Tras el incierto Horizonte (22 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
5.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Lurvy siguió su ejemplo, y entonces un extraño sonido emitido por su hermana la paralizó. ¡Era una carcajada!

—¿Qué es lo que te divierte tanto? —explotó.

Janine se puso un viejo jersey antes de contestarle. Le venía demasiado grande, pero era cálido y confortable.

—Pensaba en las órdenes que recibimos, las que decían que debíamos recoger muestras de tejido Heechee, ¿te acuerdas, no? Bueno, a la vista de los acontecimientos, parece que son ellos los que tienen las muestras. De todas las clases, por cierto.

8
SCHWARZE, PETER

Cuando sonaba el timbre que comunicaba la llegada del correo, Payter se despertaba inmediatamente y por completo. Una de las pocas ventajas de la vejez era el sueño superficial y el despertar inmediato. Se levantó, enjuagó su boca, orinó y se lavó las manos y se llevó consigo a la terminal dos paquetes de comida.

—Deposita el correo —ordenó mientras masticaba algo que sabía a pan ácimo y que se suponía que tenía que ser un pastelito.

Al ver en qué consistía el correo, se le pasó el buen humor. Había seis cartas para Janine, una para Paul y otra para Dorema y para él había únicamente una petición dirigida a «Schwarze, Peter», firmada por mil niños en edad escolar de la ciudad de Dortmund, en la que le pedían que volviese para convertirse en su
Bürgermeister
.

—¡Cabeza hueca! —insultó a la computadora—. ¿Por qué me despiertas para esto?

Vera no pudo responderle porque no había tenido tiempo de identificarle, y rebuscó por entre sus dinamos electromagnéticas en busca de su nombre. Antes de que lo consiguiera, él se estaba quejando de nuevo.

—¡Y además la comida no vale ni para los cerdos! ¡Encárgate de ello inmediatamente!

La infeliz Vera anuló la orden de interpretar la primera pregunta y se ocupó de la segunda con paciencia.

—El sistema de reciclaje está por debajo de los niveles de masa adecuados..., Mr. Herter —dijo—. Además, mis sistemas procesadores han estado sobrecargados algún tiempo. Muchos programas han sido aplazados.

—Pues no vuelvas a aplazar el asunto de la comida nunca más —le espetó él—, o me matarás, que todo tiene un límite.

De mal humor le ordenó dar paso al correo, mientras se obligaba a sí mismo a masticar el resto de su desayuno. Las órdenes fueron apareciendo durante diez largos minutos. ¡Qué ideas tan geniales le preparaban en la Tierra! Y si al menos él pudiera desdoblarse en cien tal vez conseguiría realizar la centésima parte de las tareas que le proponían. Dejó que el rollo de papel siguiera saliendo hasta el final, sin mirarlo siquiera, mientras se afeitaba las viejas mejillas rosadas y peinaba su escaso cabello ¿Y por qué estaba el sistema de reciclado tan congestionado como para no funcionar correctamente? Porque sus hijas y sus respectivos consortes se habían ido llevándose los utilísimos derivados, así como el agua que había robado Wan. ¡Robado, sí! No había otra palabra para definirlo. Se habían llevado también la unidad autónoma de bioanálisis de manera que sólo tenía el analizador del sanitario para controlar su estado de salud. ¿Y cómo le podía ayudar eso si le subía la temperatura o sufría una arritmia cardiaca? Además se habían llevado consigo todas las cámaras menos una, así que él tenía que cargársela al hombro cada vez que iba a algún sitio. Y se habían llevado también...

Y se habían llevado también sus propias personas, y, Schwarze, Peter, por primera vez en su vida, estaba completamente solo.

Y no era sólo que lo estuviera, sino que nada podía hacer para remediarlo. Si su familia volvía, lo haría cuando le pareciera oportuno, no antes. Hasta entonces, él no era más que una unidad de reserva, un soldado de plomo en una caja, un programa auxiliar. Él tenía demasiadas cosas de que ocuparse, pero el verdadero centro de la acción estaba muy lejos de allí.

