Todos los cuentos de los hermanos Grimm (87 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Un día salió el señorito de paseo. Iba pensativo y llegó a una fuente. Al mirarse en las aguas vio su figura de asno, y le dio tanto pesar, que se marchó errante por esos mundos de Dios, sin llevarse más que un fiel compañero.

Después de andar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a un país gobernado por un anciano rey, padre de una hermosísima muchacha.

Dijo el borriquillo:

—Nos quedaremos aquí —y, llamando a la puerta, gritó—. Aquí fuera hay un forastero. Abrid y dejadnos entrar.

Y como nadie les abriera, sentóse y se puso a tañer el laúd con las dos patas delanteras.

El portero abrió unos ojos como naranjas y, corriendo hacia el Rey, le dijo:

—Ahí fuera, en la puerta, hay un borriquillo que está tocando el laúd con tanto arte como el mejor de los maestros.

—Invita, pues, al músico a que entre —le ordenó el Rey.

Pero al ver que se presentaba un burro, los presentes soltaron la gran carcajada.

Los mozos recibieron orden de darle pienso y llevárselo abajo; pero él protestó:

—Yo no soy un vulgar asno de establo, sino noble.

—En este caso, vete con los soldados —le dijeron entonces.

—No —replicó él—, quiero estar junto al Rey.

Echóse éste a reír y dijo de buen humor:

—Bien. Hágase como pides, borriquillo. Ponte a mi lado —luego le preguntó—. Borriquillo, ¿qué tal te parece mi bija?

El asno volvió la cabeza para mirarla y, haciendo un gesto aprobativo, dijo:

—La verdad es que jamás he visto otra tan hermosa.

—Puedes sentarte a su lado, si quieres.

—¡Con mucho gusto! —exclamó el borrico.

Y, colocándose a su lado, comió y bebió comportándose con la mayor corrección y pulcritud.

Cuando llevaba una buena temporada en la Corte de aquel rey, pensó: «Todo esto no remedia nada. Hay que volver a casita»; y, triste y cabizbajo, presentóse al Soberano para despedirse.

Pero el Rey le había cobrado afecto y le dijo:

—¿Qué te pasa, borriquillo? Pareces agriado como una jarra de vinagre. Quédate conmigo, te daré todo lo que pidas. ¿Quieres oro?

—No —respondió el borrico, meneando la cabeza.

—¿Quieres adornos y pedrería?

—No.

—¿Quieres la mitad de mi reino?

—¡Oh, no!

Dijo el Rey entonces:

—¡Si pudiera adivinarte los gustos! ¿Quieres casarte con mi hija?

—¡Oh, sí! —respondió el borriquillo—. ¡Esto sí que me gustaría!

E inmediatamente se puso alegre, recobrando su antiguo buen humor, pues era aquél el mayor de sus deseos.

Celebróse, en consecuencia, una espléndida boda, y al anochecer, cuando los novios fueron conducidos a su habitación, queriendo saber el Rey si el borriquillo se comportaba con gentileza y corrección, mandó a un criado que se escondiese en la alcoba.

Cuando los recién casados estuvieron en la habitación, corrió el novio el cerrojo de la puerta, echó una mirada a su alrededor y, seguro de que estaban solos, quitándose de pronto la piel de asno quedó transformado en un esbelto y apuesto joven.

—Ya ves ahora quién soy —dijo a la princesa—, y ves también que no soy indigno de ti.

Alegróse la novia y lo besó muy entusiasmada. Pero al llegar la mañana, levantóse el mozo y volvió a ponerse la piel de asno, de manera que nadie habría podido sospechar quién se ocultaba bajo aquella figura.

No tardó en presentarse el Rey:

—¡Caramba! —exclamó—. ¡Pues no está poco contento el borriquillo! Pero tú debes de estar triste —prosiguió, dirigiéndose a su hija— al no tener por esposo a un hombre como los demás.

—¡Oh, no, padre mío! —respondió ella—. Lo quiero tanto como si fuese el más hermoso de los hombres, y le seré fiel hasta la muerte.

