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Authors: Laura Gallego García

Tríada (65 page)

BOOK: Tríada
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Después, silencio.

Allegra se dejó caer al suelo, exhausta. Gerde se incorporó un poco y chilló al ver los árboles ardiendo. Trató de apagar las llamas, pero la magia no le respondió. También ella estaba agotada. Se apartó del fuego, temblando. Se volvió hacia Allegra y hacia los bárbaros que contemplaban la escena, y se dio cuenta de que los hombres sacudían la cabeza como si despertasen de un largo sueño. Comprendió, con horror, que el hechizo que mantenía sobre ellos se había roto.

Allegra se puso en pie trabajosamente.

—Creo que has perdido, Gerde —dijo con calma.

Ella no dijo nada.

Porque uno de los hombres se acercaba por detrás a Allegra, enarbolando una maza, dispuesto a acabar con su vida porque no podía soportar que Gerde hubiera sido derrotada.

El hada nunca llegó a saber si Hor-Dulkar, el Señor de los Clanes, actuaba todavía bajo los efectos del hechizo o lo hacía por voluntad propia. Porque, antes de que llegara a tocar un solo pelo de la cabeza de Allegra, alguien lo golpeó por detrás con un contundente garrote.

El señor de la guerra se volvió, aturdido, pero su atacante no le dejó un respiro y volvió a golpear.

Hor-Dulkar puso los ojos en blanco y cayó al suelo, a los pies de Uk-Rhiz.

Hubo un breve silencio.

—Todos lo habéis visto —dijo entonces Rhiz, con frialdad— Hor-Dulkar ha intervenido en un desafío. No es una conducta propia de un Señor de los Nueve Clanes.

Hubo murmullos entre la multitud. Los hombres todavía no terminaban de entender qué había sucedido, las mujeres apoyaban a Rhiz sin reservas.

Allegra respiró hondo y se volvió hacia Gerde. No le sorprendió comprobar que ella se había ido.

—Corre a tu torre, niña —murmuró el hada—. Corre a contarle a Ashran que los Shur-Ikaili son libres. Cuéntale a Ashran que la Resistencia sigue peleando, aunque su hijo nos haya matado nuestra última esperanza. Seguiremos luchando mientras el corazón nos siga latiendo, mientras quede un unicornio vivo en el mundo.

Los bárbaros discutían. Las mujeres hablaban todas a la vez, los hombres pedían explicaciones sin escuchar lo que las mujeres les estaban contando.

Allegra no les prestó atención. Avanzó hasta los árboles usó su magia para apagar las llamas, y después se dejó caer de rodillas sobre el suelo y lloró amargamente, y pidió perdón a Wina y a aquellos árboles por haberles hecho tanto daño.

Fue muy duro para Victoria atravesar el bosque de Alis Lithban.

Allí había nacido Lunnaris, el unicornio que habitaba en su interior, quince años atrás.

El día en que todos los unicornios, menos uno, fueron barridos de la faz de Idhún.

El bosque había cambiado mucho desde entonces, delicados árboles, cuyas ramas parecían filigranas tejidas por las hadas, se habían secado tiempo atrás. La hierba se había vuelto gris, y las flores se habían marchitado y formaban sobre el suelo un manto ceniciento. Incluso el aire parecía mustio.

Victoria no recordaba el aspecto que había presentado Alis Lithban quince años atrás. Pero aun así, se sintió presa de una pesada melancolía. Todo a su alrededor le recordaba que ya no había unicornios, que ya no los habría nunca más, que ella era la última y que su vida ya no tenía ningún sentido.

Sin embargo, eso le daba fuerzas para continuar adelante. La Torre de Drackwen estaba cada vez más cerca. Y Christian también.

Pronto, todo acabaría por fin.

Victoria miró a Yaren, que la contemplaba, abstraído; volvió a la realidad cuando se dio cuenta de que ella lo estaba observando.

—Disculpa —dijo el semimago—, estaba convencido de que, cuando regresaras a Alis Lithban, la hierba reverdecería bajo tus pies, las flores volverían a crecer... —Sacudió la cabeza—. Pero claro, era una idea estúpida. Imagino que los unicornios no sois exactamente como cuentan en las leyendas.

Victoria se quedó un momento mirándolo, pero no dijo nada. Después se dejó caer de rodillas sobre el suelo, junto a una enorme flor cuyos pétalos se habían enroscado sobre sí misinos al secarse. Con todo, se adivinaba la exquisita belleza que había poseído. La joven la tomó entre sus manos, con delicadeza, y empezó a transferirle energía.

La flor se reanimó al instante. Se enderezó, y sus pétalos comenzaron a avivarse con un suave color violeta.

Pero entonces, de pronto, el proceso se invirtió; la flor tembló y se marchitó aún más deprisa que antes. Y cuando Victoria quiso darse cuenta, entre sus dedos sólo quedaban unas tristes hebras resecas.

Yaren, que la había estado contemplando, tragó saliva. No entendía muy bien qué estaba pasando, pero no quiso preguntar.

Victoria tampoco hizo ningún comentario. Se levantó, con expresión impenetrable, y prosiguió su camino hacia el corazón del bosque.

