Tormenta de Espadas (26 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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«La guerra no ha tocado este sitio», pensó Jaime. Estaba satisfecho de encontrarse allí, contento de estar vivo y de hallarse en el camino que lo llevaría de vuelta a Cersei.

—Me encargaré de la primera guardia —le dijo Brienne a Ser Cleos, que al momento comenzó a roncar con suavidad.

Jaime se recostó en el tronco de un roble y se preguntó qué estarían haciendo en ese momento Cersei y Tyrion.

—¿Tenéis parientes, mi señora? —preguntó.

—No —contestó Brienne mirándolo de reojo, con suspicacia—. Fui el... la única hija de mi padre.

Jaime soltó una risita burlona.

—Ibais a decir el único hijo. ¿Os considera un hijo? Está claro que como hija sois rara.

Sin decir una palabra, ella le dio la espalda, con los nudillos tensos sobre la empuñadura de la espada.

«Qué ser más infeliz, pobre criatura.» Le recordaba a Tyrion de alguna extraña manera, aunque a primera vista era difícil encontrar dos personas que fueran tan dispares. Quizá ese pensamiento sobre su hermano lo hizo disculparse.

—No tuve intención de ofenderos, Brienne. Perdonadme.

—Vuestros crímenes están más allá de cualquier perdón, Matarreyes.

—Otra vez ese apodo. —Jaime retorció ociosamente sus cadenas—. ¿Por qué os enojo tanto? Que yo sepa, no os he hecho daño alguno.

—Habéis hecho daño a otros. A aquellos a quienes jurasteis proteger. A los débiles, a los inocentes...

—Y... ¿al rey? —Siempre lo mismo. Todo se remontaba a Aerys—. No supongáis que podéis juzgarme por lo que no entendéis, moza.

—Me llamo...

—Brienne, sí. ¿Os ha dicho alguien que sois tan aburrida como fea?

—No provocaréis mi ira, Matarreyes.

—Sin duda podría hacerlo si me importara lo suficiente.

—¿Por qué hicisteis el juramento? —exigió ella—. ¿Por qué vestisteis la capa blanca si teníais la intención de traicionar todo lo que implicaba?

—¿Por qué? —¿Qué podía decirle que fuera capaz de entender?—. Era un niño, tenía quince años. Era un gran honor para alguien tan joven.

—Ésa no es respuesta —replicó Brienne, desdeñosa.

«No te gustaría oír la verdad.» Se había incorporado a la Guardia Real por amor, claro.

El padre de ambos había llevado a Cersei a la corte cuando ella tenía doce años, para arreglarle una boda real. Rechazó todo lo que le ofrecían por ella y prefirió mantenerla a su lado en la Torre de la Mano, para que madurara y se hiciera todavía más bella. Sin duda, estaba esperando a que creciera el príncipe Viserys o a que la esposa de Rhaegar muriera de parto. Elia de Dorne no había sido nunca una mujer con buena salud.

Mientras tanto, Jaime había pasado cuatro años como escudero de Ser Sumner Crakehall, y se había ganado las espuelas contra la Hermandad del Bosque Real. Pero cuando, de camino a Roca Casterly, hizo una corta escala en Desembarco del Rey, sobre todo para ver a su hermana, Cersei se lo llevó a un lado y le susurró que Lord Tywin quería casarlo con Lysa Tully y que incluso había invitado a Lord Hoster a la ciudad para negociar la dote. Pero si Jaime vestía el blanco, siempre podría estar cerca de ella. El anciano Ser Harlan Grandison había fallecido mientras dormía, como era propio de una persona cuyo blasón era un león dormido. Seguro que Aerys querría a un hombre joven para ocupar el lugar del difunto, ¿por qué no un león rugiente en lugar de uno dormido?

—Nuestro padre no lo consentirá —repuso Jaime.

—El rey no se lo va a preguntar. Y cuando esté hecho, nuestro padre no podrá oponerse, al menos no de manera abierta. Aerys ordenó arrancarle la lengua a Ser Ilyn Payne por jactarse de que quien verdaderamente gobernaba los Siete Reinos era la Mano. Era el capitán de la guardia de la Mano, pero nuestro padre no se atrevió a impedirlo. Tampoco podrá impedir esto.

