Tras el incierto Horizonte (34 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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—Desastroso, me imagino.

—Seguro que sí, Robin. Probablemente más de lo que te imaginas, pero no podría asegurarlo sin experimentarlo. Tendría que ser humano para sentirlo, y eso es algo que excede mis capacidades.

Desde detrás de mí me llegó la voz de Essie con un tono de orgullo.

—Desde luego que excede tus capacidades, ¿quién mejor que yo va a saberlo?

Se me había acercado por la espalda sin hacer ruido, con los pies descalzos sobré la gruesa moqueta. Llevaba un camisón cerrado desde el cuello hasta los tobillos, y le habían recogido el pelo.

—Essie, ¿qué demonios estás haciendo fuera de la cama? —le pregunté.

—Mi cama se está volviendo de lo más aburrido —me dijo acariciándome el lóbulo de la oreja—, sobre todo porque estoy yo sola. ¿Tienes algún plan para esta tarde, Robin? Porque si me invitas, me gustaría compartirlo contigo.

—Pero... Essie... —fue todo lo que conseguí decirle.

Y lo que hubiera querido decirle era o bien, «no deberías estar diciendo estas cosas, todavía» o bien, «al menos, no delante de la computadora». Pero no me dio tiempo a que le dijera ninguna de las dos. Apoyó su mejilla sobre la mía, tal vez para que notara lo redonditas que volvían a estar sus formas otra vez.

—Robin —dijo dulcemente—, estoy muchísimo mejor de lo que te piensas. Pregúntale a la doctora si no me crees, y te dirá lo rápido que me he repuesto —volvió la
cabeza hacia
mí para besarme rápidamente y añadió—: Tengo unos cuantos asuntos de que ocuparme esta tarde. Continúa hablando con Albert hasta que acabe, por favor. Estoy segura de que tiene muchas cosas interesantes que contarte, ¿verdad, Albert?

—Seguro que sí, señora Broadhead —confirmó el programa dando alegres caladas a la pipa.

—Entonces, está decidido.

Me palmeó cariñosamente la mejilla y dio media vuelta, y he de decir en honor a la verdad que mientras iba de vuelta a su habitación no parecía en absoluto que hubiera estado enferma. La tela no estaba totalmente tersa, pero se le ajustaba lo suficiente al cuerpo, y la figura que se marcaba era realmente soberbia. No podía creer que el trasplante de piel de su lado izquierdo no le hubiera dejado señales, pero no se le veía ninguna.

Detrás de mí, mi programa científico tosió. Me volví y allí estaba, fumando y parpadeando por culpa del humo.

—Tu mujer tiene muy buen aspecto, Robín —afirmó juiciosamente asintiendo con la cabeza.

—Albert, a veces me pregunto cómo te las apañas para parecer tan antropomórfico. Bueno, ¿qué era todo eso que tenías que contarme?

—Lo que tú quieras que te cuente, Robín. ¿Continúo con lo de Peter Herter? Existen otras posibilidades, como por ejemplo abortar sus emisiones. Consistiría en ordenarle a la computadora de a bordo, conocida con el nombre de Vera, que explosionara los tanques de combustible de la estación orbital. Ese sería básicamente el plan, dejando de lado las complicaciones del tipo legal que pudiera implicar, claro está.

—¡Ni hablar! ¡íbamos a destrozar el mayor tesoro jamás encontrado!

—Seguro que sí, Robín, y me temo que sería mucho peor que eso. Es muy poco probable que una explosión exterior llegara a dañar las instalaciones que el señor Herter está utilizando. Lo único que conseguiríamos sería enfurecerle. O dejarle allí atrapado para que actúe como mejor le parezca mientras siga con vida.

—¡Olvídalo! ¿No tienes nada mejor que eso?

—En realidad, sí, Robín —me sonrió—, lo tengo. Hemos encontrado por fin nuestra Piedra de Rosetta.

Se diluyó en una serie de reflejos de colores y desapareció. Cuando la imagen de una masa en forma de huso de color azul lavanda le sustituyó en la proyección holográfica, dijo:

—Esta es la imagen del principio de un libro.

—¡Pero si está en blanco!

—Aguarda un momento —explicó.

La figura era más alta que yo, y casi tan gruesa como alta. Empezó a transformarse ante mis propios ojos; el color se fue aclarando hasta que conseguí ver a su través, y entonces uno, dos, tres, puntos aparecieron en su interior, tres puntos de luz roja brillante que se pusieron a virar en una espiral. Se oía un triste sonido agudo, como el ruido de la telemetría o los chillidos de las golondrinas amplificados. Entonces la imagen se congeló. La voz se detuvo. La voz de Albert dijo:

—He sido yo el que ha detenido la imagen en este punto, Robín. Es probable que el sonido que se escucha sea un lenguaje, pero no hemos podido aislar unidades semánticas todavía. De todas formas el «texto» está claro. Hay ciento treinta y siete puntos de luz. Estáte atento mientras paso rápidamente unos cuantos segundos del libro.

