Tormenta de Espadas (122 page)

Read Tormenta de Espadas Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
2.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sus jinetes de sangre estaban tan desesperados por ir a enfrentarse a él que casi llegaron a las manos entre ellos.

—Sangre de mi sangre —les dijo Dany—, vuestro lugar está a mi lado. Ese hombre no es más que una mosca zumbona, nada más. No le hagáis caso, pronto se marchará.

Aggo, Jhogo y Rakharo eran guerreros valientes, pero también jóvenes y demasiado importantes para poner en peligro sus vidas. Mantenían unido el
khalasar
y también eran los mejores exploradores.

—Sabia decisión —dijo Ser Jorah, mientras lo observaban todo delante de la tienda de Dany—. Dejemos que ese idiota siga paseándose y gritando hasta que el caballo se le quede cojo. No nos hace ningún daño.

—Sí nos lo hace —insistió Arstan Barbablanca—. Las guerras no se ganan sólo con lanzas y con espadas, ser. Ese héroe insufla valor en los corazones de los suyos y planta en los de los nuestros las semillas de la incertidumbre.

—¿Qué semillas plantaría nuestro campeón si cayera derrotado? —Ser Jorah soltó un bufido.

—El hombre que teme a la batalla no consigue victorias, ser.

—Aquí no se trata de una batalla. Si ese bufón cae, las puertas de Meereen no se nos abrirán. ¿Por qué arriesgar una vida a cambio de nada?

—Por honor.

—Ya es suficiente —intervino Dany.

Lo que menos falta le hacía era aguantar sus constantes disputas, ya tenía demasiados problemas. Meereen representaba peligros mucho más graves que un héroe de rosa y blanco que gritaba insultos, no podía permitirse ninguna distracción. Después de Yunkai la seguían más de ochenta mil personas, pero apenas una cuarta parte de ellas eran soldados. Los demás... en fin, Ser Jorah los llamaba bocas con piernas, y pronto empezarían a tener hambre.

Los Grandes Amos de Meereen habían retrocedido ante el avance de Dany, cosechando todo lo que pudieron y quemando lo que no pudieron cosechar. A su paso sólo encontraron campos quemados y pozos envenenados. Lo peor de todo era que, en cada mojón del camino costero que iba de Yunkai a Meereen, habían clavado a un niño esclavo, todavía vivo, con las entrañas desparramadas y un brazo señalando siempre en dirección a la ciudad. Daario había ordenado que desclavaran a los niños antes de que Dany los viera, pero ella dio la contraorden en cuanto se enteró.

—Los veré —dijo—. Veré a todos y cada uno de ellos, los contaré, miraré sus rostros... Y los recordaré.

Cuando llegaron a Meereen, en la orilla del mar y junto al río, había contado hasta ciento sesenta y tres.

«Tomaré esta ciudad», se prometió una vez más Dany.

El héroe de rosa y blanco pasó una hora vituperando a los asediadores, burlándose de su virilidad, de sus madres, de sus esposas y de sus dioses. Los defensores de Meereen lo animaban desde las murallas de la ciudad.

—Se llama Oznak zo Pahl —le dijo Ben Plumm el Moreno cuando se presentó ante el Consejo para planear la batalla. Era el nuevo comandante de los Segundos Hijos, elegido por los votos de sus compañeros mercenarios—. En cierta ocasión, antes de unirme a los Segundos Hijos, fui guardaespaldas de su tío. Los Grandes Amos, ¡vaya montón de gusanos! Las mujeres no estaban mal, aunque uno se jugaba la vida si miraba a la que no debía de la manera que no debía. A un hombre, un tal Scarb, ese tipo, Oznak, le arrancó el hígado. Decía que por defender el honor de una dama, que Scarb la había violado con los ojos. ¡Ya me diréis cómo se puede violar a una moza con los ojos! Pero su tío es el hombre más rico de Meereen, y su padre está al mando de la guardia de la ciudad, así que tuve que huir como una rata antes de que me matara a mí también.

