaje desolado hasta convertirse en una lluvia de fuego. Todo eran gritos de animales, voces confusas y aterrorizadas que formaban un coro aterrado. Mientras la lluvia crecía en intensidad, diversas manadas de animales pequeños cruzaron los escombros en todas las direcciones.

Una manada de coelophysis cometió la imprudencia de pasar corriendo por delante de la hembra, que hundió en ella su enorme cabeza y a base de mordiscos dejó sembrado el suelo de extremidades, cuerpos y colas que se retorcían. Devoró los trozos a su antojo. De vez en cuando lanzaba dentelladas al cielo, molesta por la lluvia de fuego, que poco a poco perdió fuerza y derivó en una lenta llovizna de trozos de piedra. Terminado el festín, descansó. No vio que había desaparecido el sol, ni que el color del cielo estaba virando del amarillo al naranja, y de este a un rojo sangre que se oscurecía por momentos, emanando calor sin origen concreto. Incluso el aire se estaba calentando hasta extremos desconocidos por ella.

No solo el calor, también el dolor de las heridas de la espalda hicieron que la hembra saliera de su inmovilidad y se levantara para ir a la ciénaga de los apreses, a su revolcadero habitual. Al llegar, se agachó y rodó por el fango frío y negro hasta quedar cubierta enteramente por él.

Poco apoco oscureció. Su mente se relajó. Todo iba bien.

1

Melodie Crookshank acabó de organizar los datos en formato HTML en la pantalla de su ordenador, recortando imágenes, escribiendo pies e introduciendo las últimas correcciones en el breve artículo que había redactado en un arrebato de actividad frenética. Tenía puesto el piloto automático —sesenta horas sin dormir—, pero se sentía fuerte. Sería uno de los artículos más importantes de la historia de la paleontología de los vertebrados, un auténtico bombazo. Algunas reacciones serían escépticas, otras rotundamente negativas, y más de una voz la acusaría de fraude, pero los datos eran sólidos. Resistiría. Además, las imágenes eran impecables, y por si fuera poco a Melodie aún le quedaba una lámina sin pulir del espécimen. Pensaba cedérsela al Smithsonian o a Harvard, para que sus paleontólogos realizasen un examen independiente.

El pandemónium empezaría en cuanto enviara el artículo a la versión electrónica del
Journal of VP.
Bastaba con que lo leyera una persona para que todo el mundo quisiera leerlo, y a partir de ese momento el mundo de Melodie no volvería a ser el mismo.

Ya había terminado. Bueno, casi. Tenía el dedo sobre la tecla Enter, a punto de enviar el artículo por correo electrónico.

Llamaron a la puerta. Dio un respingo y se volvió. Aún estaba atrancada con la silla. Miró el reloj: las cinco.

—¿Quién es?

—Mantenimiento.

Se levantó con un suspiro y fue a quitar la silla de debajo del pomo. Justo cuando iba a abrir la puerta, se paró. —¿ Mantenimiento? —Sí, eso he dicho. —¿Frankie? —¿Quién va a ser?

Abrió la puerta y comprobó aliviada que era el Frankie de siempre, con sus cuarenta y cinco kilos de peso: un saco de huesos mal afeitado que apestaba a cigarrillos baratos y a whisky aún más infumable. Frankie entró arrastrando los pies. Melodie volvió a atrancar la puerta. Frankie empezó a vaciar las papeleras del laboratorio en una bolsa enorme de plástico, silbando sin melodía. Metió la cabeza debajo de una mesa para coger una papelera rebosante de latas de refrescos y de envoltorios de Mars. Al sacarla se dio un golpe en la cabeza y se le cayeron algunas latas de Dr. Pepper por la mesa, salpicando el microscopio stereozoom.

—Lo siento.

—No pasa nada.

Melodie esperó con impaciencia a que terminase. Frankie vació la papelera y pasó la manga por la mesa, empujando el microscopio de cincuenta mil dólares. Melodie se preguntó fugazmente cómo era posible que algunas personas fueran capaces de inventar el análisis matemático mientras que otras no sabían ni vaciar una papelera. Se reprochó haberlo pensado. Era una falta de consideración. Estaba decidida a no convertirse en una científica arrogante como los que trataba desde hacía unos años. Siempre sería amable con los técnicos de baja graduación, los empleados incompetentes de mantenimiento y los estudiantes de doctorado.

