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* * *

—Todo terminó.

La voz de mi amo.

Abrí los ojos. Vi a Denny flanqueado por Mike y por el doctor Lawrence, quien tenía un gran paraguas. No sé cuánto tiempo había pasado. Pero Tony y yo estábamos muy mojados por la lluvia.

—Los cuarenta y cinco minutos del receso fueron los más largos de mi vida —dijo Denny.

Aguardé a que prosiguiera.

—Se retractó —continuó—. Retiraron los cargos que me formulaban.

Me di cuenta de que, aunque quisiera disimularlo, le costaba respirar.

—Retiraron los cargos y estoy libre.

De haber estado solo, Denny quizá se hubiese salido con la suya, evitando el llanto. Pero Mike lo envolvió en un abrazo y Denny dejó fluir el torrente de lágrimas que llevaba años conteniendo con un dique de determinación, cada una de cuyas grietas fue tapando con los dedos. Lloró mucho.

—Gracias, doctor Lawrence.—Tony estrechó la mano del abogado—. Hizo usted un excelente trabajo.

El doctor Lawrence sonrió, tal vez por primera vez en su vida.

—No tenían pruebas físicas —dijo—. Sólo se basaban en el testimonio de Annika. Me di cuenta enseguida de que ella vacilaba, que quería decir algo más. Así que, cuando me tocó interrogarla, insistí hasta que se derrumbó. Dijo que hasta ahora había contado lo que ella quiso que sucediera. Hoy, admitió que nada había ocurrido. Una vez anulado su testimonio inicial, habría sido absurdo que el fiscal siguiera adelante con el juicio.

¿Así que ella testificó de esa manera? Me pregunté dónde estaría, qué pensaría. Paseé la mirada por el lugar y vi que salía del edificio del tribunal, acompañada de su familia. Se la veía hundida, frágil.

Miró en nuestra dirección y nos vio. Entonces me di cuenta de que no era una mala persona. Uno no puede enfadarse con otro competidor cuando se produce un accidente en la pista. Sólo cabe enfadarse con uno mismo por haber estado en el momento equivocado en el lugar equivocado.

Ella agitó su mano en un fugaz saludo a Denny, pero sólo la vi yo, pues era el único que estaba mirando. Así que ladré para responderle.

—Tienes un buen amo. —Era la voz de Tony, cuya atención seguía concentrada en su círculo más cercano y por lo tanto también en mí.

Tenía razón. Tengo el mejor de los amos.

Contemplé a Denny, que, siempre abrazado a Mike, se mecía hacia uno y otro lado. Percibí el alivio, la liberación. Supe que, aunque quizás le hubiera sido más fácil hacer las cosas de otro modo, aquélla era la única conclusión satisfactoria.

Capítulo 57

Al día siguiente, el doctor Lawrence informó a Denny de que los Gemelos Malignos habían renunciado a la demanda de custodia. Zoë era de su padre. Los Gemelos pidieron cuarenta y ocho horas para reunir sus cosas y pasar un poco más de tiempo con ella antes de entregársela a Denny, que no tenía ninguna obligación de aceptar esa solicitud.

Denny pudo haberse mostrado mezquino. Despechado. Le quitaron años de su vida. Le hicieron perder todo su dinero, lo privaron de trabajos, trataron de destruirlo. Pero Denny es un caballero. Denny siente compasión por el prójimo. Les concedió lo que pedían.

La noche anterior al regreso de Zoë, se puso a hacer galletas de avena para ella. Estaba preparando la masa cuando sonó el teléfono. Como sus manos estaban cubiertas de una pegajosa mezcla, tocó el botón del altavoz del teléfono de la cocina.

—¡Está usted en el aire! —dijo animadamente—. Gracias por llamar. ¿Quién es?

Se produjo una larga pausa llena de energía estática.

—Quisiera hablar con Dennis Swift.

—Yo soy Denny. —Hablaba sin quitar las manos del cuenco de masa—. ¿Quién es?