Vieron que Oznak zo Pahl desmontaba de su corcel blanco, se desanudaba los calzones, se sacaba el miembro y lanzaba un chorro de orina en dirección al olivar donde se alzaba el pabellón dorado de Dany, entre los árboles quemados. Aún seguía meando cuando Daario Naharis se acercó,
arakh
en mano.

—¿Queréis que se la corte y se la meta en la boca, Alteza? —Los dientes le brillaban dorados en medio de la barba azul.

—Lo que quiero es la ciudad, no ese miembro ridículo.

Pero se estaba poniendo cada vez más furiosa.

«Si sigo sin hacer nada, los míos me considerarán débil.» Pero ¿a quién podía enviar? Necesitaba a Daario tanto como a sus jinetes de sangre. Sin el extravagante tyroshi, no tendría control alguno sobre los Cuervos de Tormenta, muchos de los cuales habían sido partidarios de Prendahl na Ghezn y Sallor el Calvo.

Arriba, en las murallas de Meereen, las burlas eran cada vez más sonoras y cientos de los defensores estaban imitando al héroe y orinaban por los baluartes para mostrar su desprecio hacia los asediadores.

«Se están meando en los esclavos para demostrar que no nos tienen miedo —pensó—. Si lo que tuvieran ante sus puertas fuera un
khalasar
dothraki, no se atreverían.»

—Hay que aceptar el desafío —repitió una vez más Arstan.

—Así se hará —dijo Dany mientras el héroe volvía a guardarse el pene—. Decid a Belwas el Fuerte que lo necesito.

El corpulento eunuco de piel morena estaba a la sombra del pabellón dorado, concentrado en devorar una salchicha. Se la terminó en tres bocados, se limpió las manos grasientas en los pantalones y pidió a Arstan Barbablanca que fuera a buscarle el acero. El anciano escudero afilaba el
arakh
de Belwas todas las noches y lo frotaba con un aceite color rojo brillante.

Cuando Barbablanca le entregó la espada, Belwas el Fuerte entrecerró los ojos para examinar el filo, gruñó, volvió a meter la hoja en la vaina de cuero y se ató el cinturón en torno a la inmensa cintura. Arstan le había llevado también el escudo, un disco redondo de acero, poco más grande que una bandeja, que el eunuco agarró con la mano izquierda en vez de atárselo al antebrazo, al estilo de Poniente.

—Consígueme hígado y cebollas, Barbablanca —pidió Belwas—. Para ahora no, para luego. Matar siempre da hambre a Belwas el Fuerte.

No esperó la respuesta; salió del olivar en dirección a Oznak zo Pahl.

—¿Por qué eliges a ése,
khaleesi
? —exigió saber Rakharo—. Es gordo y estúpido.

—Belwas el Fuerte era esclavo en las arenas de combate. Si ese noble Oznak cayera ante él, sería una vergüenza para los Grandes Amos, mientras que si lo derrotara... sería una pobre victoria, Meereen no se podría vanagloriar de nada.

Y, a diferencia de Ser Jorah, Daario, Ben el Moreno, y sus tres jinetes de sangre, el eunuco no se ponía al frente de las tropas, no planificaba las batallas ni le daba consejo.

«No hace nada más que comer, fanfarronear y gritarle a Arstan.» Belwas era el único del que podía prescindir. Y ya era hora de saber qué protector le había enviado el magíster Illyrio.

En las líneas de los asediantes se alzó un clamor nervioso cuando vieron a Belwas avanzar hacia la ciudad, y de las murallas y las torres de Meereen les llegaron gritos y burlas. Oznak zo Pahl montó de nuevo y aguardó, con la lanza rayada apuntando hacia el cielo. El corcel sacudía la cabeza con impaciencia y levantaba polvo con los cascos. Pese a su corpulencia, el eunuco parecía menudo en comparación con el héroe a caballo.

—Si fuera un caballero, desmontaría —dijo Arstan.

Oznak zo Pahl bajó la lanza y cargó.