—Pero... —dijo Jaime—. ¿Y Roca Casterly?

—¿Qué prefieres, una roca o a mí?

Recordaba aquella noche como si hubiera sido la noche anterior. Se habían alojado en una vieja posada, en el Valle de la Anguila, bien lejos de cualquier ojo vigilante. Cersei había ido a verlo vestida como una sencilla sirvienta, lo que de alguna manera lo excitó más aún. Jaime no la había visto nunca tan apasionada. Cada vez que intentaba dormir, ella lo despertaba de nuevo. Por la mañana, Roca Casterly parecía un precio insignificante por estar siempre cerca de ella. Dio su consentimiento y Cersei prometió encargarse del resto.

Un mes más tarde, un cuervo real llegó a Roca Casterly para informarle de que había sido elegido para la Guardia Real. Se le ordenaba presentarse al soberano durante el gran torneo de Harrenhal para hacer los votos y vestir la capa.

La investidura de Jaime lo liberó de Lysa Tully. Por lo demás, nada ocurrió como había sido planeado. Su padre no había estado nunca tan furioso. No podía oponerse abiertamente, Cersei había tenido razón en eso, pero renunció a su cargo como Mano con un pretexto poco convincente y volvió a Roca Casterly llevándose consigo a su hija. En lugar de estar juntos, Cersei y Jaime sólo cambiaron de sitio, y él se encontró solo en la corte, protegiendo a un rey loco, mientras cuatro hombres de poca valía se turnaron para ocupar sin éxito el peligroso cargo de su padre. Las Manos ascendían y caían con tanta rapidez que Jaime recordaba su heráldica mejor que sus rostros. La Mano cuerno de la abundancia y la Mano de los grifos bailarines fueron enviados al exilio, la Mano de la maza y la daga fue sumergido en fuego valyrio y quemado vivo. Lord Rossart había sido el último. Su blasón era una antorcha encendida; una elección desafortunada, dado el destino de su predecesor, pero habían ascendido al alquimista fundamentalmente por compartir la pasión del rey por el fuego.

«Debí haber ahogado a Rossart en lugar de destriparlo.»

Brienne aún esperaba su respuesta.

—No tenéis edad suficiente para haber conocido a Aerys Targaryen...

—Aerys estaba loco —lo interrumpió ella sin escucharlo— y era cruel, nadie lo ha negado nunca. Pero era el rey, coronado y ungido. Y vos habíais jurado protegerlo.

—Sé lo que juré.

—¿Y qué hicisteis? —Se inclinó sobre él, un metro ochenta de desaprobación, pecas, ceño fruncido y dientes caballunos.

—Lo mismo que hicisteis vos. Si lo que he oído es verdad, aquí los dos somos matarreyes.

—No hice ningún daño a Renly. Mataré al hombre que diga lo contrario.

—Pues empezad por Cleos. Y, después, todavía os quedarán muchos por ejecutar, a juzgar por lo que cuenta.

—Mentiras. Lady Catelyn estaba allí cuando asesinaron a Su Alteza. Ella lo vio. Había una sombra. Las velas parpadearon, el aire se enfrió y había sangre...

—Oh, qué bien. —Jaime se echó a reír—. Lo admito, sois más ocurrente que yo. Cuando me encontraron junto a mi rey muerto, no se me ocurrió decir: «No, no fui yo, fue una sombra, una terrible sombra fría». —Volvió a reírse—. Decidme, de matarreyes a matarreyes, ¿os pagaron los Stark para cortarle la garganta o fue Stannis? ¿Renly os despreció, fue eso? O quizás teníais vuestra luna de sangre. No des nunca una espada a una moza cuando está sangrando.

Por un instante, Jaime pensó que Brienne iba a golpearlo.

«Si se me acerca un paso más, le cogeré la daga de la vaina y se la clavaré en el vientre.» Puso en tensión una pierna bajo el cuerpo, listo para saltar, pero la mujer no se movió.

