Todos los cuentos (33 page)

Read Todos los cuentos Online

Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

BOOK: Todos los cuentos
10.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

El locutor anuncia al Quinteto Mundo, que ejecutará cinco breves obras de cinco compositores (uno por continente). Y cuando luego el locutor da por concluida la parte oficial del acto de apertura, la multitud se eleva medio metro y comienza a desgarrarse. Los invitados saben que no deben girar hacia la derecha (la calle), sino hacia la izquierda, donde se servirá el cóctel.

Al día siguiente comienzan las sesiones del histórico acontecimiento. Julio Rav llega antes de hora. Se introduce en el salón vacío. Lo espolea una angustiante temeridad. En la penumbra distingue el estrado presidido por un gigantesco emblema de la Felalí. A los lados dormitan banderas latinoamericanas. En un nivel más bajo se alinean los sitiales del comité ejecutivo. El doctor Carvallo dispone de una amplia botonera y cuatro teléfonos para controlar la marcha de las sesiones. Los butacones de los representantes forman un hemiciclo, cada uno con lámpara individual, micrófono y jarra de agua.

Julio recorre el salón penumbroso y disfruta el olor a madera y terciopelo. Imagina voces. Contempla como a un jeroglífico el enorme símbolo de la Felalí y las banderas apretadas en su torno. En el tablero hay una llave que dice Asamblea de Representantes. Julio la mueve y la sala se transforma: arden las lámparas de cada pupitre con conos amarillos que se desparraman por las maderas y llegan al piso alfombrado de rojo. Apaga y se dirige a la oficina de Carvallo.

A los pocos minutos arriba el doctor Carvallo, a quien saluda con respeto y expectación. El director ejecutivo se atusa el nietzscheano bigote; de su mano izquierda cuelga un provocativo llavero. Mira hacia los lados, como el asaltante que se cerciora sobre la ausencia de peligro. —Está bien —exclama—, conviene que se vaya enterando.

Le hace señas con el índice y lo conduce hacia la caja fuerte (cuartito de Barba Azul, cueva de Alí Babá). A Julio se le apuran los latidos. Carvallo, ante la mirada golosa de su asistente, gira el disco hacia la derecha, hacia la izquierda, otra vez hacia la derecha. Después introduce la llave y la pesada puerta de acero viene hacia el exterior. Julio mira con apremio el contenido misterioso. Ve muchas cassettes alineadas con prolijidad. Carvallo lee las inscripciones del lomo y extrae cinco.

—Tenga —ordena.

Saca otras cinco.

—Tenga —repite.

Saca las cinco finales, que sostiene en su propia mano. Cierra la puerta, da dos vueltas a la llave y gira el disco. —Son las grabaciones de la vigésimo sexta Asamblea —explica—; debe aprender a cuidarlas como joyas. —Julio Rav asiente, pero sin comprender. Tiene conciencia de que no ha captado lo esencial, que se trata de algo increíble e importante. Mordisquea la uña de su dedo mayor.

—¿Dónde pongo las cassettes?

—Venga conmigo —dice Carvallo, que avanza adelante. Entran en el anfiteatro. El director ejecutivo prende la luz y se instala en su butaca provista de timbres y teléfonos, dobla un poco el micrófono, mira los parlantes distribuidos con estratégica precisión y exclama: ¡todo listo!

Ordena que ingrese el personal. En forma ordenada, como soldados en un desfile, avanzan por los pasillos, cruzan por delante y por detrás, y se distribuyen en los lugares asignados desde hace tiempo. Los jefes, sus ayudantes, las secretarias, los cadetes, ocupan sus sitios como si fueran trincheras. Mientras, en el hall, cuatro empleadas con uniforme reciben a los delegados que ya traen bajo la axila su respectiva carpeta azul (el venezolano la examina: es la primera vez que asiste; los demás, que han batido records, ni siquiera se molestan en averiguar si su credencial contiene algún error). A las diez en punto son invitados a ingresar en el anfiteatro para que comiencen las deliberaciones. El jocundo brasileño, mientras avanza, cuenta nuevos chistes. Julio reconoce al enhiesto representante de Chile, al tacaño del Perú, al anodino del Uruguay, al curioso de Venezuela. El presidente llega a las diez y cinco balanceando su abdomen de mediano volumen que armoniza con su talle de mediana estatura. Carvallo le hace una reverencia medio servil y medio cínica, le entrega la carpeta azul
especial
y lo acompaña al estrado.

