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—Los frenos ya se calentaron —dijo—. Los neumáticos también.

No entendí por qué me lo decía.

—¿Quieres que demos una vuelta rápida?

¿Una vuelta rápida? Ladré dos veces. Volví a ladrar dos veces. Denny rió.

—Avisa si no te gusta —dijo—. Con un aullido largo. —Pisó con fuerza el acelerador.

No hay nada como la sensación de velocidad. Nada en el mundo se le puede comparar.

Cuando aceleramos y volamos por la primera recta, lo que me mantuvo inmovilizado en mi asiento no fue la sábana de Jim, sino la fuerza de la repentina aceleración.

Más rápido, más y más deprisa. Vi cómo se aproximaba la curva, oí el chillido del motor, y cuando entramos levantó el pie del acelerador y pisó el freno. La parte delantera del coche pareció contraerse y agradecí estar amarrado con la sábana, pues, de no ser por ella, habría ido a dar contra el parabrisas. Muy, muy poco a poco, los discos del freno fueron apretando los rotores. La fricción los recalentó mientras la energía se disipaba. Y enseguida viró a la izquierda, y con un movimiento fluido y continuo volvió a pisar el acelerador y comenzamos a salir de la curva. La fuerza centrífuga nos empujaba hacia fuera, pero los neumáticos nos mantenían agarrados al asfalto. Ya no ululaban. El búho había muerto. Los neumáticos chirriaban, gritaban, aullaban, gemían de dolor. Aflojó la presión sobre el volante al llegar al ápice y el coche apuntó a la recta. El motor estaba al máximo de su compresión y salimos volando, ¡volando!, de aquella curva, rumbo a la próxima y a la otra, y a la que venía después de ésa. Thunderhill tiene quince curvas. Quince. Y las amo a todas por igual. Las adoro a todas. Cada una es diferente, con su propia sensación particular. ¡Y todas son magníficas! Girábamos por el circuito más y más rápido.

—¿Estás bien? —me preguntó, echándome un vistazo mientras avanzábamos por la recta del fondo del circuito a doscientos kilómetros por hora.

Ladré dos veces.

—Si sigues insistiendo terminaré por gastar mis neumáticos. Venga, demos una vuelta más.

Sí, una vuelta más. Una vuelta más. Siempre una vuelta más. Vivo para dar una vuelta más. ¡Daría la vida por una vuelta más! ¡Por favor, Dios, dame una vuelta más!

Y esa vuelta fue espectacular. Alcé la vista mientras Denny me instruía.

—Mantén los ojos abiertos, mira a lo lejos. —Me tomó un tiempo darme cuenta de que los puntos de referencia, los indicadores visuales que había identificado durante nuestro recorrido a pie por la pista, pasaban a tanta velocidad que Denny ni siquiera los veía. ¡Los vivía! Había grabado en su cerebro el mapa del circuito, y lo tenía allí, como en un sistema de navegación GPS. Cuando aminorábamos la velocidad para entrar en una curva, mantenía la cabeza erguida, atento a la siguiente, no al trazado de aquella por la que íbamos. La presente curva no era más que un estado del ser para Denny. Era el lugar donde nos encontrábamos, y estaba feliz de encontrarse allí. Yo sentía el amor a la vida, la alegría que emanaban de él. Pero su atención y su intención estaban ya mucho más adelante, en la curva siguiente y la que venía después de ésa. Cada vez que respiraba, ajustaba, reevaluaba, corregía. Pero todo lo hacía de forma subconsciente. Entendí cómo planeaba las carreras, a qué piloto pasaría tres o cuatro vueltas más adelante. Su pensamiento, su estrategia, su mente; todo Denny se me reveló ese día.

Dimos una vuelta más lenta para ir enfriando el motor antes de detenernos en el
paddock
, donde todo el equipo nos aguardaba. Rodearon el coche, unas manos soltaron mi arnés y salté al asfalto.

—¿Te gustó? —me preguntó uno. Ladré un «¡sí!». Volví a ladrar y di un salto.

—Conduces de verdad —le dijo Pat a Denny—. Eres un piloto de verdad.

—Bueno, es que Enzo ladró dos veces —explicó Denny con una risa—. ¡Dos ladridos significan que acelere!

