Tras el incierto Horizonte (30 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Tres de las criaturas, que metían prisas a Janine mientras recorrían la curvatura en forma de huso que iba desde la celda de Janine hasta la máquina de los sueños, vieron cómo los sensores del Patriarca se estremecían y las lentes externas se abrían de golpe. Tropezaron y se detuvieron, esperando muertos de miedo qué pasaría a continuación.

Pero no sucedió nada. Los sensores se relajaron y los lentes volvieron a cerrarse en posición de reposo. Poco después las criaturas se reagruparon y empujaron a Janine en dirección al diván metálico en forma de concha que les aguardaba.

Pero allá en el interior de su carcasa de metal, el Patriarca había recibido el mayor shock de los últimos tiempos. ¡Alguien había estado utilizando las memorias de los intrusos! No era únicamente que hubieran enloquecido, ya que siempre habían estado locos; peor aún, podía decirse que de algún modo estaban más cuerdos ahora, o como mínimo más lúcidos, como si alguien hubiera intentado reprogramarlos. Poseían inputs que jamás les había facilitado. Tenían datos de los bancos de memoria que él no había compartido jamás con nadie. Y no eran informaciones que hubieran salido a la superficie desde sus vidas pasadas. Eran nuevas. Era como un conocimiento organizado a una escala que empequeñecía el suyo propio. Naves espaciales y máquinas, inteligencias vivientes que se contaban por miles de millones. Máquinas inteligentes que en relación a él eran lentas y casi estúpidas, pero que disponían de increíbles datos de memoria de los que alimentarse. No cabía la menor duda de que había reaccionado físicamente, como alguien que se sorprendiera y pellizcara después de sufrir una alucinación.

De alguna manera, los intrusos que había almacenado habían establecido contacto con su propia cultura.

Le era fácil saber cómo habían establecido aquel contacto. Desde Aquí hasta el dispensario de alimentos a través de la red de comunicaciones durante tanto tiempo olvidada. En el dispensario de alimentos, una máquina prácticamente torpe había interpretado y procesado la información que había sido transmitida en ambas direcciones. El Patriarca se encontraba como un ingeniero hidráulico paralizado a los pies de un embalse contemplando cómo un finísimo hilillo de agua saltaba a cientos de metros de distancia a través del aire, escapando de un minúsculo agujero del tamaño del ojo de una aguja. La cantidad era despreciable, pero esa pequeña cantidad que se vertía a través de un agujero tan pequeño respondía a la presión de un enorme cuerpo que empujaba desde el otro lado del embalse.

Y él escape circulaba en ambas direcciones.

El Patriarca tuvo que admitir que se había descuidado. Al interrogar a los intrusos que habían almacenado, les había permitido aprender mucho de sí mismo, de Aquí y de la tecnología que sustentaba.

Al menos, el escape había sido mínimo, y las transmisiones se habían visto afectadas por culpa de las propias imperfecciones de los «Difuntos». No había lugar en aquellas memorias que no le fuera accesible. Las escudriñó para estudiarlas y siguió la pista de cada fragmento de información. No les «habló». Dejó que las mentes de ellos fluyeran a través de la suya. Los Difuntos no podían resistírsele, de la misma manera que una rana preparada para ser disecada no puede resistirse al escalpelo del taxidermista.

Cuando hubo acabado se retiró a meditar.

¿Peligraban sus planes?

Activó sus scanner interiores y una proyección tridimensional de la galaxia brotó en su mente. No tenía corporeidad, no existía ningún punto de fuga desde el que la proyección pudiera ser vista. De hecho, ni siquiera él la «veía», simplemente era consciente de su presencia. Era una especie de ilusión. Una ilusión óptica, pero con la particularidad de que no era de naturaleza óptica. En la proyección, muy a lo lejos, apareció un objeto rodeado por un halo de luz. Había pasado muchísimo tiempo desde que por última vez se decidiera observarlo. Pero ahora tenía que volver a hacerlo.

El Patriarca se sumergió en los bancos de memoria durante tanto tiempo inalterados y los activó.

No era una experiencia sencilla. Equivalía a una sesión en el diván del psicoanalista de los seres humanos, ya que lo que estaba haciendo era airear pensamientos, recuerdos, culpas, preocupaciones e incertidumbres que su mente «consciente» —los circuitos que razonaban y resolvían los problemas— había decidido hacía mucho tiempo dejar de lado. Pero aquellos recuerdos no habían desaparecido, ni se habían debilitado. Seguían representando «culpa» y «miedo» para él. ¿Estaba actuando correctamente? ¿Se atrevería a actuar bajo su propia responsabilidad? Los viejos razonamientos en círculo fulguraron como entonces. Y al Patriarca no se le permitía refugiarse en la histeria o en la depresión. Sus circuitos lo impedían.

Le era posible, sin embargo, sentir pánico.

Después de un largo intervalo, emergió de su introspección. Seguía atemorizado. Pero estaba decidido. Tenía que actuar.

