—Un momento —dijo Tom—. Somos ciudadanos de Estados Unidos, y no hemos hecho nada malo. ¿Para eso entraron en el ejército, para matar a compatriotas?
Tras un levísimo titubeo, Hitt dijo:
—Dos.
—Escúcheme —insistió Tom, dirigiéndose al sargento—. No sabe lo que hace. No siga órdenes a ciegas; Como mínimo espere hasta saber qué pasa.
Al sargento le traicionó otra vacilación. Los otros dos soldados lo observaban. Era la clave.
Hitt bajó el arma.
Ford habló serenamente, recordando lo que le habían enseñado años atrás sobre interrogatorios.
—Mintió a estos hombres, ¿no es cierto? —No.
Masago ya sudaba.
—Lo hizo, pero… ahora les explicará la verdad. Si no obedece, lo mataré, sin segundas oportunidades, sin avisar, nada. Un tiro al cerebro y que hagan conmigo lo que quieran.
Ford hablaba en serio. Eso era fundamental. Y su rehén lo sabía.
—Bueno, primera pregunta: ¿para quién trabaja?
—Dirijo el Destacamento LS480.
—¿ O sea?
—Fue creado en 1973, después de la misión Apolo 17 a la luna. Su objetivo era estudiar una muestra lunar conocida como LS480.
—¿Un mineral?
—Sí.
—Siga.
Masago tragó saliva. Sudaba.
—Material eyectado de un cráter que se llama Van Serg. La roca contenía fragmentos del meteorito que había formado el cráter. En los contaminantes había partículas, microbios.
—¿Microbios de qué tipo?
—Desconocidos. Parece que se trata de una forma de vida extraterrestre, biológicamente activa. Aún podrían servir de arma. —Y ¿ qué tiene que ver el dinosaurio?
—En el fósil de dinosaurio aparecieron las mismas partículas. El dinosaurio murió por una infección causada por la partícula LS480.
Ford hizo una pausa.
—¿Está diciendo que al dinosaurio lo mató una forma de vida extraterrestre? —Sí.
—¿Y eso qué tiene que ver con la roca lunar? Me he perdido un poco…
—El cráter Van Serg tiene una antigüedad de sesenta y cinco millones de años, y el dinosaurio murió hace sesenta y cinco millones de años, de resultas del impacto de Chicxulub.
—¿Chicxulub?
—El asteroide causante de la extinción masiva de los dinosaurios. —Siga.
—El cráter Van Serg fue formado por un fragmento del mismo asteroide. Parece que el propio asteroide estaba plagado de partículas LS480.
—¿Cuál es el objetivo de esta operación?
—Despejar la zona, eliminar cualquier constancia de que el dinosaurio existe y llevárselo para investigarlo en secreto.
—Con lo de «despejar la zona» se refiere a nosotros.
—Correcto.
—Y cuando dice «eliminar cualquier constancia de que el dinosaurio existe» se refiere a matarnos a nosotros. ¿Me equivoco?
—No es que me guste la idea de matar a ciudadanos estadounidenses, pero es un tema importantísimo que atañe a la seguridad nacional. Nos estamos jugando la supervivencia del país. No es ninguna deshonra dar la vida por la patria, aunque sea involuntariamente. A veces es inevitable. Usted, que estuvo en la CÍA, seguro que lo entiende. —Los ojillos de Masago observaban a Ford—. Las partículas LS480 provocaron la extinción masiva de los dinosaurios. Si caen en malas manos, podrían provocar otra extinción masiva: la de la humanidad.
Ford lo soltó.
Masago se apartó jadeando y desenfundó la Beretta desde una posición ligeramente rezagada respecto a la de Hitt.
—Sargento Hitt, elimine a estas tres personas. No necesito su información. Ya la conseguiremos de alguna otra manera.
Otro largo silencio.
—No lo harán —dijo Sally—. Ahora ya saben que es un asesinato.
