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Dormí entre los matorrales. En un momento dado, desperté y salí de allí. Había vuelto a la normalidad. Denny me encontró y no me dijo nada. Me llevó al coche. Me tumbé en el asiento trasero y volví a dormirme al instante. Dormí con el sabor de la sangre de la ardilla que acababa de asesinar en la boca. Y soñé con las cornejas.
Las perseguía; las atrapaba; las mataba. Lo hacía por Eve.
Con la muerte de Eve, una dolorosa batalla terminó para ella. Para Denny, comenzó.
Lo que hice en el parque fue egoísta, porque se trató de satisfacer mis instintos más bajos. También fue egoísta porque impidió que Denny fuese a buscar a Zoë enseguida. Se enfadó porque lo hice demorarse en el parque. Pero postergar, aunque fuera por un breve lapso, lo que se encontraría en casa de los Gemelos quizá haya sido el acto más misericordioso que nunca haya tenido con él.
Cuando desperté de mi sopor, estábamos en casa de Maxwell y Trish. En el sendero de entrada había una furgoneta con un emblema flordelisado pintado en la puerta del conductor. Denny aparcó de modo que no cortaba el paso al vehículo. Luego me llevó al grifo del patio trasero. Lo abrió y me limpió la sangre del hocico de un modo brusco y carente de alegría; no me bañó, me fregó.
—¿Qué estuviste haciendo? —me preguntó.
Cuando quedé limpio de sangre y tierra, me soltó y me sacudí para secarme. Fue a las puertas acristaladas que daban al patio y llamó con unos golpes. Trish apareció al cabo de un momento. Abrió la puerta y abrazó a Denny. Lloraba.
Tras un largo rato, durante el cual aparecieron Maxwell y Zoë, Denny se soltó del abrazo y preguntó:
—¿Dónde está?
Trish señaló hacia el interior de la casa:
—Les dijimos que te esperaran —contestó.
Denny desapareció en la casa, acariciando la cabeza de Zoë al pasar. Cuando se fue, Trish miró a Maxwell.
—Dale un minuto —dijo.
Y ambos, acompañados de Zoë, salieron y cerraron la puerta acristalada para que Denny pudiera permanecer a solas con Eve una última vez, aunque ella ya no estuviese viva.
En el vacío que me rodeaba, descubrí una vieja pelota de tenis olvidada en un parterre. La tomé y la deposité a los pies de Zoë. No sabía por qué lo hacía, ni tenía una intención específica. ¿Procuraba alegrar los ánimos? No lo sé, pero sentía que debía hacer algo. Y la pelota cayó allí, ante sus pies desnudos.
Ella la miró, pero no hizo nada.
Maxwell notó lo que yo había hecho, y también la falta de reacción de Zoë. Recogió la pelota y la arrojó con fuerza a la arboleda de detrás de la casa. La pálida pelota de tenis se recortó contra el despejado cielo azul. Apenas la pude oír cuando cayó a los matorrales tras hacer crujir las ramas de los árboles en su descenso. Fue un tiro impresionante. Quién sabe cuánto dolor psíquico se concentró en esa pelota.
—Busca, chico. —Maxwell usó un tono sardónico, antes de entrar en la casa.
No busqué, sino que esperé con ellos hasta que Denny regresó. En cuanto lo hizo, tomó a Zoë en brazos y la abrazó con fuerza. Ella se le colgó del cuello.
—Estoy muy triste —dijo él.
—Yo también.
Se sentó sobre una de las sillas de teca con Zoë sobre las rodillas. Ella hundió el rostro en su hombro y permaneció así.
—La gente de Bonney-Watson se la llevará ahora —dijo Trish—. La sepultaremos con nuestra familia. Es lo que quería.
—Lo sé —replicó él, asintiendo con la cabeza—. ¿Cuándo?
—Antes de que termine la semana.
—¿Qué puedo hacer?
Trish miró a Maxwell.