La espiral de ciento treinta y siete pequeñas estrellas se desdobló en otra igual. Otra tira de estrellitas se despegó de la original y subió flotando hasta el extremo de la espiral, donde permaneció suspendida en silencio. El lamento aquel empezó de nuevo, y la primera espiral se expandió mientras todos sus puntos de luz trazaban una espiral por su cuenta. Cuando el proceso concluyó había una única espiral compuesta por ciento treinta y siete espirales más pequeñas compuestas a su vez por ciento treinta y siete puntos de luz. Entonces la imagen se coloreó de naranja y se congeló de nuevo.

—¿Quieres probar a interpretarlo, Robin? —preguntó la voz de Albert.

—Bueno, hasta ahí me temo que no puedo contar, pero creo que se trata de ciento treinta y siete veces ciento treinta y siete, ¿no es eso?

—Exacto, Robin, ciento treinta y siete al cuadrado, lo que hace un total de dieciocho mil setecientos sesenta y nueve puntos de luz. Y ahora mira.

Unas pequeñas líneas verdes cortaron la espiral en diez segmentos. Uno de los segmentos se separó del resto, ascendió y se dejó caer, enganchándose al extremo inferior de la espiral, y pasó del naranja al rojo otra vez.

—Esa no es exactamente la décima parte del número total —dijo Sigfrid—. Si los cuentas te darás cuenta de que en el extremo inferior hay sólo mil ochocientas cuarenta estrellitas. Continúo.

Una vez más, la figura central cambió de color, ahora al amarillo.

—Fíjate en la figura del extremo superior.

Miré atentamente y vi como la primera estrellita cambiaba al naranja y la tercera al amarillo. Entonces la figura central giró sobre su eje vertical y generó una columna de espirales en tres dimensiones, y Albert dijo:

—Ahora tenemos un total de ciento treinta y siete puntos de luz al cubo en la figura central. A continuación, el proceso se vuelve bastante tedioso de mirar —dijo amablemente—. Lo voy a pasar a alta velocidad.

Y así lo hizo, y los puntos de luz iban de un lado para otro, cambiando de color del amarillo al verde, del verde al celeste, del celeste al marino, hasta recorrer todo el espectro dos veces.

—¿Te das cuenta ahora de lo que tenemos? Tres números, Robín. Ciento treinta y siete en el centro. Mil ochocientos cuarenta en el extremo inferior. Ciento treinta y siete elevado a dieciocho, que es aproximadamente lo mismo que tenemos en el extremo superior, diez elevado la treinta y ocho. O sea, tres números que dan una dimensión y que son, respectivamente, el de la estructura constante, el del radio entre el fotón y el electrón, y el de número
de
partículas del universo. Robín, acabas de recibir una lección acelerada sobre teoría de partículas de manos de un profesor Heechee.

—Vaya por Dios.

Albert reapareció en imagen, radiante.

—Ni más ni menos, sí señor, —dijo.

—¡Pero Albert! ¿Significa eso que puedes leer ya todos los molinetes de oraciones?

Ocultó el rostro.

—Sólo los más sencillos —se lamentó—. De hecho, éste era el más sencillo. Pero a partir de ahora será mucho más fácil. Pasamos cada molinete y lo grabamos. Buscamos las posibles correspondencias. Damos por buenas ciertas deducciones en los campos semánticos y las aplicamos en tantos contextos como podemos... Lo conseguiremos, Robín. Pero llevará algún tiempo.

—No quiero ni oír hablar de eso —refunfuñé.

—De acuerdo, Robín, pero en primer lugar hay que localizar cada molinete, después hay que leerlo, grabarlo y codificarlo para poderlo pasar por las computadoras, y...

—He dicho que no quiero oírlo —dije—. Limítate... pero, bueno, ¿qué es lo que pasa ahora?

Su expresión había cambiado.

—Se trata del presupuesto, Robín —se disculpó—. Vamos a necesitar mucho material.

—¡Tú ponte manos a la obra! Hasta donde llegues. Hablaré con Morton para que venda. ¿Tienes alguna otra cosa que enseñarme?

—Sí, algo curioso, Robín —me sonrió mientras disminuía de tamaño hasta no ser más que un rostro que me observaba desde un extremo de la imagen.

En el centro de la proyección fluyeron bandas de colores hasta convertirse en un panel de mandos Heechee en el que aparecían iluminadas cinco de las diez pantallas. Las demás estaban apagadas.

—¿Sabes lo que es eso, Robín? Es una composición con los vuelos cuyo destino es el Paraíso Heechee. Las señales que ves son idénticas a las de las siete naves que fueron allí. Las demás varían, pero es casi seguro que las diferencias no influirían decisivamente en lo que se refiere al destino de las naves.

—¿Qué es lo que estás diciendo, Albert? —le pregunté. Me había cogido por sorpresa. Me di cuenta de que estaba empezando a temblar—. ¿Quieres decir que si conseguimos esa combinación las naves nos llevarán al Paraíso Heechee?

—Es más que probable, Robín —me sonrió—. Y he localizado tres de las cinco naves, dos de ellas en Pórtico y una en la Luna, que aceptan ese destino.

Me eché un jersey sobre los hombros y me acerqué al agua. No quería oír ni una palabra más.

