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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (13 page)

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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Yo supe que aquel «cuéntame» se refería a todo. Cuéntamelo todo, me estaba diciendo. El peruano subió la mampara; un acto que le agradecí con la mirada.

Yo también sentía algo extraño hacia ella. Aquella confianza que no debe surgir entre desconocidos pero que a veces existe y es más intensa que la que sientes por alguien que forma parte de tu entorno desde hace más de veinte años.

—No es que la confianza dé asco… —decía mi madre siempre que alguien la defraudaba—. La confianza no debe existir. Es el relajo lo que provoca el gran bajón en cualquier tipo de relación.

Ella creía que cada día debía uno ganarse la confianza de la otra persona. Exigir al otro o a la otra que te gane, que te sorprenda y que tú debas demostrarle lo mismo.

Nunca la vi viviendo una relación día a día con nadie. Nunca vivió con ningún hombre de manera tradicional. Creo que eso tenía que ver con la confianza.

Siempre he creído que con la persona que más tiempo estuvo, con la que más habitaciones compartió y con la que más conversaciones mantuvo… fue conmigo. Y puedo aseguraros que siempre sentí cómo me exigía y cómo me enseñaba a exigirle a ella.

El momento básico de nuestra vida fue en Boston, justo donde ella había fallecido. Es una ciudad con un espíritu propio, indomable, que parece trasplantada del continente europeo al americano.

Con quince años me encantaba sentarme en verano en uno de los bancos de sus inmensos parques llenos de lagos y sentirme, cual Will Hunting, un observador de la tranquilidad de una ciudad que no te exige nada ni espera que aspires a nada. En esa ciudad sentí que era yo, mi yo más intenso.

Fue en esa ciudad donde me sentí más cerca de mi madre.

Ella siempre tomaba, como creo que ya os he contado, baños postestreno. Ella decía que era su manera de librarse del olor de la primera función, de los nervios y de la pasión acumulada.

Desde los diez años, yo era el encargado de prepararle el baño.

Me había enseñado que llenar una bañera no difiere de preparar un manjar en una cocina. Debes estar pendiente de ambas cosas, para que salgan bien y sean perfectas.

Decía que había gente que comenzaba a cocinar y luego se marchaba a otros lugares a acabar otras cosas. Y esa mezcla de actividades hacía que sus platos se resintieran.

Me contaba que las cocinas y los baños necesitan nuestro cariño, nuestra plena atención. Como si esos 36,5 ºC del agua con la que se llena una bañera o con la que se cuecen unos macarrones fueran la clave de su buen gusto o del gran goce que sentiremos cuando nos introduzcamos en ella.

Así que yo desde los diez años permanecía sentado, en silencio, observando cómo se llenaba una bañera.

Primero, siempre seis minutos de agua muy fría; luego tres minutos de agua muy caliente. El jabón lo echaba siempre en el último instante y era el momento más agradable, porque si lo hacía bien notaba cómo la espuma cogía su textura propia. No difería del arte de la pintura.

Me gustaba ser el encargado de sus baños. Ella luego pasaba exactamente sesenta minutos disfrutándolos. Siempre sola. Y luego salía renovada.

En Boston yo la había ayudado en la dirección de la obra que estrenó. Fue mi primera vez. Así que cuando el baño estuvo listo me ofreció meterme con ella. Uno en cada lado, mirándonos el rostro.

Yo dudé. Sentí lo mismo que años atrás, en aquel hotel rascacielos, cuando ella quería que compartiéramos la cama. Sé que para ella aquello era su forma de darme las gracias por el buen trabajo que supongo que ella creía que yo había realizado.

Para mí significaba compartir el baño con mi madre y no pensaba que ningún adolescente tuviera que encontrarse con ese ofrecimiento materno.

Ella, como hacía siempre, no insistió. Se introdujo en la bañera.

Yo dudé, pero como creo que había realmente algo en el aire de Boston que hacía que te olvidaras de tus prejuicios y preocupaciones, me desvestí y me metí en la bañera. Justo me coloqué en el lado contrario al suyo.

Al principio estaba muy tenso, pero poco a poco me relajé y disfruté de la experiencia.

Noté cómo los nervios de la obra, del estrés de los últimos ensayos, se iban diluyendo y se mezclaban con esa agua coccionada con cariño.

Poco a poco, noté cómo el cuerpo de mi madre, que al principio no deseaba ni rozar, tocaba involuntariamente el mío.

Fue una experiencia agradable, mejor dicho, la más agradable que he sentido.

Años más tarde decidí que cuando acabara una pintura tomaría un baño postacabado de obra, para quitar los colores residentes en mi cuerpo. Y os juro que sólo escuchar el sonido del agua mi esófago vibraba.

Ése siempre ha sido y será el sonido de mi felicidad.

