Tras el incierto Horizonte (4 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Nos encontramos alrededor, mirando. ¡La Factoría Alimentaria!

Se estremeció preocupantemente en el visor, lo que hizo difícil mantenerla en el objetivo. Incluso los motores de iones proporcionan cierta vibración a una nave espacial, y además, estábamos aún muy lejos. Pero allí estaba. Brillaba con una débil luz en la oscuridad moteada de estrellas, con una forma extraña. Era del tamaño de un edificio de oficinas, y tenía la forma más oblonga que jamás viéramos, pero uno de los extremos era romo, y uno de los lados tenía una larga hendidura curva.

—¿Crees que ha sido dañada por algo? —preguntó Lurvy llena de aprensión.

—En absoluto —terció su padre—. ¡Es el modo en que la construyeron! ¿Qué sabemos nosotros de cómo diseñaban los Heechees?

—¿Y cómo puedes saberlo tú? —le preguntó Lurvy.

A lo cual no respondió, ni tenía porqué hacerlo, ya que todos sabíamos perfectamente que no había manera de saberlo, ya que tan solo lo decía por no perder la esperanza, pues nos íbamos a ver en problemas en el caso de que estuviera dañada. Las bonificaciones se nos daban únicamente por ir hasta allí, pero las regalías, lo único que compensaba siete miserables años de ida y vuelta, dependían de que la Factoría Alimentaria fuese aún operativa. O, al menos, estudiable y copiable.

—¡Paul! —dijo Lurvy de pronto— ¡Mira al costado que está virando ahora! ¿No son naves todo eso?

Esforcé la vista, tratando de adivinar qué era lo que veía. Había media docena de bultos a lo largo del rectilíneo costado del artefacto, tres o cuatro más bien pequeños, dos bastante grandes. Hasta donde podía decir por mí mismo, se parecían a las que había visto en fotografías de Pórtico. Pero...

—Tú eres el prospector —le dije—. ¿Qué crees?

—Creo que lo son. Pero, Dios santo, ¿has visto ésas del extremo? Son enormes. He ido en naves Uno y Tres, y he visto muchas Cinco, ¡pero nada parecido a eso! ¡Pueden llevar, qué sé yo, quizás cincuenta personas! Si pudiéramos tener naves como ésas, Paul, si tuviéramos naves como ésas...

—Si tuviéramos, si tuviéramos —gruñó su padre—, si tuviéramos naves así, y si pudiéramos hacer con ellas lo que quisiéramos, sí, ¡el mundo podría ser nuestro! Esperemos que funcionen aún. ¡Esperemos que funcione alguna pieza!

—Funcionarán, padre —gorjeó una voz dulce detrás de nosotros, y nos volvimos para mirar a Janine, apoyada con una rodilla debajo del reciclador, ofreciéndonos una botella sellada a presión de nuestro mejor licor casero de grano reciclado. Sonrió:

—Creo que la ocasión merece que lo celebremos.

Lurvy la miró pensativamente, pero como su autocontrol estaba en un buen momento, dijo solamente:

—Sí, es una magnífica idea, Janine. Pásanosla.

Janine dio un sorbo de señorita bien educada y la pasó a su padre.

—Me parece que a Lurvy y a ti os puede apetecer echar un trago antes de ir a dormir —dijo carraspeando.

Acababa de concedérsele, en su decimocuarto cumpleaños, el beber bebidas fuertes, que aún no le gustaban, y si insistía era sólo porque se trataba de una prerrogativa de adulto.

—Buena idea —asintió Payter—. Llevo de pie, veamos, s cerca de veinte horas. Necesitaremos haber descansado cuand tomemos tierra.

Le pasó la botella a mi mujer, quien hizo pasar dos trago por su curtida garganta y dijo:

—No tengo sueño aún. ¿Sabéis lo que me gustaría hacer Volver a pasar la cinta de Trish Bover.

—¡Oh, Dios, Lurvy! ¡La hemos visto un millón de veces

—Lo sé, Janine, no la veas si no quieres. Pero no dejo d preguntarme si la nave de Trish no será una de ésas, y bueno sólo quiero echarle un nuevo vistazo.

Los labios de Janine se apretaron, pero su autocontrol era tan bueno como el de su hermana —en eso los genes se mantenían firmes—. Ésa era una de las cosas que nos habían evalúa do antes de contratarnos para la misión.

—Yo me ocupo de todo —dijo apresurándose a inclinarse sobre el teclado de Vera.

Payter movió la cabeza circunspecto y se retiró a su reservado, deslizando la cortina plegable en forma de acordeón ha ta ajustaría, dejándonos a nosotros al otro lado, reunidos e torno a la consola. Como se trataba de una cinta podíame tener a un tiempo imágenes y sonido, y al cabo de unos diez segundos chisporroteó al dar comienzo, y pudimos ver a la pobre y enojada Trish Bover hablandolé a la cámara con la que habían de ser sus últimas palabras.