Nada de periodistas, nada de intrusos. Se cierra la doble puerta. Se corre la pesada cortina marrón. Julio Rav tiene frío en los pies y llamas en la frente. Carvallo admite que puede llegar a ser su sucesor, por eso le ha informado sobre tantos detalles de la Comulí y la Felalí, los aspectos débiles y fuertes de cada federación nacional, lo ha hecho participar en la preparación del acontecimiento y hasta le ha permitido —¡hoy!— enterarse de lo que contiene la maravillosa caja fuerte. Pero este último secreto (¿por qué habría de ser un secreto?), que lo excitó durante semanas, ahora aumenta su desazón. Teme que las cassettes tan guardadas signifiquen algo inimaginable, horrible. Incluso sospecha que los folletos
Grandes de
las Ligas,
tan valorados por el director ejecutivo, forman una cordillera de papel inservible. Y se asusta de tan herética sospecha. Nadie los compra (o compra por compromiso); no emocionan a los que trabajan por las ligas ni mejoran la opinión de los que nunca se interesaron por ellas; ¿será una obra que realiza Carvallo en su propio beneficio, que le permite lucirse ante delegados obsecuentes y hacerse acreedor de los vanidosos que pretenden inmortalizarse con una biografía?

El presidente llena el vaso con agua. Va a pronunciar otro discurso, pero esta vez secreto. Mientras bebe comienza a decir las primeras frases. Julio Rav se asombra ante la incomprensible superposición: ¿puede beber y hablar al mismo tiempo? Frunce el ceño. Es absurdo. Sigue bebiendo y hablando, como si la voz pasara de sus labios al agua y de ésta a las paredes de la copa, transmitiendo vibraciones al micrófono. Los estratégicos parlantes derraman su voz grave, medida, que de cuando en cuando se interrumpe para dar lugar a una característica aspiración nasal que ingiere todas las moléculas que contaminan la atmósfera. Julio Rav se mueve en su asiento como si le recorriesen líneas de hollín, como si la virulencia y el miedo intentaran fragmentarlo. Quiere enterarse y le aterroriza enterarse. Está junto al doctor Carvallo, concentrado en su tablero. Lo mira con intensidad porque no logra entender; en realidad no logra asumir lo que en efecto entiende. ¡Pero si este discurso es el mismo de la vigésimo sexta Asamblea! El presidente no habla, sino la grabación. Julio se aplasta contra los resortes. Transpira. No es verdad. No es posible. Pero ahí está la cassette en funcionamiento. Y Carvallo controla en forma personal que la voz registrada hace tantos años y en un contexto lejano, diferente, se expanda por el anfiteatro con engañosa frescura. Julio se siente un animal abatido.

Cuando el presidente finaliza (finaliza la cassette), bebe de nuevo. Es fantástico. Ahora lee su informe el secretario: informe importante porque se refiere a los problemas de la Felalí en la nueva coyuntura que sacude a América latina y el mundo. Pero tampoco es necesario que gaste sus cuerdas vocales: lo hace otra cassette rápidamente colocada por Carvallo. Su voz repite un informe viejo, ya leído, ya oído, ya registrado. Después lo hace el tesorero y a continuación los representantes de la Argentina, Bahamas y Bolivia, en riguroso orden alfabético. Los delegados, apoltronados en sus butacas, dormitan, sueñan. Mientras, los noticieros informan que Buenos Aires es la sede de una histórica y secreta Asamblea internacional.