—Nosotros nos ocuparemos de todo —dijo Maxwell—. Pero queremos hablarte de algo.
Denny esperó a que Maxwell continuara, pero no lo hizo.
—No has desayunado, Zoë —intervino Trish—. Ven conmigo, te prepararé un huevo.
Zoë ni se movió hasta que Denny le dio una palmadita en el hombro y la hizo bajar de su rodilla con suavidad.
—Ve a comer algo con la abuela —la animó.
Obediente, Zoë siguió a Trish a la casa.
Cuando se marchó, Denny se reclinó, con los ojos cerrados. Alzando la cara al cielo, dio un hondo suspiro. Se quedó así un largo rato. Minutos. Era una estatua. Mientras Denny permanecía inmóvil, Maxwell se revolvía inquieto, apoyándose ora en un pie, ora en otro. Varias veces estuvo a punto de hablar y se detuvo. Tenía un aspecto renuente.
—Sabía que ocurriría —dijo al fin Denny, sin abrir los ojos—. Pero aun así... estoy sorprendido.
Maxwell asintió para sí.
—Eso es lo que nos preocupa a Trish y a mí.
Denny abrió los ojos y lo miró.
—¿Os preocupa? —preguntó, perplejo.
—Que no hayas hecho preparativos.
—¿Preparativos?
—No tienes un plan.
—¿Plan?
—No haces más que repetir lo que digo —observó Maxwell al cabo de un momento.
—Porque no entiendo de qué estás hablando.
—Eso es lo que nos preocupa.
Denny, siempre sentado, se inclinó hacia delante y le clavó la mirada a Maxwell.
—¿Qué es exactamente lo que te preocupa, Maxwell?
En ese momento apareció Trish.
—Zoë está comiendo un huevo y viendo la tele en la cocina. —Tras el anuncio, miró a Maxwell con aire expectante.
—Acabamos de empezar —dijo Maxwell.
—Oh —intervino Trish—. Creí... ¿Qué le has dicho?
—Tal vez sea mejor que tú me lo cuentes todo desde el principio, Trish —intervino Denny—. Parece que a Maxwell le cuesta comenzar. Estáis preocupados...
Trish miró en torno a sí. Parecía decepcionada por no haber resuelto todavía sus preocupaciones.
—Bueno —comenzó—. Evidentemente, el fallecimiento de Eve es una terrible tragedia. Pero lo esperábamos desde hace meses. Cuando murió, Maxwell y yo hablamos mucho sobre nuestras vidas, las vidas de todos nosotros. Para que lo sepas, te diré que ya lo habíamos hablado con Eve. Y creemos que lo mejor para todos los implicados será que nosotros tengamos la custodia de Zoë, que la criemos en un ambiente familiar cálido y estable, que le brindemos nuestro amor, y, no nos andemos con rodeos, con los privilegios y ventajas materiales que están a nuestro alcance. Creemos que será lo mejor. Esperamos que entiendas que esto no es un juicio sobre tus capacidades como persona o como padre. Es simplemente lo mejor para Zoë.
Denny miró a uno, después al otro, siempre con expresión de perplejidad. Pero no dijo nada.
Yo también estaba perplejo. Según había entendido, Denny permitió que Eve viviera con los Gemelos para que ellos pudiesen acompañar a su hija moribunda, y se avino a que Zoë viviera con ellos para que acompañara a su madre moribunda. Según entendí, una vez que Eve muriese, Zoë regresaría con nosotros. La idea de un periodo de transición me parecía razonable. Eve había muerto la noche anterior. Que Zoë pasara el día siguiente, incluso algunos más, con sus abuelos, tenía sentido. Pero ¿la custodia?
—¿Qué piensas? —preguntó Trish.
—No os daré la custodia de Zoë —contestó Denny con sencillez.
Maxwell arrugó la frente, se cruzó de brazos y tamborileó sobre sus bíceps enfundados en tejido de poliéster oscuro.