Rieron y ladré otras dos veces. ¡Más rápido! La emoción. La sensación. El movimiento. La velocidad. El coche. Los neumáticos. El sonido. El viento. La superficie de la pista. Las entrada a las curvas. La salida. El punto de giro. El lugar de frenado. La aceleración. ¡La aceleración es lo mejor!

No tengo nada más que comentar sobre ese viaje, porque nada hubiese podido ser más increíble que esas pocas vueltas veloces que Denny me dio. Hasta ese momento, yo sólo creía que amaba las carreras. Mi intelecto me decía que me agradaría ir en un coche de carreras. Hasta ese momento, creía, pero no sabía. ¿Cómo puede uno saberlo, sin haber estado en un coche a velocidad de competición, tomando las curvas al límite de la adherencia, frenando en el espacio de un pelo, con el motor rugiendo de ansiedad por cruzar la línea de llegada?

Pasé el resto del viaje como flotando. Soñaba con volver a correr a esa velocidad, aunque sospechaba —con razón, según se vio— que difícilmente volvería a hacerlo. Pero me había quedado en la memoria un recuerdo que podía revivir una y otra vez. Dos ladridos significa «más rápido». A veces, hasta el día de hoy, ladro dos veces dormido. Señal de que sueño que Denny me lleva a dar la vuelta al circuito Thunderhill, y que vamos a toda marcha por la recta y que ladro dos veces para decir «más rápido». ¡Una vuelta más, Denny! ¡Más rápido!

Capítulo 27

Pasaron seis meses, y Eve seguía viva. Los meses fueron siete. Después, ocho. El primero de mayo, los Gemelos nos invitaron a Denny y a mí a cenar, lo que era inusual, porque era lunes y yo nunca lo acompañaba en sus visitas de días entre semana. Nos quedamos de pie, incómodos, en la sala de estar, con su cama de hospital vacía, mientras Trish y Maxwell preparaban la cena. Eve no estaba a la vista.

Me interné en el pasillo para investigar y me encontré a Zoë jugando sola y en silencio en su dormitorio. La habitación que Zoë tenía en casa de Maxwell y Trish era mucho más grande que la de la nuestra, y estaba llena de todas las cosas que una niñita pueda desear: muñecas y juguetes, ropa de cama con puntillas y nubes pintadas en el techo. Absorta en su casa de muñecas, no me vio entrar.

Vi unos calcetines enrollados en el suelo. Debían de haberse caído del montón de ropa limpia que había sobre su cómoda. Los tomé y los deposité, juguetón, a los pies de Zoë. Los moví con el morro antes de dejarme caer sobre los codos, con las patas traseras levantadas y el rabo erguido. Estaba diciendo «¡juguemos!» en el lenguaje universal de signos. Pero me ignoró.

Así que volví a intentarlo. Tomando los calcetines, los tiré al aire y los golpeé con el hocico antes de atraparlos y depositarlos a los pies de Zoë. Estaba listo para el apasionante juego de Enzo-busca. Ella no. Apartó los calcetines con el pie.

Ladré, expectante, en un último intento. Se volvió y me miró, seria.

—Ése es un juego de bebés —dijo—. Ahora tengo que ser grande.

Mi pequeña Zoë. Grande a tan corta edad. Qué triste.

Decepcionado, fui con lentitud a la puerta, mirando a Zoë por encima del hombro.

—A veces pasan cosas malas —se dijo a sí misma—. A veces las cosas cambian y nosotros también debemos cambiar.

Repetía palabras ajenas, y no sé si las creía, si las entendía siquiera. Quizá las estuviese memorizando con la esperanza de que ocultaran alguna clave sobre su incierto futuro.

Regresé a la sala de estar y esperé con Denny hasta que, al fin, Eve emergió del pasillo al que daban dormitorios y cuartos de baño. La enfermera que se pasaba el día tejiendo obsesivamente con unas agujas de metal cuyos chirridos y golpeteos me enloquecían la ayudaba a caminar. Eve brillaba. Iba enfundada en un hermoso vestido largo, azul oscuro, muy bien cortado. Llevaba la bella sarta de pequeñas perlas de agua dulce japonesas que Denny le regalara para su quinto aniversario de bodas. Estaba maquillada a la perfección, y el cabello, que le había crecido lo suficiente como para poder hacerle alguna clase de peinado, iba muy bien arreglado. Estaba radiante. Aunque necesitaba ayuda para andar, lo hacía como una modelo en la pasarela y Denny la aplaudió de pie.

