Todos los cuentos de los hermanos Grimm (72 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Si te avienes a servirme y ser mi criado —díjole el diablo—, jamás te faltará nada. Siete años durará tu servicio, al cabo de los cuales quedarás libre. Pero una cosa te prevengo: No deberás lavarte, ni peinarte, ni usar las tijeras; quiero decir que no te cortarás las uñas ni el cabello. Además, no te secarás el agua de los ojos.

—¡Vamos a ello, si no hay otro remedio! —respondió el soldado.

Y se marchó con el enano, el cual lo condujo directamente al infierno.

Una vez en él, le dio instrucciones sobre su trabajo: avivar el fuego debajo de los calderos en que se asaban los condenados; mantener la casa limpia; recoger la basura detrás de la puerta; cuidar de que todo estuviese en orden. Pero le advirtió que si se atrevía a mirar una sola vez lo que había en los calderos, lo pasaría mal.

—Pierde cuidado —le respondió el militar.

El viejo diablo se marchó de nuevo a sus correrías, y el soldado dio principio a su faena: avivó el fuego, barrió, amontonó la basura detrás de la puerta… en una palabra, hizo cuanto le habían mandado.

Al regresar, el diablo comprobó que las cosas habían sido hechas debidamente; manifestóse satisfecho y se marchó de nuevo. El soldado echó una mirada a su alrededor; allí estaban los calderos en círculo, con un enorme fuego debajo, cociendo y borboteando. Sentía unos deseos locos de ver lo que había dentro, a pesar de la prohibición del diablo; y, al fin, no pudiendo ya resistir, levantó un poquitín la tapadera del primer caldero y echó una mirada: dentro estaba hirviendo su antiguo sargento.

—¡Ajá, pajarraco! Conque estás ahí, ¿eh? Antes estuve yo en tus manos; mas ahora estás tú en las mías.

Y, volviendo a soltar rápidamente la tapadera, atizó el fuego y le añadió leña. Pasando luego al caldero siguiente, levantó la tapa y vio que contenía a su alférez.

—¡Ajá, pajarraco! Conque estás ahí, ¿eh? Me tuviste en tus manos, pero ahora yo te tengo en las mías.

Y, tapando nuevamente, echó al fuego otro tarugo para avivarlo. Quiso ver también quién ocupaba el tercer caldero, y resultó que estaba en él su general.

—¡Aja, pajarraco! Conque estás ahí, ¿eh? Me tuviste en tus manos, pero ahora te tengo yo en las mías.

Y, echando mano del fuelle, se puso a atizar el fuego con el mayor entusiasmo, hasta que se elevaron grandes llamaradas.

De este modo cumplió sus siete años de servicio en el infierno, sin lavarse ni peinarse, sin cortarse cabellos ni uñas y sin secarse el agua de los ojos; y aquellos siete años le parecieron tan cortos como si hubiese transcurrido sólo medio.

Cumplido el plazo, fue el diablo a su encuentro y le dijo:

—Bueno, Juan, ¿qué has hecho?

—He avivado el fuego debajo de los calderos, he barrido y recogido la basura detrás de la puerta.

—Pero también miraste lo que había en los calderos. Lo único que te salva es que añadiste más leña, pues de otro modo estabas perdido. Ha terminado tu tiempo. ¿Quieres volver a tu pueblo?

—Sí. Me gustaría ver qué hace mi padre en casa.

—Como pago de tus servicios, llénate la mochila de basura y llévatela a tu casa. Debes, asimismo, ir sin lavarte ni peinarte, con el cabello y la barba largos, sin cortarte las uñas y con los ojos húmedos; y cuando te pregunten de dónde vienes, responderás: «Del infierno», y si te dicen quién eres, contestarás: «El mugriento hermano del diablo, mi rey».

El soldado lo escuchó en silencio, aunque no estaba satisfecho con aquella paga.

No bien se encontró al aire libre, en el bosque, quitóse la mochila de la espalda para vaciar su contenido. Pero al abrirla, ¡anda! ¡La basura se había convertido en oro puro!

—Nunca lo hubiera pensado —dijo.

Y encaminóse a la ciudad, alegre como unas pascuas.

En la puerta de la posada estaba el ventero el cual, al verlo acercarse, tuvo un gran susto, pues el aspecto de Juan era horrible, peor que el de un espantapájaros.

—¿De dónde vienes? —le preguntó.

—¡Del infierno!

—¿Quién eres?

—El mugriento hermano del diablo, mi rey.

El posadero no quería admitirlo, y sólo al ver el oro que traía, corrió en persona a abrirle la puerta. Pidió Juan la mejor habitación y se hizo servir a cuerpo de rey: comió y bebió hasta que se vio harto. Pero todo ello sin lavarse ni peinarse, como le mandara el diablo y, por fin, se fue a dormir.