—Sé que esto es duro para ti —dijo al fin Trish—. Pero debes admitir que tenemos la ventaja de nuestra experiencia como padres, tiempo libre a nuestra disposición y suficiente comodidad financiera como para garantizar que Zoë complete su educación a cualquier nivel que escoja. También tenemos una casa grande en un barrio seguro, donde viven muchas familias jóvenes con niños de su edad.
Denny pensó durante un momento.
—No os daré la custodia de Zoë —repitió.
—Te lo advertí —le dijo Maxwell a Trish.
—Consúltalo con la almohada —insistió Trish a Denny—. Estoy segura de que te darás cuenta de que es lo mejor. Para todos. Podrás dedicarte a tu carrera de piloto. Zoë se criará en un ambiente de afecto y estabilidad. Es lo que Eve quería.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Denny—. ¿Te lo dijo?
—Sí.
—A mí, no.
—No veo por qué no iba a decírtelo —replicó Trish.
—Pues no lo hizo —respondió Denny con firmeza.
Trish forzó una sonrisa.
—¿Por qué no lo consultas con la almohada? —insistió—. Piensa en lo que te dijimos. Será lo más fácil.
—No, no lo consultaré con la almohada —dijo Denny, incorporándose—. No os daré la custodia de mi hija. Respuesta definitiva.
Los Gemelos suspiraron al unísono. Trish meneó la cabeza con expresión afligida. Maxwell metió la mano en el bolsillo trasero, de donde extrajo un sobre de aspecto oficial.
—No queríamos llegar a esto —dijo, tendiéndole el sobre a Denny.
—¿Qué es esto? —preguntó Denny.
—Ábrelo —dijo Maxwell.
Denny abrió el sobre y sacó varias hojas de papel. Les echó un rápido vistazo.
—¿Qué significa esto? —volvió a preguntar.
—No sé si tienes abogado —dijo Maxwell—. Si no es así, deberías buscarte uno. Iniciamos pleito por la custodia de nuestra nieta.
Denny dio un respingo, como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Se dejó caer en la tumbona sin soltar los papeles.
—Terminé mi huevo —anunció Zoë.
Ninguno de nosotros había notado su regreso. Pero allí estaba. Subió al regazo de Denny.
—¿Tú no tienes hambre? —le preguntó—. La abuela puede hacerte un huevo.
—No —respondió él en tono de disculpa—. No tengo hambre.
Ella pensó durante un instante.
—¿Sigues triste? —preguntó.
—Sí —dijo tras una pausa—. Aún estoy muy triste.
—Yo también —asintió ella, apoyándole la cabeza en el pecho.
Denny alzó la vista hacia los Gemelos. El largo brazo de Maxwell colgaba sobre los hombros flacos de Trish. Parecía una pesada cadena. Entonces, vi que algo cambiaba en Denny. Vi que su rostro se tensaba y se llenaba de decisión.
—Zoë —dijo, depositándola en el suelo—. Ve dentro y prepara tus cosas, ¿de acuerdo?
—¿Adónde vamos?
—A casa.
Zoë sonrió y comenzó a alejarse, pero Maxwell se interpuso en su camino.
—Zoë, quieta —dijo—. Papi tiene que hacer algunas cosas. Tú te quedas con nosotros por ahora.
—¡Cómo te atreves! —exclamó Denny—. ¿Quién te crees que eres?
—Soy el que la ha cuidado durante los últimos ocho meses —contestó Maxwell, apretando las mandíbulas.
Zoë miró a su padre, después a su abuelo. No sabía qué hacer. Nadie sabía qué hacer. Fue un momento de indecisión. Entonces, intervino Trish.
—Ve y reúne tus muñecas —le dijo a Zoë—, que tenemos que hablar un poco más.
De mala gana, Zoë se marchó.
—Deja que se quede con nosotros, Denny —rogó Trish—. Podemos resolver esto. Sé que podemos. Deja que permanezca con nosotros hasta que los abogados lleguen a algún compromiso. Hasta ahora, no tuviste problema en que se quedara con nosotros.