—Soy Luca Pantoni y estoy devolviendo su llamada. Desde Maranello. ¿Es buen momento para hablar?

Denny alzó las cejas y me sonrió.

—¡Luca!
Grazie
por responder a mi llamada. Estoy amasando, así que tendremos que hablar por el altavoz. Espero que no le moleste.

—No, para nada.

—Luca, el motivo por el que le llamé es que... Los problemas que me impedían abandonar Estados Unidos se han resuelto.

—Su tono de voz me hace suponer que de forma satisfactoria para usted.

—Ya lo creo —dijo Denny—. Sí, ciertamente. Me preguntaba si el trabajo que me ofreció sigue disponible.

—Por supuesto.

—Entonces, a mi hija y a mí, y también a mi perro, Enzo, nos encantaría cenar con usted en Maranello.

—¿Su perro se llama Enzo? ¡Qué buen augurio!

—Tiene alma de piloto de carreras —dijo Denny, sonriéndome. Adoro a Denny. Aunque lo sé todo sobre él, siempre me sorprende. ¡Había telefoneado a Luca!

—Espero conocer a su hija y volver a ver a Enzo pronto —dijo Luca—. Le diré a mi secretario que se ocupe de organizarlo todo. Para recurrir a sus servicios será necesario que firmemos un contrato. Espero que lo encuentre adecuado. La naturaleza de nuestras actividades, así como el coste de formar un piloto de pruebas...

—Entiendo. —Denny hablaba y sonreía, vertiendo masa de avena con pasas sobre una bandeja de horno.

—¿Le parecería bien un contrato de tres años? —preguntó Luca—. ¿Su hija estaría dispuesta a vivir en Italia? Si no la quiere enviar a un colegio italiano, hay uno estadounidense aquí.

—Me dijo que quiere probar en un colegio italiano —dijo Denny—. Veremos cómo le va. En cualquier caso, sabe que será una gran aventura y está entusiasmada. Está estudiando un libro de frases italianas sencillas para niños que le compré. Dice que ya sabe lo suficiente como para pedir una pizza en Maranello, y la pizza le encanta.


Bene!
¡A mí también me encanta la pizza! Me agrada el modo de pensar de su hija, Denny. Me hace muy feliz formar parte del inicio de su nueva vida.

Ayudándose con una cuchara, Denny siguió derramando masa en la bandeja, casi como si se hubiese olvidado del teléfono.

—Mi secretario se pondrá en contacto con usted, Denny. Seguramente nos veamos de aquí a unas semanas.

—Sí, Luca, gracias. —Plop-plop: más masa a la bandeja—. Luca...

—¿Sí?

—¿Ahora me puede decir por qué se fijó en mí?

Otra larga pausa.

—Preferiría decírtelo...

—Sí, Luca, lo sé. Ya lo sé. En su casa. Pero me ayudaría mucho que encontrase la forma de decírmelo ahora. Para mi propia tranquilidad.

—Entiendo su necesidad —afirmó Luca—. Y se lo diré. Hace muchos años, cuando falleció mi mujer, estuve a punto de morir de pena.

—Lo siento. —Denny ya no trabajaba en la masa de los bizcochos. Sólo escuchaba.

—Gracias —dijo Luca—. Tardé mucho tiempo en comprender cómo debía responder a las personas que me daban sus condolencias. Es algo aparentemente sencillo, pero produce mucho dolor. Estoy seguro de que me entiende.

—Así es —asintió Denny.

—Yo hubiese muerto de pena, de no haber sido porque apareció un mentor que me tendió su mano. ¿Entiende? Quien me precedió en esta compañía me ofreció trabajo, me propuso que condujera para él. Me salvó la vida, y creo que en cierta medida también salvó a mis hijos. Ese hombre falleció hace poco. Era muy viejo. Pero a veces aún veo su rostro, oigo su voz, lo recuerdo. Creo que lo que me dio no es algo que deba quedarme. Mi deber es pasárselo a otro. Por eso me siento afortunado por poder tenderle la mano. Se lo debo a aquel hombre.