A lo largo de su longeva vida, Peter se había enseñado a sí mismo a ser paciente, pero jamás había conseguido aprender a disfrutar de tal virtud. Era enloquecedor verse obligado a esperar de aquella manera: cincuenta días de espera para recibir respuesta a las razonables preguntas y propuestas que hacía a la Tierra. Esperar casi lo mismo a que su familia y el gamberro del chico llegaran adonde se dirigían, (si es que llegaban) y comunicarle luego que habían llegado (si tenían la amabilidad de hacerlo). Esperar no es tan malo si uno puede disponer del suficiente tiempo, ¿pero cuánto le quedaba a él realmente? Pongamos por caso que sufría una apoplejía. O que se le declaraba un cáncer. O que alguna de las delicadas conexiones que hacían que su corazón latiera, su sangre circulara, sus intestinos trabajaran o su cerebro pensara se estropeaba. ¿Y entonces, qué?

Y eso había de pasar algún día, porque Payter era viejo. Había mentido tantas veces acerca de su edad que ni siquiera él mismo estaba ya seguro de cuál era. Tampoco sus hijas lo sabían. Las historias que les había contado acerca de la juventud de su abuelo pertenecían en realidad a su propia juventud. La edad, en sí misma, no era el problema. El Certificado Médico Completo se ocupaba de cualquier contingencia, en cuestión de reparar o sustituir, mientras no fuera el cerebro la parte dañada; y su cerebro estaba en la mejor de las formas. ¿O acaso no se había ocupado éste de planearlo todo y apañado para traerle hasta aquí?

Pero «aquí» no había la posibilidad de hacer valer el Certificado Completo, y los años empezaban a ser un problema.

¡Ya no era ningún jovenzuelo! Pero una vez lo había sido, y ya entonces había sabido que de algún modo, algún día, poseería todo lo que poseía en la actualidad: la clave del deseo humano. ¿
Bürgermeister
de Dortmund? ¡Eso era menos que nada! El joven y huesudo Peter, el más joven y bajito de su ciudad en las Juventudes Hitlerianas, y aun así, su líder, se había prometido mucho más. Había llegado incluso a adivinar que se hartaría de algo como esto, una enorme silueta futurista que emergería ante él, y sólo él sería capaz de encontrar el modo de gobernarla, como si de un arma se tratara, como un hacha, como una guadaña, para castigar, segar o rehacer el mundo. ¡Bien, helo aquí! ¿Y qué es lo que estaba haciendo con todo ello? Esperar. En las historias de su juventud, las de Juve, Gail, Dominik, o las del francés, Verne, las cosas no sucedían de esta manera, los personajes nunca tenían que malgastar su tiempo esperando.

Pero al fin y al cabo ¿qué otra cosa podía hacer?

De modo que mientras esperaba a que aquella pregunta se solucionara por sí sola, siguió con su rutina diaria. Tomaba cuatro comidas ligeras al día, una sí y otra no a base de comida CHON, y dictaba a Vera metódicamente sus impresiones acerca del sabor y la consistencia. Le ordenó a Vera que diseñara un nuevo modelo de bioanalizador, utilizando todos los sensores que pudieran emplearse, y que trabajara en su construcción en cuanto tuviera tiempo libre, para ir completando así las diferentes partes del proyecto. Él por su parte trabajaba diariamente diez minutos con las pesas por la mañana, y por la tarde dedicaba media hora a las flexiones y estiramientos. Metódicamente, recorría a diario los distintos pasillos de la factoría, cámara en ristre. Escribía largas cartas a sus superiores en la Tierra quejándose y argumentando cautelosamente la conveniencia de abortar la misión y de regresar a la Tierra tan pronto como pudiera reunir a su familia de nuevo, y llegó a enviar incluso un par de ellas. A su abogado le escribía finas y perentorias indicaciones, en que discutía su postura y le pedía que revisara su contrato. Pero sobre todo, concebía proyectos, la mayoría sobre la
Traümeplatz.