Belwas se detuvo, con las piernas bien separadas. En una mano llevaba el pequeño escudo redondo y en la otra el
arakh
curvo que Arstan cuidaba con tanto esmero. La gran barriga morena y el pecho poderoso aparecían desnudos por encima del cinturón de seda amarilla que llevaba anudado a la cintura, y no contaba con más armadura que un chaleco de cuero tachonado, tan absurdamente pequeño que ni siquiera le cubría los pezones.

—Tendríamos que haberle dado una armadura —dijo Dany, de repente muy nerviosa.

—Eso sólo serviría para hacerlo más lento —dijo Ser Jorah—. En las arenas de combate no llevan armaduras. El público que va allí quiere ver sangre.

Los cascos del corcel blanco levantaban polvo del suelo. Oznak galopó hacia Belwas el Fuerte, con la capa a rayas ondeando al viento. Todo Meereen parecía estarlo animando; en comparación, los gritos de apoyo de los asediantes parecían pocos y bajos; los Inmaculados, formados en filas, guardaban silencio y observaban con rostros como tallados en piedra. Belwas también parecía de piedra. Estaba de pie, en el camino del caballo, con el chaleco tenso en las anchas espaldas. La lanza de Oznak le apuntaba directa al pecho. La brillante punta de acero centelleaba a la luz del sol.

«Lo va a empalar», pensó... y en ese momento el eunuco giró a un lado. Rápido como un parpadeo, el jinete pasó de largo, empezó a girar y alzó la lanza. Belwas no hizo ademán alguno de atacarlo. Los meereenos de las murallas gritaron todavía más.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dany.

—Quiere ofrecer un buen espectáculo a la turba.

Oznak hizo que el caballo describiera un amplio círculo alrededor de Belwas, luego picó espuelas y cargó de nuevo. Una vez más, Belwas aguardó hasta el último momento y giró a la vez que desviaba la punta de la lanza de un golpe. A oídos de Dany llegó la risotada del eunuco, que despertó ecos en la explanada mientras el héroe pasaba de largo.

—La lanza es demasiado larga —dijo Ser Jorah—. Lo único que tiene que hacer Belwas es esquivar la punta. Ese idiota no tendría que intentar ensartarlo, sino arrollarlo con el caballo.

Oznak zo Pahl cargó por tercera vez, y Dany vio con toda claridad que se dirigía más allá de Belwas, como haría un caballero de Poniente al cargar contra su adversario en una justa, en vez de dirigirse contra él, que sería el estilo de un dothraki. El suelo llano permitía que el corcel alcanzara mucha velocidad, pero también facilitaba las cosas al eunuco a la hora de esquivar la engorrosa lanza de cinco metros.

El héroe rosa y blanco de Meereen trató de anticiparse a Belwas y desvió la lanza en el último momento para intentar ensartarlo cuando la esquivó. Pero el eunuco también había previsto aquello y, en aquella ocasión, se dejó caer, en vez de girarse a un lado. La lanza le pasó inofensiva por encima de la cabeza y, de repente, Belwas rodó por el suelo y describió un arco plateado con el afilado
arakh
. Se oyó el relincho del corcel cuando la hoja se le clavó en las patas, el caballo cayó y el héroe salió despedido de la silla.

De pronto se había hecho el silencio en los parapetos de Meereen. Era el turno de la gente de Dany de aclamar y aplaudir.

Oznak consiguió que no lo aplastara el caballo y se las arregló para desenvainar la espada antes de que Belwas el Fuerte cayera sobre él. El acero chocó contra el acero, demasiado rápido y furioso para que Dany pudiera seguir los golpes. Pero en menos de doce latidos de corazón, el pecho de Belwas estuvo cubierto de sangre por un corte entre los pezones, y Oznak zo Pahl tenía un
arakh
clavado entre los cuernos de carnero. El eunuco liberó la hoja y cortó la cabeza con tres golpes salvajes en el cuello. La alzó para que los meereenos la vieran bien y la tiró hacia las puertas de la ciudad, donde rebotó y rodó por la arena.

—Vaya con el héroe de Meereen —dijo Daario entre risas.