—Hoy es el primer día que no estoy muerta —dijo Eve—. Y vamos a festejarlo.

Vivir cada día como si se lo hubiésemos arrebatado a la muerte. Así quisiera vivir siempre. Sentir el gozo de estar vivo, como lo sentía Eve. Tomar distancia de las cargas, angustias y temores que encontramos a diario. Decir estoy vivo, soy maravilloso, estoy, soy. Existo. Es algo a lo que hay que aspirar. Cuando sea humano, viviré así.

La fiesta fue alegre. Todos estaban felices. Si alguno no lo estaba, lo fingía con tal convicción que nos persuadía a todos. Hasta Zoë lució su habitual buen humor, olvidando por un momento, al parecer, que ahora debía ser grande. Cuando llegó la hora de marcharnos, Denny le dio un largo beso a Eve.

—Te amo tanto... —dijo—. Ojalá pudieras venir a casa.

—Quiero regresar a casa —respondió ella—. Y es lo que haré.

Estaba cansada, así que se sentó en el sofá. Me llamó y dejé que me acariciara las orejas. Denny estaba acostando a Zoë mientras los Gemelos, por una vez, mantenían una respetuosa distancia.

—Sé que Denny está decepcionado —me dijo—. Todos lo están. Quisieran que fuese la nueva Lance Armstrong. Y si se tratara de algo que pudiera controlar de alguna manera, quizá lo sería. Pero no es algo que pueda tener en mis manos, Enzo. Es más grande que yo. Está en todas partes.

Oíamos a Zoë jugando en el baño, a Denny riendo con ella en la habitación, como si en el mundo no hubiese preocupaciones para ellos.

—No tendría que haber permitido que las cosas ocurrieran así —dijo en tono de arrepentimiento—. Debí haber insistido en que fuésemos a casa para estar todos juntos. Es mi culpa. Pude haber sido más fuerte. Pero Denny dice que no nos podemos preocupar por lo que ya pasó, así que... Por favor, cuida a Denny y Zoë por mí, Enzo. Son tan maravillosos cuando están juntos...

Meneó la cabeza como para alejar los pensamientos tristes y me miró.

—¿Has visto? Ya no tengo miedo. Antes quise que te quedaras conmigo porque necesitaba que me protegieras. Pero ahora ya no le temo más a lo que ha de venir. Porque no es el fin, estoy segura.

Rió con la risa de la Eve que yo recordaba.

—Pero tú ya lo sabías. Tú lo sabes todo.

No todo. Pero sí sabía que lo que había dicho respecto a su propia situación era cierto. Aunque los doctores pueden ayudar a mucha gente, en su caso lo único que habían hecho era decirle que no podían curarla. Y sabía que, una vez que identificaron su enfermedad, una vez que todos aceptaron el diagnóstico y lo confirmaron y se lo repitieron una y otra vez, no había forma de detener las cosas. Lo visible se vuelve inevitable. Tu coche va a donde van tus ojos.

Denny y yo nos marchamos. Camino de casa, no dormí en el coche como de costumbre. Miré el hermoso parpadeo de las brillantes luces de Bellevue y Medina. Al cruzar el lago por el puente colgante, vi el resplandor de Madison Park y Leschi, los edificios del centro, que asomaban por detrás del cerro Baker. La ciudad aparecía nítida y limpia. La noche ocultaba la mugre y la edad.

Si algún día me encuentro frente a un pelotón de fusilamiento, me enfrentaré a mis verdugos sin venda en los ojos y pensaré en Eve. En lo que dijo. No es el fin.

Murió esa noche. El último aliento se llevó su alma, lo vi en sueños. Vi cómo su alma abandonaba el cuerpo en esa exhalación, y después no tuvo más necesidades, más razón; quedó libre de su cuerpo. Y, una vez libre, siguió viaje hacia algún lugar en lo alto del firmamento, donde las almas se reúnen y se ocupan de sueños y gozos que nosotros, los seres temporales, apenas podemos concebir. Son cosas que están más allá de nuestra comprensión, pero no de nuestro alcance, si escogemos alcanzarlas. Y, créeme, en verdad podemos hacerlo.