—Ser un caballero es un don valioso y singular —dijo—, y más aún ser un caballero de la Guardia Real. Es un don que pocos reciben, un don que tú rechazaste y mancillaste.

«Un don que anhelas con desesperación, moza, pero que no podrás tener nunca.»

—Me gané el título. No me regalaron nada. Gané un torneo a los trece años, cuando aún era escudero. A los quince, cabalgué con Ser Arthur Dayne contra la Hermandad del Bosque Real, y él me armó caballero en el campo de batalla. Fue esa capa blanca la que me mancilló, y no al revés. Así que ahorradme vuestra envidia. Fueron los dioses los que se negaron a daros una polla, no yo.

La mirada que Brienne le dedicó rebosaba aversión.

«De no ser por su preciado juramento, me haría pedazos aquí mismo —reflexionó—. Mejor, estoy harto de su patética devoción y de que me juzgue una doncella.» La moza se alejó sin añadir ni una palabra. Jaime se acurrucó bajo la capa, con la esperanza de ver a Cersei en sueños.

Pero cuando cerró los ojos, al que vio fue a Aerys Targaryen, que paseaba en solitario por el salón del trono mientras se miraba las manos arañadas y sangrantes. El idiota se cortaba constantemente con los filos y pinchos del Trono de Hierro. Jaime había entrado sigilosamente por la puerta del rey; llevaba la armadura dorada puesta y la espada empuñada.

«La armadura dorada, no la blanca, pero nadie se acuerda nunca de eso. Ojalá me hubiera quitado también la capa de mierda.»

Cuando Aerys vio sangre en la espada, preguntó si se trataba de la de Lord Tywin.

—Quiero muerto a ese traidor. Quiero su cabeza, tráeme su cabeza o arderás con los otros. Con todos los traidores. ¡Rossart dice que están dentro de las murallas! Va a darles una cálida bienvenida. ¿De quién es la sangre? ¿De quién?

—De Rossart —respondió Jaime.

Aquellos ojos violeta se abrieron como platos y la mandíbula real se descolgó del susto. Perdió el control del vientre, se volvió y corrió hacia el Trono de Hierro. Bajo las cuencas vacías de las calaveras de las paredes, Jaime arrastró por las escaleras el cuerpo del último rey dragón, que chillaba como un cerdo y hedía a letrina. Todo lo que necesitó para acabar con él fue un tajo en la garganta.

«Fue tan fácil... —recordó—. Un rey debería morir con más dignidad. —Rossart al menos había intentado pelear, aunque a decir verdad había luchado como un alquimista—. Qué raro que no preguntaran nunca quién había matado a Rossart... pero por supuesto, no era nadie, no era de noble cuna, fue la Mano durante dos semanas, otro loco capricho del Rey Loco.»

Ser Elys Westerling, Lord Crakehall y otros caballeros de su padre entraron al salón a tiempo para ser testigos de los últimos instantes, por lo que Jaime no tuvo manera de desaparecer y dejar que algún jactancioso cargara con las alabanzas o la culpa. Sería culpa, lo supo de inmediato cuando vio cómo lo miraban... aunque quizá se tratara de miedo. Daba lo mismo que fuera un Lannister o no, era uno de los siete de Aerys.

—El castillo es nuestro, ser, y la ciudad —le dijo Roland Crakehall, lo que era verdad a medias.

En aquel momento, los leales a Targaryen seguían muriendo en los peldaños de las sinuosas escaleras y en la armería, Gregor Clegane y Amory Lorch escalaban las murallas del Torreón de Maegor, y Ned Stark conducía a sus norteños a través de la Puerta del Rey, pero quizá Crakehall no lo sabía. No mostró sorpresa al encontrar a Aerys asesinado; Jaime era el hijo de Lord Tywin mucho antes de ser nombrado miembro de la Guardia Real.

—Decidles que el Rey Loco está muerto —ordenó—. Perdonad a todo el que se rinda y hacedlo prisionero.