—Estoy esperando a que cumpla mis órdenes directas, soldado —dijo Masago con voz queda. Nadie dijo nada. Nadie se movió.
—Queda relevado del mando, Hitt —dijo Masago—. Soldado Gowicki, ejecute mi orden. Elimine a estas personas. Otro intenso silencio.
—Aún no ha dicho si ha oído mi orden, Gowicki. —Sí, señor.
Gowicki levantó el arma. Los segundos pasaban. —¿Gowicki? —preguntó Masago. —No —dijo Hitt.
Masago le apuntó a la cabeza con su Beretta. —Cumpla mi orden, Gowicki.
Tom se echó encima de Masago y le hizo un placaje en las rodillas. La pistola salió volando sin dispararse. Masago se giró, recuperándose del golpe, pero Hitt, con gran habilidad, le dio un puñetazo en el plexo solar. Masago se quedó encogido en el suelo, sin poder hablar.
Hitt dio una patada a la pistola.
—Ponedle las esposas.
Gowicki y Hirsch se acercaron. No tardaron nada en ponerle unas esposas de plástico con las manos en la espalda. Masago rodó por la arena, tosiendo e intentando respirar. Sangraba un poco por la boca.
Cayó un largo silencio.
—Bueno —dijo Hitt a sus soldados—, tomo el mando de la operación. Para empezar, me parece que estas tres personas tendrían que beber un poco de agua.
Gowicki se descolgó la cantimplora y la fue pasando. Todos bebieron ávidamente.
—Bien —dijo Hitt—. Ahora que sabemos lo que pasa de verdad, aún tenemos una operación pendiente. Si no lo entiendo mal, esperan que encontremos un fósil de dinosaurio, y usted sabe dónde está.
Miraba a Ford.
—¿Qué piensa hacer con nosotros?
—Me los llevo a White Sands. El general Miller lo decidirá, él es el que manda de verdad en este asunto, no este… —dejó la frase interrumpida, mirando a Masago— civil.
Ford señaló con la cabeza la roca que presidía el fondo de la cueva.
—Está justo ahí detrás.
—¿En serio? —Hitt se giró hacia Gowicki—. Vigílalos mientras voy a confirmarlo.
Se fue por detrás de la roca, y tardó poco en volver.
—¡Menuda fiera! —Se giró hacia sus hombres—. Por lo que a mí respecta, la primera parte de la operación está cumplida. Hemos localizado el fósil. Voy a avisar al resto del grupo. Quedaremos en el punto de aterrizaje para volver a la base. Luego iremos con estas tres personas a informar al general Miller y esperaremos nuevas órdenes. —Se giró hacia Masago—. Usted calladito y no moleste.
El helicóptero, posado en la llanura de álcalis, parecía un insecto negro gigantesco a punto de salir volando. Se acercaron en silencio. Tom iba solo, cojeando. A Sally la ayudaba un soldado. Hitt iba el último, con Masago delante.
Los otros cuatro miembros del comando, que ya habían recibido el aviso de Hitt, fumaban a la sombra de una roca. Hitt les ordenó por señas que fueran al helicóptero. Se levantaron y tiraron las colillas. Tom subió al aparato detrás de ellos. El sargento les indicó que se sentaran en los bancos metálicos que había en un lado.
—Llama a la base —dijo Hitt al copiloto—. Informa de que hemos cumplido la primera parte de la operación. Diles que me he visto en la obligación de relevar al civil Masago de su mando y desarmarlo.
—Sí, señor.
—Los detalles se los daré personalmente al general Miller. —Sí, señor.
Un soldado cerró la puerta deslizante, mientras las hélices aceleraban y el helicóptero se separaba del suelo. Tom se apoyó en la red, junto a Sally. Nunca se había sentido tan cansado. Miró a Masago de reojo. Aún no había abierto la boca. Guardaba una extraña inexpresividad.