Rara vez conseguía ahuyentar de sus pensamientos el lugar aquel de los sueños con todo su sorprendente potencial. Cuando se sentía deprimido y preocupado pensaba en lo bien empleado que le estaría a la Tierra que él lo reparara y llamara a Wan para que volviera a sacudirles con la fiebre. Cuando se sentía lleno de fuerza y determinación iba a mirarlo, con la cubierta colgando de una protuberancia ornamental de la pared y las junturas y sujeciones siempre en el macuto de su mono de trabajo. Qué fácil sería utilizar un soplete y soltarlo, meterlo en la nave junto con el comunicador de los Difuntos y todos los demás tesoros que pudieran encontrar y salir disparado en el cohete en dirección a la Tierra reanudando la larga espiral descendente que finalmente le traería... ¿Qué le traería? ¡Dios de los cielos! ¡Qué es lo que le traería! ¡Fama! ¡Poder! ¡Prosperidad! Todo aquello que se le debía, sí, todo lo que constituía su propiedad de pleno derecho, sólo con que consiguiera regresar a tiempo para disfrutarlo.

Le ponía enfermo pararse a pensarlo. El reloj seguía pasando las horas sin cesar. Cada minuto que se consumía le acercaba al final de su vida. Cada segundo desperdiciado en la espera, era un segundo robado al tiempo de feliz grandeza y lujo que él había ido atesorando. Se obligó a comer, sentado en el límite de su reservado, mirando con ansia los mandos de la nave.

—La comida no mejora, Vera —le reprochó.

La compungida máquina no contestó.

—¡Vera! ¡Tienes que hacer algo al respecto! —Pero la máquina siguió sin contestarle durante unos cuantos segundos.

Y luego tan solo:

—Un momento, por favor... Mr. Herter.

Aquello enfermaba a cualquiera. De hecho, notó, se sentía mareado. Miró con hostilidad al plato que se había obligado a deglutir con tozudez, que se suponía tenía que ser una especie de
Schnitzel
, o algo parecido teniendo en cuenta la limitada capacidad de Vera, pero que sabía a whisky o a
saverkrant
, o ambas cosas a la vez. Lo puso en el suelo.

—No me encuentro bien —anunció.

Pausa. Luego:

—Un momento, por favor... Mr. Herter.

Pobrecita Vera, qué estúpida e incapaz era. Estaba procesando un nuevo envío de mensajes desde la Tierra, intentando mantener una conversación con los Difuntos a través de la radio ultralumínica, codificando y transmitiéndolo todo a través de su propia telemetría, todo a un tiempo. Simplemente no tenía tiempo para ocuparse de sus náuseas. Pero lo que resultaba innegable era su creciente malestar: una hipersecreción de saliva bajo ¡a lengua, rápidas contracciones del diafragma. Apenas si consiguió echar algo en el sanitario. Lo vomitó casi todo allí mismo, todo lo que se había tomado. Al final, soltó una maldición. Prefería no vivir para ver una vez más como aquellos desechos orgánicos del demonio eran reciclados para volver a pasar por su intestino. Una vez estuvo seguro de que había acabado de vomitar se acercó a la consola y pulsó los botones de prioridad.

—Que todas las funciones queden paralizadas salvo ésta —ordenó— Conecta el analizador del sanitario inmediatamente.

—Muy bien —contestó acto seguido— ...Mr. Herter.

Hubo unos momentos de silencio mientras el analizador del sanitario hacía lo que podía con lo que Peter acababa de depositar.

—Sufre usted una intoxicación por ingerir alimentos en mal estado —informó—, Mr. Herter.

—¡Vaya! ¡Eso ya lo sé! ¿Qué es lo que tengo que hacer?