—Gracias, Frankie.

—Hasta otra.

Frankie se fue, no sin darle a la puerta un golpe con la bolsa de basura, y el silencio reinó de nuevo.

Melodie miró suspirando el stereozoom. Tenía un lado salpicado de gotitas de Dr. Pepper. Observó que algunas habían caído en el portaobjetos húmedo.

Miró por el ocular para cerciorarse de que no hubiera pasado nada grave. Quedaba tan poco del espécimen que no podía prescindirse de ningún trocito, y menos de las seis o siete partículas que tanto esfuerzo le había costado desprender de la matriz.

La lámina estaba en perfecto estado. El Dr. Pepper no tendría ninguna influencia. Unas pocas moléculas de azúcar no podían deteriorar una partícula que había sobrevivido a un entierro de sesenta y cinco millones de años y a un baño de ácido fluorhídrico al doce por ciento.

De repente se quedó muy quieta. Si no la engañaba la vista, el travesaño del brazo de una partícula se había movido.

Siguió observando las partículas magnificadas por los oculares, mientras un hormigueo invadía su nuca. De pronto vio moverse otro brazo de otra partícula, como una máquina minúscula cambiando de posición. Al mismo tiempo la partícula avanzó. Con una mezcla de fascinación y alarma, Melodie vio que las otras empezaban a moverse de la misma manera, como a saltos. Ahora se movían todas, impulsándose con los brazos.

Las partículas aún estaban vivas.

Tenía que deberse a la incorporación de azúcar a la solución. Melodie metió la mano debajo de la mesa y sacó el último Dr. Pepper. Lo abrió y extrajo un poco de líquido con una micropipeta para depositarlo en una punta del portaobjetos húmedo, formando una pendiente de glucosa.

La actividad de las partículas aumentó. Ahora sus bracitos giraban de una manera que las hacía subir por la pendiente en dirección a la mayor concentración de azúcar.

Melodie sintió crecer el cosquilleo de aprensión. Ni siquiera se había planteado que aún pudieran ser infecciosas, pero si estaban vivas tenían que serlo, al menos para un dinosaurio.

En otro laboratorio del mismo pasillo, el de herpetología, uno de los conservadores había criado lagartijas partenogenéticas para un experimento a largo plazo. El laboratorio contenía un incubador de cultivos de células in vitro. Un cultivo celular sería una excelente manera de comprobar si la partícula era capaz de infectar a una lagartija actual.

Melodie salió de su laboratorio. El pasillo estaba vacío. Los domingos a las cinco había pocas posibilidades de encontrarse a algún colega. El laboratorio de herpetología estaba cerrado con llave, pero Melodie lo abrió con su tarjeta y no tardó más de cinco minutos en conseguir una placa de Petri llena de células de lagartija en crecimiento. Se lo llevó a su laboratorio, donde desprendió algunas células con un chorrito de solución salina y las trasladó al portaobjetos.

A continuación puso los ojos en los oculares.

Las partículas Venus dejaron de avanzar por la pendiente de azúcar, se giraron todas al mismo tiempo y se lanzaron hacia las células como una manada de lobos rastreando a su presa. Melodie sintió un nudo en la garganta. Las partículas llegaron rápidamente al grupo de células y las rodearon, trabándose a las membranas con sus extremidades. Acto seguido, con un rápido movimiento de corte, cada una penetró en una célula.

Melodie, hipnotizada, esperó a ver qué pasaba.

2

Ford empujó al hombre del chándal hacia un saliente rocoso que los protegía por detrás y por los lados. Los tres soldados tenían sus armas apuntadas hacia Ford y su rehén. A una señal de la mano del sargento, los otros dos empezaron a abrirse cada uno hacia un lado.

—Quédense los tres quietos y bajen las armas.

El jefe les indicó que se detuvieran.

—Como he dicho, ahora este señor nos explicará a todos qué está pasando. Si no, lo mato. ¿Entendido? Supongo que no querrán volver a la base con su jefe metido en una bolsa…

—Al lado habrá otra con usted dentro —dijo Hitt sin alterarse.

—Lo hago por ustedes, sargento. —¿ Por nosotros?

—También tienen que saber la verdad. Silencio.

Ford apretó su pistola contra la cabeza de Masago. —Hable.

—O lo suelta o disparo —dijo Hitt tranquilamente—. Uno…

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