Antes de que se las pudiera exponer alguien llamó a la puerta, y un guardia metió la cabeza para anunciar al Gran Maestre Pycelle.
—Que pase —dijo Lord Tywin.
Pycelle entró con paso titubeante apoyándose en un bastón y se detuvo el tiempo justo para lanzar a Tyrion una mirada capaz de cortar la leche. La otrora frondosa barba blanca que, incomprensiblemente, alguien le había afeitado, le estaba saliendo rala y fina, con lo que se le veían manchas rosadas muy poco atractivas bajo el cuello.
—Mi señor Mano —dijo el anciano con una reverencia tan marcada como pudo hacer sin llegar a caerse—, ha llegado otro pájaro del Castillo Negro. ¿Puedo hablar con vos en privado?
—No será necesario. —Lord Tywin indicó con un gesto al Gran Maestre Pycelle que se sentara—. Tyrion se puede quedar.
«Oooh, ¿de verdad?» Se frotó la nariz y aguardó.
Pycelle se aclaró la garganta, para lo que tuvo que carraspear y toser durante un rato.
—La carta la envía un tal Bowen Marsh, el mismo que mandó la anterior. Es el castellano. Nos escribe que Lord Mormont mandó un mensaje diciendo que los salvajes avanzan hacia el sur en gran número.
—Las tierras que hay más allá del Muro no pueden sustentar a un gran número —replicó Lord Tywin con firmeza—. Esta advertencia no es nueva.
—En cierto modo sí, mi señor. Mormont mandó un pájaro desde el Bosque Encantado para informar de que los estaban atacando. Después volvieron más cuervos, pero sin cartas. El tal Bowen Marsh teme que Lord Mormont y todos sus hombres hayan muerto.
—¿Estáis seguro? —preguntó Tyrion; le había caído bien el viejo Jeor Mormont con sus modales rudos y su pájaro parlanchín.
—No —reconoció Pycelle—, pero por ahora no ha regresado ninguno de los hombres de Mormont. Marsh teme que los salvajes los hayan asesinado y se estén preparando para atacar el Muro. —Se palpó la túnica hasta dar con el papel—. Aquí está la carta, mi señor, es una súplica dirigida a los cinco reyes. Quiere hombres, tantos como le podamos enviar.
—¿A los cinco reyes? —Era evidente que su padre estaba molesto—. En Poniente sólo hay un rey. Si esos imbéciles de negro quieren que Su Alteza los escuche, más les vale recordarlo. Cuando contestéis, decidle que Renly está muerto y los otros no son más que traidores y usurpadores.
—Seguro que se alegrará de saberlo. El Muro está a un mundo de distancia, las noticias a menudo les llegan tarde. —Pycelle movía la cabeza de arriba abajo—. ¿Qué le digo a Marsh acerca de los hombres que solicita? ¿Hay que convocar al Consejo...?
—No será necesario. La Guardia de la Noche es una banda de ladrones, asesinos y patanes bastardos, pero también podría ser otra cosa si tuvieran la disciplina adecuada. Si es verdad que Mormont ha muerto, los hermanos negros tendrán que elegir un nuevo Lord Comandante.
—Excelente idea, mi señor. —Pycelle lanzó una mirada ladina en dirección a Tyrion—. Ya sé quién sería el candidato ideal. Janos Slynt.
—Los hermanos negros eligen a su comandante —les recordó Tyrion; la idea no le había hecho la menor gracia—. Lord Slynt es un recién llegado en el Muro. Lo sé, yo mismo lo mandé allí. ¿Por qué iban a elegirlo a él en vez de a una docena de hombres con experiencia?
—Porque si no votan como les decimos —respondió su padre en un tono que indicaba que Tyrion era corto de entendederas—, su Muro se derretirá antes de que les llegue un hombre de refuerzo.
«Sí, seguro que cogen la indirecta.» Tyrion se inclinó hacia adelante.
—Janos Slynt es una pésima elección, padre. Sería mucho mejor el comandante de la Torre Sombría. O el de Guardiaoriente del Mar.
