Todos los cuentos de los hermanos Grimm (68 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Al fin se detuvo el ciervo ante un muro de roca, y depositó suavemente al sastre en el suelo. Éste, más muerto que vivo, recobró sus sentidos al cabo de mucho rato. Cuando estaba ya, hasta cierto punto, en sus cabales, vio que el ciervo embestía con gran furia contra una puerta que había en la roca y que se abrió bruscamente.

Por el hueco salieron grandes llamaradas, seguidas de un denso vapor que ocultó el ciervo a sus ojos. No sabía el hombre qué hacer ni adónde dirigirse para escapar de aquellas soledades y hallarse de nuevo entre los hombres. Estaba indeciso y atemorizado cuando oyó una voz que salía de la roca y que le decía:

—Entra sin temor, no sufrirás daño alguno.

El sastre vaciló unos momentos hasta que, impulsado por una fuerza misteriosa, avanzó obedeciendo el dictado de la voz.

A través de una puerta de hierro llegó a una espaciosa sala cuyo techo, paredes y suelo eran de sillares brillantemente pulimentados, en cada uno de los cuales estaba grabado un signo indescifrable. Lo contempló todo con muda admiración, y ya se disponía a salir cuando dejóse oír nuevamente la voz misteriosa:

—Ponte sobre la piedra que hay en el centro de la sala; te espera una gran dicha.

Tanto se había envalentonado nuestro hombre, que ya no vaciló en seguir las instrucciones de la voz. La piedra empezó a ceder bajo sus pies y fue hundiéndose lentamente tierra adentro.

Cuando se detuvo, el sastre miró a su alrededor y vio que se encontraba en otra sala, de dimensiones iguales a la primera; pero en ella había más cosas dignas de ser consideradas y admiradas. En las paredes había huecos a modo de nichos que contenían vasijas de transparente cristal, llenas de esencias de color o de un humo azulado. En el suelo, colocadas frente a frente, veíanse dos grandes urnas de cristal que en seguida atrajeron su atención.

Al acercarse a una de ellas pudo contemplar en su interior un hermoso edificio, semejante a un palacio, rodeado de cuadras, graneros y otras dependencias. Todo era en miniatura, pero sutil y delicadamente labrado, como obra de un hábil artífice.

Seguramente habría continuado sumido en la contemplación de aquella magnificencia, de no haberse dejado oír de nuevo la voz invitándole a volverse y mirar la otra urna de cristal.

¡Cuál sería su asombro al ver en ella a una muchacha de divina belleza! Parecía dormida, y su larguísima cabellera rubia la envolvía como un precioso manto. Tenía cerrados los ojos, pero el color sonrosado de su rostro y una cinta que se movía al compás de su respiración no permitía dudar de que vivía.

Contemplaba el sastre a la hermosa doncella de palpitante corazón, cuando de pronto abrió ella los ojos y, al distinguir al mozo, prorrumpió en un grito de alegría:

—¡Santo cielo! ¡Ha llegado la hora de mi liberación! ¡De prisa, de prisa, ayúdame a salir de esta cárcel! Si descorres el cerrojo de este féretro de cristal, quedaré desencantada.

Obedeció el sastre sin titubear; levantó ella la tapa de cristal, salió del féretro y corrió a un ángulo de la sala, donde se cubrió con un amplio manto.

Sentándose luego sobre una piedra, llamó a su lado al joven y, después de besarlo en señal de amistad, le dijo:

—¡Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras:

«Soy hija de un opulento conde. Mis padres murieron siendo yo aún muy niña, y en su testamento me confiaron a la tutela de mi hermano mayor, quien cuidó de mi educación. Nos queríamos tiernamente, y marchábamos tan acordes en todos nuestros pensamientos e inclinaciones, que tomamos la resolución de no casarnos jamás y vivir juntos hasta el término de nuestros días. Nunca faltaban visitantes en nuestra casa: vecinos y forasteros acudían a menudo y a todos les dábamos espléndida hospitalidad.

»Un anochecer llegó a caballo a nuestro castillo un extranjero que nos pidió alojamiento para la noche, pues no podía ya seguir hasta el próximo pueblo. Atendimos su ruego con la cortesía del caso, y durante la cena nos entretuvo con su charla y sus relatos. Mi hermano se sintió tan a gusto en su compañía, que le rogó se quedase con nosotros un par de días, a lo cual accedió él después de oponer algunos reparos. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche, asignamos una habitación al forastero, y yo, sintiéndome cansada, me fui a pedir descanso a las blandas plumas. Empezaba a adormecerme cuando me desvelaron los acordes de una música delicada y melodiosa. No sabiendo de dónde venía, quise llamar a mi doncella, que dormía en una habitación contigua. Pero con gran asombro me di cuenta de que, como si oprimiera mi pecho una horrible pesadilla, estaba privada de la voz y no conseguía emitir el menor sonido. Al mismo tiempo, a la luz de la lámpara, vi entrar al extranjero en mi aposento, pese a estar cerrado sólidamente con doble puerta. Acercándoseme me dijo que, valiéndose de la virtud mágica de que estaba dotado, había producido aquella hermosa música para mantenerme despierta, y ahora venía, sin que fuesen obstáculo las cerraduras, a ofrecerme su corazón y su mano.