—Me suplicasteis que lo hiciera —le dijo Denny.
—Estoy segura de que podemos encontrar una solución.
—No, Trish. Me la llevo a casa.
—¿Y quién se ocupará de ella cuando estés trabajando? —intervino Maxwell, temblando de ira—. ¿Cuando te vayas durante días enteros a tus carreras? ¿Quién la cuidará si, Dios no lo quiera, enferma? ¿O simplemente fingirías que no ocurre nada y la esconderías de los médicos como hiciste con Eve?
—Yo no oculté a Eve de los médicos.
—Pero nunca consultó a ninguno...
—¡No quiso hacerlo! —exclamó Denny—. ¡No quería consultar a nadie!
—¡Debiste obligarla! —gritó Maxwell.
—Nadie podía obligar a Eve a hacer algo que no quería —dijo Denny—. Sé muy bien que yo no podía hacerlo.
Maxwell apretó los puños. Los tendones del cuello le sobresalían.
—Y por eso está muerta —dijo.
—¿Qué? —preguntó Denny en tono de incredulidad—. ¿Estás de broma? No puedo continuar esta conversación.
Fulminó con la vista a Maxwell y se dirigió a la casa.
—Lamento que ella te conociera —farfulló Maxwell.
—Zoë, nos vamos. Podemos pasar a buscar tus muñecas más tarde.
Zoë apareció con varios animales de peluche en brazos y expresión confundida.
—¿Puedo llevarme éstos?
—Sí, mi amor. Pero vamos. Después volvemos a buscar los demás.
Denny la hizo adelantarse por el camino que llevaba a la parte frontal de la casa.
—Te arrepentirás —le siseó Maxwell a Denny—. No sabes en qué te estás metiendo.
—Vamos, Enzo —dijo Denny.
Avanzamos por la senda y entramos en nuestro coche. Maxwell nos siguió y se quedó mirando cómo Denny aseguraba a Zoë en su sillita. Denny encendió el motor.
—Te arrepentirás —repitió Maxwell—. Acuérdate de lo que te digo.
Denny cerró la puerta con un golpe que hizo que el automóvil se estremeciera.
—¿Si tengo un abogado? —dijo para sí—. Trabajo en el más prestigioso centro de reparaciones de BMW y Mercedes de Seattle. ¿Con quién se cree que está tratando? Tengo buena relación con todos los abogados de la ciudad. Además de sus números de teléfono personales.
Salimos, haciendo volar un puñado de grava a los pies de Maxwell. Cuando tomamos el idílico camino lleno de revueltas de la isla Mercer, no pude menos que notar que la furgoneta se había marchado. Y con ella, Eve.
La experiencia le indica a un piloto lo que se siente cuando el coche se aproxima al límite de sus posibilidades. Un piloto llega a estar cómodo conduciendo al límite, hasta el punto de que, cuando siente que sus neumáticos pierden agarre, le es fácil corregirse, detenerse, recuperarse. Saber cuándo y cómo puede esforzarse más allá de lo normal es parte de su ser.
Cuando la presión es mucha y la carrera aún va por la mitad, un piloto al que un competidor persigue encarnizadamente es capaz de darse cuenta de que lo mejor puede ser rezagarse para, en su momento, pasar desde atrás, mejor que mantener la delantera a toda costa. En tal caso, lo que hay que hacer es dejar pasar al que te persigue. Aliviado de ese peso, nuestro piloto puede mantenerse cómodo y a la zaga, mientras que el que ahora va por delante de él se ve obligado a estar pendiente de sus espejos retrovisores.
Pero a veces es importante mantener tu lugar y no permitir que nadie te pase. Por razones estratégicas y psicológicas. A veces, un piloto simplemente debe demostrar que es mejor que sus competidores.
Correr tiene que ver con la disciplina y la inteligencia, no con quién pisa más el acelerador. A fin de cuentas, el que sea más astuto para conducir siempre es el que gana.