—El comandante de la Torre Sombría es un Mallister de Varamar, y el de Guardiaoriente un hombre del hierro. —Ninguno de los dos era adecuado para sus propósitos, el tono de Lord Tywin lo dejaba bien claro.
—Janos Slynt es hijo de un carnicero —le recordó Tyrion con energía—. Tú mismo me lo dijiste...
—Recuerdo perfectamente qué te dije. Pero el Castillo Negro no es Harrenhal, y la Guardia de la Noche no es el Consejo del rey. Hay una herramienta para cada tarea, y una tarea para cada herramienta.
—Lord Janos no es más que una armadura vacía que se venderá al mejor postor —le espetó Tyrion, que no pudo contener la ira.
—Lo considero un punto a su favor. ¿Qué mejor postor que nosotros? —Se volvió hacia Pycelle—. Enviad un cuervo. Escribid que el rey Joffrey se ha entristecido sobremanera al enterarse de la muerte del Lord Comandante Mormont, pero lamenta no poder prescindir de ningún hombre ahora mismo, habiendo tantos rebeldes y usurpadores alzados en armas. Sugerid que la cosa podría cambiar una vez el trono esté a salvo... siempre y cuando el rey tenga plena confianza en el más alto mando de la Guardia. Para terminar, pedid a Marsh que transmita un saludo muy afectuoso de Su Alteza a su fiel amigo y servidor, Lord Janos Slynt.
—Sí, mi señor. —Pycelle agitó una vez más la mustia cabeza—. Escribiré lo que la Mano ordena. Será un placer.
«Tendría que haberle cortado la cabeza en vez de la barba —reflexionó Tyrion—. Y Slynt debería haberse ido a nadar con su querido amigo Allar Deem. —Al menos no había cometido el mismo error con Symon Pico de Oro—. ¿Lo ves, padre? —habría querido gritar—. ¿Ves lo deprisa que aprendo?»
En la parte de arriba una mujer estaba pariendo entre gritos, y abajo un hombre agonizaba junto a la hoguera. Samwell Tarly no había sabido decir qué le daba más miedo.
Habían tapado al pobre Bannen con un montón de pieles y avivaban la hoguera cada poco tiempo, pero no hacía más que quejarse.
—Tengo frío. Por favor. Tengo mucho frío.
Sam estaba intentando darle un poco de sopa de cebolla, pero era incapaz de tragar. El caldo le chorreaba por los labios y barbilla abajo nada más metérselo en la boca.
—Ése ya está muerto. —Craster lo miró con indiferencia mientras se comía una salchicha—. Sería más misericordioso meterle un cuchillo en el pecho que esa cuchara en la boca, si quieres que te diga la verdad.
—No queremos. —Gigante apenas medía un metro cincuenta, su verdadero nombre era Bedwyck, pero era un hombrecillo de temperamento fiero—. Mortífero, ¿tú quieres que Craster te diga la verdad?
Sam se encogió al oír el apodo, pero contestó con un gesto de negación. Cogió otra cucharada de sopa, la acercó a la boca de Bannen y trató de metérsela entre los labios.
—Comida y fuego —siguió Gigante—. Es lo único que queríamos de ti. Y la comida nos la das a regañadientes.
—Da gracias de que no hago lo mismo con el fuego. —Craster era de complexión recia, y las malolientes pieles de oveja que llevaba día y noche lo hacían parecer más recio aún. Tenía la nariz ancha y aplastada, la boca torcida hacia un lado, y le faltaba una oreja. La cabellera enmarañada y la barba enredada empezaban a pasar del gris al blanco, pero las manos duras de grandes nudillos aún parecían fuertes y capaces de hacer daño—. Os doy de comer lo que puedo, pero los cuervos siempre tenéis hambre. Soy un hombre piadoso, si no ya os habría echado de aquí. ¿Qué falta me hacen a mí moribundos por el suelo? ¿Qué falta me hacen a mí todas vuestras bocas, hombrecito? —El salvaje escupió—. Cuervos. ¿Cuándo se ha visto que un cuervo traiga buenas noticias, eh? Nunca. Nunca.