Las tragedias sólo son trágicas durante un tiempo, y habíanlos hecho otra cosa que ver la cinta una y otra ve durante los tres años y medio. Cada dos por tres la poníamos veíamos las imágenes que ella misma había recogido con s! cámara portátil. Y las veíamos. Y las volvíamos a ver, congelando la imagen y ampliándola, no porque creyéramos que íbamos a entresacar más información de la que ya habían ex traído los de la Corporación de Pórtico, aunque nunca se sabe Sólo porque queríamos asegurarnos de que la cosa valía la pena. Lo trágico es que Trish no sabía qué era lo que había encontrado.

—Esta es la misión 074D19 —comenzó, con bastante firmeza. Su rostro triste y tonto intentaba incluso sonreír—. Paree que estoy en aprietos. Llegué a un artefacto Heechee de no s qué clase, atraqué la nave y ahora no puedo irme. Los cohete de aterrizaje funcionan, pero el teclado principal, no. Y no quiero quedarme aquí hasta morirme de inanición.

¡Inanición! Cuando los investigadores estudiaron las fotos de Trish, descubrieron de qué tipo de artefacto Heechee se trataba: la factoría de alimentos CHON que habían estado buscando.

Pero era aún una pregunta abierta si se trataba de algo que mereciera la pena, y Trish había creído que, seguramente, no. Lo que creyó es que iba a morir allí, total por nada, sin sacar ni siquiera algún dinero por las regalías. Y lo que hizo finalmente fue intentar volver en el módulo.

Se metió en el módulo y. lo apuntó al sol, encendió los motores y se tomó una pastilla. Se tomó un montón de pastillas, todas las que tenía. Y entonces puso el refrigerador al máximo y cerró la puerta a sus espaldas.

—Descongeladme cuando me encontréis —dijo—, y acordaos de mis regalías.

Y tal vez alguien lo hiciera. Cuando la encontraran. Si es que la encontraban. Lo que ocurrirá dentro de unos diez mil años. Cuando el débil mensaje fue finalmente captado por radio, cuando había sido repetido ya unas quinientas veces, era ya demasiado tarde para preocuparse por Trish. Jamás contestó.

Vera acabó de pasar la cinta y la rebobinó silenciosamente mientras la pantalla se oscurecía.

—Si Trish hubiera sido un piloto de verdad y no uno de esos prospectores aventureros de Pórtico, que sólo saben meterse en la nave, apretar el botón y dejar que la nave haga el resto —dijo, no por primera vez, Lurvy—, hubiera sabido qué hacer. Hubiera usado cada ángulo delta por pequeño que fuera para aprovechar todos los angulares, en vez de echarlo todo a perder apuntándola en línea recta.

—De acuerdo, experta —dije, tampoco por primera vez—. Así que podía contar con llegar a los asteroides mucho antes, ¿no?, a lo mejor unos seis o siete mil años.

Lurvy se encogió de hombros:

—Me voy a la cama —dijo, echándole un último tiento a la botella—. ¿Y tú, Paul?

—¡Eh, dadme una oportunidad, por favor! —saltó Janine—.

Quería que Paul me enseñara a manejarme con las técnicas de ignición de los cohetes de iones.

Lurvy se puso en guardia de inmediato:

—¿Seguro que es eso lo que quieres? No pongas mala cara, Janine. Ya lo has hecho un montón de veces, y sabes que, al fin y al cabo, es cosa de Paul.

—¿Y qué pasa si Paul se queda fuera de combate? —preguntó Janine—. ¿Cómo sabemos que no vamos a sufrir una nueva crisis de fiebre cuando estemos en plena actividad?

Bueno, lo cierto es que nadie podía estar seguro, y de hecho, yo me había formado la opinión de que así iba a suceder. Se repetía en ciclos de ciento treinta días, más o menos. Se nos estaba echando encima el tiempo.

—La verdad es que estoy algo cansado, Janine —dije—. Te prometo que lo haremos mañana.

O la próxima vez que alguno de los otros se despertara coincidiendo conmigo, lo importante era no quedarse a solas con Janine. En una habitación cuyo cubicaje total es el de una habitación de motel, se sorprenderían de lo difícil que resulta. Difícil no, prácticamente imposible.

Pero yo no estaba cansado en realidad, y cuando Lurvy estuvo tumbada a mi lado con la respiración demasiado tranquila para ser un ronquido, pero lo bastante calma para evidenciar que dormía, me estiré entre las sábanas, completamente despierto y calculando nuestros beneficios. Necesitaba hacerlo al menos una vez al día. Cuando era capaz de imaginar algún beneficio.

Esta vez encontré uno bueno de verdad. Un viaje de más de cuatro mil U.A. es un viaje largo, y no precisamente en línea recta. Digamos, medio billón de kilómetros, bastante aproximativamente. Y estábamos haciéndolo en espiral, lo que significaba otra revolución en torno al sol antes de llegar allí. Nuestra elíptica no era de veinticinco días-luz, sino más bien de sesenta. E incluso a plena potencia durante todo el día no nos acercábamos ni remotamente a la velocidad de la luz. Tres años y medio, y durante todo el trayecto pensábamos, caramba, imagínate que alguien descubre cómo manejaban los Heechees sus naves antes de que lleguemos a nuestro destino. No nos iba a servir de nada. Pasarían más de tres años y medio antes de que consiguieran hacer con semejante hallazgo todo lo que quisieran, ¿Y a que no adivinan qué lugar ocuparía en la lista el salir a buscarnos?