Se encienden las luces para un intervalo. Los representantes se ponen de pie con lamento de articulaciones. Carvallo revisa las cassettes, controla su numeración y vuelve a instalarlas en un costado de su pupitre. Después se apresura hacia el peruano. Le susurra a la oreja. El peruano asiente varias veces y, en lugar de dirigirse al salón del refrigerio, regresa al hemiciclo para recoger su carpeta azul. Julio Rav lo contempla perplejo porque todavía no se ha repuesto de la sorpresa atroz que le produjo escuchar ciertas palabras —bastaban sólo algunas— que Carvallo le acababa de derramar a la oreja. El despótico director ejecutivo y el miserable representante negocian el contrabando de una partida de esculturas que llegará a Buenos Aires con valija diplomática para el salón de artes plásticas que regentea la mujer de Carvallo. Julio deglute piedras y quiere salir corriendo para contárselo a María Claudia.

Una hora después prosiguen los “críticos” informes de otros tiempos que arrullan la prolongada siesta de los asambleístas. Pero cuando hay que designar a la esperada Comisión de Resoluciones, Carvallo detiene abruptamente su aparato. Suenan bostezos, toses y ruidos de los músculos que se desperezan, sorprendidos. Carvallo acerca su cara al micrófono y solicita al presidente el uso de la palabra. Su intervención, seguramente esperada por los veteranos, produce una onda agradable: por lo menos es algo en vivo y en directo. Dice con afectación que la Felalí procede en todos los aspectos de su amplio quehacer y recuerda que la anterior Comisión de Resoluciones estuvo integrada por los delegados del Brasil, Costa Rica y Ecuador (los representantes de esos países asienten con la cabeza), recuerda que se beneficiaron con un viaje pago a la asamblea de la Comulí en Viena los delegados del Uruguay, Colombia y México (asienten con la cabeza), recuerda que a la reunión de las organizaciones no gubernamentales de las Naciones Unidas concurrieron los representantes de Paraguay, Jamaica y Bolivia (también asienten). Por lo tanto —Carvallo se atusa el bigote, después se acaricia la calva—, propone que la Comisión de Resoluciones de esta histórica trigésima Asamblea se constituya con los meritorios delegados del Perú, Honduras y Guyana, y que su presidencia sea ejercida por el experimentado representante del... ¡Perú! (el mezquino e inmoral individuo sonríe con el lado izquierdo de la boca). El presidente de mediana estatura, mediano abdomen, mediana inteligencia, mediana visión y gigantesca nariz inspira y somete la moción a la Asamblea, que la aprueba por indiferente unanimidad.

Carvallo abrocha su saco verde y acompaña a la flamante Comisión de Resoluciones palmeando la espalda del peruano. Se encierran en un cuarto lateral y hacen llamar al asistente del director. Julio se arrastra sin oxígeno.

—¿Le pasa algo? —El severo director ejecutivo advierte su cara envejecida.

Julio no contesta y Carvallo no tiene tiempo.

—Tráigame la carpeta de resoluciones anteriores —ordena.

Julio se desplaza como un zombi; busca en los archivos las resoluciones de todas las Asambleas que realizaron la Felalí y la Comulí, y siente que su cabeza está magullada por el anhelo de María Claudia y las vocaciones contradictorias y las humillaciones del secundario y los ideales en estrepitosa caída y una rabia que gira como ciclón dentro del pecho.

El doctor Carvallo mueve sus dedos artríticos entre los papeles que le entrega Julio; elige una hoja amarilla y seca, mira a los integrantes de la Comisión y dice: Para esta trigésima Asamblea, dada la crítica coyuntura mundial, nos conviene un texto de la Comulí emitido hace dos décadas, en 1968, cuando estaba en su apogeo la guerra de Vietnam.

Los representantes se miran unos a otros, sonríen, aceptan. ¡A trabajar entonces! Distribuye copias de la antigua hoja y cada uno busca el párrafo que podría resultar irritante al gobierno de su respectivo país —tachemos—, luego a cada uno de los demás países federados en la Felalí —tachemos—, no vaya a ser que corramos peligro... La hoja se va llenando de barras censoras. El primitivo texto se reduce ya a tres renglones. El delegado de Guyana bosteza: ¡bueno, querido Carvallo, usted se ocupará de ampliarlo un poco!