El caldo volvió a correr por la comisura de la boca de Bannen. Sam se lo limpió con el extremo de la manga. El explorador tenía los ojos abiertos, pero no veía nada.
—Tengo frío —repitió, con un hilo de voz. Tal vez un maestre habría sabido cómo salvarlo, pero no contaban con ninguno. Kedge Ojoblanco había cortado el pie aplastado de Bannen hacía nueve días, entre tanta sangre y pus que Sam estuvo a punto de vomitar, pero era demasiado tarde—. Tengo mucho frío —repitieron los labios blancuzcos.
En la estancia había una harapienta docena de hermanos negros, sentados en el suelo o en toscos bancos de madera, que tomaban la misma sopa insípida de cebolla y mordisqueaban trozos de pan duro. Por su aspecto, un par de ellos estaban en peores condiciones que Bannen. Fornio llevaba varios días delirando, y del hombro de Ser Byam brotaba un hediondo pus amarillento. Cuando salieron del Castillo Negro, Bernarr el Moreno llevaba bolsas de fuego myriense, ungüento de mostaza, ajo molido, atanasia, leche de la amapola, cobre real y otras hierbas curativas. Hasta sueñodulce, que otorgaba el don de una muerte indolora. Pero Bernarr el Moreno había muerto en el Puño, y a nadie se le había ocurrido buscar las medicinas del maestre Aemon. Hake también sabía algo de hierbas, además de cocinar, pero también él había desaparecido. De modo que los mayordomos sobrevivientes tenían que cuidar a los heridos lo mejor que podían, que no era gran cosa.
«Al menos aquí están secos, y tienen fuego para calentarse. Pero les hace falta más comida.» A todos les hacía falta más comida. Los hombres llevaban varios días refunfuñando. Karl el Patizambo no paraba de decir que Craster debía de tener una despensa secreta, y Garth de Antigua lo apoyaba últimamente, siempre que estuviera fuera del alcance del oído del Lord Comandante. Sam había sopesado la posibilidad de suplicar algo más nutritivo, al menos para los heridos, pero no conseguía reunir el valor necesario. Craster tenía unos ojos fríos y malévolos, y siempre que lo miraba al salvaje se le crispaban un poco las manos, como si fuera a cerrar los puños. «¿Sabrá que hablé con Elí la última vez que estuvimos aquí? —se preguntó—. ¿Le diría ella que nos la íbamos a llevar? ¿Le daría una paliza para hacerla confesar?»
—Tengo frío —dijo Bannen—. Por favor. Tengo frío.
Pese al calor y al humo del torreón de Craster también Sam sentía frío. «Y cansancio, un cansancio espantoso.» Necesitaba dormir, pero siempre que cerraba los ojos soñaba con ráfagas de nieve y muertos que se tambaleaban hacia él con las manos negras y brillantes ojos azules.
En la parte de arriba, Elí dejó escapar un sollozo estremecedor, que retumbó en la alargada estancia sin ventanas.
—Empuja —oyó decir a una de las mujeres más viejas de Craster—. Más fuerte, ¡más fuerte! Grita si así puedes empujar más.
Gritó tan alto que Sam apretó los ojos con fuerza. Craster alzó la vista.
—¡Ya estoy harto de tanto chillido! —gritó—. Que muerda un trapo o algo así, ¡si no subo y le doy un guantazo!
Sam sabía que lo haría. Craster tenía diecinueve esposas, pero ninguna que se atreviera a interferir si empezaba a subir por la escalerilla de madera. Igual que no se habían atrevido a intervenir los hermanos negros dos noches atrás, cuando dio una paliza a una de las chicas más jóvenes. Desde luego, habían hablado de ello.
—La está matando —fue el comentario de Garth de Greenaway.
—Si no quiere a ese caramelito —dijo Karl el Patizambo riéndose—, que me lo dé a mí.