Admiróse el Rey; pero el criado, que había permanecido oculto, le descifró el misterio. Dijo el Rey:

—Esto no puede ser verdad.

—Velad vos mismo la próxima noche y lo veréis con vuestros propios ojos. Y si queréis seguir mi consejo, Señor Rey, quitadle la piel y arrojadla al fuego; así no tendrá más recurso que el de presentarse en su verdadera figura.

—Es un buen consejo —dijo el Rey.

Y por la noche, cuando todos dormían, entró furtivamente en la habitación y, al llegar junto a la cama, pudo ver a la luz de la luna a un apuesto joven dormido; y la piel yacía extendida en el suelo.

Cogióla y volvió a salir. En seguida mandó encender un gran fuego y arrojar a él la piel de asno; y no se movió de allí hasta que estuvo completamente quemada y reducida a cenizas. Deseoso de ver qué haría el príncipe al despertarse, pasóse toda la noche en vela, con el oído atento.

Despertóse el mozo al clarear el día, saltó de la cama para ponerse su piel de asno y, al no encontrarla, exclamó sobresaltado y lleno de angustia:

—¡Ahora no tengo más remedio que huir!

Pero a la salida encontróse con el Rey, el cual le dijo:

—Hijo mío, ¿adónde vas con tanta prisa? Quédate, eres un hombre tan apuesto que no quiero que te separes de mi lado. Te daré en seguida la mitad de mi reino y, cuando muera, lo heredarás todo.

—Pues que el buen principio tenga también un buen fin —respondió el joven—. Me quedo con vos.

Diole el Rey la mitad del reino, y cuando al cabo de un año murió, le legó el resto. Además, al fallecer su padre, heredó también el suyo, y de este modo discurrió su vida en medio de la mayor abundancia.

Los ducados caídos del cielo

E
RASE una vez una niña que había perdido a su padre y a su madre, y se quedó tan pobre, que no tenía ni una cabaña en la que vivir, ni una camita donde dormir. Sólo le quedaban los vestidos que llevaba puestos y un pedazo de pan que le diera un alma caritativa.

Pero la niña era buena y piadosa. Viéndose abandonada del mundo entero, marchóse a campo traviesa, puesta la confianza en Dios Nuestro Señor.

Encontróse con un mendigo que le dijo:

—¡Ay! Dame algo de comer. ¡Tengo tanta hambre!

Ella le alargó el pan que tenía en la mano, diciendo:

—¡Dios os bendiga!

Y siguió adelante.

Más lejos encontró a un niño que le dijo llorando:

—Tengo frío en la cabeza. Dame algo con que cubrirme.

Quitóse la muchachita su gorro y se lo dio.

Y más adelante salióle al paso una niña que no llevaba corpiño y tiritaba de frío. Diole ella el suyo. Después pidióle otra la faldita, y ella se la dio también.

Finalmente llegó a un bosque, cuando ya había oscurecido, y presentósele otra niña desvalida que le pidió una camisita. La piadosa muchacha pensó: «Es ya noche oscura, y nadie me verá. Bien puedo desprenderme de la camisa», y se quitó la camisa y la ofreció a la desgraciada.

Y, al quedarse desnuda, empezaron a caer estrellas del cielo, y he aquí que eran relucientes ducados de oro. Y, a cambio de la camisita que acababa de dar, le cayó otra de finísima hilo. Recogió ella entonces los ducados y fue rica para toda la vida.

La ondina del estanque

E
RASE una vez un molinero que vivía felizmente con su esposa. Tenían dinero y tierras, y su riqueza aumentaba de año en año. Pero la desgracia viene cuando menos se piensa. Y si hasta entonces su fortuna había ido creciendo, a partir de un momento dado comenzó a menguar sin saber cómo y, al fin, el molinero apenas pudo llamar suyo el molino en que vivía. Andaba el hombre triste y preocupado, y cuando después del trabajo de la jornada retirábase a descansar, no lograba conciliar el sueño y se pasaba las horas revolviéndose en la cama.