Mas al posadero le bailaba ante los ojos su bolso de oro, y no estuvo tranquilo hasta que, en lo más oscuro de la noche, entró furtivamente en su aposento y se lo robó.

Al levantarse Juan a la mañana siguiente, dispúsose a pagar al posadero y reemprender su camino; pero su bolsa había desaparecido. El hombre no se paró mucho tiempo a considerar las cosas. «No tengo la culpa de mi desgracia», pensó, y fue otra vez derechito al infierno.

Allí explicó su infortunio al viejo diablo y le pidió que le ayudase. Díjole el demonio:

—Siéntate: te lavaré, peinaré y acicalaré; te cortaré el pelo y las uñas y te secaré los ojos.

Y cuando ya hubo terminado, volvió a llenarle la mochila de basura, y declaró:

—Ve y di al posadero que te devuelva el oro. De lo contrario, iré yo a buscarlo y tendrá que sustituirte en el trabajo de avivar el fuego.

Volvió Juan a la posada y dijo al dueño:

—Me robaste mi dinero. Por tanto, me lo devuelves o irás al infierno a ocupar mi puesto, y lo pasarás tan mal como yo lo pasé.

El posadero le devolvió el oro, y aún le añadió del propio, rogándole que no lo descubriese, con lo que Juan se marchó convertido en un hombre rico.

Camino de la casa de su padre, compróse una mala casaca de hilo y, mientras caminaba, entreteníase tocando música, arte que había aprendido en el infierno al lado del diablo.

El rey del país, que era viejo, se empeñó en que tocase delante de él, y le gustó tanto el concierto, que le ofreció la mano de su hija mayor. Pero al enterarse la princesa de que iban a casarla con aquel patán de casaca blanca, exclamó:

—¡Antes me arrojaría al agua!

Entonces el Monarca le dio a la hija menor, la cual lo aceptó por amor a su padre. Y de este modo el mugriento hermano del diablo se casó con la princesita y, al morir el anciano rey, heredó el trono.

Gachas dulces

E
rase una vez una muchacha, tan pobre como piadosa, que vivía con su madre, y he aquí que llegaron a tal extremo en su miseria, que no tenían nada para comer.

Un día en que la niña fue al bosque, encontróse con una vieja que, conociendo su apuro, le regaló un pucherito al cual no tenía más que decir: «¡Pucherito, cuece!», para que se pusiera a cocer unas gachas dulces y sabrosísimas; y cuando se le decía: «¡Pucherito, párate!», dejaba de cocer.

La muchachita llevó el puchero a su madre, y así quedaron remediadas su pobreza y su hambre, pues tenían siempre gachas para hartarse.

Un día en que la hija había salido, dijo la madre: «¡Pucherito, cuece!», y él se puso a cocer, y la mujer se hartó. Luego quiso hacer que cesara de cocer, pero he aquí que se le olvidó la fórmula mágica.

Y así, cuece que cuece, hasta que las gachas llegaron al borde y cayeron fuera; y siguieron cuece que cuece, llenando toda la cocina y la casa, y luego la casa de al lado y la calle, como si quisieran saciar el hambre del mundo entero. El apuro era angustioso, pero nadie sabía encontrar remedio.

Al fin, cuando ya no quedaba más que una casa sin inundar, volvió la hija y dijo: «¡Pucherito, párate!». Y el puchero paró de cocer. Mas todo aquel que quiso entrar en la ciudad, hubo de abrirse camino a fuerza de tragar gachas.

El sol revelador

U
N sastre vagaba por el mundo trabajando en su oficio. Estuvo una temporada sin encontrar trabajo, y llegó a tal extremo en su miseria, que no le quedaba ni un ochavo.

Encontróse en el camino a un judío y, creyendo que tendría mucho dinero, acalló la voz de su conciencia y, encarándose con él, le dijo:

—Dame tu bolsa o te mato.

—Perdóname la vida —imploró el judío—. Dinero no tengo; sólo llevo ocho cuartos.

—¡Tú tienes dinero —replicó el sastre—, y vas a soltarlo!

Y le pegó tan brutalmente que lo mató. Las últimas palabras del judío fueron:

—¡El sol lo sacará a la luz!

Y murió.

El sastre le revolvió los bolsillos en busca del dinero; pero sólo encontró los ocho cuartos, tal como le había dicho su víctima. Cargóse el cuerpo a cuestas, lo dejó entre unos matorrales y luego prosiguió su ruta.

Tras largas correrías llegó a una ciudad en la que encontró trabajo de su oficio. El patrón tenía una hermosa hija, de la cual se enamoró el mozo. Casáronse y vivieron un tiempo muy felices.

Al cabo de algunos años, cuando ya tenían dos hijos, murieron los suegros y los jóvenes quedaron dueños de la casa. Una mañana, hallándose el hombre sentado a la mesa junto a la ventana, su esposa le sirvió un café y, al verterlo él en el platillo y disponerse a beberlo, los rayos del sol fueron a dar en el líquido y se reflejaron en la pared, haciendo bailar sus manchas en ella.