»Pero mi repugnancia por sus artes diabólicas era tan grande, que ni me digné contestarle. Permaneció él un rato inmóvil, de pie, sin duda esperando una respuesta favorable; pero al ver que yo persistía en mi silencio, me declaró airado que hallaría el medio de vengarse y castigar mi soberbia, después de lo cual volvió a salir de la estancia.

»Pasé la noche agitadísima, sin poder conciliar el sueño hasta la madrugada. Al despertarme, corrí en busca de mi hermano para contarle lo sucedido; pero no lo encontré en su habitación. Su criado me dijo que, al apuntar el día había salido de caza con el forastero.

»Agitada por sombríos presentimientos me vestí a toda prisa, mandé ensillar mi jaca y, seguida de un criado, me dirigí al galope hacia el bosque. El caballo de mi criado tropezó y se rompió una pata, por lo que el hombre no pudo acompañarme mientras yo proseguía mi ruta sin detenerme. A los pocos minutos vi al forastero, que se dirigía hacia mí conduciendo un hermoso ciervo atado de una cuerda. Sintiendo en mi pecho una ira irrefrenable, saqué una pistola y la disparé contra el monstruo; pero la bala rebotó en su pecho y fue a herir la cabeza de mi jaca. Caí al suelo, y el extranjero murmuró unas palabras que me dejaron sin sentido.

»Al volver en mí, encontréme en esta fosa subterránea, encerrada en este ataúd de cristal. Volvió a presentarse el brujo y me comunicó que mi hermano estaba transformado en ciervo; mi palacio, reducido a miniatura con todas sus dependencias, recluido en esta arca de cristal, y mis gentes, convertidas en humo, aprisionadas en frascos de vidrio. Si yo accedía a sus pretensiones, le sería facilísimo volverlo todo a su estado primitivo. No tenía más que abrir los frascos y las urnas, y todo recobraría su condición y forma naturales. Yo no le respondí, como la vez anterior, y entonces él desapareció dejándome en mi prisión donde quedé sumida en profundo sueño. Entre las visiones que pasaron por mi alma hubo una consoladora: la de un joven que venía a rescatarme. Y hoy, al abrir los ojos, te he visto y, así, se ha trocado el sueño en realidad. Ayúdame ahora a efectuar las demás cosas que sucedieron en mi sueño; lo primero es colocar sobre aquella gran losa el arca de cristal que contiene mi palacio».

No bien gravitó sobre la piedra el peso del arca, empezó a elevarse, arrastrando a la doncella y al mozo y, por la abertura del techo, llegó a la sala superior desde la cual les fue fácil salir al aire libre.

Allí, la muchacha abrió la tapa y fue maravilloso presenciar cómo se agrandaban rápidamente el palacio, las casas y las dependencias, hasta alcanzar sus dimensiones naturales.

Volviendo luego a la bóveda subterránea, cargaron sobre la piedra los frascos llenos de esencias y vapores y, en cuanto la doncella los hubo destapado, salieron de ellos el humo azul, transformándose en personas vivientes, en quienes la condesita reconoció a sus criados y servidores.

Y su alegría llegó al colmo cuando el hermano que, siendo ciervo había dado muerte al brujo en figura de toro, se les presentó viniendo del bosque. Aquel mismo día la doncella, cumpliendo su promesa, dio al venturoso sastre su mano ante el altar.

El espíritu embotellado

E
RASE una vez un pobre leñador que trabajaba desde la madrugada hasta bien entrada la noche. Habiendo conseguido al fin reunir un poco de dinero, manifestó a su hijo:

—Tú eres mi hijo único; el dinero que he logrado ahorrar con mis sudores, voy a gastarlo en tu instrucción. Aprende un oficio que sea útil y honrado, y podrás mantenerme cuando yo sea viejo y mis miembros estén tan débiles que haya de quedarme en casa sentado.

Se fue el muchacho a la universidad y estudió con aplicación y diligencia durante un tiempo, mereciendo los encomios de sus maestros.

Después de estudiar dos o tres cursos, se agotó el poco dinero recogido por el padre, y el mancebo hubo de volver al pueblo.

—¡Ay —díjole tristemente el viejo—, nada más puedo darte! Son tiempos muy duros, y apenas llego a ganar lo bastante para el pan de cada día.

—Padre —respondió el muchacho—, no os inquietéis por esto. Cuando Dios lo ha dispuesto así, es que será por mi bien. Ya me las arreglaré.

Como el padre se preparaba a marcharse al bosque para ganarse unas monedas con su oficio de leñador, díjole su hijo:

—Dejadme ir con vos a ayudaros.