Denny se quedó mirando al teléfono como si viese a Luca en él.

—Gracias, Luca. Por su mano, y por contarme por qué me la tendió.

—Amigo mío —dijo Luca—, el placer es mío. Bienvenido a Ferrari. Le aseguro que no querrá marcharse.

Se despidieron, y Denny colgó el teléfono con el meñique. Se acuclilló y me tendió sus manos llenas de masa, que lamí obedientemente hasta dejarlas limpias.

—A veces creo. —Le escuché mientras yo disfrutaba de la dulzura de sus manos, sus dedos, sus envidiables pulgares oponibles—. A veces realmente tengo fe.

Capítulo 58

El alba despunta en el horizonte y derrama su luz sobre la tierra. Siento que mi vida ha sido muy larga y al mismo tiempo muy corta. La gente habla de voluntad de vivir. Porque la gente le teme a la muerte. La muerte es oscura, desconocida, aterradora. Pero no para mí. No es el fin.

Oigo a Denny en la cocina. Huelo lo que hace. Prepara el desayuno, como solía hacer cuando éramos una familia, cuando Eve estaba con nosotros, y Zoë también. Durante todo el tiempo que pasó sin ellas, Denny comió cereales.

Recurriendo a todas mis fuerzas, consigo ponerme de pie. Aunque mis caderas están paralizadas y mis patas arden de dolor, renqueo hasta la puerta del dormitorio.

Envejecer es patético. Está lleno de limitaciones y reducciones. Sé que nos pasa a todos, pero se me ocurre que no necesariamente debe ser así. Creo que nos sucede a quienes lo pedimos. Y dado nuestro estado mental colectivo, el tedio que nos embarga a todos, es lo que escogemos. Pero un día nacerá un niño que se negará a envejecer, que se resistirá a reconocer las limitaciones del cuerpo, que vivirá con salud hasta que no necesite vivir más, no precisará respirar por rutina, hasta que su cuerpo ya no dé más de sí. Vivirá cientos de años. Como Noé. Como Moisés. Los genes de este niño pasarán a sus descendientes y vendrán otros como él. Y su configuración genética reemplazará a los genes de quienes necesitamos envejecer y decaer antes de morir. Creo que esto ocurrirá algún día. Pero también creo que no llegaré a ver ese mundo.

—¡Enzo! —me dice Denny cuando me ve—. ¿Cómo te sientes?

«Como la mierda», respondo. Pero, claro, no me oye.

—Te he hecho tortitas —anuncia en tono alegre.

Me esfuerzo en menear el rabo, pero lo cierto es que no tendría que haberlo hecho, porque ello me sacude la vejiga y siento que unas tibias gotitas de orina caen sobre mis patas.

—No hay problema, chico —dice—. Lo limpio.

Seca el charquito y me ofrece un trozo de tortita. Lo tomo en la boca, pero no puedo masticarlo ni saborearlo. Se queda sobre mi lengua, hasta que al fin cae de mi boca al suelo. Creo que Denny se da cuenta, pero no dice nada. Sigue dando vueltas a las tortitas antes de ponerlas a enfriar en la encimera.

No quiero que Denny se preocupe por mí. No quiero obligarlo a llevarme a una visita sin retorno al veterinario. Me ama mucho. Lo peor que podría hacerle a Denny sería obligarlo a que me haga daño. El concepto de eutanasia tiene sus méritos, sí, pero sus complicaciones emotivas son demasiadas. Prefiero, y mucho, la idea del suicidio asistido, desarrollada por un médico visionario, el doctor Kevorkian. Creó una máquina que le permite a un anciano moribundo pulsar un botón y responsabilizarse de su propia muerte. La máquina del suicidio no tiene nada de pasivo. Tiene un gran botón rojo. Lo pulsas o no. Es un botón de absolución.

Mi voluntad de morir. Quizá, cuando me convierta en hombre, invente una máquina de suicidio para perros.