—Póngase a la máquina de escribir —ordena el director a su asistente—. El proyecto de resolución debe ocupar una hoja tamaño oficio. Arriba de los dos renglones clave (que ocuparán el centro de la hoja) irá una detallada nómina de los representantes. Por debajo de esos renglones clave recalcaremos con vigor la enorme importancia de la Felalí, rama de la Comulí, y sus conocidas tareas en beneficio de la promoción humana, el bienestar de los pueblos y demás. Respecto de los renglones clave, le insisto que deberán poseer el atrevimiento y la fuerza de la brevedad, tal como nos inspira la resolución que emitió la Comulí hace dos décadas. Fíjese: primero,
incentivar la ayuda moral y material a todas las ligas;
segundo,
aumentar el número de ligas
(¿esto requiere atrevimiento?, ¿fuerza?... repite el ciclón encerrado en el pecho de Julio, y que amenaza desmayarlo).

Ve pulseras de color mientras teclea en la máquina. El peruano mete la cabeza por encima de su hombro y advierte una asimetría: es preciso alargar la primera parte del texto (por encima de los renglones clave).

—Tiene razón —accede Carvallo y, acariciando los cabellos de su descalibrado asistente, ordena—: después pase el texto en limpio y agregue a la
lista
de representantes la
forma como
estaban sentados, a la derecha o izquierda, adelante o detrás de tal autoridad o diplomático, así se ofrecerá una impactante imagen de la magnificencia que alcanzó el acto de apertura, llenará otros renglones y funcionará como buen introito a los audaces renglones clave de la resolución.

Julio ya no tiene fuerzas para escribir una línea. Las letras danzan burlonas. Salta de su bolsillo la amada credencial de la Felalí, se instala sobre el carro y su cubierta plastificada empieza a emitir absurdos reflejos. Siente que el ciclón de su pecho aumenta la furia, le expande el tórax, le desgarra el esternón y las costillas, le abre el cuerpo e irrumpe con bramido de tempestad en el edificio Everest. El ciclón nace de Julio y se independiza de Julio. Agrede a la máquina y hace volar los papeles blancos de hoy y los amarillos de ayer. Como una horda empuja a los delegados atónitos que tratan de sostenerse a palabras como renglones clave, multitudes comprometidas, bienestar de los pueblos. Le arranca sangrientamente el bigote a Carvallo y le arroja encima de la lustrosa calva su trono color almendra mientras dispara los balazos contenidos en las expresiones organización techo, cinco ramas continentales, histórica y trascendental trigésima Asamblea de Representantes atención-atención-atención, status de organización no gubernamental ante las Naciones Unidas, Grandes de las Ligas, convenciones mundiales, y nobles fines que no son fines y, menos, nobles. En medio de la tempestad se arremolinan la hueca importancia de las reuniones, la hueca propaganda, el hueco compromiso de la saliva que segregaban las lenguas de los funcionarios, las huecas ceremonias, la hueca conferencia de prensa y el cóctel y los flashes y el ruido de gacetillas, impresos, cartas, recordatorios, invitaciones especiales, y el hastío de las huecas lecciones que Carvallo le impartía con hueca obstinación. Vuelan los afiches plateados, morados, rojos, amarillos, verdes, y vuelan, entre ellos, el rostro hermoso de María Claudia y sus pechos magníficos, y vuela como un meteorito extraviado el mediocre presidente de mediana estatura, mediano abdomen, mediana visión y gigantesca nariz haciendo trizas el alucinante aparato que fue montado para la autocomplacencia.

Other books

The Watchful Eye by Priscilla Masters
Elicit by Rachel van Dyken
Betting the Farm by Annie Evans
Tag Against Time by Helen Hughes Vick
Valour's Choice by Tanya Huff
Fortune's Bride by Roberta Gellis
Gently with the Ladies by Alan Hunter