—No, hijo —respondióle el leñador—. Te resultaría muy penoso, ya que no estás acostumbrado a esta clase de trabajo; no lo resistirías. Además, sólo tengo un hacha, y no hay dinero para comprar otra.

—Pedid una al vecino —dijo el mozo—. Os prestará su hacha hasta que yo haya ganado lo suficiente para comprarme una.

Fue el hombre a pedir prestada el hacha a su vecino, y al despertar el día se dirigieron juntos al bosque, donde el hijo se puso a ayudar a su padre trabajando con todo ardor y alegría.

A mediodía, cuando el sol caía sobre sus cabezas, dijo el viejo:

—Ahora descansaremos y comeremos; luego reanudaremos el trabajo.

Cogiendo el muchacho su pan, dijo:

—Descansad vos, padre. Yo no estoy fatigado; voy a pasear un poco en busca de nidos.

—No seas tonto —exclamó el viejo—. Si te vas a correr por ahí, luego estarás rendido y no podrás ni levantar el brazo; mejor es que te quedes conmigo.

Pero el hijo se metió en el bosque comiendo pan y mirando alegremente las ramas en busca de nidos.

Así, andando sin rumbo fijo, llegó al pie de un alto y corpulento roble que parecía varias veces centenario y cuyo tronco apenas abrazarían cinco hombres con los brazos extendidos. Se detuvo y pensó: «Muchos serán los pájaros que habrán hecho aquí su nido».

De pronto parecióle oír una voz; aguzando el oído, percibió unas palabras en tono apagado: «¡Déjame salir, déjame salir!». Miró en torno suyo, pero no descubrió nada. La voz parecía salir del interior de la tierra.

Gritó entonces:

—¿Dónde estás?

Respondió la voz:

—¡Estoy aquí, entre las raíces del roble! ¡Déjame salir, déjame salir!

El estudiante se puso a desbrozar el pie del árbol y ahondar en la tierra entre las raíces hasta que, al fin, descubrió una botella de cristal metida en un pequeño hueco.

Al levantarla y examinarla a la luz vio una forma, parecida a una rana, que saltaba en el interior del frasco. «¡Déjame salir, déjame salir!», volvió a oír, y el mozo, sin pensar nada malo, quitó el tapón de la botella.

Inmediatamente salió de ella un espíritu, que empezó a crecer tan rápidamente que a los pocos instantes se había convertido en un tipo horrible, grande y corpulento como la mitad del roble.

—¿Sabes —dijo el monstruo con voz espantosa— cuál será tu recompensa por haberme libertado?

—No —respondióle el muchacho, sin sentir miedo—. ¿Cómo voy a saberlo?

—¡Pues te lo diré —gritó el espíritu—; en premio, voy a retorcerte el pescuezo!

—¡Pudiste decírmelo antes —replicó el muchacho— y te habría dejado donde estabas! Por el momento, deja mi cabeza en su sitio, pues hay que consultar a otras personas.

—¡Otras personas, otras personas! Digan lo que quieran, recibirás el premio que te mereces. ¿Crees, que me han tenido encerrado tanto tiempo en este frasco para hacerme un favor? No, fue para castigo. Soy el poderoso Mercurio. A cualquiera que me ponga en libertad, tengo que romperle el cuello.

—¡Poco a poco! —replicó el estudiante—. No nos precipitemos. Antes he de saber si realmente eres tú quien estaba aprisionado en la botella y si se trata, en realidad, de un auténtico espíritu. Si eres capaz de volver a introducirte en ella, te creeré; y entonces podrás hacer conmigo lo que te venga en gana.

—Esto es facilísimo —respondió el espíritu lleno de arrogancia.

Y contrayéndose hasta quedar tan pequeño y sutil como antes, se deslizó por el cuello de la botella y se metió dentro. Apenas se hubo metido, el estudiante aplicó rápidamente el tapón y volvió a poner la botella en el lugar de donde la sacara, entre las raíces del roble, dejando así burlado al espíritu.

Disponíase el mozo a volver junto a su padre, cuando el espíritu exclamó con voz lastimera: «¡Déjame salir, déjame salir!».

—¡No —replicóle el muchacho—, no me cogerás por segunda vez! No vuelvo a soltar a quién quiso quitarme la vida, ahora que lo tengo reducido a la impotencia.

—Si me dejas en libertad —exclamó el espíritu—, te daré riquezas bastantes para toda la vida.

—No. Me engañarías como antes.

—Estás jugándote tu felicidad —insistió el espíritu—. No te causaré ningún daño, sino que te recompensaré con largueza.

Pensó el estudiante: «Voy a aventurarme; tal vez cumpla su palabra. De todos modos, no me pescará». Quitó el tapón, salió el espíritu y, dilatándose como la vez primera, pronto quedó transformado en un gigante.

—Ahora te daré la recompensa prometida —dijo y, alargando al muchacho un trapito parecido a un parche, prosiguió—. Frotando una herida con un extremo de este paño, quedará curada en el acto; y si con el otro extremo frotas un objeto de hierro o acero, al momento se convertirá en plata.

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