Nunca he vuelto a compartir bañera. A la chica de Capri, la que me abrazó tras la muerte de mi abuela, estuve a punto de proponérselo, pero al final no me atreví.

No sé qué tiene compartir bañera durante sesenta minutos con alguien, pero es como si conocieras más a esa otra persona.

Como si el agua te transportara parte de sus secretos, de sus miedos, y rozar involuntariamente su piel te permitiese entrar en su esencia más absoluta.

—Cuéntamelo todo, de veras. No tengas miedo de qué pensaré —dijo por segunda vez la chica del Español.

Sabía que realmente me creería. La confianza entre nosotros desde que habíamos visto el final del viajante era intensa.

Lo hice.

En aquella hora y media se lo relaté todo. La velocidad de mis palabras me recordaba al tono que utilizó David Bowie cuando cantaba «Modern Love».

Me comía frases, omitía detalles pero incidía en la esencia de la narración.

En el trayecto entre Madrid y Ávila le conté lo del extraño, mi don, la fuga, la lluvia roja, el planeta pentagonal y cómo la había descubierto en la plaza Santa Ana.

De Ávila a Salamanca me centré en mi madre, su pérdida, la decisión de dejar de dormir, mis miedos, mis soledades, la pintura, el cuadro del sexo inacabado y la maleta.

Fue un intenso monólogo de noventa minutos sin que ella dijese nada, absolutamente nada.

Fue un placer máximo contárselo todo; bueno, miento, quizá no hice énfasis en la fascinación que sentía por ella. En el amor era precavido, ya que como jamás había tenido nada que contar, ahora que lo tenía no sabía cómo enfocarlo. Era como manejar un explosivo.

Del resto, no omití detalle.

Era la sexta persona a la que le hablaba de mi don. Antes lo hice con mi madre, Dani, el jefe, la chica de Capri y con el que yo pensaba que era mi padre. Quizá os hablaré de él.

Ella tampoco dijo nada cuando le hablé del don. Ni cuando le mencioné al extraño.

Nunca me había sincerado tanto. Tenía miedo de su reacción.

El coche se adentró en una de las calles que daban a la plaza Mayor de Salamanca justo cuando le contaba todo lo referente a la fuga.

En medio de la plaza vi al extraño. Llevaba una capucha puesta; supongo que para que nadie le reconociese como el falso pederasta.

Descendimos y nos dirigimos hacia él.

—¿Me crees? —pregunté.

—Sí, te creo —dijo ella.

Y sé que me creía. Me sentí bien.

La sinceridad recompensada es uno de los placeres más gratificantes que existen en esta vida.

Me alegré de que no hubiera un pero. «Te creo pero», «lo siento aunque»… Conjunciones terribles que acaban desactivando los sentimientos anteriores.

Cuando faltaban aún cincuenta pasos para llegar al extraño, él levantó la mirada y sonrió.

Me encantó que se adelantara a nuestra llegada. Además, me di cuenta de que estaba justo en el centro de la plaza esperando. Otra plaza, y otra persona fascinante en medio esperando.

Sólo llegar a su altura el extraño me abrazó. Olía como un bebé, una fragancia tenue. Dudé si era colonia o el olor de su piel.

Hay tantos cuerpos que generan perfúmenes naturales…

La primera chica con la que estuve, una socorrista de una piscina de Montreal, olía siempre a cloro. Hablábamos todas las tardes que yo pasaba en la piscina del hotel que ella vigilaba.

Para mí, aquella piscina era un pequeño Edén alejado del frío, de la inmensa red de metros que comunicaba subterráneamente toda aquella ciudad, y que impedía que vieses y notaras los -24 ºC.

Las pocas veces que salí a la calle, si cerraba los ojos más de diez segundos, el frío pegaba mis pestañas.

Por ello, mientras mi madre creaba en un teatro cercano subterráneo yo vivía en la piscina.

La socorrista hablaba y hablaba, y yo escuchaba embelesado.

El día que quedamos por primera vez fuera de sus dominios, ella no olía a piscina sino a una fragancia entre pomelo y azafrán.

Lo hicimos. Fue mi primera vez y ese olor me ha acompañado siempre.

Yo, en cambio, no huelo a nada.

Por ello, siempre que creo que alguien que conozco tiene una virtud que yo no poseo, me parece que huele bien. Averiguo cuál es su colonia y la llevo durante unos meses.

He llevado muchas; cada seis meses cambiaba de olor. Como si mis carencias quedaran absorbidas por ponerme su colonia.

Me hubiera gustado preguntarle al extraño a qué olía, para llevar un tiempo su olor, pero no era el momento ni el lugar.

—¿Se lo has contado? —inquirió el extraño mientras ofrecía su mano a la chica del Español.

Afirmé con la cabeza.