Las criaturas volvieron a dispersarse con temor cuando el Patriarca se desplazó nuevamente.

Sus brazos prensiles delanteros se estremecieron, se estiraron y señalaron a una joven hembra que estaba pasando junto a él. Cualquier otra hembra hubiera servido lo mismo.

—Ven conmigo —le ordenó.

Ella sollozó, pero le siguió. Su macho dio un paso tras ellas cuando los dos se apresuraron pasillo dorado adelante. Pero no se le había dicho que fuera con ellos, de modo que se detuvo y los contempló alejarse lastimeramente. Diez minutos antes habían estado copulando, obedientes y complacidos. Ahora no sabía siquiera si volvería a verla.

El desplazarse del Patriarca no era mucho más rápido que un paso ligero, pero esa ligera diferencia obligó a la hembra a trotar y jadear para mantenerse a su altura. Él se deslizó adelante, dejando atrás máquinas que ni siquiera sus memorias recordaban haber utilizado: correctoras de muros; módulos grandes como casas; un extraño objeto para una tripulación de seis semejante a un helicóptero, con el que se había poblado el Paraíso Heechee con sus ángeles. Los enmarañados garabatos espirales de las paredes pasaron del dorado a un color plata brillante y después al blanco más puro. Un corredor que jamás habían recorrido sus criaturas se abría ante ellos, con las pesadas puertas abiertas de par en par. Llegaron a una cámara que la hembra ignoraba que existiera, donde las madejas de símbolos de las paredes se cruzaban entre sí en una confusión de una docena de colores y extraños dibujos parpadeaban en los paneles. La hembra había perdido el resuello.

Sin concederle descanso, el Patriarca le ordenó:

—Ve allí. Ajusta las esferas. Mira como lo hago yo.

A ambos lados de la sala, tan separados el uno del otro que una sola persona no podía utilizarlos a la vez, había ciertos controles. En el suelo, al lado de cada control había una especie de bancos angulares en que la hembra se sintió muy incómoda. Ante cada asiento había una especie de hilera de ruedas radiadas, diez por hilera, con luces con los colores del arco iris brillando débilmente entre ellos. El Patriarca hizo caso omiso del asiento y con uno de sus brazos prensiles fue dándole la vuelta a la rueda más cercana. Las luces temblaron y oscilaron.

El verde brilló hasta hacerse amarillo, naranja pálido, con una triple línea ocre en el centro.

—¡Ajusta tu combinación a la mía!

La pobre hembra trató de obedecerle. Las ruedas apenas se movían, como si nadie las hubiera hecho girar en mucho tiempo (como de hecho había sucedido). Los colores se fundieron y arremolinaron, y le llevó mucho tiempo conseguir la misma combinación de colores. Él, por su parte, ni la apremió ni reprochó su tardanza. Se limitó a esperar. Sabía que ella lo estaba haciendo lo mejor que podía. Cuando las diez ruedas mostraron el color escogido, las lágrimas habían dado paso a gruesas gotas de sudor que nublaban los ojos de la hembra y resbalaban por entre su rala barba.

Los colores no eran perfectos. Entre ambos controles, la pantalla circular que hubiera debido mostrar las coordenadas de su objetivo, seguía en blanco. Lo cual no era para sorprenderse. Lo sorprendente, después de casi mil años, habría sido que los controles funcionaran.

Pero funcionaron.

El Patriarca palpó algo debajo de su propio panel de controles, y rápida, magníficamente, las luces se avivaron por cuenta propia. Parpadearon y volvieron a resplandecer, y tan pronto como los precisos selectores automáticos se ocuparon de ello, ambos paneles se igualaron. La pantalla circular se iluminó con una imagen de puntos y líneas brillantes. La joven hembra contempló la pantalla con temor. Ignoraba que lo que estaba viendo era un campo de estrellas. Jamás había visto una estrella, ni había oído hablar de su existencia.

Lo que vino acto seguido pudo sentirlo por sí misma.

Como los demás habitantes de Aquí. Los prisioneros en sus celdas, las casi cien criaturas en sus habitáculos, la joven hembra y el Patriarca lo sintieron, sintieron un repentino mareo cuando la secular gravedad desapareció y fue sustituida por la falta de peso que las oscilaciones de la pseudoaceleración interrumpía por momentos.

Después de más de tres cuartos de millón de años de lenta traslación alrededor del distante sol de la Tierra, el artefacto se desplazó hacia una nueva órbita y se movió.

11
S. YA. LAVOROVNA

A las cinco y cuarto en punto de la madrugada un discreto resplandor verdoso brilló en el monitor a la cabecera de la cama de S. Ya. Lavorovna-Broadhead. No hubiera bastado para sacarla de una modorra profunda, pero ella había permanecido medio despierta.

—Muy bien —dijo en voz alta—, ya estoy despierta, no es necesario seguir con este programa. Pero concédeme un momento.

—Sí, compañera —contestó su secretaria.