—Me voy, padre —anunció Christian.

Ashran se volvió hacia él. Había estado escuchando los informes de un grupo de szish que acababa de regresar de Awinor, pero los despidió con un gesto para prestar atención a su hijo.

—El unicornio está cerca —hizo notar—. Ha venido a buscarte. —Ha venido a matarme.

—¿Por eso te vas? ¿Temes enfrentarte a ella?

—No quiero enfrentarme a ella, es todo.

—Y yo no quiero que desaparezcas de nuevo, Kirtash. La rebelión del norte se está volviendo un asunto demasiado molesto.

—Allí es precisamente adónde voy —respondió Christian suavemente—. A la Torre de Kazlunn.

Ashran lo miró con el interés brillando en sus ojos plateados.

—¿Con Gerde?

Christian asintió. El Nigromante se levantó del sillón que ocupaba y avanzó hacia él.

—¿Qué te propones, Kirtash?

—Ocupar el lugar que me corresponde en tu ejército, mi señor —respondió el muchacho con voz neutra.

Ashran lo miró un instante, en silencio.

—Gerde me ha vuelto a fallar —dijo por fin—. Lo sabías, ¿no?

—Sí, lo sé.

—Los bárbaros ya no me interesan —prosiguió Ashran—. Hay otra forma de ganar esta guerra definitivamente, una forma más rápida y segura. Pero tal vez no sea mala idea que controles qué hace Gerde en la Torre de Kazlunn. Averigua qué pasó exactamente con Aile, Kirtash. Vigílala de cerca.

Christian asintió. Dio media vuelta para marcharse; pero cuando estaba ya en la puerta, su padre llamó de nuevo su atención.

—La muchacha llegará a la torre mañana, después del segundo atardecer-dijo solamente.

Christian calló un momento, pensativo. Después alzó la cabeza y clavó su fría mirada en Ashran.

—La estaré esperando en la Torre de Kazlunn.

—Se lo diré —sonrió el Nigromante.

Le dio la espalda, dando a entender que la conversación había terminado, pero Christian no se movió.

—No quiero que nadie le haga daño —insistió.

—Lo sé —dijo Ashran con suavidad—. Tienes mi palabra de que llegará a ti sana y salva.

El joven asintió de nuevo y, esta vez sí, abandonó la sala.

—Aquí habitaron los unicornios —dijo Yaren aquella noche—. Docenas, tal vez cientos. Y murieron todos... de golpe. ¿Por qué no queda nada de ellos? ¿Y por qué se han desvanecido sin dejar ni rastro?

Victoria tardó un poco en responder. Cuando lo hizo, su voz sonó fría y sin emoción.

—La esencia del unicornio está hecha de luz pura. Cuando un unicornio muere, no tarda en transformarse en un rayo de luz, en parte de la luz que ilumina el mundo. No queda nada de él. Nada que pueda ser robado o profanado por los mortales. Ni siquiera el cuerno... si es lo que estabas pensando.

Yaren enrojeció y desvió la mirada, incómodo. Vaciló un momento y alzó entonces la cabeza para mirarla de nuevo, desafiante.

—Te lo he pedido muchas veces desde que te conozco —dijo—. Te he rogado, me he puesto a tus pies, te he suplicado de mil maneras diferentes que hagas un mago de mí. Comprendo que te negaras al principio, al fin y al cabo era un desconocido para ti... Pero por todos los dioses, hemos viajado mucho tiempo juntos, te he seguido sin vacilar, te he ayudado, te he traído hasta aquí... ya me conoces, y por otro lado... ¿no merezco una recompensa?

Victoria no respondió.

—Ahora estamos en pleno Alis Lithban, lo que fue la tierra de los unicornios —prosiguió Yaren—. Ya has comprobado que no queda ninguno, sólo tú puedes consagrar a más magos. Tu misión en la vida es entregar la magia a los mortales. Maldita sea, ¿por qué no puedes entregármela a mí?

Victoria se volvió hacia él. Sus ojos eran dos pozos repletos de la más profunda oscuridad. Yaren retrocedió, sin saber por qué, con el corazón latiéndole con fuerza.

—No sabes lo que me estás pidiendo —dijo ella con suavidad.

Yaren apretó los puños, con rabia, pero no respondió.

Al día siguiente comprobaron que el paisaje comenzaba cambiar.

La hierba verdeaba un poco, los árboles no parecían tan resecos y algunas ramas mostraban brotes tiernos. Era como si una tímida primavera estuviera llegando a Alis Lithban, una primavera joven e inexperta, que no tuviera la certeza de estar haciendo lo correcto.

Pero la vida reaparecía con más fuerza según iban avanzando.

—Es un milagro —dijo Yaren, maravillado—. La diosa Wina está resucitando Alis Lithban.

—No es obra de los dioses —respondió Victoria—. Nos acercamos a la Torre de Drackwen.

Yaren dejó escapar una carcajada escéptica.

—No puede ser la torre, Lunnaris —replicó—. Ese lugar está repleto del poder maligno de Ashran. Nada bueno puede salir de allí.