—¿Te ha gustado la obra? —preguntó.

Ella sonrió y dijo que sí con la cabeza.

Las campanas de la plaza Mayor dieron las siete de la mañana. Él giró 360 grados, como buscando a alguien. Daba la sensación de que estaba allí esperando a alguien.

Fue en ese momento cuando aproveché para mirar la plaza Mayor, que hacía años que no pisaba. Era hermosa. Sin duda opino que es la plaza más bella que existe. Mi madre la adoraba.

—Es una plaza valiente —me dijo horas después de estrenar una obra y tener un nuevo éxito en su haber.

—¿Valiente? —pregunté—. ¿Hay plazas valientes?

—Las hay, ésta lo es porque invita a la valentía.

En aquel instante cogió mi mano, la colocó en su ombligo y me dio un beso en la nuca. Me sorprendió.

—Sé valiente —dijo—. En la vida, en el amor y en el sexo.

»La gente olvida que debe pedir caricias y besos. No pienses nunca que ése es el coto de tu pareja del momento. Ojalá entendieras que hay que despenalizar acciones que se relacionan con el sexo.

»Una caricia, un beso, solicitar el calor de una mano en el ombligo no deben ir acompañados con el sentimiento de que eso provocará o derivará en sexo.

»Un abrazo no debe ser de diez segundos, ni de treinta, puede durar ocho minutos si es necesario. Acariciar un cuerpo no debe suponer siempre sexo. Debes apreciar la caricia como parte de tu vida. Despenalizarla en tu vida.

»Al igual que ríes del chiste de alguien y aceptas que sus palabras generan en ti un sentimiento de felicidad, tampoco debes temer decirle a alguien que su piel, sus ojos, su boca te generan otro sentimiento. Hay que despenalizar acciones del sexo, llevarlas a la vida real, a la cotidianidad, y jamás enlazarlos con el sexo sino con el vivir. ¿Lo entiendes, Marcos?

Tras aquel largo monólogo siguió con mi mano en su ombligo un buen rato. Sentí la valentía de la plaza en mí y le besé el cuello con mis labios.

No sentí sexo, sentí vida.

Luego le pregunté:

—¿Quién es mi padre?

Jamás me habló de él, era su talón de Aquiles. Creo que se entristeció.

El extraño se dirigió al banco que había en el centro de la plaza. El único que había. Se sentó y nos invitó a que hiciéramos lo mismo.

—¿Queréis saber quién soy? —preguntó.

Los dos asentimos. Aún faltaba un poco para que amaneciera. Poco, muy poco. La plaza estaba perdiendo a la gente, ya que a aquella hora se producía otro cambio laboral.

Yo me sentía nervioso. En esa plaza mi madre hizo que me sintiera una vez más especial, y sabía que tras la conversación con el extraño algo cambiaría en mi vida.

Además, ella, la chica del Español que conocía todos mis secretos, estaba allí. No sé bien qué sentía por mí, ni yo por ella, pero que estuviera allí hacía que me sintiera afortunado.

Además, a mi lado tenía la maleta de mi madre y el lienzo en blanco. Sentía cómo mi vida se iba completando lentamente. Pedazos de mi vida se reunían.

El extraño comenzó a hablar. Yo supe que aquél era el momento que había esperado desde que lo conocí.

—Sé que lo que os contaré puede sonaros extraño y casi no podré daros ninguna prueba fehaciente de que es verdad, pero es la realidad —empezó diciendo—. Soy un extraño, me gusta el nombre que me han puesto, pero eso sí, no seré más extraño que vosotros de aquí un tiempo.

Se quedó en silencio. Se tomó una pausa larga.

—La vida… De donde yo vengo, el concepto tiempo, nuestro tiempo, nuestra vida, es muy diferente al vuestro. Pero a mí no me resulta extraña esta vida de aquí, porque ya la viví.

Ambos absorbíamos cada frase que decía. La chica del Español, de repente, me acercó la mano, yo se la cogí e instintivamente la llevé a mi ombligo, como años atrás mi madre había hecho con la mía.

Creo que la chica del Español tenía miedo. Yo, la verdad, es que sentía la valentía de la plaza en mis venas.

—Nací aquí, en Salamanca, hace bastantes años. Recorrí esta plaza de pequeño, jugaba aquí con mis hermanos. Fui un niño feliz, muy feliz; eso lo recuerdo, aunque fue hace muchos años. De adulto, me fui a trabajar a un pueblo cercano, Peñaranda de Bracamonte, y ahí me afinqué. Un 9 de julio, cuando ya había acabado la Guerra Civil Española, un tren entró en la estación cargado de pólvora y por culpa de una rueda al rojo vivo estalló casi todo el pueblo. A esa desgracia se le llamó el Polvorín y yo perdí una pierna y un brazo.

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