Pero la lucecita siguió brillando. Si al cabo de un minuto S. Ya. no daba muestras de estar despierta, volvería a llamarla, tanto si ella le pedía que lo hiciese como si no; cuando S. Ya. escribió el programa, le insertó aquella orden.

Pero esta vez no hizo falta. Essie se despertó con la mente bastante despejada. La volvían a intervenir aquella misma mañana, y Robín estaría ausente. Como el viejo Peter Herter había anunciado con antelación que volvería a invadir las mentes de todo el mundo, había habido tiempo para preparar las cosas. No se había producido prácticamente alteración alguna. Al menos, ninguna que fuera grave; pero todo ello había sido posible merced a una frenética actividad de reajustes y aplazamientos, en el curso de la cual los vuelos de Robín se habían visto inextricablemente liados.

Lástima. Más aún, qué miedo. Pero no era porque él no lo hubiera intentado. Essie aceptó aquel consuelo. Era agradable saber que lo había intentado.

—¿Puedo comer? —preguntó.

—No, compañera Broadhead. Nada de nada, ni siquiera un vaso de agua —contestó su secretaria inmediatamente—. ¿Deseas que te informe de los mensajes recibidos?

—No sé, ¿qué mensajes?

Decidió que los atendería si eran de interés; cualquier cosa servía para desterrar de su mente el pensamiento del quirófano y al pensar en la esclavitud a que la sometían los catéteres y los tubos que la ataban a su cama.

—Hay una comunicación en audio de tu marido, compañera, pero si lo deseas puedo obtener una comunicación en directo. Tengo una dirección, en el supuesto de que siga aún allí.

—Hazlo.

A modo de tentativa, Essie se incorporó para sentarse en el borde de la cama mientras esperaba a que llevaran a cabo la comunicación, o más bien, a que encontraran a su marido en alguna sala de espera y le llamaran al comunicador. Al tiempo que se ponía de pie consiguió que los doce tubos no se liaran. Aparte de mareada, no se sentía mal. Amedrentada. Sedienta. Destemplada. Pero sin dolores. Tal vez todo le hubiera parecido más grave de haberle dolido más, aunque quizás hubiese sido ése un buen síntoma. Aquellos meses en que la preocupación había disminuido habían resultado ser sólo un fastidio; había lo bastante de Ana Karenina en Essie como para que desease el sufrimiento. ¡Hasta qué punto se había trivializado el mundo! Su vida estaba en la cuerda floja y todo lo más que sentía era un cierto malestar en las partes más íntimas.

—¿Compañera Broadhead?


¿Sí?

La imagen del programa se visualizó, con cara de circunstancias.

—No puedo comunicar con tu marido ahora, está de camino hacia Dallas desde Ciudad de México, y acaba de despegar; todos los sistemas de comunicación del avión están siendo empleados ahora mismo en previsión de posibles contingencias durante la navegación.

—¿Ciudad de México? ¿Dallas? —Pobre hombre, pensó, le iban a hacer dar la vuelta al mundo antes de llegar—. En ese caso pásame la llamada.

—Sí, compañera.

El rostro y el resplandor desaparecieron, y la voz de su marido le llegó desde los circuitos audio:

—Cariño, estoy teniendo problemas para ponerme en comunicación contigo. Tenía que tomar un chárter hacia Mérida, que se suponía que enlazaba con otro hacia Miami, pero lo he perdido. Creo que ahora puedo hacer una escala en Dallas y... en fin, que estoy en camino.

Pausa. Parecía nervioso, cosa que no extrañó a Essie, casi podía verlo intentando decir algo gracioso. Pero sólo conseguía divagar. Dijo algo acerca de unas extraordinarias noticias en relación a los molinetes de oraciones. Y algo más acerca de los Heechees... en definitiva, divagaciones. ¡Pobre! Estaba intentando parecer ocurrente delante de ella. Essie prestó más atención a sus sentimientos que a sus palabras, hasta que volvió a detenerse y dijo:

—Demonios, Essie, ojalá ya estuviera ahí. Pero llegaré. Tan pronto como pueda. Mientras tanto... cuídate. Si tienes tiempo antes de que... antes de que Wilma empiece, le he dicho a Albert que te grabara una síntesis de lo más esencial. Es un buen tipo, sí señor. —Pausa—. Te quiero.

Y la voz se desvaneció.

S. Ya. se tumbó de nuevo en su cama llena de apacibles zumbidos, preguntándose qué hacer durante la próxima —y quizás última— hora de su vida. Echaba a su marido de menos, sobre todo por lo infantil que le resultaba. «Es un buen tipo.» ¡Qué tontería antropomorfizar programas computerizados! Todo lo más que ella era capaz de decir de su programa A. Einstein es que era preciso. Había sido idea de él que la unidad autónoma de bioanálisis tuviera forma de perro. ¡Y mira que ponerle nombre! ¡Squiffy! Era como ponerle un nombre al lavavajillas o a un rifle. Menuda idiotez. A menos que uno lo hiciera por cariño... en cuyo caso era un detalle encantador.

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