Así que el motivo que encontré para alegrarme fue que, al menos, no íbamos a encontrarnos con que habíamos hecho el viaje en balde, ahora que casi estábamos allí.

Sólo quedaba incorporar al artefacto los enormes propulsores de iones... ver si funcionaban... iniciar el lento viaje de vuelta, arrastrando el artefacto de regreso... y, de algún modo, sobrevivir en tanto llegábamos. ¡Otros cuatro años!

Volví a acariciar la idea de que casi habíamos llegado.

La idea de explotar los cometas para obtener alimentos no era nueva, en cierta manera había sido ya enunciada por Krafft Ehricke en la década de 1950, si bien lo que él había sugerido es que se los colonizase. Tenía sentido. Era sólo cuestión de algo de acero y otro poco de oligoelementos —el acero para construir un lugar en que vivir, los oligoelementos para convertir el condumio CHON en hamburguesas o cualquier otra cosa— y ya podías vivir indefinidamente de la comida que tenías al alcance de la mano. Porque de eso es de lo que los cometas estaban hechos. Un poquito de polvo, algo de rocas y un ingente montón de gases congelados. ¿Y qué son los gases? Oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, dióxido de carbono, agua, metano, amonio. Una y otra vez los mismos cuatro elementos CHON: carbón, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, ¿Cómo sino se escribe CHON?

Pues no. De lo que en realidad están hechos los cometas es de la misma sustancia de la que estamos hechos nosotros, y lo que CHON significa es «comida».

La nube Oort estaba constituida por millones de porciones del tamaño de un megatón. Y en la Tierra había diez o doce mil millones de hambrientos que dirigían sus miradas hacia la nube y se relamían los labios.

Había aún muchas distensiones en torno a lo que los cometas podían estar haciendo allí. Se discutía incluso la posibilidad de que los cometas viajaran en familias. Cien años antes Ópik había dicho que más de la mitad de los cometas vistos hasta el momento formaban parte de grupos bien definidos, como en este caso, y lo mismo habían repetido sus seguidores.

Whipple le respondió que un cuerno, que no se podía identificar un solo grupo de más de tres cometas. Y eso es lo que repitieron sus seguidores. Fue entonces cuando Oort intentó dar un sentido a todo aquello. Su idea era que había una enorme concentración de cometas en torno al sistema solar, y que de tanto en cuando el sol se aproximaba y arrastraba a alguno de los cometas fuera del conjunto, que se acercaba al perihelio a mucha velocidad. Así es como aparecían cometas como el Halley o la que supone que fue la estrella de Belén, o cualquier otro. Entonces unos cuantos empezaron a darle vueltas a la idea para saber cómo podía suceder exactamente. Resultó que era imposible, al menos en caso de dar por sentada la distribución de Maxwell también en el caso de la nube en forma de concha descrita por Oort. De hecho, incluso aceptando una distribución de tipo normal había que descartar la posibilidad de existencia de una nube tipo Oort. Las órbitas casi parabólicas observadas hasta el momento no podían proceder de una nube Oort; al menos eso decía R. A. Littleton. Entonces a alguien se le ocurrió preguntarse:

—Bueno, ¿y quién dice que la órbita de distribución de los cometas tenga que ser la de Maxwell?

Y resultó ser cierto. Es así de simple. Hay racimos de cometas y volúmenes de espacio enormes sin prácticamente un solo cometa.

Y si por un lado era indudable que los Heechees habían instalado su artefacto de modo que paciera en pastos ricos en cometas, eso había ocurrido muchos cientos de años antes, y la máquina se encontraba ahora en una especie de desierto cometario. Si aún seguía trabajando, tenía muy poco sobre lo que trabajar. (¡A menos que se hubiera zampado todos los cometas!)

Me quedé dormido intentando imaginar a qué sabría la comida CHON. Era imposible que supiera peor que lo que habíamos comido durante aquellos tres años y medio, puesto que casi todo había sido reciclado por nosotros mismos.

Día 1825. Hoy Janine casi acaba conmigo. Estaba jugando al ajedrez con Vera, con todo el mundo dormido, bastante alegre, cuando sus manos pasaron en torno a los auriculares y me taparon los ojos.

—¡Basta, Janine! —grité.

Cuando me volví estaba haciendo pucheros.

—Sólo quería utilizar a Vera —dijo.

—¿Para qué, otra de tus cartas cachondas para alguno de tus ídolos?

—Me tratas como a un crío —dijo.

Sorprendentemente iba vestida por completo; su rostro resplandecía, su cabello estaba húmedo y bien estirado tras la nuca. Parecía una modélica adolescente llena de sentido común.

—Lo que quería —dijo—, era revisar la alineación de los propulsores de iones con ayuda de Vera. Ya que has decidido no ayudarme...

Una de las razones por las que Janine estaba con nosotros era por su ingenio. Todos éramos ingeniosos; había que serlo para que te aceptaran en la misión. Y una de las cosas para las que era más ingeniosa era para convencerme a su antojo.

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