—Es una victoria sin sentido —advirtió Ser Jorah—. No ganaremos Meereen matando a sus defensores de uno en uno.

—No —asintió Dany—, pero me alegra que hayamos matado a éste.

Los defensores de las murallas empezaron a disparar sus ballestas contra Belwas, pero los dardos se quedaban muy cortos o se clavaban en el suelo, inofensivos. El eunuco volvió la espalda hacia la lluvia de puntas de acero, se bajó los pantalones, se acuclillo y empezó a cagar en dirección a la ciudad. Cuando terminó se limpió con la capa a rayas y se entretuvo el tiempo suficiente para saquear el cadáver del héroe y poner fin a la agonía del caballo antes de regresar al bosquecillo de olivos.

Los asediantes le dieron una bienvenida calurosa cuando entró en el campamento. Los dothrakis aullaban y gritaban, y un clamor brotaba de los Inmaculados que entrechocaban las lanzas y los escudos.

—Bien hecho —le dijo Ser Jorah.

—Una fruta dulce por una dulce victoria —dijo Ben el Moreno tendiendo al eunuco una ciruela madura.

Hasta las doncellas dothrakis de Dany tuvieron palabras de alabanza para él.

—Te trenzaríamos el pelo y te pondríamos una campanilla, Belwas el Fuerte —dijo Jhiqui—. Pero no tienes pelo suficiente.

—Belwas el Fuerte no necesita campanillas tintineantes. —El eunuco se comió de cuatro bocados la ciruela de Ben el Moreno y tiró el hueso—. Belwas el Fuerte necesita hígado y cebollas.

—Hígado y cebollas tendrás —dijo Dany—. Belwas el Fuerte está herido.

Tenía el estómago enrojecido por la sangre que manaba del corte entre los pezones.

—No es nada. Siempre dejo que mi rival me corte una vez, antes de matarlo. —Se dio unas palmaditas en la barriga ensangrentada—. Cuenta los cortes y sabrás a cuántos ha matado Belwas el Fuerte.

Pero Dany había perdido a Khal Drogo por una herida semejante y no iba a permitir que quedara sin curar. Envió a Missandei en busca de un liberto yunkio que era famoso por su habilidad en las artes curativas. Belwas chilló y protestó, pero Dany le echó una regañina y lo llamó bebé calvo hasta que el hombretón permitió que el curador le restañara la sangre de la herida con vinagre, se la cosiera y le vendara el pecho con tiras de lino empapadas en vino de fuego. Sólo entonces se reunió en su pabellón con los capitanes y comandantes que formaban el Consejo.

—Necesito esta ciudad —les dijo una vez sentada con las piernas cruzadas entre los cojines, rodeada por los dragones. Irri y Jhiqui sirvieron vino—. Tienen los graneros llenos a reventar. En las terrazas de las pirámides crecen higos, dátiles y aceitunas, y en las bodegas hay barriles de pescado en salazón y carne ahumada.

—También hay cofres llenos a rebosar de oro, plata y piedras preciosas —les recordó Daario—. No nos olvidemos de las piedras preciosas.

—He examinado las murallas que dan a tierra y no he encontrado ningún punto débil —señaló Ser Jorah Mormont—. Con un poco de tiempo podríamos excavar un túnel, pero ¿qué comeríamos mientras tanto? Ya casi no nos quedan provisiones.

—¿Ningún punto débil en las murallas que dan a tierra? —preguntó Dany. Meereen estaba en un saliente de arena y piedra, allí donde el lento cauce cenagoso del Skahazadhan desembocaba en la Bahía de los Esclavos. La muralla norte de la ciudad se alzaba a lo largo de la ribera, y la muralla oeste en la orilla de la bahía—. ¿Significa eso que tendremos que atacar desde el río o desde el mar?

Other books

Dead Roots (The Analyst) by Brian Geoffrey Wood
Night Visit by Priscilla Masters
A Slow-Burning Dance by Ravenna Tate
Sisterchicks in Sombreros by Robin Jones Gunn