Capítulo 28

Por la mañana, Denny no sabía lo de Eve. Yo, recién despierto de mi sueño y aún adormilado, apenas lo sospechaba. Me llevó en coche al parque Luther Burbank, en la costa oriental de la isla Mercer. Fue una buena elección, pues era un cálido día de primavera, y como el parque daba al lago, Denny me podía tirar la pelota al agua y yo nadaba para recuperarla. No había más perros que yo. Estábamos a solas.

—La llevaremos de vuelta a casa —me dijo Denny, tirando la pelota—. También a Zoë. Debemos estar todos juntos. Las echo de menos.

Me metí en el frío lago y nadé hasta recuperar la pelota.

—Esta semana. Esta semana las llevo a las dos a casa. Sin falta.

Y volvió a tirar la pelota. Caminé por el fondo rocoso hasta que dejé de hacer pie, nadé hasta la pelota, la capturé y regresé. Cuando la dejé caer a los pies de Denny y alcé la vista, vi que estaba hablando por su teléfono móvil. Al cabo de un momento, asintió con la cabeza y colgó.

—Ella se fue. —Su tono era infinitamente triste. Y lanzando un fuerte sollozo, me volvió la espalda y lloró con el rostro entre las manos para que yo no lo viera.

No soy un perro que suela huir de las cosas desagradables, de los problemas. Nunca había escapado de Denny antes de aquel momento, y nunca volví a hacerlo. Pero en ese momento debía correr.

Me ocurrió algo. No sé qué. Tal vez el emplazamiento de ese parque para perros, en el lado oriental de la isla Mercer, se prestaba para ello. La cerca de barrotes separados, que permitía pasar. Todo el lugar parece invitar a los perros a que corran, a que escapen de su cautiverio, a que desafíen al sistema. De modo que corrí.

Tomando rumbo sur, emprendí una carrera por la corta senda que pasaba entre los barrotes de la cerca y daba al campo grande. Una vez allí, me dirigí al oeste. Pasando por el sendero de asfalto, llegué al otro lado del anfiteatro, donde encontré lo que buscaba. Naturaleza indómita. Necesitaba regresar al salvajismo. Estaba afligido, enfadado, triste. ¡Algo! ¡Necesitaba hacer algo! Necesitaba sentirme a mí mismo, entenderme a mí y entender este mundo horrible en que estamos atrapados, donde bichos y tumores se nos meten en el cerebro y ponen ahí sus inmundos huevos, de donde salen sus crías, que nos comen vivos desde dentro. Necesitaba hacer cuanto podía por aplastar aquello que me atacaba a mí y agredía a mi manera de vivir. Así que corrí.

Ramitas y enredaderas me azotaban la cara. La áspera tierra me lastimaba las patas. Pero seguí corriendo hasta que vi lo que necesitaba ver. Una ardilla. Gorda y complacida. Comiendo migas de una bolsa de patatas. Al ver la expresión estúpida con que se metía las chucherías en la boca, descubrí, en el lugar más oscuro de mi alma, un odio que nunca había sentido. No sé de dónde vino, pero estaba ahí, y me precipité sobre la ardilla. Alzó la vista demasiado tarde. Me tendría que haber descubierto mucho antes para poder seguir viviendo. Cuando lo hizo, ya me tenía encima. Estaba sobre esa ardilla y no le di oportunidad de escapar. Fui implacable. Mis mandíbulas se cerraron sobre ella, partiéndole el espinazo. Mis dientes desgarraron su piel y, ya muerta, la sacudí, por si acaso, hasta que escuché que su pescuezo se quebraba. Entonces me la comí. La abrí con los colmillos, los incisivos, y sentí su sangre, rica, caliente. Bebí su vida y comí sus entrañas y pulvericé sus huesos y me los tragué. Le aplasté el cráneo y me zampé su cabeza. Devoré a esa ardilla. Debía hacerlo. Echaba tanto de menos a Eve que ya no podía ser humano ni sentir el dolor como lo sienten los humanos. Tenía que volver a ser un animal. Devoré, zampé, tragué, hice todas las cosas que no tendría que haber hecho. Que tratara de vivir según los cánones humanos no le había servido de nada a Eve; me comí la ardilla por Eve.

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