Bernarr el Negro maldijo en voz baja, y Alan de Rosby se levantó y salió al exterior para no tener que oír aquello.
—Es su casa, son sus normas —les tuvo que recordar el explorador Ronnel Harclay—. Craster es amigo de la Guardia.
«Amigo», pensó Sam mientras escuchaba los gritos ahogados de Elí. Craster era un hombre brutal que controlaba a sus esposas e hijas con mano de hierro, pero su torreón seguía siendo un refugio.
—Cuervos helados —se burló Craster al ver llegar agotados a los pocos que habían sobrevivido a la nieve, los espectros y el frío glacial—. Y la bandada no es tan numerosa como la que voló hacia el norte.
Pero les había dejado espacio en su suelo, un techo que los protegía de la nieve y fuego para secarse, y sus esposas les habían dado tazas de vino caliente para que entraran en calor. «Malditos cuervos», les decía, pero también los alimentaba, por escasa que fuera la comida.
«Somos invitados —se recordó Sam—. Elí es suya. Es su hija, es su esposa. Su casa, sus normas.»
La primera vez que había estado en el Torreón de Craster, Elí había acudido a él para suplicarle ayuda, y Sam le había prestado la capa negra para que se tapara el vientre al ir en busca de Jon Nieve. «Se supone que los caballeros tienen que defender a las mujeres y a los niños. —Sólo unos pocos de los hermanos negros eran caballeros, aun así...—. Todos pronunciamos el juramento —pensó Sam—. Soy el escudo que protege los reinos de los hombres. —Una mujer era una mujer, aunque fuera salvaje—. Tendríamos que haberla ayudado. Deberíamos haberla ayudado. —Elí tenía miedo por su bebé, temía que fuera un niño. Craster criaba a sus hijas para que luego fueran sus esposas, pero allí no había hombres ni niños. Elí le había dicho a Jon que Craster entregaba a sus hijos varones a los dioses—. Si los dioses son misericordiosos —rezó Sam—, le darán a Elí una hija.»
Arriba, Elí ahogó un grito.
—Ya casi está —dijo una mujer—. Otro empujón, ¡venga! Sí, ya veo la cabeza del niño.
«De la niña —pensó Sam, entristecido—. De la niña, la cabeza de la niña.»
—Tengo frío —dijo Bannen con voz débil—. Por favor. Tengo mucho frío.
Sam dejó el cuenco a un lado, echó otra piel por encima al moribundo y añadió más leña a la hoguera. Elí lanzó un alarido y empezó a jadear. Craster siguió masticando una dura salchicha negra. Tenía salchichas para él y para sus mujeres, pero les dijo que para la Guardia, no.
—Estas mujeres —se quejó—. Qué manera de chillar. Una vez tuve una cerda que parió una camada de ocho cochinillos casi sin un gruñido. —Siguió mordisqueando mientras giraba la cabeza para lanzar una mirada despectiva en dirección a Sam—. Era casi tan gorda como tú, chico. Mortífero. —Rió.
Aquello era más de lo que Sam podía soportar. Se alejó de la hoguera y caminó con paso torpe entre los hombres que dormían, que descansaban y que agonizaban en el suelo de tierra dura. El humo, los gritos y los gemidos lo habían puesto al borde del desfallecimiento. Agachó la cabeza para cruzar la cortina de piel de ciervo que hacía las veces de puerta para Craster y salió al frío del atardecer.
Era un día nublado, pero lo bastante luminoso para que se sintiera deslumbrado tras la penumbra del interior. Había montoncitos de nieve que doblaban las ramas de los árboles circundantes y cubrían las colinas doradas y rojizas, pero menos que antes. La tormenta había pasado, y los días transcurridos en el Torreón de Craster habían sido... bueno, cálidos no, pero tampoco de un frío tan glacial. Sam alcanzaba a oír el goteo del agua al derretirse de los carámbanos que pendían del borde del grueso techo de hierba. Respiró hondo y miró a su alrededor.