El helicóptero se elevó sobre las empinadas paredes del valle y voló hacia el sudoeste, rozando casi las cimas de las mesas. El sol era una gran gota de sangre en el horizonte. Al llegar a cierta altura, Tom vio Navajo Rim, frente a la Mesa de los Viejos, con su parte central cruzada por una red de cañones conocida como el Laberinto. La curva del río Chama se adivinaba borrosa en la distancia.
Justo cuando el aparato giraba lentamente hacia el sudeste, vio un movimiento brusco por el rabillo del ojo. Era Masago. Se había levantado de un salto y corría hacia la cabina de mando. Tom se lanzó en su persecución, pero Masago se zafó y le asestó un golpe de arriba abajo con las manos esposadas. Luego dio media vuelta y corrió hacia la puerta abierta de la cabina. Los otros hombres habían saltado de sus asientos para atraparlo, pero el helicóptero sufrió un bandazo repentino que los arrojó contra la red. Al mismo tiempo se oyó un grito ahogado en la cabina.
—¡Nos quiere hacer chocar! —exclamó Hitt.
El aparato entró en caída libre, con un ronco trepidar de los rotores, y empezó a bajar en espiral. Tom se agarró a la red para levantarse, luchando contra el mareo y la desaceleración. Una visión fugaz del interior de la cabina le permitió ver al copiloto forcejeando con Masago y al piloto muerto en un charco de sangre.
Tom aprovechó la brusca inclinación del morro para lanzarse al interior de la cabina. Después de chocar con el tablero de mandos, se cogió a un asiento y le dio un puñetazo a Masago, alcanzándolo de lleno en una oreja. Cuando Masago se echó atrás por el impacto, el copiloto le aferró las manos esposadas y las estampó en el tablero para que soltara el cuchillo. Los bandazos del helicóptero tiraron a ambos al suelo. Masago hizo una llave al copiloto y empezó a estrangularlo, mientras resbalaban juntos por el charco de sangre. Tom golpeó la cabeza de Masago contra el suelo para que soltase al copiloto.
—¡Tome los controles! —le gritó.
El copiloto no se hizo de rogar. En cuanto estuvo de pie se aferró a los mandos, y aunque el aparato seguía dando fuertes bandazos,.consiguió enderezarlo con un brusco rugido de los rotorestraseros y una angustiosa desaceleración. Masago aún se debatía en el suelo, luchando con una fuerza sobrehumana, pero ahora Tom contaba con la ayuda de Hitt, y entre los dos consiguieron inmovilizarlo. Por encima del fragor de los motores, Tom oyó la voz del copiloto pidiendo ayuda mientras se peleaba con los mandos.
De repente la pared de un precipicio pasó casi rozando el cristal delantero, seguida por una sacudida brutal y un tableteo como de ametralladora. Eran las piezas del rotor, que agujerearon el fuselaje como si fueran metralla. Los trozos sueltos abatieron al copiloto, cuya sangre salpicó el plexiglás, hecho trizas. Al chirrido del metal contra la piedra siguió un momento de ingravidez y, a continuación un choque de una violencia extraordinaria.
Silencio.
Tom tuvo la sensación de estar saliendo a nado de la oscuridad. Tardó un poco en acordarse de dónde estaba: en un accidente de helicóptero. Cuando intentó moverse, descubrió que estaba tumbado de costado en un rincón, bajo una montaña de escombros. Oía gritos que parecían llegar desde muy lejos, así como el goteo del fluido hidráulico (¿o era sangre?). Hedía a combustible de aviación y a aparatos electrónicos quemados. No se movía nada. Intentó liberarse. El helicóptero tenía casi todo un flanco reventado. Al mirar por el boquete, vio que habían caído en una abrupta ladera de rocas fragmentadas. El helicóptero temblaba y se movía, perdiendo los remaches. El aire se fue llenando de humo.
Tom trepó por los escombros y encontró a Sally enredada en un montón de redes y de lonas de plástico. Los apartó. —¡Sally!
Ella se movió y abrió los ojos. —Voy a sacarte.