Una mañana se levantó antes del amanecer y salió al campo, pensando que aquello le aligeraría el corazón. Al pasar por la presa del molino, el sol mandaba sus primeros rayos, y el hombre oyó un rumor que subía del agua. Volvióse y vio una mujer bellísima que salía lentamente del estanque. Su larga cabellera que, con las delicadas manos mantenía sujeta sobre sus hombros, le caía por ambos lados cubriéndole el blanquísimo cuerpo.

Bien se dio cuenta el molinero de que aquella mujer era la ondina del estanque y, sobrecogido de temor, no sabía si quedarse o huir. Pero la ondina dejó oír su armoniosa voz y, llamándolo por su nombre, preguntóle el motivo de su tristeza.

De momento, el molinero permaneció mudo; pero al oír que le hablaba tan amistosamente, cobró ánimos y le contó cómo, después de haber sido tan rico y feliz, se veía reducido a tal extremo de pobreza que no sabía cómo salir del paso.

—Tranquilízate —díjole la ondina—. Te haré más rico y más feliz de lo que jamás fuiste. Sólo debes prometerme que me darás lo que acaba de nacer en tu casa.

—¿Qué otra cosa puede ser —pensó el molinero— sino un perrito o un gatito?

Y accedió a lo que se le pedía.

Desapareció la ondina en el agua y el hombre regresó, consolado y contento, a su molino.

Antes de llegar acudió a su encuentro la sirvienta, felicitándole porque su esposa acababa de dar a luz un niño. Detúvose el molinero como herido por un rayo, pues comprendió que la pérfida ninfa lo había engañado.

Acercóse, cabizbajo, al lecho de su esposa.

—¿Cómo no te alegras a la vista de este hermoso niño? —le preguntó ella.

El molinero le contó entonces lo que acababa de sucederle, y la promesa que había hecho a la ondina.

—¡De qué nos servirá la riqueza y la prosperidad —agregó— si debemos perder a nuestro hijo! Pero, ¿qué puedo hacer?

Tampoco hallaron remedio los parientes que acudieron a felicitarlo.

Y, en efecto, la prosperidad volvió a la casa del molinero. Salíanle bien todos los negocios que emprendía. Parecía como si las arcas se llenaran por sí solas, y como si el dinero se multiplicase por la noche en el armario.

Al cabo de poco tiempo, era ya más rico que nunca lo fuese. Pero no podía gozar tranquilo de su fortuna, pues la promesa hecha a la ondina le roía el corazón. Cada vez que pasaba junto al estanque, temía verla salir del agua a recordarle su deuda. Al niño le tenía prohibido acercarse al agua.

—¡Guárdate de acercarte a la orilla —le decía constantemente—, pues si tocas el agua saldrá una mano que te agarrará y se te llevará al fondo!

Sin embargo, viendo que transcurrían los años y la ondina no se presentaba, el hombre empezó a tranquilizarse.

El niño se hizo mayorcito y fue enviado a un montero para que le enseñara el oficio. Terminado el aprendizaje, y siendo ya un hábil cazador, entró al servicio del señor del lugar.

Había en el pueblo una muchacha hermosa y honesta, de la que el joven se enamoró. Al observarlo su amo, le regaló una casita. Celebraron la boda y vivieron tranquilos y felices, pues se querían tiernamente.

Un día, el cazador iba persiguiendo un corzo. El animal salió del bosque y echó a correr campo a través; el mozo lo siguió y lo derribó de un tiro. Sin darse cuenta de que se hallaba muy cerca del estanque, una vez destripada la pieza, se acercó al agua para lavarse las manos manchadas de sangre.

Mas apenas las había metido en el agua, apareció la ondina con rostro sonriente, le rodeó el cuerpo con sus húmedos brazos y se lo llevó al fondo, tan rápidamente, que las ondas saltaron sobre su cabeza.

Al anochecer, viendo que no regresaba el cazador, una gran angustia invadió a su esposa. Salió en su busca y, como había oído muchas veces que debía guardarse de las acechanzas de la ondina y no acercarse a la presa, en seguida sospechó lo que había ocurrido.

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