Habían estado regando. Me descalcé para sentir bajo mis pies la mullida y húmeda hierba, mientras miraba pescar a unos muchachos en la orilla de Nyack, y me dije: Esto es lo que has obtenido después de arriesgar tu vida en Pórtico, lo que has logrado a cambio de Klara.

¿Acaso quería volver a arriesgar mi vida?

Pero en realidad no se trataba de querer o no querer algo. Si alguna de aquellas naves salía en dirección al Paraíso Heechee y yo podía comprar o robar un pasaje, iría.

Por fortuna la cordura me salvó, y me di cuenta de que, después de todo, no iba a poder ir. Al menos no a mi edad. Y desde luego, no en vista de la opinión que les merecía a los de

Pórtico. Y sobre todo, no a tiempo. El asteroide Pórtico estaba en la órbita adecuada justo en aquellos instantes. Llegar hasta él desde la Tierra supone un largo y fastidioso viaje de algo más de veinte meses si se viaja por las elipses de Hohmann, y no menos de seis meses si se viaja bajo los efectos de la máxima aceleración. Para cuando llegara allí, las naves ya estarían de vuelta.

En el caso de que volvieran, claro.

Aquel razonamiento tuvo tanto de alivio como de un malsano sentimiento de pérdida.

Sigfrid von Shrink jamás me explicó cómo librarme del sentimiento de culpa. Sólo me explicó cómo enfrentarme a ello. La receta es, básicamente, dejar que se produzca. Antes o después se pasará (según él). Por lo menos no necesariamente tienen que dejarle a uno paralizado. Así que mientras aquel sentimiento ambivalente se consumiera por sí solo, podía pasearme tranquilamente por la orilla, disfrutando del agradable aire que contenía la burbuja y mirando con orgullo la casa en la que vivía y el ala en la que, así esperaba de todo corazón, se estaba recuperando mi queridísima —durante algún tiempo querida tan solo de manera platónica— esposa. Desde luego, hiciera lo que hiciera, no lo estaba haciendo sola; dos veces aquella tarde un taxi había traído a alguien a casa desde la parada del ferrocarril. Las dos eran mujeres; en cambio, ahora, un taxi había traído a un hombre, que por cierto miraba a su alrededor con recelo mientras el coche daba media vuelta y se apresuraba a recoger a su próximo cliente. Dudé que fuera cosa de Essie, pero no había razón para pensar que fuera una visita para mí, o en cualquier caso, alguien de quien Harriet no pudiera ocuparse. Por eso me extrañó que los telecomunicadores que había bajo los aleros se alargaran y la voz de Harriet me llamara a través de ellos.

—¿Robin? Hay un tal señor Haagenbusch aquí. Creo que deberías atenderle tú mismo.

Era poco frecuente que Harriet se comportara de esa manera. Pero como rara vez se equivocaba, ascendí la cuesta, me sequé los pies junto a las ventanas francesas e invité al hombre a que pasara a mi despacho. Pertenecía a uno de esos grupos en vías de extinción, de calva rosada, con un par de atildadas patillas blancas y un acento meticulosamente americano, de esos que no acostumbran a tener ni siquiera los nacidos en los Estados Unidos.

—Gracias por atenderme, señor Broadhead —dijo al tenderme una tarjeta que rezaba:

Herr Doktor Advokat Wm. J. Haagenbusch

—Soy el abogado del señor Peter Herter —dijo—. He llegado esta mañana de Frankfurt porque quiero hacer un trato con usted.

«¡Cuánta amabilidad!», pensé; «¡Qué detalle venir en persona a llevar los negocios!» Pero si Harriet quería que le atendiera personalmente debía de haberlo consultado previamente con mi asesor legal, así que lo que le dije fue:

—¿Qué clase de trato?

Estaba esperando que le invitara a sentarse. Lo hice. Tuve la sensación de que también esperaba que pidiera café y coñac para los dos, pero a mí no me apetecía particularmente hacerlo. Se quitó los guantes de tafilete negro, se miró las bien cuidadas uñas y. dijo:

—Mi cliente ha pedido doscientos cincuenta millones de dólares, que deberán serle ingresados en cierta cuenta, además de asegurarle que se verá libre de cualquier tipo de persecución. Recibí este mensaje codificado ayer.

Solté una carcajada.

—¡Dios, Haagenbusch! ¿Y por qué me cuenta todo eso? ¡No tengo un céntimo!

—No, ciertamente —convino—. Aparte de lo que lleva invertido en la financiación del equipo Herter-Hall y algunas piscifactorías, no le queda nada excepto un par de propiedades inmobiliarias y algunos bienes personales. Imagino que en total ascenderá a unos seis o siete millones, sin contar la inversión en el asunto de la Factoría Alimentaria. Y sabe Dios lo que valdrá eso en estos momentos.

Me eché atrás en mi asiento y le miré.

—Así que ya sabe que me he deshecho de mis negocios de turismo. Se ha informado a base de bien, ¿eh? Pero se olvida de las minas de alimentos.

—No lo creo, señor Broadhead. Según tengo entendido las vendió esta misma mañana.

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