Tom la agarró por los hombros y la arrastró hasta liberarla; comprobó con alivio que solo parecía haber sufrido contusiones.
—¡Tom!
Era la voz de Wyman Ford.
Se volvió. Ford estaba saliendo a rastras de la montaña de escombros, con la cara ensangrentada.
—Fuego —dijo el monje entrecortadamente—. El helicóptero se ha incendiado.
Sus palabras coincidieron con el sordo fogonazo de una llamarada. La parte de la cola empezó a incendiarse; el calor enrojecía sus rostros.
Tom pasó un brazo por la espalda de Sally y la llevó hacia el agujero del fuselaje; era la única salida. Cogiéndose con todas sus fuerzas a la red, trabó un brazo en la plancha del suelo del helicóptero y levantó a Sally hacia el boquete. Sally se aferró al canto recortado y con la ayuda de Tom aterrizó en el fuselaje. Desde ahí hasta el suelo había dos metros y medio. Tom vio que el incendio se estaba propagando rápidamente por la cola, cebándose en los tubos del combustible y los cables eléctricos. Pronto ardería todo el aparato.
—¿Puedes saltar?
Sally asintió con la cabeza. Tom la fue bajando hasta que ella se dejó caer. —¡Corre!
—¿Se puede saber por qué no bajas? —gritó ella desde el suelo—. ¡Salta!
—¡Ford aún está dentro! —¡Que va a expío…!
Sin embargo, toda la atención de Tom había vuelto a concentrarse en el interior del helicóptero, donde Ford, que estaba herido, intentaba trepar por la red hacia el agujero. Un brazo le colgaba inerte.
Tom se puso boca abajo, metió una mano por el agujero y levantó a Ford por el brazo que aún podía usar. Justo cuando lo sacaba y lo depositaba en el fuselaje para ayudarlo a bajar hasta el suelo, una columna de humo negro salió disparada por el agujero.
—¡Tom! ¡Sal! —gritaba Sally desde el suelo, mientras ayudaba a Ford a alejarse.
—¡Aún queda Hitt!
El boquete no hacía más que escupir humo. Tom entró en cuclillas y encontró una capa de aire respirable. Corrió agachado hacia donde había visto por última vez a Hitt. El militar estaba inconsciente en la cabina, bajo una lluvia de escombros. Las oleadas de calor del incendio le abrasaban la piel. Tom le pasó los brazos por el tronco y tiró, pero Hitt, que yacía de costado, era demasiado corpulento para que pudiera levantarlo.
Algo provocó un estallido sordo al incendiarse dentro del fuselaje. Tom recibió el impacto de una oleada de calor y humo.
—¡Hitt!
Le dio una bofetada. Hitt puso los ojos en blanco. A la segunda bofetada, muy fuerte, su mirada se centró. —¡Muévase! ¡Vamos!
Tom le pasó un brazo por el cuello para levantarlo. Sacudiendo la cabeza y salpicando sangre por el pelo, Hitt se puso de rodillas con gran dificultad.
—¡Vamos, fuera, el helicóptero se ha incendiado! —Madre mía…
Por fin pareció que Hitt volvía a la realidad y era capaz de moverse por sí solo. El humo se había vuelto tan espeso que Tom casi no veía nada. Avanzó a tientas por el suelo, seguido a rastras por el militar. Tras una eternidad, llegaron al punto donde el fuselaje del helicóptero empezaba a curvarse hacia arriba. Tom se giró, cogió el brazo de Hitt y colocó su enorme mano en la red.
—¡Suba!
No quedaba aire. Respirar el humo era como llenarse los pulmones de cristales rotos. —¡Le digo que suba!
Hitt empezó a trepar casi como un zombi; la sangre fluía por sus brazos. Tom iba a su lado, gritándole, pero se sentía cada vez más mareado. Se iba a desmayar. Ya era demasiado tarde. Todo había terminado. Sintió que estaba a punto de soltarse…