Mirándolos el sastre, dijo:

—¡Sí, bien quisieras sacarlo a luz, pero no puedes!

Llena de curiosidad le preguntó su esposa:

—¿Qué es eso, marido mío? ¿Qué quieres decir?

Pero él respondió:

—Es una cosa que tú no puedes saber.

—Me lo dirías si me quisieras —insistió ella.

Y le aseguró, con grandes encarecimientos, que no lo revelaría a nadie; y ya no lo dejó en paz.

Entonces él le contó que, hacía muchos años, cuando todavía llevaba una vida errante, encontrándose una vez sin dinero, asesinó a un judío el cual, en los estertores de la agonía, exclamó: «¡El sol lo sacará a la luz!». Y he aquí que ahora el sol trataba de revelarlo al dibujar sus brillantes manchas en la pared; pero no lo conseguía. Luego recomendó con gran empeño a la mujer que no lo dijese a nadie, pues le iba la cabeza; y ella se lo prometió.

Pero no bien hubo vuelto el sastre a su trabajo, ella se fue a ver a su comadre y le confió el secreto, encareciéndole la discreción y el silencio; no obstante, al cabo de tres días lo supo la ciudad entera, y el sastre hubo de comparecer ante el tribunal y fue condenado a muerte. Y he aquí cómo el sol sacó a la luz aquel crimen.

La lámpara azul

E
RASE un soldado que durante muchos años había servido lealmente a su rey. Al terminar la guerra, el mozo, que debido a las muchas heridas que recibiera no podía continuar en el servicio, fue llamado a presencia del Rey, el cual le dijo:

—Puedes marcharte a tu casa, ya no te necesito. No cobrarás más dinero, pues sólo pago a quien me sirve.

Y el soldado, no sabiendo cómo ganarse la vida, quedó muy preocupado y se marchó a la ventura.

Anduvo todo el día, y al anochecer llegó a un bosque. Divisó una luz en la oscuridad, y se dirigió a ella. Así llegó a una casa en la que habitaba una bruja.

—Dame albergue, y algo de comer y beber —pidióle— para que no me muera de hambre.

—¡Vaya! —exclamó ella—. ¿Quién da nada a un soldado perdido? No obstante, quiero ser compasiva y te acogeré, a condición de que hagas lo que voy a pedirte.

—¿Y qué deseas que haga? —preguntó el soldado.

—Que mañana caves mi huerto.

Aceptó el soldado, y el día siguiente estuvo trabajando con todo ahínco desde la mañana, y al anochecer aún no había terminado.

—Ya veo que hoy no puedes más; te daré cobijo otra noche; pero mañana deberás partirme una carretada de leña y astillarla en trozos pequeños.

Necesitó el mozo toda la jornada siguiente para aquel trabajo y, al atardecer, la vieja propúsole que se quedara una tercera noche.

—El trabajo de mañana será fácil —le dijo—. Detrás de mi casa hay un viejo pozo seco, en el que se me cayó la lámpara. Da una llama azul y nunca se apaga; tienes que subírmela.

Al otro día, la bruja lo llevó al pozo y lo bajó al fondo en un cesto. El mozo encontró la luz e hizo señal de que volviese a subirlo. Tiró ella de la cuerda y, cuando ya lo tuvo casi en la superficie, alargó la mano para coger la lámpara.

—No —dijo él, adivinando sus perversas intenciones—. No te la daré hasta que mis pies toquen el suelo.

La bruja, airada, lo soltó, precipitándolo de nuevo en el fondo del pozo, y allí lo dejó.

Cayó el pobre soldado al húmedo fondo sin recibir daño alguno y sin que la luz azul se extinguiese. ¿De qué iba a servirle, empero? Comprendió en seguida que no podría escapar a la muerte.

Permaneció tristemente sentado durante un rato. Luego, metiéndose al azar la mano en el bolsillo, encontró la pipa todavía medio cargada. «Será mi último gusto», pensó; la encendió en la llama azul y se puso a fumar.

Al esparcirse el humo por la cavidad del pozo, aparecióse de pronto un diminuto hombrecillo que le preguntó:

—¿Qué mandas, mi amo?

—¿Qué puedo mandarte? —replicó el soldado, atónito.

—Debo hacer todo lo que me mandes —dijo el enanillo.

—Bien —contestó el soldado—. En ese caso, ayúdame ante todo a salir del pozo.

El hombrecillo lo cogió de la mano y lo condujo por un pasadizo subterráneo, sin olvidar llevarse también la lámpara de luz azul. En el camino le fue enseñando los tesoros que la bruja tenía allí reunidos y ocultos, y el soldado cargó con todo el oro que pudo llevar.

Al llegar a la superficie dijo al enano:

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