—¿Debo también proclamar a un nuevo rey? —preguntó Crakehall.

Jaime entendió la pregunta con toda claridad: ¿será vuestro padre, Robert Baratheon, o tenéis la intención de nombrar un nuevo rey dragón? Pensó un momento en el joven Viserys, que había huido a Rocadragón, y en Aegon, el niño de Rhaegar, que se hallaba todavía en el Torreón de Maegor con su madre.

«Un nuevo rey Targaryen, y mi padre como Mano. Cómo aullarán los lobos, cómo se ahogará de rabia el señor de la tormenta.» Se sintió tentado un instante, hasta que echó de nuevo una mirada al cuerpo que yacía en el suelo en un charco de sangre cada vez mayor. «Los dos llevan su sangre», pensó.

—Proclamad a quien demonios os plazca —le dijo a Crakehall.

Entonces, subió al Trono de Hierro y se sentó con la espada sobre las piernas, para ver quién iría a reclamar el reino. Resultó ser Eddard Stark.

«Tampoco tú tienes derecho a juzgarme, Stark.»

En sus sueños, los muertos se le acercaban ardiendo, enfundados en un torbellino de llamas verdes. Jaime bailaba alrededor de ellos con una espada dorada, pero por cada uno que derribaba se levantaban dos para ocupar su lugar.

Brienne lo despertó, clavándole la bota en las costillas. El mundo aún estaba oscuro y había comenzado a llover. Desayunaron tortas de avena, pescado salado y unas zarzamoras que Ser Cleos había encontrado, y volvieron a montar los caballos antes de que saliera el sol.

TYRION (2)

El eunuco tarareaba para sus adentros una melodía sin palabras cuando cruzó la puerta vestido con amplias túnicas de seda color melocotón y dejando a su paso una estela de fragancia a limón. Al ver a Tyrion sentado junto al fuego, se detuvo y permaneció allí sin moverse.

—Mi señor Tyrion —graznó con una risita nerviosa.

—Vaya, ¿os acordáis de mí? Empezaba a preocuparme.

—Es magnífico veros tan fuerte y saludable. —Varys le ofreció su sonrisa más devota—. Aunque debo confesar que nunca pensé que fuera a encontraros en mis humildes aposentos.

—Son humildes. En verdad, excesivamente humildes. —Tyrion había esperado a que su padre llamara a Varys antes de colarse allí para hacerle una visita. El alojamiento del eunuco era pequeño y austero, sólo tres habitaciones sin ventanas bajo la muralla norte, cómodas y acogedoras—. Esperaba descubrir enormes cestas llenas de secretos jugosos para acortar la espera, pero aquí es imposible encontrar un papel. —También había buscado salidas secretas porque sabía que la Araña tendría formas de ir y venir sin ser visto, pero tampoco había podido dar con ellas—. Había agua en vuestra jarra, los dioses son misericordiosos —prosiguió—, vuestro dormitorio no es más ancho que un ataúd, y esa cama... ¿realmente está hecha de piedra, o sólo da esa impresión?

Varys cerró la puerta y pasó el cerrojo.

—Tengo muchos dolores de espalda, mi señor, y prefiero dormir sobre una superficie dura.

—Os consideraba adicto a los lechos de pluma.

—Soy una caja de sorpresas. ¿Estáis enfadado conmigo por haberos abandonado tras la batalla?

—Eso me hizo consideraros como de la familia.

—No fue por falta de amor, mi buen señor. Tengo un espíritu muy delicado, y vuestra cicatriz es horrorosa... —Tembló con exageración—. Vuestra pobre nariz...

—Quizá debería mandarme hacer una nueva, de oro —dijo Tyrion, irritado, frotándose la costra—. ¿Qué tipo de nariz me aconsejáis, Varys? ¿Una como la vuestra, para olfatear secretos? ¿O debo decirle al herrero que quiero la nariz de mi padre? —Sonrió—. Mi noble padre trabaja con tanta diligencia que apenas puedo verlo. Decidme, ¿es verdad que ha devuelto su puesto en el Consejo Privado al Gran Maestre Pycelle?

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