Victoria no lo contradijo. Pero sentía su propia esencia cada brote verde, en cada brizna de hierba que asomaba tímidamente entre las hojas secas. Una esencia que antaño había sido pura, clara y brillante como una estrella. Su propio poder había revitalizado la Torre de Drackwen tiempo atrás, y aunque le había sido arrebatado por la fuerza, seguía siendo suyo.

Para ella estaba claro: al canalizar la magia del mundo a la torre, la energía que ésta había acumulado se había desparramado, resucitando el bosque. Los alrededores de la torre habían reverdecido..., gracias a ella, gracias a lo que Ashran le había hecho entonces.

Cerró los ojos un momento. En aquellos tiempos era luz, magia pura, lo que ella transmitía al mundo. Ahora, sólo podía entregarle una oscuridad tan negra como el velo de dolor que cubría su corazón.

Cuando el segundo de los soles comenzaba a declinar. El bosque se abrió para mostrarles la imponente figura de la Torre de Drackwen.

Los magos que la habían erigido, muchos siglos atrás, habían pretendido darle el aspecto de un enorme árbol cuyas ramas se alzaran hacia el firmamento. Así, los cimientos de la torre, a modo de raíces, se hundían profundamente en la tierra y bebían de la magia que nutría Alis Lithban.

Sin embargo, tal vez por el paso del tiempo, o quizá por lo que aquel lugar simbolizaba ahora, lo cierto era que la torre evocaba, más que un árbol, una oscura garra cuyos dedos se crisparan en un intento por atrapar las lunas.

Victoria se detuvo para contemplarla un instante. Le traía malos recuerdos, muy malos recuerdos, pero ni por un momento se planteó la posibilidad de volver atrás.

En torno a la torre había una muralla, y la puerta principal estaba guardada por cuatro szish. Victoria avanzó hacia ellos sin temor. Yaren la siguió, receloso.

—He venido a ver a Kirtash —dijo ella solamente.

Los hombres-serpiente se inclinaron ante ella. La puerta se abrió con lentitud, mostrándoles un camino que serpenteaba a través de un jardín descuidado y salvaje. Los szish se apartaron para dejarla pasar, y uno de ellos se ofreció a guiarla al interior de la torre.

Pero cuando Yaren se dispuso a seguirla, las lanzas de los szish le cerraron el paso.

—Tú no puedesss entrar, humano —siseó uno de ellos.

—Lunnaris... —empezó él, pero ella le puso un dedo sobre los labios, con suavidad.

—Espera aquí —dijo—. Volveré.

Yaren se removió, inquieto. Pareció recordar de pronto que ella había acudido allí a pelear.

—No, no, espera —protestó—. ¿Y si no vuelves?

Ella le dedicó una amarga sonrisa. Yaren tragó saliva.

—No se le hará ningún daño —dijo Victoria a los szish.

—Como dessseess, mi ssseñora —respondieron.

Victoria le dio la espalda al semimago y cruzó el umbral sin vacilar.

Yaren se quedó mirando, impotente, cómo la puerta se cerraba tras ella.

Victoria atravesó el jardín, indiferente a su indómita belleza. También sentía allí su propio poder. La magia que había resucitado la torre procedía del corazón del mundo, pero había pasado a través de ella.

Y las plantas lo sabían, y la reconocieron al instante.

Victoria se detuvo un momento para contemplar unas enormes flores acampanadas cuyos cálices, de color rojo jaspeado de naranja, se inclinaban delicadamente hacia ella. La joven alzó una mano, y las flores se movieron un poco, tratando de alcanzarla. Una de ellas rozó los dedos de Victoria...

... y retrocedió inmediatamente. Las otras flores también se alejaron de ella. Casi parecían temblar de miedo.

Victoria no dijo nada. Su rostro no dejó traslucir la menor emoción.

Los szish la guiaron al interior de la torre. Victoria subió, peldaño a peldaño, la gran escalera de caracol que la llevaría a los aposentos de Ashran, el Nigromante.

Apenas fue consciente del trayecto a través de la torre. No se fijó en las salas que atravesaban, antaño rebosantes de actividad, ahora abandonadas en su mayoría. Sólo tenía en mente su venganza, a pesar de que, mucho antes de poner un pie en el recinto, ya sabía que no encontraría allí a Christian.

Ashran no la recibió en el salón donde solía conceder audiencias, sino en las almenas, desde donde contemplaba el tercer atardecer. Se volvió para mirarla. Ella sostuvo su mirada, indiferente.

La última vez que se habían encontrado también había sido en aquella torre. Entonces el Nigromante la había torturado cruelmente, le había arrebatado su magia por la fuerza, la había obligado a resucitar la Torre de Drackwen. Victoria había sufrido mucho, había sido maltratada, avasallada por aquel hombre, había estado a punto de morir.

Pero ahora lo contemplaba impasible, como si nada de aquello hubiera tenido la menor importancia.

Ashran sonrió fríamente y saludó a Victoria con una cortés inclinación de cabeza.

—Lunnaris —dijo—. Así te llaman, ¿no es cierto?

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