Pausa mientras el débil cerebro trataba el problema.

—Si pudiera usted añadirle agua al sistema, la fermentación y el reciclado estarán mejor controlados —dijo—, Mr. Herter. Como mínimo cien litros. Ha habido una pérdida considerable, debida a la evaporación en el volumen mucho mayor de espacio de que se dispone ahora, así como a la cantidad que se llevó el resto de su equipo. Mi recomendación es que llene usted el sistema con agua tan pronto como le sea posible.

—¡Pero si el agua de que se dispone aquí es mala incluso para los cerdos!

—Las soluciones presentan problemas —reconoció—, por ello opino que al menos la mitad del agua que se añada sea destilada antes. El sistema puede encargarse del resto de los residuos tóxicos, Mr. Herter.

—¡Dios del cielo! ¿Es que además de crear una depuradora de la nada, tengo que convertirme también en aguador? ¿Y qué hay de la unidad autónoma de bioanálisis, para que esto no vuelva a suceder?

Vera dudó cuál de las dos preguntas contestar primero.

—Sí, creo que eso será lo adecuado —asintió—. Si lo desea, puedo facilitarle planos constructivos. También... Mr. Herter, es posible que debiera usted considerar la posibilidad de incrementar el porcentaje de comida CHON en su dieta, ya que no parece provocarle reacciones de importancia.

—Aparte el hecho de que sepa a galletas para perro —bromeó—. Muy bien. Termina los planos constructivos de inmediato. Por escrito, usa todos los materiales disponibles ¿me has entendido?

—Sí..., Mr. Herter.

La computadora permaneció muda un rato inventariando las piezas sobrantes, ideando las conexiones que realizarían el trabajo. Era una tarea formidable para su pobre inteligencia. Peter tomó un vaso de agua y se enjuagó la boca, desenvolvió mohíno uno de los pocos atractivos paquetes de comida CHON, y mordisqueó vacilante una esquina. Mientras esperaba por si volvía a vomitar, se enfrentó a la posibilidad de que podía morir allí solo. Ni siquiera le quedaba la opción que había estado acariciando, la de abandonarlo todo a la deriva y volver solo a la Tierra, lo que no era posible si no añadía el agua que hacía falta y se aseguraba al máximo de que ninguna otra cosa funcionaba mal.

Y sin embargo, la tentación era cada día mayor.

Ello significaba abandonar a su yerno y a sus hijas a su suerte.

¿Pero es que iban a volver? Supongamos que no. Supongamos que ese muchacho maleducado apretaba la palanca equivocada o se quedaba sin carburante. O lo que sea. Supongamos que se morían. ¿Tendría que sentarse a esperar, consumiéndose hasta morir él también? ¿En qué beneficiaría ello a la humanidad, si él moría allí, y había que empezar otra vez, con una nueva tripulación? ¿Y en qué le beneficiaría a él, Schwarze, Peter, si se quedaba sin recompensa, sin fama, sin poder, sin vida?

¿O acaso había —una idea le sobrevino— otra opción? ¿Qué pasaría si daba con los controles que dirigían a la maldita Factoría Alimentaria, en constante movimiento? ¿Qué sucedería si conseguía cambiar su curso y llevarla a la Tierra, no en más de tres años sino en cuestión de días? A decir verdad, eso condenaría a muerte a su familia. Pero tal vez no. Tal vez regresaran —si es que regresaban— a la misma Factoría Alimentaria, estuviera donde estuviera. ¡Incluso en la misma órbita terrestre! Ah, de qué manera tan prodigiosa se les solucionarían todos los problemas de una vez por todas...

Arrojó los restos de la comida al sanitario, para añadirlos a la reserva de orgánicos.

BOOK: Tras el incierto Horizonte
5.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

With All My Soul by Rachel Vincent
Runaway Heiress by Melody Anne
Needing Her by Molly McAdams
Cinders by Asha King