Cuando regrese a este mundo, seré un humano. Caminaré como vosotros. Me lameré los labios con mi pequeña y hábil lengua. Estrecharé las manos de otros hombres, apresándolas firmemente con mi pulgar oponible. Y le enseñaré a la gente todo lo que sé. Y cuando vea a un hombre, mujer o niño en apuros, le tenderé la mano. A él. A ella. A ti. Al mundo. Seré un buen ciudadano. Un buen socio de esta empresa de la vida que todos compartimos.

Me acerco a Denny y le apoyo el hocico en el muslo.

—Ése es mi Enzo —dice.

Y se agacha por instinto. Llevamos juntos mucho tiempo. Me toca la cabeza y me acaricia el pliegue de las orejas. Con su toque humano.

Me ceden las patas y caigo.

—¡Enzo!

Está alarmado. Se agacha sobre mí.

—¿Estás bien?

Estoy más que bien. Me siento maravillosamente. Soy. Soy.

—¿Enzo?

Apaga el fogón que calienta la sartén. Me pone la mano sobre el corazón. El latido que siente, si es que siente algo, no es fuerte.

Todo cambió en los últimos días. Se va a reunir con Zoë. Me gustaría ver ese momento. Se van juntos a Italia. A Maranello. Vivirán en un apartamento en esa pequeña ciudad y conducirán un Fiat. Denny será un maravilloso piloto para Ferrari. Lo veo. Ya conoce el circuito a la perfección, porque es muy inteligente, muy veloz. Reconocerán su talento y lo escogerán entre los pilotos de prueba para evaluar la posibilidad de hacerlo correr en el equipo de Fórmula 1. La escudería Ferrari. Lo escogerán a él para que reemplace a Schumi, el irreemplazable.

—Pruébame —dirá, y lo probarán.

Verán su talento y lo harán piloto y no tardará en ser campeón de Fórmula 1 como Ayrton Senna. Como Juan Manuel Fangio. Jim Clark. Como Jackie Stewart. Nelson Piquet, Alain Prost, Niki Lauda, Nigel Mansell. Como Michael Schumacher. ¡Mi Denny!

Quisiera ver todo eso. Todo, desde el momento en que Zoë regrese, esta tarde, para volver a estar con su padre. Pero no creo que llegue a ver ese momento. Y, de todos modos, quien lo decida no seré yo. Mi alma aprendió lo que vino a aprender, y todas las demás cosas no son más que cosas. No podemos tener todo lo que queremos. A veces, no nos queda más remedio que creer.

—Tranquilo. —Acuna mi cabeza en su regazo. Lo miro.

Sé una cosa sobre las carreras bajo la lluvia. Sé que se trata de mantener el equilibrio. Sé que se trata de anticipar lo que va a ocurrir y tener paciencia. Sé que para tener éxito cuando llueve se requieren habilidades especiales en el manejo del coche. ¡Pero correr bajo la lluvia también tiene que ver con la mente! Con ser dueño del propio cuerpo. Con sentir que el coche no es más que una extensión del cuerpo. Sentir que la pista es una extensión del vehículo, y la lluvia una extensión de la pista y el cielo una extensión de la lluvia. Sentir que tú no eres tú; tú eres todo. Y todo eres tú.

Se suele decir que los pilotos son egoístas, ególatras. Yo mismo he dicho que son egoístas. Me equivoqué. Para ser campeón no debes tener ego alguno. No debes existir como entidad independiente. Debes entregarte a la carrera. No serías nada sin tu equipo, tu coche, tu calzado, tus neumáticos. No hay que confundir confianza y conciencia de uno mismo con egoísmo.

Una vez vi un documental. Era sobre perros en Mongolia. Decía que los perros, los perros que están preparados para dejar atrás su condición de tales, se reencarnan como humanos.

Estoy preparado.

Aun así...

Denny está muy triste. Me echará de menos. Preferiría quedarme con Zoë y él en el apartamento y mirar cómo pasan por la calle las personas y se hablan y se estrechan las manos.

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